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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (72 page)

—¿Eider? —Escalofríos se tomó un respiro para recordar aquel apellido. Un rostro vislumbrado entre la bruma. Sipani. La mujer de la casaca roja. La amante del príncipe Ario—. ¿Tú eres aquella a la que Monza…?

—¿Te refieres a una mujer herida, chantajeada, aniquilada y dada por muerta? Su descripción también cuadra conmigo —su mirada llena de preocupación fue hacia la mesa principal—. Es ella, ¿verdad? No la has llamado por su nombre, sino por su diminutivo, algo que denota familiaridad. Los dos debéis de ser íntimos.

—Bastante —aunque no tanto como lo habían sido en Visserine. Antes de que le arrancaran el ojo.

—Y mientras ella se sienta ahí arriba, con el gran duque Rogont, tú te sientas aquí abajo, con los mendigos y la gente que resulta incómoda.

Era como si le leyese el pensamiento. Volvió a sentirse furioso. Por eso intentó cambiar de tema de conversación y preguntó:

—¿Qué te ha traído hasta aquí?

—Después de la carnicería de Sipani no me quedaba otra elección. Sin duda, el duque Orso ofrece una buena recompensa por mi cabeza. Durante los tres últimos meses he estado esperando que cualquiera de las personas que pasara cerca de mí me apuñalase, me envenenase, me estrangulase o me hiciese algo peor.

—¡Uh! Conozco esa sensación.

—Entonces tienes toda mi simpatía.

—Hasta los muertos saben que me merezco alguna.

—Yo te ofrezco la mía, toda, porque te la mereces. Al igual que yo, sólo eres una pieza más de este sórdido juego, ¿no te parece? Y has perdido mucho más que yo. El ojo. El rostro.

—Eso parece —Escalofríos se encogió de hombros. A pesar de que ella no se hubiese movido, le parecía que estaba más cerca de él.

—El duque Rogont es un viejo conocido. Aunque no sea muy de fiar, hay que reconocer que es guapo.

—Eso parece —dijo entre dientes.

—No he tenido más remedio que arrojarme a sus pies para implorar su merced. Aunque el aterrizaje no haya sido fácil, al menos me ha permitido un breve respiro. Pero ahora veo que acaba de encontrar un nuevo entretenimiento.

—¿Monza? —Que él hubiera estado pensando lo mismo durante toda la noche, no le había servido de gran ayuda—. No le gustan los hombres de su estilo.

—¿De veras? —Carlot dan Eider lanzó un sutil bufido de incredulidad—. ¿No es una mentirosa tan asesina como traidora que se sirve de quien sea para conseguir sus fines? ¿No traicionó a Nicomo Cosca para hacerse con su silla? ¿Por qué crees que el duque Orso quiso matarla? Porque su trono iba después —como la bebida le había dejado atontado, Escalofríos no supo qué responder—. ¿Por qué no utilizar a Rogont para sus fines? ¿O es que está enamorada de alguien?

—No —dijo él con un gruñido—. Bueno… ¿cómo podría saberlo? ¡Joder, no! ¡Retuerces las palabras!

Ella puso una mano en el pálido pecho de Escalofríos y dijo:

—¿Que las retuerzo? ¿Por qué crees que la llaman la Serpiente de Talins? ¡Pues porque las serpientes sólo se quieren a sí mismas!

—Hablas por hablar. Ella te utilizó en Sipani. ¡La odias!

—Es cierto que no derramaré ninguna lágrima sobre su cadáver. Y que el hombre que le clave una espada tendrá mi gratitud y aún más. Pero eso no me convierte en mentirosa —estaba tan cerca que casi le hablaba al oído—. ¿Monzcarro Murcatto, la Carnicera de Caprile? Ella y su hermano asesinaron a muchos niños —casi podía sentir su aliento encima, mientras la piel le picaba por tenerla tan cerca y la ira y el deseo, ambos igual de ardientes, se fundían en su mente—. ¡Los asesinaron! ¡En las calles! Por lo que he oído, ya no le era fiel a su hermano…

—¿Eh? —a Escalofríos le habría gustado no estar tan bebido, porque la sala comenzaba a girar a su alrededor.

