Authors: Anne Rice
Elliott dejó escapar una breve risa de alivio. De hecho, estuvo a punto de estallar en carcajadas, pero no lo hizo. Simplemente se apoyó en la mujer y siguió andando hacia la puerta.
Al llegar se recostó un momento contra la pared y golpeó la puerta con el puño.
No hubiera podido dar un paso más. Durante un momento no se oyó ningún ruido. Volvió a llamar con insistencia.
Entonces oyó el ruido del cerrojo al descorrerse y apareció Henry sin afeitar, parpadeando, vestido sólo con una bata de seda verde.
—¿Qué diablos quieres?
—Déjame pasar. —Elliott empujó la puerta e hizo entrar a la mujer en la habitación. Ella se apretaba desesperadamente contra él, intentando ocultar su rostro.
En la semipenumbra Elliott observó que el lugar estaba bien amueblado: alfombras, muebles Victorianos, un aparador de mármol con vasijas relucientes. Desde el otro lado del arco que separaba el salón del jardín los miraba una mujer de piel oscura vestida con ropas de baile de satén. Sin duda era Malenka, y acababa de dejar sobre la mesa una bandeja con platos humeantes. Contra los muros encalados del jardín se recortaban pequeños naranjos.
—¿Quién es esta mujer? —preguntó Henry con brusquedad.
Sin dejar de abrazarla, Elliott se apoyó en una silla. Pero vio que Henry estaba mirando los pies de la mujer. Había visto los huesos pelados del empeine. Sus ojos mostraban incredulidad y asco.
—¿Quién es? ¿Por qué la has traído aquí?
Entonces Henry retrocedió con movimientos convulsivos hasta tropezar con la columna que dividía el arco y se golpeó con fuerza la cabeza contra la piedra.
—¿Qué le pasa? —gritó al borde del pánico.
—Paciencia, te lo contaré todo —susurró Elliott. El dolor del pecho era tan fuerte que apenas podía hablar. Se dejó caer sobre un sillón y sintió que la mujer aflojaba su abrazo. La oyó emitir un débil sonido. Elliott levantó los ojos y observó que la criatura había visto al otro lado de la habitación una vitrina llena de botellas de cristal que brillaban a la luz del sol.
Avanzó con pasos lentos hacia el líquido sin dejar de emitir leves quejidos. La capa de sarga negra resbaló de su cabeza, y sus hombros y parte de la espalda quedaron a la vista. A través de los agujeros se veían las blancas costillas y los restos de vendajes que apenas ocultaban su desnudez.
—¡Por el amor de Dios, cálmate! —gritó Elliott.
Pero era demasiado tarde. Henry estaba blanco como el papel y le temblaban los labios.
Tras él, en el patio, Malenka lanzó un grito de horror.
La criatura dejó caer la botella con un gemido lastimero.
Henry sacó la mano del bolsillo. Empuñaba un pequeño revólver de plata.
—¡No, Henry! —gritó Elliott. Intentó levantarse, pero no pudo. El disparo fue una explosión ensordecedora, como los de los soldados del museo. Un loro chilló en el jardín.
La mujer dejó escapar un grito al recibir el impacto en el pecho y retrocedió tambaleándose.
Con un rugido furioso se abalanzó hacia Henry.
Henry emitía sonidos inhumanos. La razón lo había abandonado. Retrocedió hacia el patio disparando el arma una y otra vez. Con un aullido de dolor la mujer cayó sobre él, le arrebató el revólver de un zarpazo y se aferró a su cuello. Se debatieron un momento, como si bailaran un vals mortal. Henry intentaba soltarse desesperadamente, pero las garras de la mujer se hundían en su garganta como una tenaza. La mesa del jardín se volcó, y las piezas de porcelana cayeron con estrépito sobre las losas del suelo. Los dos cayeron sobre los naranjos entre una lluvia de pequeñas hojas verdes.
Malenka, paralizada, apretaba la espalda contra la pared.
