Authors: Anne Rice
—Entonces pensamos ir a Londres, pero nos dijeron que en esta época del año hace un frío horrible, y está siempre nublado. Y la Torre de Londres, donde le cortaron el cuello a Ana Bolena, creo que es de lo más siniestro...
—No lo sería si se lo enseñara yo —aseguró él.
—¿Cuándo vuelven ustedes a casa? Se quedarán a la ópera, ¿verdad? Parece que aquí todo el mundo habla de lo mismo. Es divertido, ¿sabe? Haber venido hasta Egipto para ver una ópera.
—
Pero es
Aída,
querida mía.
—Lo sé, lo sé...
—Pues sí, vamos a ir a la ópera. Ya está todo dispuesto. Y supongo que usted también asistirá. ¿Piensa ir después al baile?
¡Qué sonrisa tan adorable!
—Bueno, no sabía nada del baile. No me apetecía mucho ir con papá y mamá, así que...
—Quizá me permitiría ser su acompañante. ¡Qué dientes tan maravillosamente blancos!
—Oh, lord Rutherford, sería maravilloso.
—Por favor, llámeme Alex, señorita Barrington. Lord Rutherford es mi padre.
—Pero usted también es vizconde —repuso ella con aquella desconcertante franqueza de los norteamericanos y la misma sonrisa arrebatadora—. Eso es lo que me han dicho.
—Sí, supongo que es cierto. Vizconde de Summerfield, en realidad.
—¿Pero qué es un vizconde? —preguntó ella. Aquellos deslumbrantes ojos y la forma en que se reía al mirarlo lo hacían sentirse estupendamente. De repente se dio cuenta de que ya no estaba enfadado con Henry por haberse liado con aquella bailarina, Malenka. En el fondo, era mejor que se entretuviera con sus cartas y su whisky y no se pasara el día merodeando por los salones del hotel.
¿Qué pensaría Julie de la señorita Barrington? ¡Bueno, él sí que sabía su propia opinión!
Era el mediodía y estaban en el comedor. Ramsés rompió a reír.
—Por favor. Coge el cuchillo y el tenedor —insistió Julie—. Inténtalo.
—Julie, no es que no pueda hacerlo. Es que me parece una costumbre bárbara meterse la comida en la boca con un tenedor.
—Tu problema es que sabes que eres encantador y que todo el mundo te lo perdonará.
—He aprendido a tener un poco de tacto a lo largo de los siglos. —Ramsés empuñó el mango del tenedor con deliberada rudeza.
—Ya está bien —dijo ella en voz baja.
Él volvió a reír. Dejó el tenedor sobre la mesa y tomó un trozo de carne delicadamente con los dedos. Ella le cogió la mano.
—Ramsés, come adecuadamente.
—Cariño mío —replicó él—, estoy comiendo como comían Adán y Eva, Osiris e Isis, Moisés, Aristóteles y Alejandro Magno.
Julie no tuvo más remedio que echarse a reír. El le robó un rápido beso. Entonces su rostro se ensombreció.
—¿Y qué vamos a hacer con tu primo? —susurró. El comentario tomó a Julie por completa sorpresa.
—¿Tenemos que hablar de eso ahora?,
—¿Vamos a dejarlo aquí, en El Cairo? ¿Vamos a irnos sin vengar la muerte de tu padre?
Julie sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Con movimientos nerviosos buscó un pañuelo en el bolso. No había visto a Henry desde Alejandría, y no tenía ningunas ganas de verlo. En la carta que le había escrito a Randolph no había mencionado a Henry, y fue sobre todo el recuerdo de su tío lo que la hizo llorar en aquel momento.
—Deja que te alivie de ese peso —murmuró Ramsés—. Yo cargaré con él. Déjame que haga justicia. Julie se llevó la mano a los labios.
—No sigas, por favor —sollozó—. Ahora no. Él levantó la vista y miró hacia la sala. Lanzó un suspiro y apretó la mano de Julie.
—Parece que nos esperan para la visita al museo. Y no debemos dejar a Elliott estar mucho tiempo de pie.
Alex apareció junto a el os y pellizcó levemente la mejilla de Julie. ¡Qué casto! Ella se apresuró a enjugarse las lágrimas y volvió la cara para que no viera su estado.
