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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (91 page)

El grandullón se secó las manos en la camisa pringosa y dijo:

—Entonces, general, preparémonos.

—Excelente. Estos últimos días me he comportado como un arrastrado. La verdad es que, si se piensa en el poco tiempo que tenemos, resulta un crimen que alguien se aburra constantemente. Cuando estés echado en el lecho de muerte, espero que te lamentes más por estas semanas malgastadas que por todas las equivocaciones que has cometido.

—Que no habrían sido tantas si no me estuvieses metiendo prisa todo el tiempo. Tendrías que haberme ayudado a mover toda esta mierda.

—¿A mi edad? El único sitio donde muevo algo de mierda es la letrina. E incluso eso me cuesta últimamente más que antes. ¿Y ahora qué pasará?

—He oído que eso suele ser cada vez más duro.

—Estoy de acuerdo. Pero me refería a la mina.

Sesaria señaló el reguero de polvo negro, cuyos granos brillaban al recibir la luz de las velas, que terminaba muy cerca del pequeño barril situado al lado.

—Llega hasta la entrada de la mina —y dio una palmadita en la bolsa que llevaba sujeta al cinto—. Voy a ponerla al lado de los barriles para dejar bastante en el extremo y así asegurarnos de que prende. Cuando lleguemos a la boca del túnel, encenderé el extremo y entonces…

—El fuego llegará hasta los barriles y… ¿será muy grande la explosión?

—Nunca había visto junta ni la cuarta parte de toda esta cantidad —Sesaria asentía con la cabeza—. Además, esta mezcla es más potente. Con esta nueva cosa… me temo que podrá ser demasiado grande.

—Mejor un gran gesto que uno que resulte frustrante.

—A menos que el gran gesto nos tire encima toda la montaña.

—¿Podría suceder?

—¿Quién lo sabe?

Cosca pensó en los miles de toneladas de roca que estaban encima de sus cabezas, y no pareció muy entusiasmado al decir:

—Es un poco tarde para cambiar de parecer. Victus ya ha reunido a sus hombres para el asalto. Esta noche, Rogont será rey, y cuando llegue la aurora nos honrará con su majestuosa presencia. Que me aspen si invierto toda la mañana en escuchar los rebuznos de ese necio. Sobre todo, si ya se ha puesto encima la corona.

—¿Tú crees que la llevará puesta encima todo el tiempo?

Cosca se rascó en el cuello mientras pensaba. Luego contestó:

—Pues no tengo ni idea. Pero no me extrañaría.

—Es verdad —Sesaria miró preocupado los barriles—. De cualquier modo, no me parece justo. Cavas un agujero, acercas una antorcha a cierto polvo, echas a correr, y…


Buum
—Cosca lo terminó por él.

—No hay ni que pensar. No hay ni que ser valiente. Y ni siquiera hay que luchar.

—La lucha sólo merece la pena si matas a tu enemigo y aún te quedan fuerzas suficientes para reírte. Si la ciencia puede simplificar el proceso, bueno, pues mucho mejor. Todo será como coser y cantar. Procedamos.

—Oír a mi capitán general es obedecer —Sesaria se quitó la bolsa que llevaba al cinto, se agachó y comenzó a esparcir su contenido con mucho cuidado hasta llegar al reguero que terminaba en los barriles—. ¿Has pensado en lo que se debe de sentir?

—¿Y tú?

—Sí. Estás haciendo tus cosas y, de repente, quedas hecho trocitos. Ni siquiera puedes mirar a tu asesino a la cara.

—Pues es lo mismo que cuando ordenas a los tuyos que maten a alguien. ¿Acaso matar a alguien con este polvo es mucho peor que ordenar a los tuyos que le claven una lanza? ¿Acaso, cuando les das la orden, el muerto ve tu cara? —era lo que había sucedido en Afieri, cuando Sesaria no se había opuesto a que le diesen una puñalada a traición.

