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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (17 page)

—No.

—Muy bien —Morveer sonrió al doblar el papel y guardarlo, cuidándose de no tocar el mortal filo de su escalpelo—. Mejor esto que el oro, y mucho menos pesado. Bueno, pues ya me voy. Ha sido un indudable placer —y adelantó nuevamente la mano derecha, en la que relucía el anillo con la astilla envenenada. Aunque no hubiera debido molestarse en hacerlo.

—Lo mismo digo —Mauthis ni siquiera se había movido de su asiento.

Amigos malvados

Había sido el sitio favorito de Benna en Westport. Cuando estaban en la ciudad solía arrastrarla hasta allí dos veces por semana. Un sagrario de espejos y cristal tallado, madera pulimentada y reluciente mármol. Un templo al dios de la soltería masculina. El sumo sacerdote (un barbero delgado y menudo, con un mandil muy recargado de bordados) permanecía erguido en el centro de la habitación, la barbilla apuntando hacia el techo, como si hubiera sabido de antemano que iban a entrar en aquel mismo instante.

—¡Señora! ¡Qué delicia verla de nuevo! —parpadeó durante un instante—. ¿No la acompaña su esposo?

—Mi hermano —Monza tragó saliva—. Y no, él… no volverá. He venido para ofrecerle un nuevo desafío, aunque esta vez más difícil…

Escalofríos cruzó el umbral, mirando boquiabierto a su alrededor como una oveja asustada ante el redil de trasquilar. Ella abrió la boca para decir algo, pero el barbero se le adelantó.

—Ya veo el problema —dio una vuelta alrededor de Escalofríos mientras éste le miraba con cara de pocos amigos—. Caramba, caramba, ¿fuera con todo?

—¿Cómo dice? —era Escalofríos.

—Fuera con todo —asintió Monza, cogiendo al barbero por el codo y poniéndole en la mano una moneda de un cuarto—. Le recomiendo que vaya despacio, porque, como no está muy acostumbrado a todo esto, podría sobresaltarse —se dio cuenta de que hablaba de él como si fuese un caballo. Quizá estuviera exagerando demasiado.

—Por supuesto —el barbero se volvió y tomó rápidamente aliento. Escalofríos, que no se había movido del umbral, acababa de quitarse la camisa nueva y se desabrochaba el cinturón, mostrando lo pálido de piel y lo fibroso que era.

—Tonto, se refería al pelo —dijo Monza—, no a la ropa.

—Uh. Ya me parecía un poco raro, pero, bueno, las costumbres del Sur…

Monza se le quedó mirando mientras se abotonaba la camisa con aire avergonzado. Tenía una larga cicatriz que le llegaba desde un hombro hasta el pecho, irregular y de color rosado. Aunque tiempo atrás a ella hubiera podido parecerle desagradable, lo sucedido le había hecho cambiar de opinión en lo concerniente a las cicatrices, y también a unas cuantas cosas más.

Escalofríos se sentó por iniciativa propia en la silla y declaró:

—He llevado esta cabellera durante toda mi vida.

—Entonces ya era hora de que le libráramos de su sofocante abrazo. Eche la cabeza adelante, por favor —haciendo una floritura con la mano, el barbero sacó unas tijeras y Escalofríos dio un salto en el asiento.

—¿Acaso cree que voy a dejar que un hombre al que nunca he visto se acerque a mi rostro con un arma?

—¡Protesto! ¡Yo les recorto la cabeza a los caballeros más elegantes de Westport!

—Usted —Monza agarró al barbero por un hombro mientras éste retrocedía, y le hizo caminar hacia delante— cierre el pico y córtele el pelo —deslizó otra moneda de a cuarto en el bolsillo del mandil y miró largo y tendido a Escalofríos—. Y tú, cierra la boca y no te menees.

Él se repantigó en la silla y se agarró con tanta fuerza a sus brazos que se le marcaron los tendones.

—Le estoy vigilando —dijo al barbero con un gruñido.

El barbero dio un profundo suspiro y, apretando los labios, dio comienzo a su trabajo.

Monza recorría la habitación mientras las tijeras no dejaban de emitir ese ruido tan característico que hacen al cortar. Se acercó a una estantería y levantó de manera automática los tapones de los diferentes frascos de colores que había en ella, olisqueando su contenido. Captó un reflejo de sí misma en un espejo. Su rostro seguía pareciendo duro. Más estrecho y delgado, más marcado de lo que estaba acostumbrada a ver. Los ojos hundidos por el acuciante dolor que le subía por las piernas, por la acuciante necesidad de fumar para expulsar aquel dolor.

Monza, esta mañana estás especialmente hermosa.

El pensamiento de fumarse una pipa se encajó en su mente como un hueso en su articulación. Cada día lo sentía antes. Cada día pasaba más tiempo cansada, enferma y llena de dolor, contando los minutos hasta encontrar el momento de coger su pipa y sumirse nuevamente en la suave y cálida nada. Sólo con pensarlo, las yemas de sus dedos se estremecieron y su ávida lengua dio vueltas en su reseca boca.

