La mejor venganza (44 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—La brecha de Visserine —dijo para sí, mientras enmarcaba la escena con las manos y se la imaginaba colgada de la pared de algún ricacho.

Cuando dos hombres van a matarse el uno al otro, siempre se sigue un modelo, que es el mismo si se trata de varios hombres. E incluso si son una docena. En aquel tipo de situaciones, Amistoso siempre se había sentido muy a gusto. Había que seguir ciertas pautas y, si se era más rápido, más fuerte, más agudo, se podía salir vivo. Pero aquello era diferente. La presión incontrolada. ¿Cómo puedes saber si, al ser empujado, la simple presión de los que se encuentran detrás acababa por clavarte en una pica? La espantosa carencia de probabilidades. ¿Cómo puedes predecir una flecha, un cuadrillo o una roca que te tiran desde arriba? ¿Cómo puedes ver llegar la muerte y de qué manera puedes evitarla? Era un colosal juego de azar en el que te apostabas la vida. Y al igual que los juegos de azar de la Casa del Placer de Cardotti, al final los que perdían eran los jugadores.

—¡Parece muy peligrosa! —le gritaba Cosca al oído.

—¿Peligrosa?

—¡He estado en otras que lo eran mucho más! ¡La brecha de Muris era como el patio de un matadero cuando terminamos!

—¿Has estado… en este tipo de sitios? — Amistoso apenas podía hablar, porque la cabeza le daba vueltas.

—En varias ocasiones —Cosca movió una mano como para quitarle importancia—. Pero, a menos que estés loco, enseguida te aburres. Quizá parezca divertido, pero no es lugar para un caballero.

—¿Cómo pueden saber quién es quién? —preguntó Amistoso, hablando entre dientes.

—Supongo que por instinto. Sólo hay que avanzar siempre en la dirección correcta y esperar que… ¡ah!

Un grupo de combatientes acababa de separarse del núcleo principal y avanzaba, erizado de armas. Amistoso no podía decir si eran sitiadores o sitiados, porque apenas parecían hombres. Se volvió para ver una pared de lanzas que, reflejando la luz en sus bruñidas puntas, las caras de quienes las asían como si fueran de piedra, avanzaba en dirección contraria, calle abajo. No estaba formada por hombres que actuasen de manera individual, porque era una máquina de matar.

—¡Por aquí! —Amistoso sintió que una mano le agarraba por un brazo y que, a través de un portal derruido, le llevaba hasta una pared a punto de caerse. Se tambaleó y avanzó pegado a ella. Corriendo dificultosamente, entró en una nube de cenizas que por poco no le asfixia, para ir a parar a un enorme montón de cascotes, tocando a Cosca con su panza y mirando cómo se desarrollaba el combate más arriba. Los hombres chocaban unos con otros, mataban y morían en medio de una sopa informe de rabia. Por encima de sus gritos, de sus bramidos de ira, del choque y chirrido del metal, Amistoso pudo distinguir un sonido. Miró hacia un lado. Cosca estaba de rodillas y se estremecía por una alegría incontenible.

—¿Te estás riendo?

El viejo mercenario se secó los ojos con un dedo lleno de hollín y respondió:

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

Estaban en una especie de valle oscuro, lleno de desechos. ¿Una calle? ¿Un canal seco? ¿Una cloaca? Mucha gente andrajosa hurgaba entre los restos. No muy lejos, un cadáver yacía boca abajo. Una mujer se agachaba sobre él con un cuchillo, en mitad de la faena que suponía quitarle todas las sortijas que llevaba en una mano.

—¡Apártate de ese cadáver! —dijo Cosca, dando un salto y desenvainando la espada.

—¡Es nuestro! —le respondió un individuo encanijado que tenía los pelos revueltos y una porra en la mano.