—Bueno, quizá tengas razón —dijo Sesaria, mientras seguía echando el polvo por el suelo—, pero lo que me pasa es que, en ocasiones, echo de menos los viejos tiempos. Cuando Sazine estaba al mando. El mundo era diferente. Quizá más honrado.

Cosca lanzó un bufido y dijo:

—Pero sabes tan bien como yo que Sazine empleó todos los trucos que hay a este lado del infierno para sus propios fines. Si hubiera pensado que dentro de la tierra había un cobre escondido, ese viejo miserable no habría dudado en hacer estallar el orbe entero para cogerlo.

—Creo que tienes razón. Pero sigue sin parecerme justo.

—Nunca se me ocurrió que te entusiasmasen las causas justas.

—No es por fastidiar, pero prefiero ganar de una manera justa antes que hacerlo de manera injusta —le dio la vuelta a la bolsa para que las últimas partículas de polvo cayeran encima del barril que estaba más cerca—. De cualquier manera, cuando luchas respetando las reglas te queda mejor sabor de boca.

—¡Uh! —Cosca le golpeó en la parte baja de la cabeza con la lámpara que llevaba, lanzando una lluvia de chispas y tirándole al suelo, donde quedó boca abajo—. Es la guerra. Y en ella no hay reglas —el grandullón gimió y se movió con dificultad para levantarse. Cosca se agachó, levantó la lámpara y le atizó nuevamente en la cabeza, rompiendo el vidrio, dejándole inconsciente y chamuscándole el pelo. Quizá demasiado cerca del polvo para sentirse a gusto, pero a Cosca siempre le había gustado el riesgo.

Aunque también le hubiera gustado siempre la retórica, el tiempo era un factor determinante. Por eso se volvió hacia el túnel cubierto de sombras y echó a correr por él. Después de una docena de pasos que le hicieron sentir calambres, volvió a quedarse sin aliento. Una docena más y le pareció percibir que la tímida luz del día se insinuaba en el túnel. Se arrodilló y se mordió el labio inferior. Ignoraba a qué velocidad podría arder el polvo en cuanto lo prendiese.

—Menos mal que siempre me gustó el riesgo… —comenzó a desenroscar el roto capuchón de vidrio que protegía la llama de la lámpara. No se movía—. Mierda —hizo más fuerza y sus dedos se deslizaron por él, pero sin poder aflojarlo. Seguro que se había deformado al golpear a Sesaria—. ¡Que asco de trasto! —exclamó, mientras lo retorcía con todas sus fuerzas. Entonces se partió en dos mitades. La lámpara se le escurrió de las manos. Él intentó cogerla, pero no lo consiguió. La lámpara cayó al suelo, rebotó en él, lanzó un extraño borborigmo y se apagó, dejando el túnel sumido en la más completa tiniebla.

—¡Qué puta… mierda! —su única opción era regresar sobre sus pasos y coger alguna de las lámparas que había al final del túnel. Dio unos cuantos pasos con el brazo alargado por delante de él para palpar. Una viga le golpeó en la cara, echándole la cabeza hacia atrás y consiguiendo que le latiese la boca, que ya comenzaba a saberle salada por la sangre—. ¡Agg!

Vio luz y movió de un lado hacia otro la cabeza que le latía, tenso por tener que moverse a oscuras. Era la luz de una lámpara que reverberaba en el veteado de los puntales, de las piedras y del maderamen de las paredes, haciendo destellar el serpenteante reguero de polvo negro. A menos que se hubiese desorientado por completo, la luz de aquella lámpara salía del lugar donde había dejado a Sesaria.

Entonces le pareció que llevar la espada consigo había sido una idea genial. Con un rechinar metálico que le hizo sentirse más seguro, la sacó lentamente de su vaina, desplazando el codo para poder apuntar con ella hacia delante en aquel espacio tan reducido y pinchando accidentalmente en el techo con su punta, lo que tuvo como resultado el largo chorro de tierra que regó su calva. Mientras tanto, la luz seguía acercándose.