—¿No lo sabías?

—¿Saber qué? —una extraña mezcla de curiosidad, miedo y asco le subía por la espalda.

Eider dejó una mano encima de su brazo, lo suficiente para que él sintiese otra oleada de perfume… dulce, perturbador, enfermizo, y dijo:

—Que ella y su hermano eran
amantes
—pronunció la última palabra como ronroneando, para que durase más tiempo.

—¿Qué? —la mejilla donde tenía la cicatriz le dolía como si acabase de recibir en ella una bofetada.

—Amantes. Dormían juntos como marido y mujer.
Follaban
juntos. No es ningún secreto. Pregunta a quien quieras. Pregúntale a ella.

Escalofríos apenas podía respirar. Debía de habérselo imaginado. Algunas cosas habrían tenido sentido si se hubiese dado cuenta a tiempo. Quizá lo había hecho, pero no lo había querido reconocer. De cualquier modo, se sentía burlado. Engañado. Convertido en un hazmerreír. Como un pez sacado del río y dejado en la orilla para que se asfixie. Después de todo lo que había hecho por ella, de todo lo que había perdido… La rabia hervía en su interior con tanta fuerza que apenas podía contenerse.

—¡Cierra la puta boca! —apartó la mano de Eider—. ¿Crees que no me doy cuenta de que me estás provocando? —se había levantado del asiento y la dominaba con su estatura. Mientras tanto, la sala se movía a su alrededor en una confusión de luces borrosas y rostros desvaídos—. ¿Me tomas por idiota, mujer? ¿Quieres reírte de mí?

En lugar de retroceder, ella se echó hacia delante, casi apretándose contra él, con unos ojos tan grandes como platos.

—¿Yo? —dijo—. ¡Tú no te sacrificaste por mí! ¿Acaso soy
yo
la responsable de que te dejaran así? ¿Soy
yo
la que te ningunea?

Escalofríos tenía el rostro encendido. La sangre le martilleaba tanto el cráneo que creyó que el ojo le iba a estallar en cualquier momento. Lo malo era que ya no lo tenía. Lanzó un quejido estrangulado al tener cerrada la tráquea por lo furioso que se sentía. Retrocedió para no empujarla y fue derecho hacia un criado, chocando con la fuente de plata que llevaba en las manos y haciendo que los vasos tintineasen, las botellas se estremeciesen y el vino se derramara.

—Señor, con toda humildad…

El puño izquierdo de Escalofríos se aplastó en sus costillas y lo tiró hacia un lado, mientras que el derecho golpeaba el rostro de aquel hombre antes de que cayera. Rebotó contra la pared y cayó al suelo, desmadejado entre el naufragio de las botellas que llevaba. Escalofríos tenía el puño manchado de sangre. Tenía sangre, y una astilla blanca entre los dedos. Un trozo de diente. En aquellos momentos, lo único que quería era arrodillarse encima de aquel bastardo, cogerle la cabeza entre las manos y golpear con ella las hermosas tallas de la pared hasta que se le salieran los sesos. Y poco le faltó para hacerlo.

Pero, en lugar de eso, se volvió. Se volvió y cayó redondo.

El tiempo pasaba lentamente.

Monza se acostaba en el lado donde solía hacerlo, dándole la espalda a Escalofríos en el mismísimo borde de la cama. Guardando el mayor espacio posible entre ellos, pero evitando caerse al suelo. En aquel momento, los primeros indicios de la aurora comenzaban a insinuarse entre las cortinas, tiñendo la habitación con un color gris sucio. El efecto del vino comenzaba a disiparse, dejándola más cansada, desesperanzada y mareada que nunca. Como la ola que, al bañar una playa llena de porquería, parece que vaya a dejarla limpia, pero que, al retroceder, sólo deja en ella gran cantidad de peces muertos.

