La mejor venganza (90 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

Pero Castor Morveer no era hombre que se echase atrás por unos cuantos reveses. Como había sufrido muchos de ellos durante su vida, no encontraba ningún motivo para que su encomiable estoicismo se viese afectado por una tarea que parecía imposible. Casi en el momento de la coronación, decidió centrarse en sus blancos prioritarios: el gran duque Rogont y su amante, la odiosa ex patrona de Morveer, ahora convertida en la gran duquesa de Talins, Monzcarro Murcatto.

Decir que no habían escatimado gasto alguno para que la coronación perdurase por largo tiempo en la memoria colectiva de Styria hubiera sido injusto, por impreciso. Los edificios que rodeaban la plaza acababan de ser pintados de nuevo. La plataforma de piedra, donde Murcatto pronunciara aquel discurso tan desmañado y donde Rogont esperaba empaparse con la adulación de sus súbditos durante su coronación como rey de Styria, recibió una capa de resplandeciente mármol y luego quedó embellecida con una lista de oro. Los obreros se subían por las cuerdas y los andamios que tapaban el impresionante frontón del Senado, adornando la antigua sillería con flores recientemente talladas y transformando aquel edificio tan sobrio en un poderoso templo dedicado a la vanidad del gran duque de Ospria.

Trabajando en solitario, y por ello sintiéndose muy desalentado, Morveer se apropió de las ropas, la caja de herramientas y la documentación de un oficial carpintero que había llegado a la ciudad en busca de trabajo, al que nadie echaría de menos. Un día antes se infiltró en el Senado con aquel disfraz tan ingenioso para reconocer el terreno y preparar un plan. Mientras lo hacía, y para disimular, juntó las partes de una balaustrada con gran destreza. Aunque el mundo de la carpintería hubiese perdido uno de sus posibles miembros, él no dejaba de pensar que su profesión fundamental era la de asesino. Por eso regresó al día siguiente para ejecutar su audaz plan. Y también al gran duque Rogont.

—Buenas tardes —dijo con un gruñido a uno de los guardias cuando pasó por el ancho umbral, junto con el resto de los trabajadores que volvían de comer, mordiendo de manera descuidada una manzana como la gente del común hacía al reincorporarse a su trabajo. La precaución primero, y siempre, aunque, a la hora de engañar a alguien, la confianza en sí mismo y la sencillez fuesen lo que daba el mejor fruto. De hecho, no llamó la atención de ninguno de los guardias, ni a la entrada ni en el extremo del vestíbulo. Dejó sólo las pepitas de la manzana y guardó los restos en la caja de herramientas, permitiéndose un instante de sensiblería al pensar cuánto habría disfrutado Day con todo aquello.

El edificio del Senado estaba al raso, porque su poderosa cúpula se había colapsado muchos siglos atrás. Tres cuartas partes del enorme espacio semiesférico estaban ocupadas por unos arcos concéntricos llenos de asientos, suficientes para las más de dos mil personas, las más influyentes del mundo, que tendrían el honor de ser invitadas. Como cada uno de los peldaños de mármol era más bajo que el que le seguía, en su conjunto formaban una especie de anfiteatro que tenía espacios libres en las primeras filas, para que los senadores más antiguos pudiesen ocuparlos a la hora de pronunciar sus impresionantes discursos. Habían construido una plataforma redonda, toda ella de madera tallada y pintada meticulosamente con hojas de roble que eran de purpurina, la cual rodeaba a un sillón dorado, por otra parte, un tanto llamativo.

Unas banderolas de seda de Suljuk, demasiado chillonas, colgaban por toda la pared, cada una de ellas con una longitud de treinta pasos o más, tan caras que Morveer no quiso ni imaginarse su importe y tantas como las grandes ciudades de Styria. El azul de Ospria, resaltado por la torre blanca, se encontraba en el lugar más importante, justo detrás de la plataforma central. La cruz de Talins y el berberecho de Sipani la flanqueaban a ambos lados. Dispuestos aleatoriamente en el resto de la circunferencia se encontraban el puente de Puranti, la bandera roja de Affoia, las tres abejas de Visserine, los seis anillos de Nicante y las enormes banderas de Muris, Etrisani, Etrea, Borletta y Caprile. Al parecer, ninguna había sido excluida del nuevo orden que iba a comenzar, hubiese solicitado o no su inclusión en él.

Todo el espacio vacío era un hervidero de hombres y mujeres que trabajaban. Los sastres cosían las colgaduras y los innumerables cojines blancos dispuestos para la comodidad de los invitados más honorables. Los carpinteros tiraban de sierra y de martillo en la plataforma y en las escaleras. Los floristas sembraban en el suelo virgen una alfombra de flores blancas. Los iluminadores colocaban su mercancía de cera en filas interminables, balanceándose en las escaleras de mano para llegar hasta los cien candelabros dispuestos en la pared. Todos ellos supervisados por un regimiento de guardias de Ospria, con alabardas y armaduras tan pulidas que parecían espejos.

