La mejor venganza (18 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—Entonces lleguémonos ahora hasta él.

—De noche lo vigila un retén de doce guardias desde un carruaje blindado. Intentar neutralizarlos ahora sería correr un gran riesgo —Escalofríos echó otro leño al fuego y acercó las palmas para calentarse.

—¿Y si fuéramos a su casa?

—Bah —dijo Morveer, de manera un tanto despectiva—. Le seguimos hasta ella. Vive en una isla amurallada de la bahía, donde algunos de los Aldermen tienen sus propiedades. La gente no puede pasar. No tenemos manera de averiguar cómo entrar en el edificio, aunque podamos suponer que es posible. ¿Cuánta gente habrá dentro, entre guardias, criados, familiares…? Lo ignoramos. Simplemente me niego a intentar nada, por lo difícil que es hacer una conjetura. Day, ¿qué es lo que nunca hago?

—Trabajar con probabilidades.

—Correcto. Yo siempre trabajo con certidumbres, Murcatto. Por eso vino a verme. Me ha contratado para que cierto hombre sea ciertamente muerto, no para organizar una carnicería en la que el blanco consiga huir en medio del caos. Ahora no estamos en Caprile…

—Sé dónde estamos, Morveer. Entonces, ¿cuál es su plan?

—He recogido la información necesaria e ideado un medio seguro para conseguir el efecto deseado. Sólo necesito poder acceder al banco cuando sea de noche.

—Y, ¿cómo ha pensado hacerlo?

—Day, ¿cómo he pensado hacerlo?

—Mediante la rigurosa aplicación de la observación, la lógica y el método.

—Exactamente así —Morveer volvía a tener aquella sonrisilla de afectación que era tan suya.

Monza miró de soslayo como si estuviera Benna. Pero Benna había muerto, y Escalofríos ocupaba su sitio. El norteño enarcó las cejas, lanzó un largo suspiro y volvió a mirar al fuego. Verturio había dicho:
Dame solamente hombres malvados por amigos
. Pero tenía que haber un límite en eso.

Dos doses

Sacó dos doses con los dados. Dos por dos igual a cuatro. Dos más dos igual a cuatro. Daba lo mismo que sumara las puntuaciones de los dados o que las multiplicase. Amistoso sentía cierto desasosiego de desamparo al pensar en aquello. Desasosegado, pero tranquilo. Toda aquella gente que intentaba terminar las cosas y siempre, hicieran lo que hiciesen, salía lo mismo. Los dados estaban cargados de lecciones. Siempre que se supiera cómo interpretarlas.

El grupo se había dividido en dos parejas. Morveer y Day formaban una de ellas. Maestro y aprendiza. Habían llegado juntos, estaban juntos y reían juntos para lo que hiciese falta. Para entonces, Amistoso comprobaba que Murcatto y Escalofríos formaban otra pareja. Se sentaban en el parapeto uno al lado del otro, siluetas negras contra el tenue cielo de la noche, con la mirada fija en el banco, un inmenso bloque de negrura más espesa. Frecuentemente había comprobado que la naturaleza de las personas les llevaba a formar parejas. La naturaleza de todas las personas, aunque no la suya. Él estaba solo, en las sombras. Quizá fuese debido a que había algo malo en él, tal y como habían dicho los jueces.

Sajaam le había elegido en Seguridad para formar una pareja con él, pero Amistoso no se hacía ilusiones. Sajaam le había elegido porque le resultaba útil. Porque le temían. Tanto como a cualquier otro que se agazapase en la oscuridad. Sajaam no pretendía nada más. Era el único hombre honrado al que conocía, y por eso había concluido un acuerdo honrado con él. Trabajaba tan bien que Sajaam no tardó en hacer dinero aun dentro de la cárcel para pagar a los jueces su libertad. Pero como no había dejado de ser honrado, en cuanto estuvo libre no se olvidó de Amistoso. Regresó y también compró su libertad.

