La mejor venganza (40 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

Escalofríos bajó del caballo, estiró las piernas y se aseguró de soltar el seguro que mantenía su espada dentro de la vaina.

—De acuerdo — los cabellos de Monza se le pegaban a la cara por debajo de la capucha—. Entremos.

—¿Está
absolutamente
convencida de que debemos entrar? —preguntó Morveer.

Ella le miró durante un largo instante y dijo:

—El ejército de Orso no puede estar a más de dos días de distancia de nosotros. Eso quiere decir que Ganmark, quizá Fiel Carpi y las Mil Espadas, irán con él. Por eso tenemos que entrar ahí dentro, aunque no sepamos dónde están, y eso es todo.

—Usted es la patrona, por supuesto. Pero el deber me obliga a decirle que también hay algo que resulta
muy
evidente. Seguro que se nos ocurrirá una alternativa menos peligrosa que la de quedar atrapados por cuenta propia en una ciudad que pronto se verá rodeada por fuerzas hostiles.

—No hacemos nada bueno esperando aquí fuera.

—Y nada bueno haremos si nos matan a
todos
. Un plan que apenas pueda plegarse a las circunstancia es peor que cu… —Monza se volvió antes de que Morveer hubiese terminado de hablar y se dirigió hacia la barbacana, abriéndose paso entre la gente.

—Mujeres —dijo Morveer entre dientes.

—¿Qué pasa con ellas? —preguntó Vitari con un bufido.

—Que, exceptuando a la aquí presente, son más proclives a pensar con el corazón que con la cabeza.

—Pues en lo que a mí respecta, y teniendo en cuenta todo lo que nos está pagando, puede pensar con el culo si quiere.

—Morir rico sigue siendo morir.

—Y no es mucho mejor que morir pobre —dijo Escalofríos.

Poco después, media docena de guardias llegaban para empujar a la muchedumbre y apartarla con sus lanzas, dejando así el camino expedito, aunque no de barro, hasta la puerta. Un oficial de rostro grave los acompañó, y Monza fue justo detrás de él. Era evidente que había sembrado unas cuantas monedas y que en aquellos momentos recogía la cosecha.

—Vosotros seis, traed la carreta hacia aquí —el oficial señaló con un dedo enguantado a Escalofríos y a los demás—. Venid por aquí. Vosotros seis y nadie más.

Hubo algunos murmullos airados entre la gente que se encontraba delante de la puerta. Alguien dio una patada a la carreta cuando pasó cerca.

—¡Esto es una mierda! ¡No está bien! He pagado impuestos a Salier durante toda la vida, ¿y ahora me deja fuera? —alguien agarró a Escalofríos por el cuello mientras éste intentaba llevar de la brida a su caballo. Por lo que alcanzaba a ver bajo la luz de la antorcha y la lluvia que caía, era un granjero, más desesperado que los demás—. ¿Por qué te dejan pasar esos bastardos? He traído mi familia para…

Escalofríos aplastó su puño derecho en la cara del granjero. Le agarró por la casaca mientras caía y lo levantó, atizándole un segundo puñetazo y dejándole tirado de espaldas, desmadejado, en la cuneta. La sangre, negra por la oscuridad, le caía por la cara mientras intentaba levantarse. Cuando uno comienza una pelea, lo mejor es terminarla enseguida. Un instante de violencia en el momento justo puede ahorrarte la molestia de más y más violencia. Era lo que Dow el Negro habría hecho. Escalofríos dio un paso adelante, plantó una bota encima del pecho de aquel hombre y le obligó a hundirse en el barro.

—Mejor será que te quedes dónde estás —otras personas que estaban detrás ni se movieron; eran las oscuras siluetas de varios hombres y de una mujer con dos niños, que se escondían entre sus rodillas. Un chico le miraba a los ojos, agachado, como si pensara hacer algo. Quizá fuese el hijo del granjero—. Chico, todo esto lo hago para ganarme la vida. ¿Sientes la apremiante necesidad de acabar en el suelo?

El chico denegó con la cabeza. Escalofríos volvió a coger su caballo por la brida, chasqueó la lengua y se encaminó hacia la arcada. Pero no muy deprisa. Lo suficiente para defenderse por si alguien cometía la locura de atacarle. Volvieron a gritar de nuevo cuando apenas había dado dos pasos, preguntándoles por qué eran tan especiales, por qué podían pasar mientras que a ellos los dejaban de pasto para los lobos. El individuo al que dejas sin conocimiento después de atizarle un puñetazo en los dientes no suele hacer ese tipo de preguntas. Y como aquellos a los que no les has pegado sólo piensan en que puede llegarles el turno, hacen todo lo posible por evitarlo. Soplándose en los nudillos, Escalofríos siguió a los de su grupo y pasó por debajo de la arcada, adentrándose en la oscuridad del largo túnel.