¿A que podía deberse que Rogont quisiera ser coronado en aquel sitio situado en el antiguo corazón del Nuevo Imperio? Pues a que su arrogancia era incalculable, precisamente la única cualidad que Morveer no se podía permitir. A fin de cuentas, la humildad salía gratis. Ocultó su profundo disgusto y bajó los escalones sin prisa, moviéndose con ese contoneo de autosatisfacción que siempre había observado en el operario corriente y pasando entre los demás trabajadores que se peleaban con los bancos.

En uno de los extremos de la gran estancia, quizá a unos diez pasos por encima del suelo, descubrió dos pequeños balcones que debían de haber servido a los escribas de antaño para registrar desde ellos los debates que acontecían abajo. En aquellos momentos estaban adornados con sendos retratos, por otra parte, inmensos, del duque Rogont. Uno le mostraba hosco, viril y heroico, por la espada y la armadura que llevaba. El otro presentaba a Su Excelencia con un talante más reflexivo, vestido de juez y llevando en la mano un libro y una brújula. El amo de la guerra y de la paz. Morveer no pudo evitar una sonrisa burlona. Cualquiera de aquellos balcones sería muy apropiado para disparar desde él el letal dardo que desinflaría la cabeza llena de tonterías de aquel idiota, junto con sus desmesuradas ambiciones. Se accedía a ellos por un pequeño cuarto que no se usaba, cuya existencia él conocía por los registros escritos en antiguo…

Frunció el ceño. Una pesada puerta de madera de roble, muy compacta, reforzada de manera muy intrincada y forrada con acero pulimentado, había sido instalada a la entrada de aquel cuarto, y permanecía entreabierta. No se preocupó por aquel detalle que alteraba su plan. Aunque la novedad hubiera debido hacerle cambiar de opinión, como siempre que las circunstancias iniciales daban paso a otras, Morveer estaba seguro de que nadie podría asegurarse un puesto en la historia siendo simplemente precavido. El lugar, el desafío, la potencial recompensa, eran demasiado grandes para que una simple puerta lo estropease todo. La historia le estaba echando el aliento en el cogote. Sólo por aquella noche, su nombre sería Audacia.

Dejó atrás la plataforma, donde una docena de decoradores se afanaban para aplicar en ella pintura dorada, y se dirigió hacia la puerta. La miró desde uno y otro lado, hinchando los carrillos como si sopesase hasta sus bisagras. Luego, con un rapidísimo e inocente vistazo para comprobar que nadie le miraba, se deslizó a través de ella.

Como dentro no había ventanas ni lámparas, la única luz que la iluminaba era la procedente de la puerta y de las dos escaleras de caracol. Las paredes estaban llenas con montones de embalajes y barriles vacíos. Mientras decidía cuál de los dos balcones podía ofrecerle mejor posición para disparar, escuchó unas voces que se acercaban a la puerta. Cayó rápidamente de lado en el estrecho espacio que dejaban unos embalajes y gimió al clavarse una astilla en un codo. Entonces se acordó de la caja de herramientas, y la empujó hacia sí con un pie. El momento fue muy apurado, porque instantes después la puerta se abría completamente con un crujido y unas botas que rascaban el suelo pasaban por ella, las de unos hombres que maldecían por llevar demasiado peso.

—¡Por los Hados, cuánto pesa!

—¡Siéntate aquí! —un golpe metálico y un roce de metal contra la piedra.

—¿Dónde está la llave?

—Aquí.

—Métela en la cerradura.

—¿Y qué sentido tiene una cerradura si dejas la llave puesta en ella?

—Para hacer las cosas más fáciles, so idiota. Cuando pongamos la maldita caja delante de tres mil personas y Su Excelencia nos diga que la abramos, no quiero tener que preguntarte por la llave y que me digas que la muy jodida se te ha caído donde sea. ¿Lo comprendes ahora?

—Tienes razón.

—Estará más segura ahí, dentro de una habitación cerrada, con una docena de guardias en la puerta, que en tus puñeteros bolsillos.

—Me has convencido —escuchó un ligero roce metálico—. Ya está. ¿Satisfecho?

Un grupo de pasos que se alejan. El golpetazo de la puerta al cerrarse, el golpecito seco del picaporte al encajarse, el chirrido de un cerrojo, y luego silencio. Morveer acababa de quedarse encerrado en una habitación, con doce guardias fuera. Pero aquella sensación de soledad no intimidó a un hombre de su excepcional fortaleza. Cuando llegase el momento crucial, descolgaría una cuerda por uno de los balcones e intentaría bajar por ella mientras todas las miradas se centraban en el espectacular fallecimiento de Rogont. Con el mayor cuidado para evitar otra astilla, salió retorciéndose de entre los embalajes.

