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Authors: Anne Rice

La Momia (7 page)

—Pero tú no piensas que mi padre muriera por culpa de esa maldición, ¿verdad, Samir?

—No. Pero el contenido de esa tumba desafía a cualquier explicación. Excepto si damos crédito... Pero eso es absurdo. Sólo te pido que no dejes pasar ningún detalle. Si me necesitas, llámame de inmediato.

Samir se levantó bruscamente y volvió a la biblioteca. Julie lo oyó dirigirse en árabe a uno de los empleados. Los observó a través de las puertas abiertas de la biblioteca con una sensación de incomodidad.

«El dolor —pensó— es una emoción extraña e incomprensible. Samir también sufre por mi padre, como yo, y por eso el descubrimiento no significa nada para él. Qué difícil debe de resultarle todo esto.»

Y habría disfrutado tanto con todos los preparativos si... Bien, lo comprendía. Pero a ella no le sucedía lo mismo: apenas podía esperar a quedarse a solas con Ramsés el Grande y su Cleopatra. Pero entendía a Samir. Y el dolor por la muerte de su padre seguiría ahí para siempre; en realidad, no quería que desapareciera. Volvió los ojos hacia Alex y vio que éste la estaba mirando como un pobre muchacho, profundamente preocupado por ella.

—Te quiero —susurró él de repente.

—Bueno, ¿pero qué te sucede? —Julie se echó a reír suavemente.

El pareció desconcertado, asustado. Su apuesto prometido estaba sufriendo otra vez, y ella no podía soportarlo.

—No lo sé —respondió él—. Quizá yo también tenga un presentimiento. ¿No es eso lo que dijo? Sólo sé que quiero recordártelo: te quiero.

—Oh, Alex, mi querido Alex. —Se acercó a él y lo besó, y él le oprimió la mano con desesperación.

El llamativo reloj del tocador de Daisy dio las seis.

Henry se recostó sobre la almohada, se desperezó y cogió la botella de champán. Llenó su copa y a continuación la de ella.

Ella todavía tenía un aire soñoliento, y el fino tirante de satén del camisón había resbalado por su redondeado brazo.

—Bebe, cariño —dijo él.

—Ya no más, amor. Canto esta noche —repuso ella alzando la barbilla con arrogancia—.

No puedo pasarme el día bebiendo como uno que yo sé.

Tomó un trozo del asado de su plato y se lo introdujo con torpeza en la boca; tenía una boca preciosa.

—Pero esa prima tuya, ¿no tiene miedo de esa momia asquerosa? ¡Llevársela a su propia casa!

Sus grandes y estúpidos ojos azules estaban fijos en los de él. Así era como le gustaban, pero echaba de menos a Malenka, la bella egipcia, y mucho. Lo bueno de las mujeres orientales era que no tenían por qué ser estúpidas; pueden ser inteligentes y a la vez fáciles de manejar. Con una mujer como Daisy, la estupidez era esencial. Y había que hablarle, y hablarle, y hablarle.

—¿Por qué va a tener miedo de esa maldita momia? —contestó él irritado—. La muy estúpida va a entregar todo el tesoro al museo. Mi prima no sabe lo que es el dinero. Ahora tiene demasiado. Mi tío me dejó a mí las migajas y a ella todo un imperio. El fue el que...

Henry se detuvo bruscamente. Volvió a ver la pequeña cámara, los rayos de sol que caían sobre aquella cosa. Y vio
lo que había hecho.
No. No era cierto. Lawrence había muerto de un ataque al corazón. Allí, tendido en el suelo.

«¡Yo no lo hice!» Y aquella cosa... No podía haber visto nada tras los vendajes. ¡Era absurdo!

Vació la copa de champán demasiado rápido. Ah, pero estaba bueno. Volvió a llenarla.

—Pero tener una asquerosa momia en casa... —insistió Daisy.