—¡Elliott, ayúdame! —consiguió gritar Henry. Tendido de espaldas, agitaba las piernas en el aire y tiraba estúpidamente de los cabellos negros de la criatura.
Elliott consiguió llegar hasta el arco, pero sólo a tiempo de oír el crujido de los huesos al quebrarse. Con un estremecimiento, vio que el cuerpo de Henry se quedaba inmóvil y caía desmadejado al suelo.
La criatura dio unos pasos atrás, jadeante, y rompió a sollozar, enseñando los dientes en un gesto de dolor, como había hecho en el museo. Tenía un hombro desnudo y sus pezones oscuros se transparentaban a través de las desgastadas vendas. Los harapos que todavía le cubrían el pecho estaban empapados de sangre, y a cada paso que daba caían nuevos jirones al suelo. Sus ojos, inyectados en sangre y anegados en lágrimas, miraron el cuerpo muerto y a continuación el desayuno que había caído al suelo.
Se agachó lentamente hasta quedar de rodillas y empezó a meterse en la boca los pequeños bollos con avidez. A cuatro Patas lamió del suelo los restos de té. Recogió la mermelada con los dedos y se los lamió frenéticamente, y engulló las lonchas de tocino con ansiedad, como si fueran a quitárselas.
A continuación devoró la mantequilla y los huevos, y lamió una y otra vez las cáscaras.
Al fin se acabó la comida, pero la criatura permaneció allí de rodillas, mirándose las manos.
El sol caía con fuerza en el pequeño patio y hacía brillar sus cabellos negros.
Elliott no podía dejar de mirarla, pero no era capaz de asimilar ni de juzgar lo que estaba viendo. Todavía estaba demasiado impresionado por lo que había visto.
De repente la mujer se dejó caer al suelo boca abajo, extendió los miembros y gimió contra las losas del suelo como si fueran una suave almohada, a la vez que las arañaba con los dedos. Entonces rodó hasta quedar boca arriba bajo el sol, libre de las trémulas sombras de los árboles.
Se quedó mirando el cielo ardiente un instante y súbitamente sus ojos rodaron hacia adentro. Bajo sus párpados sólo se veían dos medias lunas de pálido iris.
—Ramsés —murmuró. Su pecho subía y bajaba suavemente, pero ella seguía inmóvil.
El duque se acercó a Malenka y, apoyándose en ella, volvió despacio hasta el sillón. Sentía los violentos temblores de la mujer de piel oscura. Se dejó caer sobre los almohadones tapizados y apoyó la cabeza en el respaldo. «Esto es una pesadilla», pensó. Pero no lo era.
Había visto a aquella criatura levantarse de entre los muertos. La había visto matar a Henry.
¿Qué podía hacer?
Malenka se dejó caer de rodillas a su lado con los ojos muy abiertos. Miraba hacia el jardín.
Las moscas zigzagueaban sobre el rostro de Henry y los restos de la comida volcada.
—Tranquila, cálmate. Nadie va a hacerte daño —susurró Elliott. El dolor del pecho iba cediendo poco a poco, y comenzaba a sentir cierta calidez en la mano izquierda—. Ella no te hará daño. Te lo prometo. —Se humedeció los labios con la lengua, sin saber qué más decir—.
Está enferma, y debo cuidar de ella. Pero no te hará daño.
La egipcia le tomó la mano. Seguía con la cabeza apoyada en el brazo del sillón. Al cabo de un momento habló lentamente en inglés.
—No policía —suplicó con voz casi inaudible—. NO quiero que los ingleses quiten mi casa.
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—No —murmuró Elliott—. No policía. No queremos a la policía.
Hubiera querido acariciarle la cabeza, pero no pudo moverse. Miró como entre sueños el sol, la criatura tendida boca arriba en el patio, el hombre muerto.
—Yo me encargo de... —musitó ella—. Yo llevo fuera a mi inglés. No viene policía.
