La mejor venganza (74 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

No podía negar que la escena era digna de ver. Alto, fuerte y guapo, con largos rizos agitados por la brisa. El acero de su armadura, por otra parte, engastada con relucientes gemas, había quedado tan brillante que casi hacía daño a la vista. Pero sus hombres también se lo habían tomado en serio. En el centro, infantería pesada, hombres bien armados bajo el bosque de alabardas y mandobles que sujetaban con sus guanteletes; escudos y azules cotas de armas en los que figuraba la blanca torre de Ospria. En las alas, infantería ligera, cuyos hombres resultaban llamativos por el cuero endurecido que vestían y las picas que mantenían erguidas con sumo cuidado. También los ballesteros, cubiertos con bonetes de acero, y los encapuchados arqueros. Aunque, a la izquierda de todas aquellas unidades, un destacamento de Affoia, por su armamento desigual y su alineación un tanto desparejada, empañase ligeramente aquella disposición tan perfecta, el orden de batalla era mejor que cualquier otro en el que Monza hubiera participado.

Pero eso fue antes de que se volviese y viera la caballería que se alineaba tras de ella, una hilera que brillaba entre las sombras de la muralla más alejada de Ospria. Todos los nobles por nacimiento o por espíritu, con caballos de testeras bruñidas, con yelmos de cimeras esculpidas, con lanzas desnudas y relucientes, se disponían a ascender los peldaños de la gloria. Como salidos de un mal libro.

Monza carraspeó, arrancó un gargajo y lo escupió. Por experiencia, algo de lo que estaba sobrada, sabía que los hombres que formaban de aquella manera tan impecable eran tanto los primeros en acudir al combate como, luego, en huir de él.

Rogont seguía preocupado por elevar su retórica hasta las cimas más extravagantes:

—¡Ahora estamos en un campo de batalla! ¡Del que, en los años venideros, la gente dirá que se llenó de héroes! ¡Del que la gente dirá que decidió el futuro de Styria! ¡Aquí, amigos míos, aquí, en nuestro propio suelo! ¡Delante de nuestros hogares! ¡Ante las antiguas batallas de la altiva Ospria! —vítores entusiastas de las compañías que estaban más cerca de él. Porque Monza no podía asegurar que las demás pudiesen escuchar lo que decía, y menos aún que pudieran verle. Y respecto a las que lo veían y escuchaban, tampoco estaba muy segura de que la manchita brillante que distinguían a lo lejos pudiese levantarles la moral.

»¡Tenéis el destino en vuestras manos! —aquel destino que antes Rogont había dejado escapar de las suyas. En aquellos momentos se encontraba entre las de Cosca y las de Foscar, y todo parecía presagiar que sería sangriento.

»¡Ahora, a por la libertad! —o, mejor, a por una variedad más agradable de tiranía.

»¡Ahora, a por la gloria! —o a por un sitio glorioso en el cieno del río.

Rogont tiró de las riendas con la mano que tenía libre, haciendo que su destrero bayo se encabritase y cocease al aire con sus cascos delanteros. El efecto quedó un tanto deslucido por los enormes cagajones que al mismo tiempo abandonaron los cuartos traseros del noble bruto. Pasó al lado de las apretadas filas de la infantería, y, una tras otra, sus compañías le vitorearon, levantando las lanzas al unísono y lanzando un rugido. A Monza hubiera podido parecerle un espectáculo impresionante si ya no lo hubiese visto antes, y con amargos resultados. Un buen discurso no compensaba gran cosa el hecho de que el enemigo los superase en proporción de tres a uno.

El Duque de la Dilación avanzó al trote hacia ella y los demás miembros de su plana mayor, que seguían siendo la misma colección de hombres muy condecorados y de escasa experiencia de los que se había burlado en los baños de Puranti, preparados para la batalla como si fueran a una parada militar. Baste decir que no se habían mostrado afectuosos con ella. Y también que a ella eso no le importaba.

