La mejor venganza (46 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

Sus compañeros no le daban calor. Shylo Vitari estaba de cuclillas en la oscuridad. Su cabeza era una silueta erizada que se recortaba contra el cielo nocturno del exterior mientras cerraba un ojo y miraba por el otro a través de su catalejo. A su espalda, en la ciudad, los incendios proseguían. Aunque la guerra conviniese a los asuntos de un envenenador, Morveer siempre había preferido tenerla fuera del alcance de la mano. De hecho, mucho más lejos. Una ciudad asediada no es un buen sitio para la gente civilizada. Echaba de menos su jardín frutal. Echaba de menos su magnífico colchón de plumas. Se subió el cuello de la guerrera hasta las orejas y volvió a mirar el palacio del gran duque Salier, que seguía agazapado en la gran isla situada en medio del impetuoso Visser.

—El motivo de que un hombre con mis aptitudes tenga que observar una escena como ésta es algo que se me escapa por completo. No soy un general.

—Claro que no. Eres un asesino a mucha menor escala.

—Como tú —dijo Morveer, mirándola de soslayo.

—Ciertamente, pero no me complazco en ello.

—Me incomoda haber ido a parar en medio de una guerra.

—Estamos en Styria. En primavera. Pues claro que hay una guerra. Sólo tenemos que idear un plan y volver.

—Uhh. ¿Te refieres a volver a la institución de caridad para trabajadores agropecuarios que regenta Murcatto? El hedor a hipocresía santurrona de ese lugar me produce bilis.

Vitari se echó el aliento en las manos y comentó:

—Pero es mejor que éste.

—¿Lo es? Escaleras abajo, los gemidos de los mocosos de los granjeros. Escaleras arriba, las, en ningún modo sutiles, aventuras eróticas de nuestra patrona con nuestro compañero bárbaro, las cuales hacen crujir a todas horas el entablado. Dime, ¿hay algo más molesto que escuchar el sonido que hacen otras… personas…
al follar
?

—Ahí has acertado —dijo Vitari, haciendo una mueca—. Seguro que se les cae el techo encima antes de que hayan terminado.

—Antes se me habrá caído a mí el cráneo. Dime, ¿acaso resulta exagerado exigir una pizca de profesionalidad?

—Mientras nos pague, ¿a quién le importa?

—A mí, si es que sus descuidos acaban por causarme la muerte; aunque supongo que debemos seguir en este sitio.

—¿Menos gimoteos y más trabajo? Pues a ello.

—A ello, porque los nobles líderes de las ciudades de Styria son gente confiada que siempre ansia recibir en sus residencias a gente que llega sin anunciarse…

Morveer movió lentamente su catalejo para observar la fachada del rechoncho edificio que se levantaba por encima de las espumeantes aguas del río. Para ser el hogar de un esteta muy reputado, tenía un escaso valor arquitectónico. Una confusión de estilos mal conjuntados que se remataban en un revoltijo de tejados, torretas, cúpulas, bóvedas y buhardillas, cuya única torre se levantaba muy alta. La entrada estaba muy bien fortificada con barbacana, troneras, torres de vigilancia insertadas en la muralla y un rastrillo dorado situado enfrente del puente que llevaba hasta la ciudad. Un destacamento de quince soldados, completamente armados, se encontraba delante de ella.

—La puerta está demasiado bien protegida, y su parte frontal está demasiado a la vista para intentar llegar por ella hasta el tejado o hasta cualquier ventana.

—Estoy de acuerdo. El único sitio que nos ofrece la posibilidad de escalarlo sin que nos vean es la pared norte.

Morveer apuntó su catalejo hacia la estrecha cara norte del edificio, que venía a ser un enorme dispendio de piedra gris llena de musgo, taladrada por ventanales emplomados de color oscuro y rematada más arriba con un parapeto lleno de gárgolas. Si el palacio hubiera sido un barco que navegase río arriba, aquella pared habría sido su proa, porque la rápida corriente golpeaba su base con particular energía, llenándola de espuma.