—No —Cosca blandió la espada—. Es nuestro —dio un paso adelante y el saqueador retrocedió, casi a punto de caer después de tropezar con un arbusto quemado. Finalmente, la mujer que acababa de cortar con el cuchillo el hueso de uno de los dedos de la mano del muerto, sacó la sortija, se la guardó en el bolsillo, le tiró el dedo a Casca y se escabulló en la oscuridad con una retahíla de insultos.

El viejo mercenario los buscó con la mirada, sopesando su espada con la mano izquierda.

—Es de Talins. ¡Quitémosle la ropa!

Amistoso se acercó, reptando torpemente, y comenzó a despojar al muerto de su armadura. Le quitó el espaldar y lo metió en el saco.

—Rápido, amigo mío, antes de que regresen esas ratas de cloaca.

Aunque Amistoso no tuviera ninguna gana de entretenerse, le temblaban las manos. Y no sabía por qué. Por lo general, no solían temblarle. Cogió las grebas y el peto del soldado y, con un tintineo metálico, lo echó todo al saco. Eso hacía cuatro equipos. Tres más uno. Necesitaban tres más. Tres más y cada uno de ellos tendría el suyo. Entonces podrían matar a Ganmark y, hecho eso, él podría volver a Talins y ocupar el sitio de Sajaam y contar las monedas mientras jugaban a las cartas. Qué feliz le parecía aquel tiempo. Alargó una mano para arrancar el cuadrillo que el muerto tenía clavado en el cuello.

—Ayúdame —apenas era un susurro. Amistoso se preguntó si se lo estaba imaginando. Entonces comprobó que el soldado acababa de abrir unos ojos enormes. Volvió a mover los labios—. Ayúdame.

—¿Cómo? —susurró Amistoso. Con el mayor cuidado que le era posible, desabrochó los herretes y ojales de la guerrera guateada de aquel hombre y se la quitó, pasando suavemente la manga de su mano por encima de los sangrientos muñones en que se habían convertido sus dedos mutilados. Metió aquellas ropas en el saco y luego dio la vuelta al soldado para dejarle boca abajo, tal y como se lo habían encontrado.

—¡Bien! —Cosca señaló con el dedo una torre quemada que se apoyaba de un modo muy precario sobre un tejado derruido—. ¿Qué tal si vamos por ahí?

—¿Y por qué vamos a ir por ahí?

—¿Y por qué no?

Amistoso no podía moverse. Le temblaban las rodillas.

—No quiero irme —dijo.

—Lo comprendo, pero tenemos que seguir juntos —el viejo mercenario se volvió hacia él, y Amistoso le agarró del brazo, mientras las palabras pugnaban por salir de su boca.

—¡He perdido la cuenta! No puedo… no puedo pensar. ¿Por qué número vamos? ¿Me… me… he vuelto loco?

—¿Tú? No, amigo mío —Cosca sonrió al darle una palmada en el hombro—. Tú no estás loco en absoluto. Esto. ¡Todo esto! —se quitó el sombrero y lo agitó en el aire—. ¡Esto sí que es una locura!

Piedad y cobardía

Escalofríos estaba junto a la ventana, que tenía abierta una de sus jambas y cerrada la otra, viendo cómo ardía Visserine, y el marco le rodeaba como si fuera el de un cuadro. Los incendios que se propagaban hasta fuera de las murallas de la ciudad orlaban de naranja su negra silueta, su rostro manchado, uno de sus fuertes hombros, uno de sus largos brazos, los músculos retorcidos de su cintura y la oquedad de uno de los carrillos de sus desnudas posaderas.

Si Benna se hubiera encontrado allí, habría advertido a su hermana de que últimamente se estaba arriesgando demasiado. Primeramente le habría preguntado quién era aquel enorme norteño que estaba desnudo, y luego le habría advertido. De que no se metiera en medio de la batalla, porque la muerte estaba tan cercana que podía sentir cómo le hacía cosquillas en el cuello. De que no bajara tanto la guardia ante el hombre que estaba a su sueldo, de que no tratase con tanta blandura a los granjeros que se encontraban escaleras abajo. Se estaba arriesgando, porque sentía esa comezón producida por la mezcla de miedo y de excitación que le resulta indispensable al jugador. A Benna no le habría gustado nada de todo aquello. Pero lo cierto es que ella jamás había hecho caso de sus advertencias mientras vivía. Si las probabilidades están muy en tu contra, entonces tendrás que arriesgarte mucho, y ella siempre había tenido el don de salir airosa.