Intentaba pensar en lo que hubiera podido decir Benna. En lo que hubiera podido hacer para que ella se sintiese mejor. Pero ya no podía recordar ni cómo era su voz. Había comenzado a desvanecerse, llevándose consigo lo mejor de ella. Recordaba cuando, hacía mucho tiempo, era un niño esmirriado, enfermizo y sin recursos que necesitaba que ella le cuidase. Recordaba cuando ya era un hombre que reía y cabalgaba a su lado, mientras ambos subían por la montaña de Fontezarmo. Incluso entonces necesitaba que ella le cuidase. Recordaba de qué color eran sus ojos. Recordaba que tenía patas de gallo en ellos, por tanto reír. Pero no podía recordar su sonrisa.

En cambio, sí que recordaba con todo lujo de detalles, por otra parte sangrientos, los rostros de los cinco hombres a los que ella había matado. Gobba, que, con las manos destrozadas, intentaba librarse del garrote que le estaba dando Amistoso. Mauthis, que parecía haberse doblado en dos como una marioneta mientras echaba una espumilla rosácea por la boca. Ario, que se llevaba la mano al cuello, por donde la sangre salía a borbotones. Ganmark, que la miraba desde arriba mientras la desmesurada espada de Stolicus le atravesaba la espalda. Fiel, que se ahogaba lentamente para luego quedarse colgado en la rueda del molino, y que no era peor que ella.

Los rostros de los cinco hombres a los que había matado y de los dos que estaban por matar. El vehemente y pequeño Foscar, que apenas era un hombre. Y Orso, cómo no. El gran duque Orso, que la amaba como a una hija.

Monza, qué haría yo sin usted…

Echó las sábanas hacia delante y sacó sus sudorosas piernas de la cama para ponerse los pantalones, temblando aunque hiciese demasiado calor, con dolor de cabeza por el vino que estaba pasado.

—¿Qué haces? —preguntó Escalofríos con voz cascada.

—Necesito una pipa —le temblaban tanto los dedos que mil no podía encender la lámpara.

—¿No has pensado que quizá deberías fumar menos?

—Lo pensé —se peleaba con la bola de cáscaras y hacía muera» mientras movía sus destrozados dedos—. Y decidí que no.

—Aún es de noche.

—Pues duerme.

—Qué hábito tan jodidamente asqueroso —se había sentado en su parte de la cama, con la espalda de lado para que sólo pudiese verle el ojo bueno.

—Tienes razón. Quizá debería cambiarlo por el de romperle los dientes a los criados —cogió su cuchillo y comenzó a picar con él la bola de cáscaras que había metido en la cazoleta de la pipa, lanzando polvo al aire durante la operación—. Te diré que no le impresionó mucho a Rogont.

—Por lo que puedo recordar, no hace mucho que tú tampoco parecías muy impresionada por él. Me parece que tus sentimientos cambian con el viento.

La cabeza estaba a punto de estallarle. Como no tenía ganas de hablar, le dejó que siguiera. Pero, como en ocasiones la gente se defiende atacando, preguntó:

—¿Qué te reconcome? —y entonces supo que no quería escuchar la respuesta.

—¿Tú qué crees?

—Tú sabrás, yo también tengo problemas.

—¡Pues que me dejaste tirado, eso es lo que es!

—¿Cuándo te he dejado tirado? —se sobresaltó al escucharlo.

—¡Esta noche! ¡Abajo, con toda la morralla, mientras tú te sentabas como una señorona al lado del Duque de la Dilación!

—¿Acaso crees que yo me encargué de asignar los asientos? —le contestaba de malos modos—. Me puso a su lado para que él quedase mejor, eso es todo.

Se hizo una pausa. Escalofríos apartó la cabeza hacia un lado, se encogió de hombros y dijo:

—Bien. Supongo que conseguir que alguien quede bien es más de lo que yo he podido hacer estos últimos días.

—Rogont puede ayudarme —temblaba un poco, sintiéndose molesta y contrariada—. Eso es todo. Foscar está ahí fuera, con el ejército de Orso… —lo cierto era que tenía que morir, costara lo que costase.

—¿Venganza, verdad?

—Mataron a mi hermano. Suponía que no tendría que explicártelo. Ya sabes cómo me siento.

—No. No lo sé.

