La mejor venganza (42 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

—Sigo el lento y agonizante proceso de enmendar mis yerros.

—También he oído eso antes, con resultados aún más flacos.

Cosca suspiró y dijo:

—¿Qué tiene que hacer una persona para que la tomen en serio?

—¿Mantener alguna vez la palabra dada?

—¡Ay de mi frágil corazón, que tantas veces se ha roto en el pasado! ¿Podrá aguantar esta bofetada? —apoyó una bota en las almenas situadas cerca de ella—. Como ya sabes, nací en Visserine, sólo a unas pocas calles de aquí. Una niñez feliz y una juventud muy salvaje, llena de incidentes desagradables. Sobre todo el que me obligó a abandonar la ciudad para buscarme la vida como soldado de fortuna.

—Toda tu vida ha estado llena de incidentes desagradables.

—Muy cierto —de hecho, tenía pocos recuerdos agradables. Y la mayoría, Cosca era consciente mientras miraba la ciudad junto a Monza, tenían que ver con ella. La mayoría de los mejores momentos de su vida y también de los peores. Tomó una bocanada de aire y se cubrió los ojos con una mano a modo de visera para mirar hacia el oeste, más allá de la línea gris que formaban los límites de la ciudad, hacia los parches que los sembrados creaban en la tierra—. ¿Aún no se ve nada de nuestros amigos de Talins?

—No tardaremos en verlos. El general Ganmark no es hombre que llegue tarde a sus citas —hizo una pausa y volvió a fruncir el ceño—. ¿Cuándo pensabas repetirme eso que solías decir?

—¿Lo que decía respecto a qué?

—Respecto a Orso.

—Supongo que ya te lo habré dicho.

—«Jamás confíes en quien te contrata», era lo que solías decir —una lección que él había aprendido con gran pesar de la duquesa Sefeline de Ospria—. Fíjate en que ahora te estoy pagando el salario.

Cosca intentó esbozar una sonrisa, aunque sus resecos labios se resintieran por ello, y dijo:

—Creo que los dos somos igual de suspicaces a la hora de tratar al otro.

—Por supuesto. No confiaría en ti ni para que me tiraras la mierda al río.

—Es una pena, porque estoy seguro de que tu mierda huele a rosas —volvió a apoyarse en el parapeto y cerró los ojos a causa del sol—. ¿Recuerdas cómo solíamos entrenarnos por las mañanas, antes de que llegaras a ser demasiado buena?

—Antes de que tú llegaras a estar demasiado borracho.

—Después apenas podía entrenarme. Hay un límite para el cansancio que puede resistir un hombre antes del desayuno. ¿Esa que tienes ahí es una Calvez?

Monza alzó la espada, y el reflejo del sol se deslizó a lo largo de su hoja.

—La encargué para Benna.

—¿Para Benna? ¿Y qué podría hacer con una Calvez? ¿Usarla de espetón para asar manzanas?

—Él jamás habría hecho una cosa semejante.

—Yo solía tener una parecida, si recuerdas. Era una espada condenadamente buena. La perdí jugando a las cartas. ¿Un trago? —y levantó la jarra.

Ella alargó una mano para cogerla mientras decía:

—Si tienes la amabil…

—¡Ja! —le arrojó el agua a la cara, haciendo que lanzase un grito y se echase hacia atrás, mientras las gotas salían disparadas por todas partes. Cosca desenvainó su propia espada y, antes de que la jarra se estrellase en el suelo, ya estaba blandiéndola. Monza intentó parar el primer golpe, se agachó desesperadamente ante el segundo, deslizándose, estirándose, girando cuando la hoja de Cosca cantó en el recubrimiento de plomo del tejado donde ella había estado un instante antes. Se enderezó de un salto y le apuntó con la espada—. Te estás volviendo blanda, Murcatto —dijo con sorna mientras se situaba en el centro del tejado—. Diez años atrás no habrías picado con el viejo truco del agua en la cara.