—Aunque quizá no nos vieran, es el sitio más difícil de escalar.

—¿Asustado?

Al ver que Vitari le miraba burlona, Morveer, que parecía un poco enfadado, bajó el catalejo y comentó:

—Digamos más bien que tengo ciertas dudas respecto a nuestras posibilidades de éxito. Aunque la perspectiva de verte cayendo de la cuerda para darte una
zambullida
en el caudaloso río me produzca cierto regocijo, la perspectiva de seguirte me parece muy poco atractiva.

—¿Y por qué no decir simplemente que te asusta?

Morveer se negó a seguir aquella pulla tan poco aguda. No lo había hecho en el orfanato y no lo haría en aquel momento. Por eso se limitó a decir:

—De cualquier manera, necesitaríamos un bote.

—No creo que resulte difícil conseguir uno río arriba.

—El plan debe contar con la ventaja añadida de proporcionarnos el modo de huir, un aspecto de la aventura que a Murcatto nunca le preocupa —Morveer frunció los labios mientras sopesaba las ventajas—. En cuanto Ganmark reciba su merecido, podremos subir al tejado y, siempre con nuestros disfraces militares encima, bajar por la cuerda para llegar al bote. Después podemos simplemente dejar que flote hasta el mar y…

—Mira hacia allí —Vitari señalaba a un grupo de personas que se movían vigorosamente por la calle situada más abajo, mientras Morveer los enfocaba con el catalejo. Una docena, más o menos, de soldados con armadura marchaban a ambos lados de dos figuras titubeantes que estaban desnudas y llevaban las manos atadas a la espalda. Una mujer y un hombre muy grande.

—Parece que han cogido a unos espías —dijo Vitari—. Mala suerte que han tenido.

Uno de los soldados golpeó al hombre con la contera de su lanza y lo tiró al suelo, donde se quedó con el culo en pompa.

—Tienes razón —Morveer chasqueaba la lengua—, porque las mazmorras que se encuentran bajo el palacio de Salier tienen muy mala reputación, incluso entre todas las de Styria. —Enarcó una ceja mientras seguía mirando por el catalejo—. Un momento. La mujer se parece a…

—A Murcato. ¡Van a joderlos vivos!

—¿No puedes hablar más bajo? —Morveer sintió un miedo que nunca se habría esperado. Detrás de ellos, tropezando, vestida con su camisón, las manos atadas por detrás, caminaba Day—. ¡Malditos! ¡Han cogido a mi ayudante!

—A la mierda tu ayudante. ¡Han cogido a nuestra jefa! ¡Eso quiere decir que también han cogido mi paga!

Morveer no podía hacer más que apretar los dientes mientras los prisioneros eran conducidos como ovejas hacia el palacio, cuyas pesadas puertas se mantenían sólidamente cerradas delante de ellos.

—¡Maldición! ¡La torre ha dejado de ser segura! ¡No podemos volver a ella!

—Hace una hora no querías volver a ese antro de hipocresía y de aventuras eróticas.

—¡Pero es que dentro está todo mi equipo!

—Lo dudo —Vitari señaló hacia el palacio con su cabeza—. Seguro que ahora está dentro de las cajas que llevan.

Morveer golpeó enfadado la traviesa que tenía cerca de la cabeza, haciendo una mueca cuando se clavó una astilla en el dedo que se chupó acto seguido.

—¡Mierda,
maldita sea
!

—Tranquilo, Morveer, tranquilo.

—¡Estoy tranquilo! —era evidente que tenía que coger un bote con el que llegar a merced de las olas hasta el palacio del duque Salier y luego salir al mar, aceptando las pérdidas, y volver a su huerto de frutales para enseñar a otra ayudante, dejando que Murcatto y su imbécil de norteño cosechasen los frutos de su estupidez. La precaución primero, y siempre. Pero…

—No puedo dejar a mi ayudante en ese sitio —dijo con voz quejumbrosa—. ¡Simplemente
no puedo
!