—¿Qué le pasó a tu hermano? —Monza fruncía el ceño—. Me parece recordar que dijiste que lo mató el Sanguinario. Suponía…

—Yo odiaba al cabrón de mi hermano. La gente decía que era Skarling renacido, pero lo cierto es que era un bastardo. Me enseñó a subir por los árboles y a pescar, y me daba golpecitos debajo de la barbilla y reía cuando nuestro padre estaba delante Pero, en cuanto se marchaba, me golpeaba hasta quitarme la respiración. Decía que yo había matado a nuestra madre. Lo único que hice fue nacer —su voz sonaba hueca, ya sin ira—. Cuando me enteré de que había muerto, intenté reír, pero me eché a llorar, porque era lo que hacían todos. Juré vengarme de su asesino y todo lo demás, porque era una manera de seguir con la gente. No quería quedarme sin amigos. Pero cuando supe que Nueve el Sanguinario había clavado la cabeza del bastardo de mi hermano en el extremo de una pica, no supe si odiarle por haber hecho aquello y haberme robado la oportunidad de hacerlo yo, o agradecerle el favor con un beso… de hermano.

Durante un instante, ella estuvo a punto de levantarse, de acercarse a él y de ponerle una mano en el hombro. Pero entonces, Escalofríos entornó su único ojo y la miró con frialdad, diciendo:

—Supongo que sabrás de qué hablo. De besar a un hermano.

La sangre se agolpó detrás de sus ojos con mayor violencia que nunca cuando exclamó:

—¡Lo que yo hiciese con mi hermano sólo me incumbe a mí! —y cuando fue consciente de que le estaba amenazando con el cuchillo, lo tiró—. No tengo la costumbre de explicar lo que hago. ¡Y no voy a comenzar ahora a explicárselo a la gente que contrato!

—¿Eso es lo que yo soy para ti?

—¿Qué otra cosa podrías ser?

—¿Después de lo que he hecho por ti? ¿De lo que he perdido?

—¿Acaso no cobraste una buena paga? —vacilaba, y las manos le temblaban más que nunca.

—¿Una paga? —se inclinó hacia ella, apuntándole con el dedo a la cara—. ¿Y cuánto valía mi ojo, coño malvado?

Ella lanzó un quejido sofocado, se levantó con un salto de la silla, agarró la lámpara, le volvió la espalda y se encaminó hacia la puerta del balcón.

—¿Adónde vas? —su voz se había hecho súbitamente conciliadora, como si fuese consciente de haber llegado demasiado lejos.

—¡A alejarme de tu autocompasión, bastardo, antes de que vomite! —abrió la puerta de golpe y salió al aire del exterior.

—Monza… —se dejó caer en la cama con una mirada muy triste en el rostro. Mejor dicho, en la mitad que aún le funcionaba. Roto. Desanimado. Desesperado. Con su ojo protésico apuntando a cualquier lugar. Dio la impresión de que fuera a echarse a llorar, a ponerse de rodillas, a pedir que le perdonase.

Ella cerró la puerta de golpe. Le venía bien tener una excusa. Antes prefería la culpa llevadera de volverle la espalda que la culpa interminable de mirarle. De veras que la prefería, y con mucho.

La vista desde el balcón podía ser una de las más sobrecogedoras del mundo. Ospria cayendo a pico. Un laberinto demencial de tejados de cobre puestos unos encima de otros. Los cuatro pisos de la ciudad, junto con sus torres y murallas. Edificios muy altos de antigua piedra clara que se arracimaban tras ellas, con ventanas muy estrechas y listas de mármol blanco, apretujados en calles muy empinadas y en callejones retorcidos de mil peldaños, tan profundos y oscuros como los cañones que excavan los ríos en las montañas. Las pocas luces madrugadoras que brillaban en unas pocas ventanas y los parpadeantes puntitos: las antorchas de los centinelas que se movían por las murallas. Más allá, el valle del Sulva, que seguía sumido en las sombras de las montañas, y el débil brillo del río que corría por su fondo. Y en la cumbre de la colina más alta situada al otro lado, recortados contra el terciopelo azul del cielo, quizá los alfilerazos de los fuegos del campamento de las Mil Espadas.

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