La mejor venganza (20 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—Eso no habría pasado. Aún nos queda mucho por hacer —Escalofríos se encogió de hombros, sintiéndose algo incómodo. Era fácil olvidar en ocasiones que su trabajo consistía en matar a gente—. Hace frío, ¿verdad?

—En el sitio de donde vengo, hoy habría hecho un día de verano —dijo con un bufido. Luego quitó el corcho de la botella y se la tendió—. Así mantendrá el calor.

—Muy considerado por tu parte —se echó un largo trago mientras él veía cómo se le movían los músculos del cuello.

—Para formar parte de una banda de asesinos a sueldo, creo que soy un hombre demasiado considerado.

—No tardarás en comprobar que algunos asesinos a sueldo pueden ser gente muy agradable —se echó otro lingotazo y le devolvió la botella—. Por supuesto que no me refiero a ninguno de nuestro grupo.

—Diablos, no. Somos una mierda de hombres. Y de mujer.

—¿Ya han llegado Morveer y su pequeño eco?

—Sí, creo que hace un momento.

—¿Los acompaña Amistoso?

—Va con ellos.

—¿Dijo Morveer cuánto tiempo estaría dentro?

—¿Cree que se dignaría a contarme algo? Y yo que pensaba que era el optimista.

Se acuclillaron en silencio junto al lado del parapeto, mirando la negra silueta del banco. Por alguna razón estaba nervioso. Incluso más de lo que cabría esperar por participar en un asesinato. La miró de soslayo y vio que ella le devolvía la mirada.

—Apenas podemos hacer más que esperar y coger frío —dijo Monza.

—Creo que no. A menos que quiera cortarme el pelo aún más.

—Tengo miedo de que comiences a quitarte la ropa si saco las tijeras.

Aquellas palabras le hicieron lanzar una risotada.

—Muy bueno. Creo que eso se merece otro trago —y le ofreció la botella.

—Soy demasiado bromista para ser una mujer que contrata a asesinos —y se acercó a él para cogerla. Lo suficientemente cerca para rozarle con el codo el costado que quedaba cerca de ella. Lo suficientemente cerca para sentir que su aliento, que se lo estaba echando en el cuello, se hacía más agitado. Él apartó la mirada, no queriendo comportarse como el necio que había sido las últimas dos semanas. Escuchó cómo sus labios se entretenían con el gollete de la botella antes de beber—. Gracias de nuevo.

—No las merece, jefa. Hágame saber todo lo que quiera, y yo lo haré.

Cuando volvió a mirarla, vio que ella no había apartado sus ojos de él, los labios apretados en una sutil línea, los ojos fijos en los suyos de una manera extraña, como si acabara de darse cuenta de lo mucho que valía.

—Pues quiero esto.

Con suma delicadeza, Morveer volvió a colocar como antes las últimas partes del emplomado y guardó sus útiles de cristalero.

—¿Ya está todo? —preguntó Day.

—No creo que aguante una tormenta, pero resistirá hasta mañana. Para entonces, sospecho que sus problemas serán
considerablemente
mayores que tener un filtración de agua en la ventana —apartó del vidrio los últimos restos de masilla y, cruzando el tejado, siguió a su ayudante hasta el parapeto. Amistoso, silueta achaparrada al otro lado de un abismo de vacío, casi tenía lista la cuerda. Morveer echó un vistazo por encima del borde del parapeto. Más abajo de los pinchos y de las tallas ornamentales, la tersa columna de piedra caía a pico sobre la calle empedrada. Uno de los grupos de guardias la recorría con un bailoteo de faroles.

—¿Y la cuerda? —preguntó Day en voz baja cuando los guardias ya no podían oírles—. Cuando salga el sol, quizá alguien…

—No he pasado por alto ningún detalle —Morveer sonrió mientras sacaba el pequeño vial del interior de su bolsillo—. Unas cuantas gotas quemarán el nudo poco después de haber cruzado. Sólo tendremos que esperar al otro extremo y recogerla.

Aunque fuera imposible verle la cara, su ayudante no parecía muy convencida.

—¿Y si arde más deprisa que…?

—No lo hará.

—Creo que es correr un riesgo espantoso.

—Querida, ¿con qué no jugamos nunca?

—Con la suerte, pero…

—De acuerdo, ve tú la primera…

—No me lo digas dos veces —Day se colgó de la cuerda y comenzó a avanzar por ella, una mano tras otra. Llegó al otro lado antes de que hubieran podido contar hasta treinta.

Morveer descorchó el vial y echó unas cuantas gotas en los nudos. Para asegurarse, añadió más de la cuenta. No tenía ganas de esperar a que saliera el sol para recoger aquella maldita cuerda. Dejó que la siguiente patrulla pasara por debajo y luego, hay que decirlo, gateó por el parapeto con mucha menos gracia que la mostrada por su ayudante. Pero no había necesidad de apresurarse. La precaución primero, y siempre. Agarró la cuerda con sus manos enguantadas, se colgó por debajo de ella, pasó un pie por encima del parapeto, levantó el otro…

Escuchó el sonido de algo que se rasgaba y entonces, súbitamente, sintió frío en una rodilla.