—No vayas a creer que ahora he picado, idiota —mientras el agua goteaba de su mojada cabellera, se secó lentamente las cejas con la mano enguantada, pero sin dejar de mirarle a los ojos—. ¿Puedes hacer algo más que echar agua a la cara, o es que tu maestría con la espada sólo se remonta a entonces?

—¿Por qué no lo descubrimos? —lo cierto era que apenas había practicado desde entonces.

Ella se echó hacia delante, y las hojas se trabaron, chocando y resbalando una contra la otra con sonido metálico. Monza tenía una larga cicatriz en su desnudo hombro derecho y otra que le rodeaba el antebrazo y se perdía dentro del guante negro.

—¿Con la izquierda? —dijo él, moviendo su espada—. Espero que no tengas piedad de un hombre mayor.

—¿Piedad? Tú sabes mejor que yo qué es eso.

Aunque Cosca desviara una estocada, la segunda le llegó tan deprisa que apenas tuvo tiempo de apartarse, de suerte que la hoja le rasgó la camisa antes de poder evitarla.

—No está mal haber perdido algo de peso durante la última borrachera —dijo, enarcando las cejas.

—Si sigues haciéndome preguntas, perderás algo más —describió un círculo mientras la punta de la lengua asomaba por sus labios.

—¿Intentando dejar el sol a tu espalda?

—Nunca tendrías que haberme enseñado todos esos trucos sucios. ¿No puedes usar la izquierda cuando ves que la cosa empeora un poco?

—¿Me sugieres una ventaja? ¡Me conoces mejor que todo eso! —hizo como que atacaba por la derecha y luego lo hizo por la izquierda, dejando que ella lanzase una estocada al vacío.

Aunque Monza fuese rápida, lo era mucho menos con la izquierda que con la derecha. Cosca le echó la zancadilla cuando ella pasaba, haciendo que se tropezase, momento que aprovechó para hacerle un arañazo en la cicatriz que tenía en el hombro, que quedó con forma de cruz.

Monza observó el arañazo, así como la perla de sangre que comenzaba a formarse en él, y dijo:

—Eres un viejo bastardo.

—Un pequeño recuerdo de mi parte —y, haciendo un molinete con la espada, lanzó varias cuchilladas al vacío que resultaron bastante ostentosas. Ella arremetió nuevamente contra él, y las espadas de ambos cantaron juntas, tajo, tajo, estocada y alto. Todo de manera desmañada, como coser con los guantes puestos. Aunque hubiera pasado mucho tiempo desde su última exhibición de esgrima, no parecía que hubiesen mejorado su estilo—. Una pregunta…—dijo él, casi murmurando y sin dejar de mirarle a los ojos—. ¿Por qué me traicionaste?

—Porque estaba harta de tus malditas bromas.

—Por supuesto que merecía que me traicionases. Todos los mercenarios acaban apuñalados de frente o por detrás. Pero, ¿por qué tú? —tiró un tajo que le obligó a retroceder con una mueca—. ¿Después de todo lo que te enseñé? ¿De todo lo que te di? Seguridad, dinero, un sitio al que pertenecías. ¡Te traté como a mi propia hija!

—Más bien como a tu madre. Siempre acababas tan borracho que te ensuciabas encima. Yo te debía muchas cosas, pero siempre hay un límite para todo —dio vueltas a su alrededor para encontrar algún hueco entre las puntas de sus espadas en el que cupiese algo más que el grosor de un dedo—. Yo te habría seguido hasta el infierno, pero no era cuestión de arrastrar conmigo a mi hermano.

—¿Por qué no? Él habría llegado al lugar que le correspondía.