Intentó recordar lo que le había dicho el Sabueso cien años antes, o eso le parecía, cuando estaban en Adua. Algo acerca de que la sangre llama a la sangre y que nunca es demasiado tarde para parar. Que nunca es demasiado tarde para ser buena persona. Rudd Tresárboles había sido una buena persona, mejor que nadie. Había estado apegado a las viejas costumbres durante toda su vida y nunca había seguido el camino fácil a menos que fuese el correcto. Aunque a Escalofríos le llenase de orgullo poder decir que había combatido a su lado y que le había considerado su jefe, al final, ¿qué honor había conseguido Tresárboles con aquella manera suya de proceder? Unas cuantas palabras de recuerdo, por otra parte fútiles, cuando se sentaban alrededor del fuego. Eso, una vida dura y un sitio en la tierra húmeda al morir. Dow el Negro había sido el bastardo más frío que jamás hubiera conocido. Un hombre que no se enfrentaba al enemigo si podía atacarle por la espalda, que quemaba las aldeas porque sí, que quebrantaba los juramentos hechos sin que le importasen las consecuencias. Un hombre tan implacable como la peste y que tenía una conciencia tan pequeña como el pito de un piojo. En aquellos momentos se sentaba en el trono de Skarling, con la mitad del Norte a sus pies y la otra mitad atemorizada con sólo escuchar su nombre.

Salieron del túnel y llegaron a la ciudad. El agua salía de las cañerías rotas, mojando los adoquines desgastados. Una procesión empapada de hombres, mujeres, muías, carretas, que intentaban salir de la ciudad y que veía cómo ellos tomaban a trompicones el sentido opuesto. Mientras se encaminaban hacia una torre que se elevaba a mucha altura en medio de la noche, Escalofríos echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos a causa de la lluvia. Aunque aquella torre triplicase en altura la del edificio más alto de Carleon, ni siquiera era la más alta que podía verse por los alrededores.

Miró de reojo a Monza según la manera que acostumbraba. Ella seguía con la mirada preocupada de siempre, mirando hacia delante mientras la luz de las antorchas ante las que pasaban iluminaba los prominentes huesos de su rostro. Sólo pensaba en una cosa, y haría todo lo que fuera necesario para conseguirla. A la mierda la conciencia y las consecuencias. La venganza primero, y las preguntas para más tarde.

Se pasó la lengua por dentro de la boca y escupió. A medida que pasaba el tiempo, más seguro estaba de que ella tenía razón. La piedad y la cobardía eran lo mismo. A nadie le dan ningún premio por comportarse bien. Ni allí, ni en el Norte, ni en ningún sitio. Si quieres algo, pues lo coges, y el tipo más importante es el que coge más. No habría estado mal que la vida fuese de manera diferente.

Pero era como era.

Monza estaba rígida y dolorida, como siempre. Estaba furiosa y cansada, como siempre. Necesitaba fumarse una pipa más que nunca. Y también tener un poco de esparcimiento antes de dormir, porque estaba empapada, helada y escocida por la silla de su montura.

Recordaba Visserine como un lugar hermoso, plagado de vidrio reluciente y edificios muy bonitos, de buena comida y libertad. Tenía muy buen humor, cosa rara en ella, cuando lo había visitado por última vez. Pero por entonces hacía calor, porque era verano y no una gélida primavera como en aquel momento. Gozaba de la compañía de Benna, que esperaba que a ella le dieran el liderazgo, y no estaba obsesionada por los cuatro hombres a los que tenía que matar.

A pesar de todo ello, aquel lugar estaba muy lejos de ser el rutilante jardín de placeres que recordaba.

Debía de haber una lámpara encendida detrás de las contraventanas, porque por ellas salía la suficiente luz para siluetear las figurillas de cristal de los nichos que coronaban las ventanas y para hacerle a ella parpadear. Los espíritus familiares, una tradición muy antigua, incluso anterior al Nuevo Imperio, solían ser puestos en aquellos sitios para traer prosperidad y alejar al mal. Monza se preguntó para qué servirían aquellos trozos de cristal cuando el ejército de Orso entrase en la ciudad. Las calles estaban dominadas por el miedo, una sensación de amenaza tan palpable que a Monza le puso la carne de gallina y le erizó los pelos de la nuca.

Visserine estaba llena de gente. Algunos corrían hacia las puertas de la ciudad y sus muelles. Hombres y mujeres con fardos y todo lo que podían llevarse encima, tirando de los niños mientras los ancianos resoplaban y marchaban a su zaga. Los carros que traqueteaban, llenos de sacas y cajas, colchones y cómodas, y de todo tipo de trastos inservibles, que sin duda acabarían abandonados, se alineaban a lo largo de las carreteras que salían de Visserine. En un momento como aquél, intentar salvar lo que no fuese la propia vida suponía una pérdida de tiempo y de esfuerzo.

Si decides huir, lo mejor es hacerlo deprisa.

