La Momia (11 page)

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Authors: Anne Rice

Dios, ¿cómo ha podido llegar tan lejos esta situación?

—Oh, qué buena chica —se burló Henry. Estaba a pocos centímetros de ella, dando la espalda al sol y a la momia—. La sufragista, la pequeña arqueóloga. Y ahora quieres probar suerte en los negocios, ¿verdad?

—Voy a intentarlo —repuso ella fríamente. La furia comenzaba a crecer en su interior, espoleada por la de él—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Dejar que todo se te escape de las manos? Dios mío, ¡qué pena me das!

—¿Qué estás intentando decirme? —preguntó él. Su aliento hedía a alcohol, y su rostro parecía más sombrío a causa de la barba sin afeitar—. ¿Que vas a pedirme la dimisión? ¿Es eso?

—Aún no lo sé. —Le dio la espalda y se dirigió al salón contiguo. Abrió su escritorio y, después de sentarse con gesto cansado, sacó el talonario de cheques y destapó el tintero.

Pudo oír los pasos de Henry que se aproximaban mientras rellenaba el cheque.

—Dime, primo, ¿es agradable tener más dinero del que puedes gastar, más del que puedes contar, y no haber movido un dedo para ganarlo?

Se volvió y le tendió el cheque sin levantar la vista. Entonces se levantó y se acercó a la ventana. Apartó la cortina de encaje y se quedó mirando la calle. «Por favor, vete, Henry», pensó desconsoladamente. No quería herir a su tío. No quería herir a nadie, ¿pero qué podía hacer? Hacía años que tenía conocimiento de los engaños de Randolph. Su padre y ella habían estado discutiendo el asunto la última vez que lo había visitado en El Cairo. Lawrence tenía la intención de acabar con aquel a situación, siempre había querido hacerlo. Y ahora la había dejado en sus manos.

Se volvió con brusquedad. El silencio la hacía sentirse incómoda. Vio a su primo de pie en la sala egipcia. Estaba mirándola con ojos fríos y aparentemente sin vida.

—Y cuando te cases con Alex, ¿entonces nos desheredarás?

—Por el amor de Dios, Henry, vete y déjame en paz.

Había algo desconcertante en la expresión de su primo, en la extraña dureza de su rostro.

Ya no parecía joven, sino envejecido por sus hábitos, la culpa y el desprecio por sí mismo. «No merece más que lástima —se dijo Julie—. ¿Qué puedes hacer para ayudarlo? Dale una fortuna y habrá desaparecido en dos semanas.» Julie volvió a mirar la fría calle londinense.

Paseantes madrugadores. La doncella de la casa de enfrente que salía con los gemelos en su cochecito. Un anciano caminando a buen paso con el periódico debajo del brazo. Y el guardia del Museo Británico, que paseaba lentamente por la acera delante de la casa. Más abajo, frente a la casa de su tío Randolph, Sally, la doncel a, estaba sacudiendo una alfombra en la puerta.

¿Por qué no se oía ningún ruido a su espalda? ¿Por qué no salía Henry dando un portazo?

Quizá se había ido. Pero no, Julie pudo oír un furtivo tintineo, una cucharilla al chocar levemente contra la porcelana. El maldito café.

—No sé cómo hemos podido llegar a esto —dijo el a sin dejar de mirar por la ventana—.

Paquetes de acciones, salarios, pagas de beneficios... Los dos lo teníais todo.

—No todo, querida —repuso él—. Tú lo tienes todo. El sonido del café vertido en una taza.

¡Por el amor de Dios!

—Mira, cariño —dijo él en voz baja y tensa—. Esta discusión me gusta tan poco como a ti.

Ven, siéntate. Vamos a tomar una taza de café como personas civilizadas.

Julie no pudo moverse. El ofrecimiento parecía aún más siniestro que su rabia.

—Ven a tomar un café conmigo, Julie.