Al otro lado de los muros, donde no había reglas, las cosas salieron de manera diferente. Sajaam tenía otros asuntos y Amistoso volvió a quedarse solo. Pero no le importó. Estaba acostumbrado, y los dados le hacían compañía. De esa manera había acabado allí, en medio de la oscuridad, encima de un tejado de Westport poco antes de que el invierno feneciera. Con aquellas dos parejas tan diferentes de gente poco honrada.

Los guardias también llegaban en grupos de dos parejas, cuatro a la vez, y dos grupos de a cuatro se seguían de manera interminable mientras daban vueltas al banco durante toda la noche. Había comenzado a llover, un aguanieve casi helada que caía con fuerza. Seguían un grupo tras otro, dando una vuelta y otra, y otra más en medio de la oscuridad. Algunos de ellos avanzaban con dificultad por la calle situada más abajo, bien armados, las alabardas al hombro.

—Ahí vuelven de nuevo —dijo Escalofríos.

—Ya los veo —rezongó Morveer—. Comienza a contar.

La voz de Day les llegó en medio de la noche, fuerte y gutural:

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco…

Amistoso seguía con la boca abierta, moviendo silenciosamente los labios al tiempo que ella:

—Veintidós… veintitrés… veinticuatro…

—¿Cómo vamos a llegar al tejado? —Morveer parecía divertirse.

—¿Con cuerda y garfio? —sugirió Murcatto.

—Demasiado lento, demasiado ruidoso, demasiado incierto. La cuerda podría quedar todo el tiempo a la vista, aunque pudiéramos fijar bien un garfio. No. Necesitamos un método a prueba de accidentes.

A Amistoso le habría gustado que hubiesen cerrado la boca para poder escuchar el recuento de Day. Le dolía la cabeza por el esfuerzo que hacía para oír lo que decía.

—Ciento doce… ciento trece… —cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el muro, moviendo un dedo de atrás adelante—. Ciento ochenta y dos… ciento ochenta y tres…

—Nadie puede subir hasta allí sólo con las manos —decía Murcatto—. Nadie. Demasiado liso, demasiado alto. Y luego están los pinchos.

—Estoy completamente de acuerdo.

—Entonces habrá que acceder por el interior del banco.

—Imposible. Hay demasiados ojos. Habría que subir por las paredes y luego aprovechar los grandes ventanales del tejado. Al menos, la calle está desierta durante la noche. Eso es algo a nuestro favor.

—¿Qué hay de las demás fachadas del edificio?

—La norte es considerablemente más difícil y está más iluminada. En la del este se encuentra la entrada principal, con un grupo adicional de cuatro guardias apostados en ella durante toda la noche. La sur es idéntica, pero sin la ventaja de tener acceso al tejado adyacente. No. Esta fachada es nuestra única opción.

Amistoso vio un débil titilar de luz en la calle. La siguiente patrulla, dos veces dos guardias, dos más dos guardias, cuatro guardias que patrullaban rápidamente alrededor del banco.

—¿Hacen lo mismo durante toda la noche?

—Hay otros dos grupos de a cuatro que los relevan. Mantienen la vigilancia hasta que se hace de día.

—Doscientos noventa y uno… doscientos noventa y dos… y ahí llega el siguiente grupo —Day chasqueó la lengua—. Trescientos; tomadlo o dejadlo.

—Trescientos —dijo Morveer entre dientes, mientras Amistoso veía cómo disentía con la cabeza—. No da tiempo.

—¿Entonces? —Monza parecía agresiva.

Amistoso volvió a agarrar los dados, sintiendo que sus aristas tan familiares se le clavaban en la palma de la mano. Apenas le importaba cómo pudiesen apañárselas para entrar en el banco y ni siquiera si lograban hacerlo. Su esperanza se centraba en que Day comenzase a contar otra vez.