Elliott no entendía nada. ¿Qué estaba diciendo? Entonces comprendió.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó en un susurro.
—Sí, yo lo hago. Amigos vienen. Llevan al inglés.
—Muy bien, de acuerdo. —Elliott suspiró y el dolor del pecho se intensificó. Con movimientos lentos sacó su billetera, y de el a dos billetes de diez libras.
—Para ti —dijo. Volvió a cerrar los ojos, exhausto por el esfuerzo, y sintió que le quitaban los billetes de la mano—. Pero debes tener cuidado. No debes contar a nadie lo que has visto.
—Yo no contaré a nadie. Yo me encargo... Ésta es
mi
casa. Mi hermano regaló.
—Sí, comprendo. Estaré aquí poco tiempo. Te lo prometo. Me llevaré a la mujer. Pero, por ahora, debes ser paciente, y habrá más dinero. Mucho más. —Volvió a mirar la billetera. Sacó unos cuantos billetes más y se los dio sin mirarlos.
Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. La oyó caminar suavemente sobre la alfombra, y luego su mano volvió a tocarlo.
Cuando abrió los ojos la vio envuelta en una capa negra. En la mano llevaba otra capa doblada, que le entregó.
—Tú cubre —susurró. Con los ojos hizo un gesto en dirección al patio.
—Sí, la cubriré —murmuró él, y volvió a cerrar los ojos.
—¡Tú cubre! —la oyó repetir con voz ansiosa. De nuevo dijo que lo haría.
Oyó con alivio que se cerraba la puerta de la calle.
Envuelto en sus amplios ropajes de beduino, Ramsés recorrió el museo entre los ruidosos grupos de turistas, intentando ver entre las cabezas el espacio vacío al fondo del pasillo, donde había estado el sarcófago de Cleopatra. No había la menor señal de que hubiera estado en aquel lugar. No había cristales rotos, ni madera. Y el tubo de elixir que había dejado caer había desaparecido.
¿Pero dónde podía estar? ¿Qué le habría ocurrido? Pensó con angustia en los soldados que lo habían rodeado. ¿Habría caído ella en sus manos?
Siguió andando. Dio la vuelta a la esquina, recorriendo los sarcófagos y estatuas con la vista. Si se había sentido alguna vez a lo largo de su vida tan desgraciado como en aquel momento, no podía recordarlo. No tenía derecho a caminar entre aquellos hombres, ni a respirar su mismo aire.
No sabía adonde ir o qué hacer. Si no averiguaba algo pronto, se iba a volver completamente loco.
Había pasado un cuarto de hora, o quizá menos. Debía cubrirla. No, sacarla del jardín antes de que los hombres llegaran. Seguía tendida al sol, y de vez en cuando murmuraba algo entre sueños.
Elliott se apoyó en el bastón y se levantó. Volvía a sentir la pierna, y eso quería decir que el dolor había vuelto.
Entró en el dormitorio. Contra la pared de la derecha había una gran cama victoriana con un mosquitero blanco que recibía la luz del sol de lleno a través de la ventana.
A la izquierda había un tocador, y al fondo un armario a través de cuyas puertas abiertas se veía una fila de chaquetas de lana.
Sobre el tocador había un gramófono portátil y unos discos en una caja de cartón. «Aprenda inglés», decía el rótulo. A su lado había un cenicero, varias revistas y una gran botella medio vacía de whisky.
A través de una puerta que se abría en el extremo opuesto se veía un cuarto de baño, con una bañera de cobre y toallas.
Cruzó otra puerta y pasó a un pequeño vestidor. Allí guardaba aquella belleza oscura sus ropas de baile y su bisutería barata. Pero también había un armario repleto de vestidos occidentales y zapatos, además de parasoles de encaje y un par de sombreros de alas desmesuradas.
¿Pero de qué servía todo aquello, si lo que necesitaba era ocultar a la criatura de ojos indiscretos? Encontró las habituales ropas beduinas dobladas con cuidado en un estante. Así podría cubrir a la mujer con algo fresco, es decir, si Malenka accedía a venderle aquellas ropas.