Sesaria apareció por uno de los codos del túnel con una lámpara en una de sus enormes manos y un reguero de sangre que le bajaba por la frente. Durante un instante se miraron el uno al otro, Cosca agachado y Sesaria casi doblado por la cintura.

—¿Por qué? —preguntó aquel grandullón con un gruñido.

—Porque siempre he tenido a gala impedir que alguien pudiese traicionarme dos veces.

—Pensé que sólo te importaban los negocios.

—La gente cambia.

—Mataste a Andiche.

—Fue el mejor momento de los últimos diez años.

Sesaria movió la cabeza como si se sintiese aturdido, enfadado y dolido, y dijo:

—¡Murcatto fue quien te quitó la silla, no nosotros!

—Estamos hablando de cuestiones diferentes. Las mujeres pueden traicionarme todo lo que quieran.

—Esa zorra loca siempre ha sido tu punto flaco.

—Soy un romántico incurable. O quizá sea que nunca me caíste bien.

—Hubieras debido apuñalarme por la espalda —Sesaria empuñaba un cuchillo muy grande con la mano que tenía libre.

—Me agrada no haberlo hecho. Porque ahora puedo hacerlo de una manera más sutil.

—¿Puedo suponer que vas a tirar esa espada para que ambos luchemos a cuchillo?

—Tú eres a quien le gusta el juego limpio —Cosca lanzó una risotada—. Te he dado un golpe a traición y luego te he dejado aquí para que saltaras por los aires, ¿lo recuerdas? Así que arrebatarte la vida con esta espada no me quitará el sueño —y se echó hacia delante.

En un espacio tan reducido, el tamaño era una gran desventaja. Sesaria llenaba el estrecho túnel casi por completo, lo cual, desafortunadamente, le convertía en un blanco imposible de fallar. Intentó desviar con su cuchillo la estocada chapucera de Cosca, pero no lo consiguió, recibiendo un pinchazo en un hombro. Cosca, que acababa de retroceder para lanzarle otra, chilló al rasparse los nudillos con el muro de tierra. Sesaria le atacó con la lámpara y Cosca se apartó, patinando y cayendo sobre una de sus rodillas. El grandullón se acercó, gateando hacia él con el cuchillo en alto. Si su puño rascó el techo, produciendo una lluvia de tierra, su cuchillo se clavó profundamente en una viga. Musitó una palabrota en kántico y bizqueó al intentar liberar la hoja del cuchillo. Cosca se enderezó y le lanzó otra estocada desmañada. Sesaria abrió unos ojos como platos cuando la punta de la espada le taladró la camisa y se deslizó sin dificultad por su pecho.

—¡Se acabó! —Cosca se le reía en la cara—. ¿Comprendes ahora… mi argumento?

El hombretón se tambaleó, gimiendo y babeando sangre, el rostro congelado en una mueca de desesperación, la hoja deslizándose inexorablemente a través de él hasta detener su empuñadura en su ensangrentada camisa. Agarró con fuerza a Cosca y se echó sobre él, haciéndole caer de espaldas mientras el pomo de la espada se le clavaba en el estómago y le hacía expulsar todo el aire de los pulmones con un quejido: «¡Ufffffffff!»

Sesaria echó los labios hacia atrás para enseñar unos dientes llenos de sangre y dijo:

—Y esto… ¿te parece más sutil? —entonces estrelló la lámpara en el reguero de polvo que estaba cerca de la cara de Cosca. El vidrio estalló; la llama saltó; hubo una explosión, casi un siseo, cuando el polvo se prendió y Cosca sintió su calor muy cerca de una mejilla. Se peleó con el enorme cadáver inerte de Sesaria, intentando sacar los dedos de la cazoleta dorada de su espada y haciendo todo lo posible para echarlo a un lado. Su olfato estaba saturado con el relente acre del azúcar gurko, cuyo vivaz chisporroteo avanzaba lentamente túnel abajo.