Hasta que mataron a Benna y a ella la arrojaron montaña abajo.

—¿Cómo conseguiste esta casa? —la voz de Escalofríos resonaba en la oscuridad.

—La compró mi hermano. Hace mucho tiempo —lo recordaba junto a la ventana, guiñando los ojos por la luz del sol, volviéndose hacia ella y sonriendo. Durante un momento, sintió como se le torcía una de las comisuras de la boca.

—¿Estabais muy unidos, verdad? Tú y tu hermano —dijo Escalofríos sin volverse y sin sonreír.

—Lo estábamos.

—Igual que mi hermano y yo. Todo el que le conocía se sentía muy unido a él. Tenía ese don. Le mataron, fue un hombre llamado Nueve el Sanguinario. Lo mató después de que se apiadase de él, y su cabeza terminó ondeando en lo alto de un estandarte.

A Monza no le importaba aquella historia. Por una parte le aburría, y por otra le hacía recordar la inexpresiva cara de Benna cuando le arrojaron por encima del parapeto.

—¿Quién habría pensado que teníamos tanto en común? —dijo ella—. ¿Te vengaste?

—Pensé hacerlo. Lo estuve deseando durante años. Tuve la oportunidad de hacerlo en más de una ocasión. Vengarme del Sanguinario. Algo por lo que muchos hombres habrían matado.

—¿Y? —Monza observó que Escalofríos tensionaba los músculos de las sienes.

—La primera vez le salvé la vida. La segunda dejé que se fuera y decidí ser mejor persona.

—¿Y desde entonces has estado vagando como un calderero con su carreta, ofreciendo tu piedad a quien quiera comprarla? Gracias por el ofrecimiento, pero creo que no la compraré.

—No estoy seguro de que quiera seguir ofreciéndola. Durante todo este tiempo he estado jugando a ser bueno, siguiendo el buen camino, intentando convencerme de que hacía lo correcto. Rompiendo el círculo. Pero todo lo que hice no fue correcto, eso es un hecho. La piedad y la cobardía son lo mismo, como dijiste, y la rueda sigue rodando, haga lo que haga. Quizá la venganza… no sirva para responder a las preguntas que me hago. Seguro que no hará que el mundo sea un sitio mejor ni que el sol caliente más. Pero es mejor que no hacer nada. Es muchísimo mejor.

—Creía que habías decidido ser el último hombre bueno de toda Styria.

—He intentado hacer lo correcto siempre que he podido, aunque, como en el Norte no hay nadie que no haya hecho algo malo, también hice el mal que me tocaba. Por eso luché al lado de Dow el Negro, de Crummock-i-Phail y del mismísimo Sanguinario —lanzó una risotada—. ¿Crees que la gente de aquí abajo es muy fría de corazón? Pues tendrías que ver cómo son los inviernos en el lugar de donde vengo —su rostro expresaba algo que Monza no había visto antes y que no esperaba ver—. Me gusta ser buena persona, es cierto. Pero ahora sé que no se debe renegar de lo contrario.

Se hizo un instante de silencio mientras ambos se miraban. Él, apoyado en el marco de la ventana. Ella, echada en la cama con una mano detrás de la cabeza.

—Si realmente eres el bastardo de corazón helado que dices, ¿por qué volviste al Cardotti para buscarme?

—Porque aún me debías dinero.

Como Monza no estaba segura de que Escalofríos no estuviese bromeando, dijo:

—Y porque querías que te diese calor.

—Por eso y porque quizá seas la mejor amiga que tengo en este maldito país.