—¡Jódete! —le engañó con una finta que formaba un ángulo muy forzado, y le obligó a dar un salto tan elegante como el que hubiese dado una rana moribunda. Cosca había olvidado toda la entrega que exigía la esgrima. Los pulmones comenzaban a arderle, y su hombro, antebrazo, muñeca y mano, todos ellos doloridos, clamaban venganza—. Si yo no te hubiese traicionado, lo habría hecho cualquiera de tus capitanes. ¡Sesaria! ¡Victus! ¡Andiche! —y a medida que pronunciaba a gritos aquellos nombres odiosos, daba un fuerte golpe con su espada en la de él—. ¡Habrían sido capaces de suicidarse con tal de librarse de ti en Afieri!

—¡No menciones ese
maldito lugar
!—paró su siguiente ataque y contraatacó con parte de su antiguo vigor, llevándola hasta uno de los rincones de la azotea. Tenía que llegar al desenlace antes de morir por agotamiento. Respiró profundamente y enganchó la espada de ella con la suya. Luego le hizo perder el equilibrio cerca del parapeto y la obligó a ponerse de espaldas contra las almenas, mientras las empuñaduras de sus espadas se rozaban una con otra, los rostros de ambos quedaban a muy poca distancia uno de otro, y la larga caída hasta la calle de más abajo se insinuaba tras la cabeza de Monza. Cosca podía sentir en su mejilla la respiración entrecortada de la joven. Durante un brevísimo instante estuvo a punto de besarla o de empujarla hacia fuera. Y como no supo con cuál de las dos cosas quedarse, no hizo ninguna de ellas.

—Eras mejor con la mano derecha —dijo entre dientes.

—Y tú eras mejor hace diez años —se deslizó por debajo de la espada de él y su dedo meñique salió de la nada y se le metió en un ojo.

—¡Ayyyy! —se quejó mientras Monza le daba una bofetada. Acto seguido, ella le propinó una silenciosa patada en las pelotas, haciéndole sentir un calambre que le recorrió las tripas y le llegó hasta el cuello—. Ufffff…—se tambaleó, la espada cayó de sus dedos y él se dobló en dos, sin poder respirar.

—Un pequeño recuerdo de mi parte —dijo Monza, mientras la reluciente punta de su espada cruzaba su mejilla y le producía un corte doloroso.

—¡Ah! —comenzó a caer lentamente sobre el emplomado del tejado. Volvía a estar de rodillas. Realmente no hay nada como el hogar… En medio del tremendo dolor que sentía, escuchó unos aplausos en sordina procedentes de la escalera—. Vitari —dijo con voz cascada, cerrando los ojos para mirarla mientras ella salía a la luz del sol—, ¿por qué… siempre apareces… en los peores momentos?

—Porque disfruto viéndote pasarlo mal.

—Vosotras, zorras, no sabéis la suerte… que tenéis por no haber sentido nunca… el dolor que supone una patada en las pelotas.

—¿Qué tal el del parto?

—Qué invitación tan tentadora… Si no tuviese algo magulladas las áreas relevantes, la aceptaría sin dudar.

Pero, como le sucedía con frecuencia, su inventiva ya no dio para más. La atención de Vitari acababa de centrarse en algo que sucedía más allá de las almenas. Monza también miró hacia el mismo sitio. Cosca se incorporó, aún de rodillas. Una larga columna de jinetes acababa de aparecer por el oeste, en la cresta de una de las alturas que dominaban la ciudad, enmarcada entre dos altas torres, y la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos dejó una mancha marrón en el cielo.

—Ya están aquí —dijo Vitari. En algún lugar situado por debajo de ellos, una campana comenzó a llamar a rebato, siendo seguida muy poco después por otras.

—Y allí —comentó Monza. Había aparecido una segunda columna. Y luego una tercera, de humo esta vez, que subía hacia el cielo desde lo alto de una colina situada al norte.