—Tiene que haber una manera… tiene que haber una…

—Yo puedo hacerlo —todos le miraron. Escalofríos seguía sentado junto al parapeto, con sus blancas manos que le colgaban.

—¿Tú? —preguntó Morveer con su usual sarcasmo—. ¿Cómo?

Amistoso apenas tuvo tiempo de ver la mueca que el norteño hacía al amparo de la oscuridad.

—Con magia.

Planes y percances

Los guardias refunfuñaban al avanzar por la calle. Eran cuatro; los petos metálicos, los cascos de acero y las hojas de las alabardas capturaban la luz de sus titubeantes faroles. Escalofríos se aplastó contra el portal cuando pasaron con ruido metálico, aguardó un instante lleno de nerviosismo y luego cruzó la calle para llegar a la columna. Comenzó a contar. Hasta trescientos, más o menos, para llegar arriba del todo y luego al tejado. Miró hacia arriba. Parecía un camino demasiado largo e incómodo. ¿Por qué demonios se había ofrecido voluntario? ¿Sólo para que a ese idiota de Morveer se le borrara la sonrisa del rostro y para demostrarle a Murcatto que se estaba ganando la paga?

—Siempre soy mi peor enemigo —dijo entre dientes. La cuestión era que tenía demasiado orgullo. Eso y que sentía una terrible debilidad por las mujeres elegantes. ¿Quién lo hubiera pensado?

Desenrolló la cuerda de dos pasos de largo, con un pasador en un extremo y un gancho en el otro. Echó una mirada a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Aunque la mayoría estaban cerradas para que no entrase el frío de la noche, en dos de ellas aún se podía ver luz. Se preguntó qué probabilidad habría de que alguien se asomara por una de ellas y le viera recortándose contra la fachada del banco. Estaba más alto de lo que le hubiera gustado, eso podía asegurarlo.

—Mi peor y jodido enemigo —se preparaba para escalar la base de la columna.

—Ha sido por ahí.

—¿Dónde?, idiota.

Escalofríos permaneció inmóvil, con la cuerda colgando de sus manos. Pasos, tintineo de arneses. Los malditos guardias acababan de dar media vuelta y se acercaban. Jamás lo habían hecho en las cincuenta rondas anteriores. Con tanta charla sobre ciencia, aquel maldito envenenador le había dejado como un gilipollas, y además él, Escalofríos, era el único que estaba con las pelotas colgando al viento. Se aplastó aún más entre las sombras y sintió que uno de sus grandes omóplatos raspaba la piedra. ¿Qué explicaciones podría dar? Sólo es un paseíto de medianoche, me comprenden, y me he vestido de negro y he cogido esta cuerda para salir.

Si salía pitando, le verían, le perseguirían y, casi con toda seguridad, le clavarían lo que fuera. De cualquier modo, sabrían que alguien había intentado meterse en el banco y eso sería el fin. Quedarse quieto vendría a ser lo mismo, excepto que le apuñalarían a la luz del día.

Las voces se hicieron más cercanas.

—No puede estar lejos, sólo tenemos que dar más vueltas hasta encontrarlo…

Uno de ellos había perdido algo. Escalofríos maldijo su suerte asquerosa, porque no era la primera vez. Demasiado tarde para salir corriendo. Agarró con fuerza la empuñadura del puñal. Un ruido de pisadas justo al otro lado de la columna. ¿Por qué había aceptado su dinero? Quizá porque también sentía una terrible debilidad por él. Apretó los dientes y esperó a que…

—¡Por favor! —era la voz de Murcatto. Acababa de cruzar la calle sin ponerse la capucha, su larga casaca ondeando al viento. Debía de ser la primera vez que la veía sin espada—. Lamento mucho molestarles. Sólo intentaba volver a casa, pero creo que me he perdido.

Uno de los guardias dejó atrás la columna, dándole la espalda a Escalofríos, y otro le siguió. Estaba muy cerca, a menos de un brazo de distancia. Hubiera podido alargar el suyo y tocar los espaldares metálicos de los guardias.