¿Había alguna manera de rechazarlo? Julie se volvió con los ojos bajos y se acercó despacio a la mesa, sin levantar la vista hasta que fue inevitable. Entonces vio a Henry mirándola. Le estaba ofreciendo una humeante taza de café.

Había algo muy extraño en todo aquello, en la forma en que le ofrecía la taza, en la expresión vacía de su cara.

Pero no tuvo más que un segundo para pensar en el o, pues lo que vio detrás de su primo le heló la sangre en las venas. Era algo que desobedecía a toda lógica, pero la evidencia que ofrecían sus sentidos era incuestionable.

La momia estaba moviéndose. Tenía el brazo derecho extendido, y de él colgaban trozos de venda rasgada. Estaba saliendo lentamente del sarcófago. A Julie se le heló un grito en la garganta. Aquel ser avanzaba hacia ella (hacia Henry, que estaba entre medio dándole la espalda) con pasos lentos y vacilantes. Tenía el brazo extendido y de las vendas se levantaba un polvo que desprendía un intenso olor a moho.

—¿Pero qué diablos te pasa? —preguntó Henry de mal humor. Pero aquello ya estaba justo a su espalda. La mano extendida se cerró en torno a su garganta.

Julie no consiguió gritar. Petrificada, tan sólo escuchó un chillido ahogado en su interior, como los gritos de impotencia de sus peores sueños.

Henry intentó volverse y levantó las manos para protegerse; la taza de café cayó ruidosamente sobre la bandeja de plata. Un profundo ronquido escapó de sus labios mientras luchaba contra el ser que lo estaba estrangulando; volvió a elevarse una nube de polvo cuando la criatura liberó su brazo izquierdo de sus ataduras e intentó aferrar con las dos manos la garganta de su víctima.

Con un grito ignominioso, Henry empujó a la momia con todas sus fuerzas y cayó al suelo a cuatro patas. En un instante se incorporó, tropezó con la alfombra y atravesó corriendo el salón y el gran recibidor hacia la puerta.

Julie, paralizada, no podía apartar la vista de aquel a horrible criatura arrodillada junto a la mesa. Estaba jadeando, luchando por recuperar el aliento. Julie apenas oyó la pesada puerta de la calle al abrirse y volver a cerrarse con estruendo.

Jamás en su vida había experimentado una sensación tan irracional. Estremeciéndose violentamente, retrocedió ante aquel ser horripilante, aquel cadáver que acababa de volver a la vida y que ahora parecía incapaz de levantarse.

¿Estaba mirándola? ¿Era realmente un par de ojos lo que brillaba bajo los vendajes rasgados? ¿Unos ojos azules? La criatura extendió una mano hacia ella. El cuerpo de Julie se estremeció involuntariamente. Sintió que le daba vueltas la cabeza. «No te desmayes. Ocurra lo que ocurra no te desmayes.»

De repente, la momia se volvió a un lado. Entonces miró hacia su ataúd, o quizás hacia el invernadero bañado por la luz del sol. Yacía exhausta sobre la alfombra oriental y parecía esforzarse por alcanzar los rayos del sol de la mañana.

Julie la oyó respirar otra vez. ¡Estaba viva, Dios santo, viva! Se debatía por avanzar, levantando el poderoso torso unos centímetros de la alfombra e impulsándose con un lento movimiento de las piernas.

Se arrastró con dificultad fuera del sombrío salón hasta llegar a los primeros rayos de sol procedentes del invernadero. Allí se detuvo y pareció respirar profundamente, como si fuera la luz y no el aire lo que aspiraba. Se apoyó sobre los codos y comenzó a reptar hacia el invernadero a mayor velocidad arrastrando jirones de las vendas de sus piernas y dejando un rastro de polvo en la alfombra. Los vendajes de los brazos se caían a pedazos y parecían desintegrarse por efecto de la luz.

En contra de su voluntad, Julie siguió a la criatura, sin acercarse demasiado pero sin poder evitar seguirla, hipnotizada por su trabajoso avance hacia el invernadero.