Hizo una pausa en el umbral para recuperar el aliento y miró la inmensa cama iluminada por la luz del sol. El momento pareció alargarse eternamente. Pasaron por sus ojos imágenes de la muerte de Henry, pero no sintió nada; nada, excepto quizás un frío horror que le arrebataba hasta las ganas de vivir.
Ganas de vivir. Tenía el tubo en el bolsillo. Tenía unas gotas del precioso fluido.
Pero aquello tampoco lo afectaba, ni hacía disminuir su apatía. La criada muerta en el museo. Henry muerto en el patio. Y aquel a criatura tendida al sol durmiendo.
Era incapaz de razonar. ¿Por qué esforzarse en intentarlo? Tenía que localizar a Ramsés, de eso estaba seguro. ¿Pero dónde estaría? ¿Qué le habían hecho las balas? ¿Lo tendrían preso los que se lo habían llevado?
Lo primero era la mujer. Tenía que llevarla a la casa y esconderla mientras se llevaban el cuerpo de Henry.
Era posible que atacara a los hombres que vinieran con Malenka. Y si ellos la veían podía suceder cualquier cosa.
Mientras salía cojeando al patio intentó aclararse la mente. Ramsés y él no eran enemigos.
Ahora eran casi cómplices. Y quizá... No. Se sentía sin fuerzas para albergar tales sueños y ambiciones. Sólo sabía lo que debía hacer en aquel momento.
Dio unos pasos cautelosos hacia la mujer, que seguía dormida en el suelo.
El sol de mediodía caía a plomo sobre el enlosado del patio, y de repente temió por ella. Se hizo pantalla con la mano sobre los ojos para ver mejor, porque no podía ser cierto lo que había creído ver.
La criatura gimió de dolor. Sufría, pero se había convertido en una mujer de excepcional belleza.
Todavía se veía un gran trozo de cráneo entre sus cabellos revueltos, y un fragmento de cartílago seguía al aire en la mandíbula. De hecho, dos dedos de su mano derecha eran sólo huesos, y la sangre manaba de las articulaciones. Y la herida del pecho seguía allí, abierta, mostrando una blanca costilla cubierta por una fina red de venillas rojas.
Pero su rostro había adoptado un aspecto completamente humano. Un rubor saludable teñía sus hermosos pómulos. Su boca era carnosa y tenía una forma exquisita, y su piel era morena con un tono levemente oliváceo.
Sus pezones eran de un rosa oscuro, y sus pechos firmes y llenos.
¿Qué estaba ocurriendo? Tal vez el elixir tardaba en hacer efecto.
Se acercó a ella con timidez. Volvió a sentir un calor agobiante. La cabeza se le iba.
Luchando por no perder la conciencia, se apoyó contra el pilar que tenía detrás y descansó un momento, sin poder apartar los ojos de la hermosa mujer, que en aquel momento abrió los almendrados ojos.
Se desperezó, alzó el brazo derecho y lo miró. Era evidente que se daba cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Parecía que las heridas le dolían. Tocó el borde de la herida abierta de la mano y su rostro se contrajo de dolor.
Pero, si comprendía lo que le estaba ocurriendo, no lo demostraba. Dejó caer el brazo y volvió a cerrar los ojos. Entonces estalló en sollozos.
—Ramsés —murmuró como entre sueños.
—Ven conmigo —le dijo Elliott suavemente en latín—. Ven adentro, a una verdadera cama.
Ella lo miró con aire ausente.
—Ahí también te dará el sol —agregó él y, al decir aquellas palabras, comprendió todo. Era el sol lo que la estaba curando. Había observado su efecto en la mano de la mujer mientras se dirigían a la casa. Junto con los ojos, era la única parte de su cuerpo que había estado expuesta al sol, y aquéllos también habían comenzado a sanar antes.