Morveer miró hacia abajo. Una de sus perneras se había enganchado en uno de los pinchos que sobresalía de los demás, desgarrándose hasta sus posaderas. Tiró del pie para intentar soltarla, pero sólo consiguió que se enganchara aún más.

—Maldición —era evidente que aquello no formaba parte del plan. Un humo tenue comenzaba a enroscarse en la balaustrada, justo alrededor del sitio donde había atado la cuerda. Al parecer, el ácido actuaba más deprisa de lo que había supuesto.

—Maldición —se giró hacia el tejado del banco y quedó colgado junto al nudo que humeaba, agarrando la cuerda con una mano. Sacó su escalpelo de un bolsillo interior, se echó hacia delante y cortó la tela de la pernera que ondeaba al viento con unos cuantos cortes precisos. Uno, dos, tres y ya casi había terminado. Un corte final y…

—¡Ah! —primero con enfado y luego con un terror creciente, comprendió que acababa de hacerse un corte en el tobillo con el escalpelo—. ¡Maldición! —el filo estaba manchado con tintura de larync, ante la que había desarrollado cierta inmunidad a costa de sentir náuseas nada más levantarse por las mañanas. Aunque no fuera fatal para él, podía hacerle soltar la cuerda, y él sí que no había desarrollado la inmunidad a caer en picado encima de un empedrado muy, pero que muy duro y no matarse. La ironía era bastante amarga. A fin de cuentas, la mayoría de quienes practicaban su oficio acababan siendo asesinados por sus propios agentes químicos.

Se quitó un guante con los dientes y rebuscó en sus muchos bolsillos para encontrar el antídoto correspondiente, rezongando palabrotas contra los guardias mientras seguía colgado en medio del viento helado que le azotaba con sus ráfagas y hacía que toda la pierna se le hubiese puesto de carne de gallina. Los pequeños tubos de vidrio tintineaban entre sus dedos mientras intentaba palpar con ellos las marcas que le permitían identificarlos por el tacto.

A pesar de las nuevas circunstancias, la operación seguía siendo muy interesante. Eructó al sentir un amago de náusea, un súbito pinchazo en el estómago. Sus dedos localizaron la marca correcta. Soltó el guante y con dedos temblorosos llevó el vial, que aún seguía dentro de la casaca, a su boca, quitó el corcho con los dientes y sorbió su contenido.

Las náuseas que le produjo aquel extracto amargo le llevaron a lanzar un escupitajo que cayó al suelo empedrado. Se agarró a la cuerda y luchó contra el vértigo, porque la negra calle parecía dar vueltas a su alrededor. Volvía a ser un niño desamparado. Se ahogaba y lloriqueaba, agarrándose a la cuerda con ambas manos. Con la misma desesperación con que se había agarrado al cadáver de su madre cuando ellos llegaron para llevárselo.

El antídoto fue haciendo efecto poco a poco. El mundo a oscuras se asentaba, su estómago dejaba de dar aquellas vueltas enloquecidas. La calle estaba debajo y el cielo arriba, de nuevo en sus posiciones acostumbradas. Su atención se volvía a centrar en los nudos, que humeaban más que antes y producían un ligero siseo. Pudo distinguir el olor acre que hacían al quemarse.

—¡Maldición! —echó las dos piernas por encima de la cuerda y comenzó a avanzar, lastimeramente débil por la dosis de larync que se había suministrado. El aire siseaba en su garganta, rígida por la inconfundible zarpa del miedo. ¿Qué pasaría si la cuerda se quemaba antes de que hubiera podido llegar al otro lado? Sintió un retortijón que le obligó a detenerse durante un momento, mientras apretaba los dientes y se bamboleaba de un lado para otro en mitad del vacío.

Adelante, aunque estuviese tremendamente fatigado. Sus brazos temblaban, sus manos se tropezaban una con otra, la palma de una de ellas y la pierna, que estaban al aire, le quemaban por la fricción. Bueno, ya había recorrido más de la mitad del camino y seguía hacia delante. Dejó que su cabeza quedara colgando y tomó aire para hacer un nuevo esfuerzo. Vio a Amistoso, que tendía un brazo en su dirección, y su enorme mano, que apenas estaba a unos pasos de donde se encontraba. Vio a Day, que no apartaba la mirada de él, y entonces se preguntó, un tanto molesto, si eso que había intuido en su rostro cubierto de tinieblas no sería un asomo de sonrisa.

Entonces pudo escuchar un débil tañido al otro extremo de la cuerda.

Sintió como si el estómago fuera a salírsele por la boca y comenzó a caer, a caer, mientras el aire frío entraba de golpe por su boca abierta. La fachada de la ruinosa casa iba a su encuentro. Fue una espera tensa, como la que había tenido que soportar cuando le arrancaron de la mano de su madre muerta. El tremendo impacto le vació los pulmones, detuvo en seco su grito y arrancó la cuerda de sus manos ansiosas.