—Bonito discurso —comentó Monza—, siempre que a uno le gusten esas cosas.

—Muy amable —Rogont volvió grupas a su caballo y lo emparejó con el de ella— A mí sí que me gustan.

—Jamás me lo habría imaginado. Bonita armadura.

—Un obsequio de la joven condesa Cotarda —un grupito de damas se había juntado en la cumbre de la ladera para mirar desde las sombras de las murallas. Se sentaban de lado en sus respectivas sillas de montar, ataviadas con ropajes muy coloridos y joyas chispeantes, como si esperasen asistir a una boda y no a una carnicería. La propia Cotarda, de tez tan blanca como la leche y vestida con unas ropas flotantes de seda amarilla, ondeó lánguidamente una mano, saludo que Rogont le devolvió de la misma manera—. Me parece que a su tío le gustaría que nos casásemos. Si aún sigo con vida al terminar el día, por supuesto.

—Amor joven. Mi corazón palpita.

—Lo que voy a decirle desalentará un poco a esa alma tan sentimental que usted tiene, pero lo cierto es que no es de mi tipo. Me gustan las mujeres algo… mordaces. Pero la armadura es, ciertamente, muy bonita. Cualquier observador imparcial podría tomarme por algún tipo de héroe.

—Uh. Como decía Farans,
la desesperación logra que incluso de la harina más podrida puedan hornearse héroes.

Rogont dio un largo suspiro y dijo:

—Ya casi no tenemos tiempo para preparar ese tipo de hogazas tan particulares.

—Yo suponía que esos rumores acerca de que vuestros problemas iban en aumento sólo eran para difamaros. —Había algo familiar en una de las damas de la condesa Cotarda, precisamente la que se vestía de manera más sencilla que las otras, la que tenía el cuello largo y era elegante. Cuando volvió la cabeza, vio que su montura comenzaba a bajar por la verdeante pendiente, justo hacia ellos. Entonces Monza sintió una punzada en el corazón, porque acababa de reconocerla—. ¿Qué diablos está haciendo aquí?

—¿Carlot dan Eider? ¿La conoce?

—La conozco —siempre que darle un puñetazo a alguien en Sipani equivalga a conocerle.

—Es una vieja… amiga —dijo Rogont, dando a entender, por lo que había tardado en decir aquella última palabra, que Carlot era algo más—. Vino a verme porque peligraba su vida y necesitaba mi protección. ¿En qué otras circunstancias hubiera podido negarme?

—¿Qué tal la de haber sido fea?

—Debo admitirlo —Rogont se encogió de hombros con un ligero roce de acero—, soy tan previsible como cualquier hombre.

—Mucho más, Excelencia.

Eider acercó su montura a las de ellos e hizo una reverencia no exenta de gracia.

—¿A quién tenemos aquí? ¡Vaya, pero si es la Carnicera de Caprile! ¡Y yo que creía que sólo era una ladrona, chantajista, asesina de inocentes y practicante aventajada del incesto! ¡Y resulta que también es un soldado!

—Carlot dan Eider, ¡qué sorpresa! ¡Y yo que creía que esto era un campo de batalla, aunque ahora comience a olerme más a burdel! ¿Con cuál de las dos cosas tendré que quedarme?

—A juzgar por todas esas espadas —Eider miraba con una ceja enarcada los regimientos reunidos ante ellos—, yo diría que con… ¿la primera? Pero tú eres la experta. Te vi en el Cardotti y ahora te encuentro aquí y, la verdad, creo que te sientes igual de cómoda vestida de guerrero o de puta.

—Qué extrañas son las cosas, ¿verdad? Yo me visto como una puta mientras tú haces lo que las putas.

—¿Quizá debería emplear la mano para asesinar a niños?