La momia se arrastró hasta la zona más iluminada por el sol, se detuvo junto a la fuente y rodó hasta quedar boca arriba, con una mano extendida hacia el cielo y la otra sobre el pecho.

Julie entró en el invernadero en silencio. Sin dejar de temblar incontroladamente se acercó a la extraña figura hasta estar casi encima de el a.

El cuerpo parecía estar rellenándose por efecto de la luz del sol, robusteciéndose ante sus ojos. Julie pudo oír el ruido de las vendas al rasgarse y ver cómo su pecho subía y bajaba rítmicamente.

Y su rostro... Tenía dos grandes ojos azules bajo las delgadas gasas. De repente se llevó una mano a la cara y apartó las vendas. Sí, eran unos grandes y hermosos ojos azules. De otro tirón se arrancó la envoltura del cráneo y apareció una espesa mata de pelo castaño.

Entonces se puso de rodillas con tranquilidad y hundió las manos todavía vendadas en la fuente. Bebió con ansia una y otra vez el agua cristalina a sorbos profundos y ansiosos.

Cuando pareció saciada, se volvió hacia ella y se arrancó el resto de los cenicientos vendajes que le cubrían la cara.

¡Era un hombre! Un hombre de ojos azules y mirada inteligente.

Julie sintió que un nuevo grito brotaba de su pecho, pero esta vez tampoco llegó a sus labios. Se dio cuenta de que había retrocedido un paso. La criatura se puso en pie.

Se irguió por completo y la miró con calma mientras sus dedos apartaban con gesto ausente los últimos jirones que le cubrían la cabeza como si fueran telarañas. Sí, era una hermosa cabeza con una espesa cabellera castaña que caía hasta debajo de sus orejas y sobre su frente. Y sus ojos mostraban una inconfundible fascinación hacia ella.
¡Aquel ser
sentía fascinación
por ella!

Iba a desmayarse. Había leído sobre cosas como aquélla y sabía lo que estaba pasando, aunque nunca hubiera creído que lo vería con sus propios ojos. Sintió que las piernas se le doblaban y las cosas empezaban a desdibujarse. No. ¡Alto! No podía desvanecerse con aquella criatura mirándola.

¡La momia había vuelto a la vida!

Retrocedió hasta la sala egipcia con paso vacilante; tenía todo el cuerpo empapado de un sudor frío y sus manos retorcían el salto de cama de encaje.

Él la miró con genuina curiosidad, como si se preguntara qué iba a hacer ella a continuación. Entonces se arrancó los vendajes del pecho y los hombros y dejó al descubierto su fuerte torso desnudo. Julie cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente. Seguía allí, con los poderosos brazos cruzados; de su lustrosa cabellera castaña seguía cayendo polvo.

Dio un paso hacia ella, y Julie retrocedió. Él dio otro paso, y ella volvió a retroceder. En realidad estaba cruzando la biblioteca, y de repente sintió en su espalda el frío borde de la mesa de mármol del salón contiguo. Sus manos tocaron el borde de la bandeja del café.

Con pasos silenciosos y elegantes aquel espléndido hombre de grandes ojos azules se acercó a el a.

«¡Dios santo, estás perdiendo la razón! ¡Qué importa que sea atractivo! ¡Acaba de intentar estrangular a Henry!» Con un movimiento rápido se escabulló al otro lado de la mesa, tanteando hacia atrás mientras retrocedía hacia la puerta del salón.

La criatura se detuvo al llegar a la mesa. Bajó la vista hacia la cafetera y la taza volcada y cogió algo de la bandeja: era un pañuelo. ¿Se lo habría dejado Henry? Entonces señaló el café derramado y habló con voz resonante y masculina.

—Ven a tomar un café conmigo, Julie —dijo.

Un acento británico perfecto. Y las palabras eran muy familiares. Con un estremecimiento, Julie comprendió que aquel ser no estaba intentando invitarla: ¡estaba imitando a Henry! Era su misma entonación, ¡eran las palabras que había dicho Henry!