Aquellos dos hombres habían dejado una caja bastante larga en el centro de la habitación. Era una obra de arte en sí misma, hecha de madera taraceada y revestida con bandas de filigrana de plata, que relucía en la oscuridad. Era evidente que debía contener algo muy importante para la inminente ceremonia. Y puesto que el Hado le había proporcionado la llave…

Se arrodilló, la giró despacio en la cerradura y abrió la tapa con delicadeza. A pesar de toda su experiencia, porque a aquellas alturas ya no se impresionaba fácilmente, Morveer abrió unos ojos como platos, dejó caer la mandíbula y sintió su cuero cabelludo bañado de sudor. Aunque el brillo dorado del oro casi acariciase su piel, su reacción se debía a algo más que a la simple apreciación de la belleza, al significado simbólico o, incluso, al indudable valor del objeto que tenía delante. Tenía que ver con algo que se insinuaba dentro de su mente…

La inspiración le fulminó, haciendo que todos los vellos de su cuerpo se erizasen repentinamente. Era una idea tan luminosa, de tan penetrante sencillez, que casi se asustó. La osadía más excelsa, la economía más maravillosa, la ironía que le venía como un guante. Sólo deseó que Day hubiese podido seguir viva en aquel momento para apreciar su genialidad.

Morveer apretó el resorte oculto en su caja de herramientas y apartó la bandeja atestada con los útiles de carpintero, revelando la camisa de seda y la casaca bordada, ambas cuidadosamente dobladas, que se pondría para huir. Las herramientas de su oficio estaban debajo. Se puso los guantes con sumo cuidado (unos guantes de mujer, hechos con una finísima piel de becerro para ofrecer la mínima resistencia a las delicadas operaciones que precisaban de la destreza de sus dedos) y cogió el tarro de vidrio marrón. Con un poco de reparo, porque contenía un veneno de contacto diseñado por él mismo, al que le había adjudicado el nombre de
Preparado n.° 12
. No volvería a pasar lo que había sucedido con el canciller Sotorius, porque aquel veneno era tan letal que ni siquiera Morveer había logrado inmunizarse contra él.

Descorchó lentamente su tapón (la precaución primero, y siempre) y, tomando una brocha de pintor, comenzó a pintar con ella.

Reglas de guerra

Cosca se arrastró por el túnel, con las rodillas y la espalda doliéndole ferozmente por avanzar casi doblado, y tomó aliento en medio de aquel aire tan viciado. En las últimas semanas había acabado por acostumbrarse a no hacer otro ejercicio que no fuera el de sentarse para mover la mandíbula. Se juró por lo bajo que haría ejercicio todas las mañanas, sabiendo demasiado bien que no lo cumpliría hasta el día siguiente. De cualquier manera, mejor era hacer un juramento y no cumplirlo que ni siquiera molestarse en hacerlo. ¿O no?

La espada que llevaba a rastras arrancaba a cada paso barro de las paredes. Debía haber dejado aquella maldita cosa detrás. Miró muy nervioso el reluciente reguero de polvo negro que serpenteaba en la oscuridad, mientras levantaba su parpadeante lámpara todo lo alto que podía, que no era mucho, por ser de vidrio muy grueso y hierro colado. Las llamas desprotegidas y el azúcar gurko no se llevaban bien en un espacio cerrado.

Vio una luz que parpadeaba más adelante, escuchó los sonidos de alguien que respiraba acompasadamente y, entonces, el estrecho túnel desembocó en una estancia iluminada por un par de velas que goteaban. No era mayor que un dormitorio bastante grande cuyas paredes y techo, todos ellos excavados en la roca y cubiertos con tierra batida, estuvieran formados por una red de vigas de Habilidad más que dudosa. Más de la mitad de aquella estancia, o cueva, estaba llena con enormes barriles. Una única palabra aparecía pintada en todas y cada una de ellas. Aunque el kántico que Cosca conocía apenas le sirviese poco más que para pedir un trago, reconoció los caracteres que representaban la palabra «fuego». Sesaria era otra forma incierta más de las que se encontraban en aquel lugar a oscuras, con sus largas guedejas de pelo gris colgándole alrededor de la cara y las gotas de sudor que resaltaban en su piel negra mientras acarreaba un barril.

—Ya es la hora —dijo Cosca con una voz que sonó sin inflexiones en el aire muerto que se encontraba bajo la montaña. Se puso de pie con gran placer y dio un traspié hacia un lado, porque la sangre, que se le había agolpado todo aquel tiempo en la cabeza, acababa de volver a sus posiciones acostumbradas.

—¡Ten cuidado! —dijo Sesaria con voz chillona—. ¡Ten cuidado con esa vela, Cosca! ¡Una simple chispa y los dos saldremos disparados hacia el cielo!

—No te preocupes por eso —volvía a tener el control de ambos pies—. Aunque no sea creyente, puedo asegurarte que no nos dejarán llegar tan cerca de él.

—Pues entonces hacia el infierno.

—Esa probabilidad es mucho mayor.

—¿Ya han salido todos? —preguntó Sesaria después de haber apilado el último barril encima de los demás.

—Supongo que en estos momentos ya deben de haber regresado a las trincheras.

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