—¿Por qué?

—Bueno, porque… —la verdad es que no estaba seguro del porqué—. ¡Me niego
en redondo
a tener que molestarme en enseñar a otro ayudante!

La cara de malas pulgas de Vitari se hizo mucho más evidente cuando dijo:

—Muy bien. Tú necesitas a tu chica y yo necesito mi dinero. ¿Quieres seguir quejándote o encontrar la manera de conseguir las dos cosas? Sigo diciendo que vayamos en bote hasta la cara norte y que luego lancemos un garfio hasta que quede fijo en el tejado.

—¿Estás completamente segura de que podrás fijar un garfio en un sitio tan alto? —Morveer miraba con cara de incredulidad la escarpada pared.

—Podría fijar un garfio hasta en el culo de una mosca. Lo que me preocupa es si mantendrás el bote en posición.

—¡Te desafío a que encuentres un remero más preparado que yo! —no estaba dispuesto a que le venciera—. Puedo mover un bote en medio de un diluvio al doble de velocidad que cualquiera, pero eso no será necesario. Hasta puedo enganchar un anzuelo en esa pared y mantener anclado el bote a su lado toda la noche.

—¡Bien por ti!

—Magnífico. Excelente —el corazón le latía muy deprisa mientras discutían. Aunque no le gustase aquella mujer, no dudaba de su competencia. Dadas las circunstancias, no habría podido elegir un compañero mejor. También era una mujer muy bella, aunque a su manera, y seguro que todo en ella poseía la firmeza y disciplina que había visto en la enfermera más severa del orfanato…

Ella entornó los ojos al decir:

—Espero que no me hagas la misma sugerencia que la última vez que trabajamos juntos.

—No habrá una repetición de
lo que dijese
—Morveer estaba muy enfadado—, ¡te lo prometo!

—Bien, porque sigo prefiriendo follarme antes a un erizo.

—¡En aquella ocasión dejaste tus preferencias
completamente
claras! —respondió con voz chillona, y luego hizo lo posible para que todo quedase olvidado—. No tiene ningún sentido que nos entretengamos. Vayamos en busca de un bote que sirva para nuestros fines —echó un último vistazo antes de bajar a la buhardilla y se quedó inmóvil—. ¿Quién es ése? —una figura solitaria avanzaba a largos pasos hacia las puertas del palacio. Morveer sintió que el corazón le desfallecía más que antes. Aquel andar tan extravagante no ofrecía duda alguna—.
Cosca
. ¿Qué querrá hacer ahora ese horrible borracho?

—¡Quién sabe lo que se le habrá pasado por esa cabeza llena de costras!

El mercenario avanzó hacia los guardias como si aquel palacio fuese suyo y no del duque Salier, y movió una mano. Morveer sólo pudo escuchar su voz bajo el quejido del viento, sin captar el significado de sus palabras.

—¿Qué están diciendo?

—¿Sabes leer los labios? —preguntó Vitari.

—No.

—Es agradable descubrir algo en lo que no seas el mayor experto del mundo. Los guardias le están amenazando.

—¡Cómo no! —era evidente, a juzgar por las alabardas que apuntaban al pecho de Cosca. El viejo mercenario se quitó el sombrero e hizo una reverencia.

—Está diciendo…
Me llamo Nicomo Cosca… famoso soldado de fortuna… y vengo
. —bajó el catalejo y enarcó las cejas.

—¿Sí?

Vitari le miró y dijo:


Vengo a cenar.

Oscuridad

Estaba totalmente a oscuras. Monza abrió los ojos todo lo que pudo, bizqueó y escrutó los alrededores, distinguiendo sólo una negrura que le hizo estremecerse, tanta que, si se hubiera llevado una mano a la cara, no habría podido verla. Pero al menos podía mover tanto una como la otra.