—¿Dónde se hospeda usted?

—En casa de unos amigos, cerca de la fuente que se encuentra en la calle de Lord Sabeldi, pero como soy nueva en la ciudad —su sollozo era pura desesperación—, me he perdido.

Uno de los guardias echó su yelmo hacia atrás.

—Yo le diré lo que tiene que hacer. Así que en el otro extremo de la ciudad…

—Le juro que llevo vagando por ella durante horas —echó a andar para que aquellos hombres tan educados la siguieran. Apareció otro guardia y luego otro más. Ya estaban los cuatro, y le daban la espalda a Escalofríos. Él contuvo el aliento mientras su corazón latía tan fuerte que se maravilló por el hecho de que ninguno de aquellos hombres lo escuchara—. Si uno de ustedes, caballeros, me indicara la dirección correcta, le estaría muy agradecida. Estúpida de mí.

—No, no. Westport es una ciudad complicada.

—Sobre todo de noche.

—Yo mismo me pierdo de vez en cuando.

Rieron, y Monza con ellos mientras los alejaba de la columna. Su ojo cayó en Escalofríos durante un instante, mientras ellos se miraban entre sí, y luego pasó por la siguiente columna junto con los guardias, y todos prosiguieron aquella charla tan vehemente. Escalofríos cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. Era evidente que no era el único que sentía debilidad por las mujeres.

Se balanceó en la base cuadrada de la columna y pasó la cuerda por ella y después bajo su propio trasero, haciendo un lazo. No tenía ni idea de por dónde andaba el recuento, sólo sabía que debía darse prisa. Por eso comenzó a hacer su trabajo, agarrándose a la piedra con las piernas y la punta de las botas, deslizando el lazo de la cuerda y luego tirando con fuerza mientras levantaba las piernas y las juntaba de nuevo.

Era una técnica que le había enseñado su hermano cuando era un chaval. Se servía de ella para subirse a los árboles más altos del valle y robar huevos. Recordó cómo los dos se rieron cuando estuvo a punto de caerse de un árbol. En aquellos momentos, Monza le utilizaba para que la ayudase a matar personas, y fue como si se sintiera a punto de morir. Y lo único que podría decir era que su vida no había sido como esperaba.

Fue subiendo poco a poco a velocidad constante. Era como subir por un árbol, excepto que en la copa no había huevos y que la probabilidad de pincharte en los tuyos con una rama partida era menor. No obstante, era un trabajo duro. Sudaba cuando llegó al capitel de la columna, y eso que aún le quedaba la mayor parte por hacer. Apoyó una mano en el capitel y soltó la cuerda con la otra para pasársela por encima de los hombros. Luego se impulsó hacia arriba, metiendo los dedos en los agujeros de la talla y sintiendo que se quedaba sin resuello y que los brazos le ardían. Pasó una pierna por la ceñuda cara de una mujer tallada en piedra y se quedó sentado encima de ella, a cuarenta pasos por encima de la calle, agarrado a dos hojas de piedra y deseando que resistieran más que las de verdad.

Aunque hubiera podido encontrar mejores asideros, siempre había que ver el lado bueno de las cosas. Era la primera vez que tenía un rostro de mujer entre las piernas. Escuchó un siseo al otro lado de la calle y escrutó las sombras, descubriendo la negra silueta de Day encima del tejado. Hacía un gesto hacia abajo. La siguiente patrulla estaba a punto de llegar.

—Mierda —se apretó con fuerza contra la escultura, intentando parecer de piedra, con las manos en carne viva por agarrar el cáñamo de la cuerda, esperando que a nadie se le ocurriera mirar hacia arriba. Cuando escuchó el ruido metálico que hacían más abajo, aprovechó para soltar un largo suspiro, mientras el corazón le latía en los oídos con más fuerza que nunca. Esperó a que doblaran la esquina del edificio e inspiró profundamente para realizar un último esfuerzo.

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