—Aunque en ocasiones no te guste.

—Aún sigo esperando que me des calor.

—¿Estás seguro? Quizá sólo sea una cuestión de comodidad —gracias a la luz que entraba por la ventana, Monza podía ver su mueca.

—Dejando que me meta en tu cama. Permitiendo que Furli y los demás se queden en tu casa. Si no te conociera bien, pensaría que, a fin de cuentas, sí que he podido venderte algo de piedad.

Ella se estiró en la cama y dijo:

—Quizá bajo esta concha áspera que a todos les parece hermosa, aún siga teniendo el corazón cálido de la hija de un granjero que antaño fui y sólo busque el bien. ¿Eso es lo que piensas?

—No estoy seguro.

—De cualquier modo, ¿qué otra opción tenía? ¿Arrojarles a la calle y decirles que echaran a andar? Lo mejor era dejar que se quedaran en un lugar seguro para que estuviesen agradecidos.

—En la tierra es donde estarán más seguros.

—Entonces, asesino, ¿por qué no bajas corriendo y nos dejas tranquilos a todos? No creo que sea un problema para el héroe que le llevaba el equipaje a Now el Negro.

—Dow.

—Como sea que se llamase. Lo mejor será que antes te pongas unos pantalones, ¿no te parece?

—No digo que haya que matarlos ni ninguna otra cosa por el estilo. Sólo estaba exponiendo un hecho. Por lo que he oído, la piedad y la cobardía son lo mismo.

—Haré lo que haya que hacer, tú no te preocupes. Siempre lo he hecho. Pero yo no soy Morveer. No voy a matar a once granjeros sólo porque me convenga.

—Me agrada escucharlo. No parecieron importarte todas las personas que morían en el banco con tal de que Mauthis fuese una de ellas.

—Ése no era el plan —dijo ella, frunciendo el ceño.

—Ni toda la gente que murió en el Cardotti.

—Lo del Cardotti no salió como yo lo había planeado, por si no te diste cuenta.

—Me di perfectamente cuenta. La Carnicera de Caprile, así es como te llaman. ¿Qué sucedió en ese sitio?

—Lo que tenía que suceder —recordaba cómo cabalgaba en medio de la oscuridad y la pena tan lacerante que sintió al ver el humo que cubría la ciudad—. Hacer algo y que te guste son dos cosas diferentes.

—El resultado es el mismo, ¿o no?

—¿Por qué diablos quieres saber lo que pasó? Que yo sepa, no estuviste allí.

Monza dejó a un lado sus recuerdos y se levantó de la cama. La lánguida calidez de la última pipa comenzaba a desvanecerse, haciendo que se sintiera extrañamente torpe bajo su piel llena de cicatrices, mientras cruzaba la habitación bajo la mirada de Escalofríos, completamente desnuda con excepción del resplandor que iluminaba su mano derecha. La ciudad, sus torres y sus incendios se extendían al otro lado de la ventana, inciertos tras el cristal rugoso de la parte que seguía cerrada.

—No te he traído hasta aquí para que me recuerdes los yerros de antaño. Ya estoy harta de ellos.

—¿Y quién no? ¿Por qué me trajiste a este sitio?

—Porque siento una debilidad espantosa por los grandullones que tienen el cerebro pequeño, ¿qué habías pensado?

—Oh, intento no pensar mucho, porque entonces mi pequeño cerebro me duele una barbaridad. Pero estoy comenzando a creer que no eres tan dura como quieres parecer.

—¿Qué es esto? —se acercó a él y tocó la cicatriz que le cruzaba el pecho. El extremo de uno de sus dedos recorrió su vello y luego su piel cicatrizada.

—Supongo que todos recibimos heridas —deslizó su mano por la larga cicatriz que tenía en una cadera y ella sintió un calambre en el estómago. Otra vez aquella mezcla de miedo y excitación propia del jugador, y con un poco de molestia añadida.

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