Entonces abrió el pañuelo y se lo mostró. Estaba manchado de un polvo blanco y brillante, como si estuviera formado por diminutos cristales. Señaló la larga fila de jarras de alabastro. ¡A una de ellas le faltaba el tapón! Una vez más volvió a hablar con el mismo acento inglés, elegante y fluido:

—Tómate el café, tío Lawrence.

Los labios de Julie dejaron escapar un gemido. El significado era evidente. Se quedó mirándolo, mientras aquellas palabras resonaban una y otra vez en su mente. Henry había envenenado a su padre, y aquella criatura había sido testigo del crimen. Y ahora había intentado envenenarla a ella. Con las pocas fuerzas que le quedaban intentó negarlo, encontrar una razón para que no hubiera sido así. Pero sabía que había ocurrido, tal como sabía que aquella criatura estaba viva y respiraba, y ocupaba un espacio material frente a ella; y que era Ramsés, el inmortal, el que se había sacudido aquellos vendajes y estaba de pie delante de ella con el sol a la espalda.

Julie sintió que se le doblaban las piernas. No tenía fuerzas para evitarlo y la oscuridad se estaba alzando a su alrededor. Notó que se derrumbaba y como en un sueño vio a aquel hombre avanzar hacia ella como un rayo y tomarla en sus brazos con firmeza. De repente se sintió casi segura.

Abrió los ojos y miró aquella cara: era verdaderamente hermosa. Oyó a Rita gritar desde la puerta y la oscuridad volvió a caer sobre ella.

—¿Qué diablos estás diciendo? —Randolph no estaba todavía completamente despierto.

Apartó las sábanas de un tirón y buscó su bata a los pies de la cama—. ¡Me dices que has dejado a tu prima sola con aquella cosa!

—¡Te estoy diciendo que ha intentado matarme! —aulló Henry como un demente—. ¡Eso es lo que te estoy diciendo! ¡Ese maldito monstruo salió del sarcófago e intentó estrangularme con la mano derecha!

—¡Maldita sea! ¿Dónde están mis zapatil as? ¡Y la has dejado sola en la casa, estúpido!

Salió al pasillo descalzo y descendió por la escalera con los faldones de la bata volando tras él.

—¡Date prisa, imbécil! —gritó a su hijo, que lo miraba con aire vacilante desde lo alto de las escaleras.

Julie abrió los ojos. Estaba sentada en el sofá, y Rita la estaba abrazando con tal fuerza que le hacía daño, mientras gemía entrecortadamente.

Delante de ella estaba la momia. No había imaginado nada: ni la oscura cabellera que le caía sobre la amplia frente, ni sus sombríos ojos azules. Se había quitado más vendajes y estaba desnudo hasta la cintura. Parecía un dios, en especial con aquel a sonrisa, aquella cálida y acariciante sonrisa.

Sus cabellos parecían moverse, como si estuvieran creciendo rápidamente. Eran más espesos que antes. ¡Pero cómo podía en aquel momento pensar en el cabello de aquel hombre!

Él se acercó un poco más. Sus pies desnudos también se habían librado de las incómodas ataduras.

—Julie —dijo con suavidad.

—Ramsés —susurró ella.

La criatura asintió y su sonrisa se ensanchó.

—¡Ramsés! —repitió él enfáticamente, e hizo una ligera inclinación de cabeza.

«Dios mío —pensó ella—, esto no es simplemente un hombre atractivo: es el hombre más hermoso que he visto en mi vida.»

Todavía aturdida, Julie intentó levantarse. Rita seguía aferrada a ella, pero Julie se la sacudió de encima y entonces la momia, o el hombre, le ofreció la mano y la ayudó a incorporarse. Sus dedos eran cálidos. Julie lo miró a los ojos. Tenía la piel como la de cualquier otro ser humano, pero más suave, y el color de sus mejillas era más encendido, como el de alguien que ha estado corriendo.

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