Repentinamente Henry volvió a ver aquellos ojos mirándolo a través de las vendas medio podridas. Sí, mirándolo. «¡Ya basta, estúpido, hiciste lo que tenías que hacer! Olvídalo, o te volverás loco.»

Se levantó de la mesa con aire vacilante, se puso la chaqueta y se arregló la corbata.

—¿Pero adonde vas? —preguntó Daisy—. Has bebido demasiado para salir, si te interesa mi opinión.

—No me interesa —respondió él. Daisy sabía adonde iba. Tenía las cien libras que había conseguido de su padre, y el casino estaba abierto desde el anochecer.

Henry quería estar solo en la mesa de juego para poder concentrarse. Sólo pensar en el tapete verde iluminado por las lámparas y en el ruido de los dados y la ruleta le producía una profunda excitación. Si tenía suerte, se retiraría. Se lo había jurado muchas veces. Y con cien libras para empezar... No, no podía esperar.

Sabía que se encontraría con Sharples, y que le debía mucho dinero. ¿Pero cómo iba a pagarle si no ganaba en la mesa? Aunque presentía que no iba a ser una noche de suerte, tenía que intentarlo.

—Quédate un rato. Por favor, siéntate —le pidió Daisy, que se había levantado y lo seguía—. Tómate otra copa de champán conmigo y luego dormiremos un rato. No son más que las seis.

—Déjame en paz —contestó él. Se puso la capa y los guantes de piel. «Sharples.

Estúpido.» Buscó en el bolsillo de la chaqueta la navaja que llevaba desde hacía años. Sí, seguía allí. La sacó y examinó la delgada hoja de acero.

—Oh, no, por favor —murmuró Daisy ahogadamente.

—No seas imbécil —replicó él con desprecio. Cerró la navaja y se la guardó en el bolsillo.

Sin decir nada más se dirigió a la puerta.

No se oía más sonido que el rumor de la fuente del invernadero. La luz cenicienta del atardecer había desaparecido hacía rato, y la sala egipcia estaba sólo iluminada por la pantalla verde de la lámpara del escritorio de Lawrence.

Julie estaba sentada en la butaca de cuero de su padre, con la espalda contra la pared, vestida con un salto de cama de seda, suave y cómodo, y sorprendentemente cálido. Tenía la mano sobre el diario que todavía no había comenzado a leer. La reluciente máscara de Ramsés el Grande parecía sutilmente amenazadora, y sus grandes ojos almendrados se clavaban en las sombras; el busto de mármol de Cleopatra parecía relucir con una suave luz propia. Y las hermosas monedas se distinguían, montadas sobre terciopelo negro, contra la pared del fondo.

Julie las había inspeccionado con detenimiento antes. El mismo perfil que el busto, el mismo cabello ondulado bajo la tiara de oro. Era una Cleopatra griega, no la tonta imagen egipcia popularizada por las representaciones de la tragedia de Shakespeare o por los grabados que ilustraban las
Vidas
de Plutarco y los libros de historia barata.

Era el perfil de una mujer muy hermosa; fuerte, no trágica. Fuerte como a los romanos les gustaba que fueran sus héroes y heroínas.

Los gruesos rollos de papiro alineados sobre la mesa de mármol parecían sumamente frágiles, y los demás objetos también podrían haber sido dañados por unas manos inexpertas: plumas de ganso, tinteros, un pequeño quemador de plata con varios recipientes de cristal. A su lado había una colección de pequeños tubos de cristal exquisitamente tallados, con diminutos tapones de plata. Por supuesto, todos aquellos tesoros, así como las jarras de alabastro alineadas tras ellos, estaban protegidos por pequeños letreros escritos con esmero que advertían: «Por favor, no tocar».

Sin embargo le preocupaba que fuera a acudir tanta gente a ver aquellos objetos.

—Os recuerdo que todo esto son venenos —había dicho Julie a Rita y Osear, su doncella y mayordomo. Aquello había sido suficiente para mantenerlos alejados de la habitación.