—¡Ya basta, por caridad! —Rogont se vio obligado a intervenir—. ¿Acaso he sido condenado a encontrarme siempre rodeado de mujeres que discuten? ¿Han caído en la cuenta de que tengo una batalla que perder? ¡Lo único que me falta para completar el trío es que esa diablesa de Ishri, que aparece y desaparece, me salga por el ojo del culo para matarme del susto! ¡Mi tía Sefeline era igual, siempre intentando demostrar que la polla más grande de toda la reunión era la suya! ¡Si lo que pretenden es comportarse como gallos y no como gallinas, les sugiero que vayan al otro lado de las murallas de esta ciudad y me dejen pensar a solas en mi caída!

—Excelencia —Eider hizo una reverencia con la cabeza—, no deseaba entrometerme. Sólo he venido a desearos la mayor de las fortunas.

—¿Seguro que no quieres luchar? —preguntó Monza, muy cortante.

—Oh, Murcatto, hay otras maneras de luchar que nada tienen que ver con manchar el suelo de sangre —se inclinó en la silla y dijo—: ¡Ya lo verás!

—¡Excelencia! —Un estridente toque de llamada, una ola de excitación que recorre a la caballería. Uno de los oficiales de Rogont señalaba con un dedo la parte superior del río, la quebrada situada en el extremo más alejado del valle. Recortándose contra el pálido cielo, algo se movía por allí. Monza orientó su caballo hacia aquel lugar mientras sacaba el catalejo que le habían prestado y con él escrutaba la quebrada.

Lo primero que vio fue un grupo poco numeroso de jinetes. Exploradores, oficiales y portaestandartes que llevaban bien en alto unas banderas blancas, las de Talins, con una cruz negra en el centro y, a los lados, bordados en rojo y plata, los nombres de las batallas ganadas. No le ayudaba en nada que hubiera echado una mano en casi todas. Luego apareció tras ellos una amplia columna de soldados que, lanzas al hombro, bajaban rápidamente por la cinta marrón que era la calzada imperial, para dirigirse al vado inferior.

El regimiento de vanguardia se detuvo y comenzó a dispersarse.1 un kilómetro escaso del agua. Otras columnas comenzaron a llegar por la calzada, agrupándose en cuadro dentro del valle. Por lo que ella podía ver, no había un orden definido de batalla.

Pero ellos contaban con la superioridad numérica. No necesitaban ser inteligentes.

—Ya han llegado los talineses —murmuró sin más Rogont.

Era el ejército de Orso. Los hombres con los que ella había luchado hacía un año y a los que había llevado a la victoria en Dulces Pinos. Los mismos que había mandado Ganmark hasta que Stolicus se le cayó encima. Los hombres que en aquellos momentos comandaba Foscar. Aquel joven impaciente que tenía una pelusa por bigote y que tanto se había reído con Benna en los jardines de Fontezarmo. Aquel joven impaciente al que ella había jurado matar. Se mordió el labio inferior al apartar el catalejo de las polvorientas hileras que se encontraban al frente, mientras más y más hombres bajaban por la colina situada encima de ellos.

—Los regimientos de Etrisani y de Cesale en el ala derecha, con algunos de Baol en la izquierda —gente andrajosa, vestida con pieles y gruesas cotas de malla, combatientes selváticos de los montes y colinas del extremo oriental de Styria.

—La mayoría de las tropas regulares del duque Orso. Pero, oh, ¿dónde?, ¿dónde están sus camaradas de las Mil Espadas?

Monza señaló con la cabeza la colina de Menzes, una protuberancia verde surcada por bosquecillos de olivos que se alzaba encima del vado superior, mientras decía:

—Apostaría mi vida a que están allí, al otro de la cumbre. Foscar cruzará el vado inferior con todas sus fuerzas, para no dejaros otra elección que lanzaros de cabeza contra él. En cuanto entabléis combate, las Mil Espadas cruzarán el vado superior sin oposición y os atacarán por el flanco.

—Eso parece. ¿Qué me aconseja?