Pero la ciudad también estaba llena de gente que había decidido entrar en ella para refugiarse y que, para su gran desconsuelo, acababa por descubrir que se encontraba en un callejón sin salida. Ocupaban las aceras de las plazas. Llenaban los portales, se amontonaban bajo las mantas para protegerse de la lluvia. Atestaban por docenas los sombríos soportales de un mercado vacío, agachándose al paso de una columna de soldados cuyas armaduras, perladas por la humedad, relucían a la luz de las antorchas. Los sonidos resonaban en la oscuridad. Vasos de vidrio que se rompían y de maderas arrancadas. Gritos de ira o de miedo. Uno o dos chillidos espeluznantes.

Monza se preguntó si algunos de los ciudadanos no habrían comenzado el saqueo por su cuenta. Para zanjar alguna deuda pendiente o para afanar algunas de las cosas que siempre habían codiciado, mientras los ojos de los poderosos sólo se preocupaban en descubrir alguna manera de sobrevivir. Era uno de esos momentos raros en los que uno puede llevarse algo gratis, pero que no le serían cuando el ejército de Orso avanzase hacia la ciudad para acampar a sus puertas. La pátina de la civilización comenzaba a disolverse.

Monza sintió que unos ojos les seguían a ella y a los demás de su alegre banda mientras avanzaban lentamente por las calles. Ojos llenos de miedo, de sospecha y… de otras cosas, que intentaban descubrir si eran lo suficientemente débiles o lo suficientemente ricos para robarles. Cogió las riendas con la mano derecha, que le dolió, y dejó la izquierda encima de su muslo, cerca de la empuñadura de su espada. Al parecer, la única ley que en aquellos momentos imperaba en Visserine era la que podía dictar el filo de un arma. Y eso que el enemigo aún no había llegado.

He visto el infierno, y es una ciudad populosa bajo asedio
, había dicho Stolicus.

Más adelante, el camino pasaba bajo un arco de mármol. Un largo riachuelo de agua brotaba de su piedra angular. Encima de la pared de más arriba había un mural. En su parte superior, pintado de manera ideal, más como un gordito simpático que como el enorme obeso que era, el gran duque Salier se sentaba en su trono. Mientras levantaba en alto la mano con la que bendecía, una luz celestial parecía emanar de su sonrisa paternal. Bajo él podía verse un variado surtido de los ciudadanos de Visserine, desde el más humilde al más ensalzado, que parecían disfrutar humildemente con los beneficios de su buen gobierno. Pan, vino, riqueza. Debajo de ellos, rodeando la parte inferior del arco, las palabras
Caridad. Justicia. Valor
aparecían escritas con letras de oro que eran tan altas como un hombre. Pero alguien, haciendo gala de un innegable apetito por la verdad, debía de haberse subido para pintarrajear encima de ellas con trazos rojos lo siguiente:
Codicia. Tortura. Cobardía.

—Qué arrogancia la de ese cabronazo gordinflón de Salier —decía Vitari mientras miraba a Monza de soslayo y sus cabellos rojizos parecían de color castaño oscuro por efecto de la lluvia—. Creo que esa baladronada suya será la última, ¿no te parece?

Monza se limitó a lanzar un gruñido. Mientras miraba el huesudo rostro de Vitari, sólo pensaba hasta qué punto podría confiar en ella. Aunque estuvieran en medio de una guerra, la traición podía alcanzarla dentro de su pequeña compañía de proscritos. ¿Vitari? Estaba con ella por dinero… siempre hay un factor de riesgo cuando tienes algún bastardo al que le gusta el dinero más que a ti. ¿Cosca? ¿Cómo puedes fiarte de un borracho que es notoriamente traicionero, cuando tú misma le traicionaste en una ocasión? ¿Amistoso? ¿Quién diablos podía saber cómo funcionaba la mente de aquel hombre?

Pero todos le parecían como de la familia si los comparaba con Morveer. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que la miraba con cara de pocos amigos desde el pescante de la carreta. Aquel hombre era puro veneno y, en el momento que le pareciese más favorable, podría asesinarla con la misma facilidad con que se aplasta a una garrapata. Aunque ya estuviera bastante mosqueado porque ella hubiese decidido ir a Visserine, lo que menos quería era que conociese sus razones. Porque, para entonces, Orso ya debía de haber recibido la carta de Eider. Porque seguro que, gracias al dinero de Valint y Balk, debía de haber ofrecido el rescate de un rey por su muerte, y porque la mitad de los asesinos del Círculo del Mundo debían de estar rebuscando por toda Styria para meter su cabeza en una bolsa. Junto con las de aquellos que la habían ayudado, por supuesto.

Había más posibilidades de que estuvieran a salvo en medio de una batalla que fuera de ella.

Escalofríos era el único en el que confiaba un poco. Cabalgaba achantado, grande y silencioso a su lado. Su parloteo le había molestado muchísimo en Westport, pero después de que se callara, qué cosa tan curiosa, lo echaba de menos. Le había salvado la vida en la brumosa Sipani. Y aunque la vida no fuese lo que a ella más le importaba, el hecho de que un hombre le salvase la vida hacía que aumentase la estima que pudiera sentir por él.

—De repente, te has quedado callado —apenas podía ver su rostro en aquella oscuridad, sólo su contorno, las sombras en las cuencas de sus ojos, en los hoyuelos de sus mejillas.

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