—Siempre lo he llevado largo. Siempre —Monza volvió a mirar al centro de la habitación. Escalofríos hacía muecas de dolor como si le estuviesen torturando, mientras los mechones de pelo caían y se amontonaban en los pulimentados bordes de la silla. Algunas personas suelen enmudecer cuando están nerviosas. Otras comienzan a parlotear. Daba la impresión de que Escalofríos formase parte de estas últimas—. Creo que como mi hermano llevaba el cabello largo yo quise hacer lo mismo. Solía imitar todo lo que hacía. Parecerme a él. Ya sabe cómo son los hermanos de pequeños… ¿Cómo era su hermano?

Al recordar el rostro de Benna haciendo muecas ante un espejo y el suyo detrás de él, Monza sintió una leve crispación en las mejillas.

—Era buena persona. Todos le querían.

—Mi hermano también era buena persona. Mucho mejor que yo. Mi padre también lo creía. Nunca desaprovechó la oportunidad de decírmelo… Por lo demás, como iba diciendo, no hay nada raro en dejarse el pelo largo en el sitio de donde vengo. Supongo que porque la gente, cuando va a la guerra, se preocupa de cortar otras cosas que no sean su propio pelo. Dow el Negro solía reírse de mí porque siempre se rapaba el suyo para que no se lo cortaran en el transcurso de un combate. Pero entonces insultó a un hombre sin motivo. Dow el Negro. Qué bocazas. Y qué tipo tan duro. Sólo el mismísimo Sanguinario era más duro que él. Estoy por…

—Para alguien que domina el idioma bastante mal, te gusta hablar bastante. ¿Sabes lo que estoy pensando?

;—¿Qué?

—Que la gente habla muchísimo cuando no tiene nada que decir.

Escalofríos suspiró y dijo:

—Sólo intentaba hacer realidad eso de que el mañana sea un poquito mejor que el hoy, nada más. Si yo fuese uno de esos… ¿me lo diría, verdad?

—Uno de esos… ¿idiotas?

—Estaba pensando en otra palabra —la miraba de soslayo.

—¿Optimistas?

—Eso. Soy un optimista.

—Y, ¿qué tal te sienta serlo?

—No muy bien, pero no pierdo la esperanza.

—Eso es ser optimista. Los bastardos nunca aprendéis —vio que el rostro de Escalofríos comenzaba a salir de aquella maraña de cabellos grasientos. Con huesos salientes, nariz puntiaguda, una cicatriz en un párpado. No estaba mal, de hecho le decía algo. Descubrió que le importaba más de lo que hubiera querido reconocer—. Fuiste soldado, ¿no es así? Eso que llaman en el Norte… ¿un cari?

—Yo era un Hombre Afamado, como suelen llamarnos —había una nota de orgullo en aquellas palabras

—Mejor para ti. ¿Mandabas a hombres?

—A algunos. Mi padre era un Hombre Afamado, como mi hermano. Supongo que algo de eso se me pegó.

—¿Por qué lo dejaste todo? ¿Por qué bajaste hasta aquí para no ser nadie?

Él miró el rostro de Monza en el espejo mientras las tijeras se movían alrededor del suyo.

—Morveer dijo que usted también era una soldado. Y famosa.

—No era famosa —era justo al revés, infame.

—En el sitio de donde vengo se habría considerado un trabajo inusual para una mujer.

—Es más fácil que ser granjera —ella se encogió de hombros.

—¿Puedo suponer que conoce la guerra?

—Sí.

—Me atrevería a decir que ha visto algunas batallas. Que ha visto a algunos hombres muertos.

—Sí.

—Entonces ha visto todo lo que acompaña a la guerra. Las marchas, la espera, la enfermedad. Gente violada, robada, lisiada, quemada, aunque no hayan hecho nada para merecerlo.

Monza se acordó del campo que le habían quemado hacía tantos años y dijo:

—Si tienes algo que decir, dilo.

—Que la sangre sólo sirve para derramar más sangre. Que saldar una deuda sólo sirve para tener otra. Que la guerra deja un sabor amargo en cualquier hombre que no esté medio loco, y que ese sabor empeora con el tiempo —ella no podía estar en desacuerdo con aquellas palabras—. Ya sabe por qué lo abandoné todo. Para hacer algo bueno. Para hacer algo de lo que pudiera enorgullecerme, en lugar de destruir. Supongo que para ser… mejor persona.

Tric, trac
. El cabello seguía cayendo y se amontonaba en el suelo.

—Mejor persona, vaya.

—Así es.

—Así que has visto a gente muerta, ¿eh?

—La de la parte que me tocaba.

—Pero, ¿has visto a mucha junta? —preguntó ella—. ¿Amontonada después de que los alcanzase la peste, tirada por el campo después de la batalla?

—Sí, la he visto así.

—¿Y notaste si alguno de aquellos cadáveres estaba rodeado por una especie de halo? ¿Por un olor agradable, como el de las rosas en una mañana de primavera?

—No —dijo Escalofríos, enarcando una ceja.