—Que hubierais debido llegar a tiempo a Dulces Pinos. O a Musselia. O a la Margen Alta.

—Ay, si entonces era tarde para llegar a tiempo a esas batallas, creo que ahora aún lo es más.

—Deberíais haberles atacado mucho antes de llegar a esto. Haberos arriesgado cuando bajaban por la calzada imperial en dirección a Puranti —Monza observó preocupada el valle y el gran número de soldados que ocupaban las dos márgenes del río—. Vuestra fuerza es la menor.

—Pero mi posición es la mejor.

—Siempre que llevéis la iniciativa. Ya no podéis atacar por sorpresa. Vos mismo habéis caído en la trampa. Siempre es aconsejable que el general con menor número de fuerzas a su cargo se muestre siempre a la ofensiva.

—Stolicus, ¿verdad? Nunca supuse que le gustase leer libros.

—Rogont, conozco mi oficio, tenga que ver con los libros o con lo que sea.

—Mis gracias más épicas a usted y a su amigo Stolicus por explicitar mis fallos. ¿Sería posible que uno de los dos me pudiese dar una opinión al respecto de cómo conseguir la victoria?

Monza dejó que sus ojos se movieran a lo largo de toda aquella vista para calcular los ángulos de las pendientes, la distancia de la colina de Menzes al vado superior, la del superior al inferior, la que había desde las listadas murallas de la ciudad hasta el río. La posición parecía mejor de lo que era. Pero Rogont tenía que cubrir demasiado territorio con muy pocos hombres.

—Debéis hacer lo obvio. Golpear a los talineses con todos vuestros arqueros mientras cruzan, y luego enviar a toda vuestra infantería en cuanto sus primeras filas toquen la otra orilla. Mantened la caballería donde está, para, al menos, contener a las Mil Espadas en cuanto aparezcan. Esperad a que Foscar se doblegue con facilidad, mientras su infantería sigue en el río, y luego volveos contra los mercenarios. No resistirán si ven que las tornas se vuelven contra ellos. Pero, doblegar a Foscar… —vio cómo aquel enorme cuerpo de tropas formaba por unidades que tenían la misma anchura que el vado, mientras las nuevas columnas que llegaban por la calzada imperial se juntaban con ellas—. Si Orso ha sido consciente de que vos tenéis alguna posibilidad, entonces habrá contado con un comandante con más experiencia y menos valor en lo personal —echó un vistazo a la pendiente. Los sacerdotes gurkos se habían sentado para observar la batalla no muy lejos de donde se encontraban las damas de Styria, con sus blancas vestiduras que relucían bajo el sol y sus oscuros rostros eclipsados—.

Si el profeta quiere mandaros algún milagro, ahora sería la ocasión.

—Ay, lo único que me mandó fue dinero. Y palabras amables.

—Necesitaréis algo más que palabras amables para vencer —dijo Monza con un bufido.

—Las necesitaremos los dos —corrigió a Monza—. Puesto que usted lucha a mi lado. Por cierto, ¿por qué lucha a mi lado?

—Supongo que porque no puedo resistirme a los hombres guapos que están metidos en muchos apuros —lo cierto es que estaba a su lado porque se encontraba demasiado cansada y enferma para seguir luchando sola—. Cuando teníais todas las cartas, luché a favor de Orso. Y ved cómo me fue.

—Más bien, que cualquiera vea los apuros que tenemos los dos —inspiró profundamente y echó el aire como si aquello le divirtiera.

—¿Por qué diablos parecéis tan contento?

—¿Acaso le gustaría más que pareciese desesperado? —contestó con una mueca Rogont, tan guapo como condenado a perder. Quizá los dos acabasen juntos—. En honor a la verdad, me alegro de que la espera haya acabado, por complicado que sea aquello a lo que nos enfrentamos. Aunque quienes tenemos grandes responsabilidades debamos ser pacientes, debo decir que la paciencia nunca me ha gustado en absoluto.

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