—Es un muerto, señorita —había contestado Rita—. ¡Un cadáver! Me da igual que sea un rey egipcio. Como yo digo, hay que dejar a los muertos en paz.

Julie se había reído para sí.

—El Museo Británico está lleno de muertos, Rita.

Si al menos los muertos
pudieran
volver. Si pudiera comunicarse con el fantasma de su padre... Lo imaginó por un momento. Verlo otra vez, hablar con él, oír su voz. «¿Qué ocurrió, papá? ¿Sufriste? ¿Tuviste miedo en algún momento?»

En efecto, no le habría importado recibir una visita así; pero lo terrible era que aquello no iba a ocurrir. Caminamos de la cuna a la tumba abrumados por las tragedias mundanas. El esplendor de lo sobrenatural se queda en los cuentos y poemas y en las obras de Shakespeare.

¿Pero por qué seguir pensando en el o? Por fin estaba a solas con los tesoros de su padre y podía leer las últimas palabras que había escrito.

Fue pasando las páginas hasta la fecha del descubrimiento. Y las primeras palabras que leyó le llenaron los ojos de lágrimas.

«Tengo que escribir a Julie, contárselo todo. Los jeroglíficos de la puerta son perfectos; debieron ser escritos por alguien que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Y sin embargo el griego es del período tolomeico. [El período tolomeico corresponde a la dinastía macedónica que gobernó Egipto desde la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) hasta la muerte de Cleopatra (30 a. C.).
(N. del T.)]
Y el latín es muy evolucionado. Parece imposible, pero así es. Samir parece extrañamente acobardado y supersticioso. Tengo que dormir unas horas. ¡Esta noche entraré!»

A continuación había un apresurado boceto de la entrada de la tumba con las tres grandes inscripciones. Julie volvió la página con impaciencia.

«Las nueve de la noche por mi reloj. Por fin estoy dentro de la cámara. Parece más una biblioteca que una tumba. El cadáver yace en un sarcófago real junto a una mesa en la que hay unos treinta rollos de papiro escritos en latín, apresuradamente pero con estilo cuidadoso. Hay gotas de tinta por todos lados, pero el texto es completamente coherente.

"Llamadme Ramsés el Maldito, porque ése es el nombre que yo mismo he adoptado. Pero una vez fui Ramsés el Grande, rey del Alto y Bajo Egipto, azote de los hititas, padre de muchos hijos e hijas, que gobernó Egipto durante sesenta y cuatro años. Mis monumentos siguen en pie; la estela cuenta mis victorias, aunque han pasado mil años desde que me sacaron, como a cualquier mortal, del vientre de mi madre.

"Oh, el momento fatal ya enterrado en el tiempo, cuando arrebaté el maldito elixir a una sacerdotisa hitita. No escuché sus advertencias pues ansiaba la inmortalidad. Por el o bebí la poción de la copa rebosante. Y ahora, después de los siglos, entre los venenos de mi reina perdida he ocultado la poción que no quiso beber de mis manos ella, mi desaparecida Cleopatra."»

Julie interrumpió la lectura. El elixir, ¿escondido entre aquellos venenos? Entonces comprendió lo que Samir había querido decir: los periódicos no habían contado aquella parte del misterio. ¡Era extraordinario! Entre aquellos venenos se ocultaba una fórmula que daba la vida eterna.

—¿Pero quién ha podido crear una fantasía así? —murmuró para sí.

Inconscientemente volvió la vista hacia el busto de mármol de Cleopatra. La inmortalidad.

¿Por qué habría rechazado Cleopatra el elixir? ¡Oh, estaba empezando a creer la historia!

Sonrió.

Volvió la página del diario. Allí se interrumpía la traducción. Su padre sólo había escrito:

«Continúa describiendo cómo lo despertó Cleopatra de su profundo sueño, cómo él se convirtió en su maestro, en su amante, cómo la vio seducir a los generales romanos uno por uno...»