La habían encadenado al techo por las muñecas, y al suelo por los tobillos. Si relajaba su cuerpo, podía tocar con los pies las húmedas piedras. Si se apoyaba en los dedos de los pies, podía aliviar durante un instante el dolor palpitante que sentía en brazos, costillas y costados, lo cual la reconfortaba. En muy poco tiempo, las pantorrillas comenzarían a escocerle cada vez más, hasta que no tuviera más remedio que apretar los dientes y dar vueltas alrededor de sus despellejadas muñecas. Aunque aquello supusiese una agonía, algo humillante y terrorífico, lo que más le preocupaba era que le había sucedido lo mejor que podía sucederle, de eso estaba segura.

No sabía dónde estaba Day. Quizá hubiera entornado aquellos ojos suyos tan grandes y derramado una lágrima enorme, asegurando no saber nada, y ellos la habían creído. Tenía el tipo de cara en el que todos confían. En algún sitio cercano, Escalofríos se debatía en aquella oscuridad tan negra como la tinta, suscitando ruidos metálicos al retorcer sus cadenas y maldiciendo, primero en norteño y después en styrio.

—Maldita Styria. Cabrón de Vossula. Mierda. Mierda.

—¡Para! —dijo Monza, siseando—. Creo… me parece… que deberías ahorrar energía.

—¿Crees que nos servirá para salir de aquí?

—No te hará daño ahorrar un poco de energía —dijo ella mientras tragaba saliva. Sabiendo que no serviría de nada. En absoluto.

—Por los muertos, tengo que orinar.

—Pues hazlo —su voz sonaba cortante en medio de la oscuridad—. ¿Qué más da?

Un gruñido. El sonido de un líquido que se derrama sobre la piedra. Si no hubiera sido porque el miedo le encogía la vejiga, ella le habría imitado. Volvió a apoyarse en los dedos de los pies, y piernas, muñecas y costados volvieron a arderle cada vez que respiraba.

—¿Tienes algún plan? —las palabras de Escalofríos reverberaron en aquel aire viciado.

—¿Qué coño de plan crees que tengo? Piensan que espiábamos su ciudad y que trabajamos para el enemigo. ¡Están seguros! ¡Intentarán hacernos hablar, pero como no les diremos lo que quieren oír, nos matarán de una puta vez! —un rugido animal y otra vez el ruido de las cadenas—. ¿Crees que no quieren matarte?

—¿Y qué quieres que haga? —su voz parecía estrangulada, cansada, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. ¿Qué siga aquí colgado mientras espero a que comiencen a cortarnos en trocitos?

—Yo… —sintió que se le hacía un nudo en la garganta y, lo que no era frecuente en ella, que estaba a punto de llorar. No tenía ni la más ligera idea de cómo salir de todo aquello. Se sentía desamparada. ¿En qué otra situación puede sentirse uno más desamparado que encadenado, desnudo, bajo tierra y en la más completa oscuridad? —. No lo sé —susurró—. No lo sé.

Cuando escuchó el ruido de la cerradura que giraba, levantó la cabeza. La piel le escoció. Acababan de abrir una puerta, y la luz que entraba por ella se clavaba en sus ojos. Una figura bajó por los escalones de piedra, haciendo ruido con las botas bajo la luz de la antorcha que parpadeaba en una de sus manos. La acompañaba una persona.

—A ver qué podemos hacer —era una voz de mujer. Langrier, la que les había apresado. La que había tirado a Monza por la escalera después de quitarle la sortija. La otra voz era de Pello, el del bigote. Los dos se habían vestido como carniceros, con unos mandiles sucios de cuero y unos guantes muy gruesos. Pello se dio una vuelta por la celda para encender las antorchas. No necesitaban antorchas, porque tenían linternas. Pero las antorchas daban un toque siniestro. Como si en aquel momento Monza necesitase que la asustaran. La luz reptó por las ásperas paredes de piedra, que brillaron por la humedad, iluminando el moho verde que las salpicaba. También vio dos mesas, ocupadas por unas pesadas herramientas de hierro. Unas herramientas muy poco sutiles.

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