—Entonces es que las personas buenas y las malas… parecen iguales al morir, ¿no crees? Siempre me lo pareció y por eso te lo cuento ahora —a Escalofríos le llegaba el turno de quedarse callado y escuchar—. Si eres una buena persona y durante todos los días de tu vida intentas pensar en lo que es correcto y haces cosas que te hacen sentirte orgulloso, y los malos llegan y te las queman en un instante, y tú sigues en tus trece y das las gracias cada vez que te patean las tripas, ¿acaso piensas que cuando mueras y ellos te tiren a la tierra húmeda vas a convertirte en oro?

—¿Cómo?

—¿No te convertirás en un mísero desperdicio, como nos sucede a los demás?

—Supongo que me convertiré en un desperdicio —asentía despacio—. Pero quizá deje atrás alguna cosa buena.

—¿Y no solemos dejar tras nosotros cosas a medias, sin terminar, cosas que no dijimos a su tiempo? —ella reía sin tapujos—. Ropas vacías, habitaciones vacías, un hueco vacío en las personas que nos conocieron. Equivocaciones que no pudimos subsanar y esperanzas que se agostaron y no llegaron a nada…

—Las esperanzas quizá mueran. Las buenas palabras quedan. Y también los recuerdos felices, o eso creo.

—¿Y todas esas sonrisas muertas que guardabas en lo más hondo de tu corazón y no pudiste mostrar, te mantenían caliente cuando yo te encontré? ¿A qué sabían cuando estabas hambriento? ¿Te sonreían, siquiera, cuando estabas desesperado?

Escalofríos lanzó un profundo suspiro y contestó:

—Diablos, pero usted fue como un rayo de sol. Quizá aquellos recuerdos me hicieran algún bien.

—¿Quizá mejor que el que te habría hecho un puñado de monedas de plata?

Parpadeó al mirarla y luego apartó la vista.

—Quizá no. Pero creo que seguiré pensando así el resto de mi vida.

—Ah. Pues entonces, buena suerte, buen hombre —movió la cabeza como si nunca antes hubiese escuchado tantas estupideces. Como Verturio había dicho,
dame solamente hombres malvados por amigos. A ellos los comprendo.

Un chasquido final de las tijeras y el barbero se apartó, secándose las sudorosas cejas con el extremo de una de sus mangas.

—Ya hemos terminado.

Escalofríos se quedó mirando al espejo y dijo:

—Parezco otro hombre.

—Señor, tiene todo el aspecto de un aristócrata de Styria.

Monza lanzó una risotada, diciendo:

—Al menos ya no parece tanto como antes un mendigo del Norte.

—Es posible —Escalofríos no parecía muy contento—. Me atrevería a decir que parezco mejor persona. Un hombre más inteligente —pasó una mano por su negra y corta cabellera y frunció una ceja al ver su imagen—. No estoy muy seguro de confiar en ese bastardo.

—Y ahora el toque final… —el barbero se echó hacia delante con la botella de vidrio coloreado que había cogido y lanzó una tenue niebla de perfume sobre la cabeza de Escalofríos.

El norteño era como un gato al que acabaran de poner encima de unos carbones ardientes.

—¡Pero qué
cojones…
! —exclamó con un rugido, enseñando sus enormes puños y empujando hacia un lado al barbero, que recorrió tropezando la habitación mientras chillaba.

—Aunque parezcas un aristócrata de Styria —Monza no podía evitar la risa mientras sacaba otras dos monedas de a cuarto y las echaba dentro del bolsillo del boquiabierto barbero—, creo que aún tardarás un poco en conseguir sus maneras.

Ya se estaba poniendo oscuro cuando llegaron a la mansión que estaba a punto de derrumbarse, Monza con la capucha puesta y Escalofríos que andaba a zancadas, muy contento por su casaca nueva. Una lluvia fría caía con parsimonia sobre el destartalado patio y una única lámpara ardía en una ventana de la primera planta. La miró con el ceño fruncido, que mantuvo al mirar a Escalofríos, y su mano izquierda fue a la empuñadura del cuchillo que llevaba bajo el cinto. Mejor estar preparada para cualquier eventualidad.

Un par de leños dentro de la chamuscada chimenea apenas caldeaban la parte de la habitación donde se quemaban. Amistoso estaba junto a la ventana más alejada, observando el banco desde el otro lado de los cristales. Morveer, que había extendido unas cuantas hojas de papel encima de una mesa vieja y destartalada, escribía en ellas con una mano manchada de tinta. Day estaba sentada encima de la mesa con las piernas cruzadas, pelando una naranja con un puñal.

—Definitivamente mejor —comentó ella al echar un vistazo a Escalofríos.

—Oh, no puedo por menos de asentir —dijo Morveer con una mueca—. Esta mañana, un idiota sucio y con el pelo largo abandona este edificio. Y luego, un idiota limpio y con el pelo corto regresa a él. Tiene que ser magia.

Monza soltó el mango de su puñal cuando Escalofríos murmuró unas palabras de enfado en norteño.

—Puesto que no está echándose flores, supongo que el trabajo aún estará por hacer.

—Mauthis es un hombre muy cauteloso que se halla muy bien protegido. El banco también está muy bien protegido durante el día.

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