Finalmente se liberó, se levantó y avanzó dando tumbos hacia la salida, con el aliento que resollaba en su pecho, arrastrando una mano por la húmeda pared, golpeándose con los puntales. Un óvalo de luz apareció y se hizo cada vez más cercano. Entonces se permitió una risita ahogada, mientras se preguntaba si en aquel instante o en el próximo la roca, por cuyo interior caminaba, saldría disparada hacia el cielo. Entonces accedió a la superficie.

—¡Corred! —exclamó, sin dirigirse a nadie en particular y moviendo las manos como un loco—. ¡Corred! —bajó montaña abajo, tropezándose y rodando hacia delante, rebotando con mucho dolor en una roca, intentando levantarse y ponerse de pie dentro de una nube de polvo, mientras las piedras sueltas caían de manera estruendosa a su alrededor. Los infames escudos que marcaban la trinchera más cercana fueron hacia él, que cargó contra ellos chillando de manera desaforada. Cayó de cabeza, se deslizó todo lo largo que era por el barro, se estrelló entre dos paneles y cayó de cabeza en la trinchera, en medio de una lluvia de tierra suelta.

—¿Qué dia…? —Victus se le quedó mirando mientras intentaba levantarse.

—¡Ponte a cubierto! —dijo Cosca, casi chillando. A su alrededor, las armaduras sonaron con estruendo metálico cuando sus hombres se metieron a toda prisa en las trincheras, poniendo los escudos por delante de sus cabezas, tapándose los oídos con los guanteletes que les cubrían las manos, apretando los ojos con fuerza para anticiparse a una explosión capaz de acabar con el orbe entero. El propio Cosca se aplastó contra la tierra batida, los dientes muy apretados, el cráneo cubierto con las manos.

Entonces se hizo el silencio.

Cosca abrió un ojo. Una mariposa de brillante color azul revoloteaba descuidada, volando en círculos cada vez mayores alrededor de los mercenarios que se habían puesto a cubierto, para, finalmente, descansar tranquila en la hoja de una espada. El propio Victus se había puesto el yelmo en la cabeza. Cuando se lo quitó, parecía muy confundido.

—¿Qué ha pasado? ¿Encendisteis la mecha? ¿Dónde está Sesaria?

En la imaginación de Cosca comenzó a crearse la imagen de un reguero de polvo que ya no chisporroteaba y de los hombres de Victus que se arrastraban en la lóbrega oscuridad con las lámparas por delante, hasta el momento en que su luz alumbrara el cadáver de Sesaria, empalado en una espada cuya cazoleta dorada era inconfundible.

—En…

Cosca sintió un ligerísimo temblor en la espalda que fue seguido un instante más tarde por una detonación atronadora, tan fuerte que el dolor rebotó por toda su cabeza. El orbe quedó completamente en silencio, excepto por un tenue quejido muy agudo. La tierra tembló. El viento ondeó y se arremolinó por toda la trinchera, tirándole de los pelos y estando a punto de arrancárselos. Una nube de polvo irrespirable llenó el aire, mordiéndole los pulmones y haciéndole toser. La gravilla que caía del cielo le hizo gemir al caer sobre sus brazos. Se agachó como una persona sorprendida por un huracán y puso todos sus músculos en tensión. No sabía cuánto podría durar todo aquello.

Abrió los ojos, flexionó despacio sus doloridas extremidades y se levantó casi sin fuerzas. El orbe era un lugar espectral que acababa de quedar cubierto por una niebla silenciosa. Era como el país de los muertos, porque hombres y equipo apenas eran fantasmas en la bruma. La niebla comenzó a levantarse. Se metió los dedos en los oídos, pero el zumbido persistió. Otros mercenarios se levantaron y miraron atónitos a su alrededor, los rostros espolvoreados de gris. No lejos de allí, en el fondo de una trinchera, alguien yacía desmadejado e inmóvil, el casco aplastado por un fragmento de roca que el veleidoso dedo del Hado había lanzado directamente contra su cabeza. Cosca asomó la cabeza por el parapeto de la trinchera y miró con ojos bizcos la cumbre de la montaña, intentando taladrar el polvo que comenzaba a asentarse en el suelo.

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