Luego hubo otro choque y un ruido de maderas rotas. Estaba cayendo, agarrando el aire a puñados, el pensamiento convertido en un caldero de loca desesperación, los ojos fuera de las órbitas, sin ver nada. Estaba cayendo, los brazos como muertos, las piernas que pataleaban con desesperación, el mundo que daba vueltas a su alrededor, el viento que se precipitaba contra su rostro. Cayendo, cayendo… sólo uno o dos pasos. Su mejilla que se aplastaba contra las maderas del suelo, los fragmentos de madera que resonaban a su alrededor.

—¿Eh? —musitó.

Se sorprendió al descubrir que le agarraban del cuello, que lo levantaban en el aire y que, con una fuerza que a punto estuvo de que se le aflojaran las tripas, lo empujaban contra una pared, de suerte que, por segunda vez en el espacio de unos instantes, el aire escapó de sus pulmones con un largo quejido.

—¡Tú! ¡Pero, qué cojones!

Era Escalofríos. Por alguna razón aún desconocida, el norteño estaba completamente desnudo. La mugrienta habitación que se encontraba a su espalda se hallaba iluminada tenuemente por unas cuantas brasas apiladas en una parrilla. Los ojos de Morveer fueron hasta la cama. Murcatto estaba en ella, apoyada en los codos, la arrugada camisa entreabierta, los pechos aplastados contra sus costillas. Apenas le miró con una apacible sorpresa, como si acabara de abrirle la puerta a la visita que tenía que llegar algo más tarde.

La mente de Morveer se asentó. A pesar del embarazo que le supusiera encontrarse allí, del latido residual del miedo que había sentido, y del escozor de los arañazos que tenía en manos y cara, rió entre dientes. La cuerda se había soltado antes de tiempo y, por alguna ventura tan singular como ciertamente bienvenida, él acababa de describir el arco perfecto que le había llevado hasta la ventana podrida de una de las habitaciones de aquella casa destartalada. No podía por menos de apreciar la ironía.

—¡Por lo que parece,
no
hay nada mejor que un afortunado accidente! —bromeó.

Murcatto bizqueó desde la cama, como si aún no hubiese podido centrar la mirada. Él pudo ver que tenía un juego de cicatrices bastante curiosas en uno de los costados y a lo largo de las costillas.

—¿Por qué está fumando? —preguntó ella, con voz cascada.

La mirada de Morveer fue hasta la pipa que descansaba en la parte del suelo próxima a la cama, lo cual explicaba al instante que no se hubiera sorprendido por verle entrar de una manera tan heterodoxa.

—Se confunde, pero es fácil ver por qué. Me parece que es usted la que ha estado fumando. Debería comprender que esa porquería es puro
veneno
. Puro…

—Está fumando, idiota —ella alargó un brazo y apuntó con un dedo a su pecho.

Morveer bajó la mirada y vio que unas cuantas volutas de humo le subían por la camisa.

—¡Maldición! —dijo con un quejido mientras Escalofríos retrocedía asustado y le soltaba. Se quitó la casaca, y los fragmentos de vidrio del frasquito de ácido cayeron al suelo. Se peleó con la camisa, cuya pechera había comenzado a borbotear, la rasgó y la arrojó al suelo. Y allí se quedó, humeando de manera más que evidente y llenando la mugrienta estancia con un pestazo espantoso. Los tres se quedaron mirándola, pues, por un vuelco del destino que, casi con toda seguridad, ninguno de ellos había previsto, todos se habían quedado medio desnudos.

—Mis excusas —Morveer se aclaró la garganta—. Es evidente que esto no formaba parte del plan.

Reembolsado integramente

Monza frunció el ceño al mirar a la cama y a Escalofríos, que había vuelto a ella. Estaba completamente extendido, con la arrugada manta tapándole el estómago. Un brazo le colgaba del colchón, tan largo que apoyaba en el suelo la blanca mano que lo remataba. Un pie enorme sobresalía por debajo de la manta, con negras lúnulas de mugre bajo las uñas. Volvía el rostro hacia ella, tan feliz como un niño dormido, la boca un poco entreabierta. Su pecho y la larga cicatriz que lo cruzaba subían y bajaban al ritmo de su respiración.

A la luz del día, todo aquello parecía un grave error.

Le lanzó las monedas, que tintinearon contra el pecho de Escalofríos y se dispersaron por la cama. Él se despertó con un sobresalto y miró en redondo, aún medio dormido.

—¿Qué sucede? —miró con ojos legañosos la parte de su pecho donde habían caído las monedas.

—Cinco escamas. Es un buen precio por la pasada noche.

—¿Eh? —para despertarse del todo, se llevó dos dedos a los párpados y se los levantó—. ¿Me estás pagando? —se quitó las monedas de encima y las tiró sobre la manta—. Me siento como una puta.

—¿No lo eres?

—No. Aún me queda algo de orgullo.

—O sea, que por dinero puedes matar a un hombre, pero no lamer un coño. Veo que tienes moralidad. ¿Quieres un consejo?

Coge las cinco monedas y dedícate a matar de ahora en adelante. Eso sí que se te da bien.

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