Mientras el sol se elevaba lentamente por el cielo azul y administraba una saludable dosis de radiación a la costra que Cosca tenía en la calva, el mercenario observó que el ejército del duque Orso se desplegaba rápidamente por los campos próximos a la ciudad. Uno tras otro, los diversos regimientos tomaron posiciones fuera del alcance de los arqueros apostados en las murallas. Un destacamento bastante numeroso vadeó el río por el norte y completó el cerco. La caballería ocultaba a la infantería mientras ésta establecía sus líneas, y luego volvía a la retaguardia, sin duda para comenzar el saqueo de lo que hubiera quedado por saquear durante la campaña anterior.

Las tiendas comenzaban a levantarse, y los carromatos de provisiones a aparecer, llenando de puntos dispersos la tierra fangosa situada detrás de las líneas. Los escasos defensores que ocupaban las murallas no podían hacer otra cosa que ver cómo los de Talins se atrincheraban a su alrededor con la metódica precisión de la maquinaria de un reloj. Aunque aquél no fuera el estilo de Cosca, ni siquiera cuando estaba sobrio, porque se basaba más en la ingeniería que en el arte, había que reconocer que su disciplina era admirable.

Abrió los brazos y dijo:

—¡Bienvenidos sean todos al asedio de Visserine!

Los demás se habían juntado en la azotea para ver cómo Ganmark estrechaba el asedio de la ciudad. Monza, la negra cabellera alborotada alrededor de su rostro tenso, llevaba la mano izquierda a la cadera, mientras la derecha, enguantada, se posaba con suavidad en el pomo de su espada. Escalofríos estaba junto a Cosca, mirando con aire sombrío. Amistoso se sentaba al lado de la puerta de la escalera, tirando los dados entre sus piernas cruzadas. Day y Vitari cuchicheaban por debajo del parapeto. Morveer parecía más amargado que de costumbre, siempre que eso fuera posible.

—¿Acaso no os causa cierta alegría soportar una cosa tan poco importante como un asedio? ¡Animaos, camaradas! —Cosca dio una palmada en la ancha espalda de Escalofríos—. ¡No todos los días podemos ver un ejército tan grande y tan bien mandado! Todos deberíamos felicitar al amigo de Monza, el general Ganmark, por su excepcional paciencia y disciplina. Quizá deberíamos escribirle una carta.


Mi querido general Ganmark
—Monza movió los labios, dobló la lengua dentro de la boca y lanzó un escupitajo por encima de las almenas—,
suya afectísima, Monza Murcatto.

—Aunque sea una simple misiva —comentó Morveer—, estoy seguro de que la guardará como un tesoro.

—Ahí abajo hay un montón de soldados —dijo Escalofríos con un gruñido.

—Trece mil cuatrocientos, más o menos —la voz de Amistoso se elevó tranquilamente por encima de las de todos.

—Demasiadas tropas de Talins —Cosca agitó la mano como saludándolas, mientras miraba por un catalejo—. Algunos regimientos de los aliados más antiguos de Orso…, banderas de Etrisani por el ala derecha, cerca del agua, y otras más de Cesale por el centro. Todas, tropas regulares, me parece. Ni rastro de nuestros viejos camaradas de armas, las Mil Espadas. ¡Qué vergüenza! No estaría mal renovar algunas viejas amistades, ¿verdad, Monza? Sesaria, Victus, Andiche. También Fiel Carpi, cómo no. Renovar viejas amistades… y vengarse de los viejos amigos.

—Los mercenarios llegarán por el este —dijo Monza, señalando hacia allí con la cabeza—. Para mantener lejos al duque Rogont y a su gente de Ospria.

—No dudo de que todo eso será muy divertido. Pero al menos nosotros estamos aquí —Cosca señaló con un gesto a los soldados que se arrastraban lejos de la ciudad—. Debemos suponer que el general Ganmark va con ellos. ¿Cuál será su plan? ¿Capturarnos a todos para que nos reunamos alegremente con él? ¿Puedo suponer que tú también tienes un plan?

—Ganmark es un hombre culto. Le gusta el arte.

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