—Sí —susurró Julie—. Primero Julio César y después Marco Antonio. ¿Pero por qué no tomó el elixir? A continuación había otro párrafo traducido:

«"¿Cómo podría soportar más tiempo este peso? ¿Cómo acostumbrarme a la soledad? Y

sin embargo no puedo morir. Sus venenos no me afectan. Custodian mi elixir para que pueda soñar con otras reinas, bellas y sabias, que compartan conmigo el paso de los siglos. ¿Pero no es su rostro el que veo? ¿No es su voz la que oigo? Cleopatra. Ayer. Mañana. Cleopatra."»

A continuación Lawrence había copiado en latín varios párrafos que Julie no pudo leer. Ni siquiera con la ayuda de un diccionario habría podido traducirlos. Había también unas líneas de egipcio demótico, aún más incomprensibles que el latín. Nada más.

Dejó el cuaderno sobre la mesa, intentando luchar contra las lágrimas inevitables. Era como si pudiera sentir la presencia de su padre en la habitación. ¡Qué emoción debía de haber sentido! ¡Qué maravilloso era leer su letra!

Y qué increíble resultaba todo aquel misterio.

En algún lugar entre aquellos venenos había un elixir que daba la inmortalidad. No hacía falta tomarlo en sentido literal para ver la belleza de la imagen. Pero Ramsés el Maldito lo había creído. Y quizá su padre. Y, por el momento, ella misma casi lo creía también.

Se levantó lentamente y se aproximó a la larga mesa de mármol que había contra la pared opuesta de la sala. Los rollos parecían demasiado frágiles. Había fragmentos y trozos de papiro diseminados por toda la mesa, a pesar de que los empleados del museo los habían sacado de sus cajas con extremo cuidado. No se atrevió a tocarlos. Además, no hubiera podido leerlos.

En cuanto a las redomas, tampoco debía tocarlas. ¿Y si algún veneno se vertía o escapaba al aire?

De repente se miró en el espejo que colgaba de la pared. Volvió al escritorio y abrió el periódico que había encima.

Hacía ya varios meses que
Marco Antonio y Cleopatra,
de Shakespeare, se mantenía en cartel en Londres. Alex y ella habían pensado ir a verla, pero Alex solía quedarse dormido durante las representaciones. Sólo le gustaban los musicales de Gilbert y Sullivan, y normalmente a la mitad del tercer acto ya estaba dando cabezadas.

Julie estudió el pequeño anuncio del espectáculo. Se levantó y buscó el libro de Plutarco en la estantería que había detrás del escritorio.

¿Dónde estaba la historia de Cleopatra? Plutarco no le había dedicado una biografía completa. No, por supuesto; su historia estaba incluida en la de Marco Antonio.

Hojeó con cuidado el libro hasta llegar a los pasajes que recordaba vagamente. Cleopatra había sido una gran reina, dotada de gran inteligencia política. No sólo había seducido a César y a Marco Antonio, sino que había impedido durante décadas la conquista romana de Egipto.

Tras el suicidio de Marco Antonio, el a se había dado muerte, y entonces Octavio había caído sobre Egipto. La pérdida ante Roma era inevitable, pero ella casi había conseguido que volvieran las tornas. Si Julio César no hubiera sido asesinado, Cleopatra podría haberse convertido en su emperatriz. Si Marco Antonio hubiera sido más fuerte, podría haber derrotado a Octavio.

Sin embargo, incluso en sus últimos momentos, Cleopatra había salido triunfante a su manera. Octavio quería llevarla a Roma como prisionera real, pero ella lo había burlado. Había probado docenas de venenos en prisioneros condenados y al fin había elegido la mordedura del áspid para quitarse la vida. Sus guardias romanos no habían previsto el suicidio. Y así Octavio tomó posesión de Egipto, pero no pudo tener a Cleopatra.

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