—Muy bien, ¿estamos todos? —dijo Alex—. El guía que hemos contratado nos espera dentro de quince minutos a la puerta del museo. Ah, y antes de que se me olvide, todo está dispuesto para la ópera: los palcos y, por supuesto, las entradas para el baile. Y otra cosa.
Ramsey, amigo mío, no se lo tome a mal, pero esta noche no competiré con usted por los favores de Julie.
—Ya se nos ha enamorado —comentó ella en tono de broma. Dejó a Alex que la ayudara a levantarse—. Una tal señorita Barrington, según creo.
—Por favor, cariño, quiero que me des tu opinión. Va a venir al museo con nosotros.
—Démonos prisa —indicó Ramsés—. Su padre no está bien. Me sorprende que no se haya quedado en el hotel.
—Dios mío, no comprendo por qué El Cairo significa tanto para él. Es el lugar más sucio y polvoriento que he visto en mi vida.
—Alex, por favor, vamos a ver la mayor colección de tesoros egipcios del mundo.
—La última prueba —dijo Ramsés, ofreciendo el brazo a Julie—. ¿Y me has dicho que todos los reyes están en una sola habitación?
—¿Pero es que no ha estado nunca en el museo? —preguntó Alex—. De verdad, Ramsey, es usted un misterio.
—Déjelo —murmuró Ramsés.
Pero Alex ya no lo escuchaba. Estaba diciendo a Julie al oído que tenía que darle su sincera opinión sobre la señorita Barrington. Y la señorita Barrington era la joven rubia y sonrosada que estaba hablando con Elliott y Samir. Desde luego, era una preciosidad.
—¡Pensar que necesitas mi aprobación! —dijo Julie sonriendo.
—Shhh, allí está, con mi padre. Se llevan fabulosamente.
—Alex, es encantadora.
Recorrieron las grandes y polvorientas salas del primer piso escuchando las explicaciones del guía, que hablaba muy rápido a pesar de su fuerte acento egipcio. Había tesoros incalculables, eso era cierto. Los contenidos de cientos de tumbas, cosas que Ramsés no hubiera soñado ver en sus tiempos. Y allí estaban, para que todo el mundo las viera, detrás de cristales sucios y débiles luces, pero al menos a salvo del tiempo y la ruina.
Contempló la estatua del escriba feliz, la pequeña figura cruzada de piernas con un papiro en el regazo y la mirada alegre. Hubiera debido hacerle llorar, pero todo lo que sentía era un vago alivio por haber hecho aquella visita, como era su deber, y poder irse de una vez por todas.
Por fin ascendieron la gran escalinata hacia la sala de los reyes, la prueba final que tanto temía. Notó que Samir estaba a su lado.
—¿Por qué no renunciar a este dudoso placer, mi señor? Ahí no verás más que horrores.
—No, Samir, déjame llegar hasta el final.
Casi se echó a reír cuando comprendió lo que era: una gran cámara de vitrinas de cristal como las que utilizaban en los grandes almacenes para exponer las mercancías a salvo de las manos de los clientes.
Con todo, los cuerpos ennegrecidos y sonrientes le impresionaron. Apenas podía oír al guía, y sin embargo sus palabras le llegaban con claridad:
—La momia de Ramsés recientemente descubierta y trasladada a Londres sigue siendo todavía un descubrimiento dudoso y muy controvertido. Este es el verdadero Ramsés II, el que tienen delante, también l amado Ramsés el Grande.
Ramsés se acercó más y contempló el cadáver horrible que llevaba su nombre.
—... Ramsés II, el más grande de los faraones egipcios.
Casi sonrió al observar los miembros resecos de la momia, y de repente la verdad cayó sobre él por sorpresa, como un gran peso que le oprimiera el pecho. Si no hubiera entrado en la cueva de aquella sacerdotisa, él se encontraría en aquel momento en aquella vitrina. Y nada de lo que había visto habría existido. Y pensar que podía haber muerto sin saber nada, sin comprender que...
Percibió sonidos. Julie había dicho algo, pero no podía oírla. Sentía un sordo zumbido en la cabeza que crecía lentamente. De improviso vio todos aquellos horribles cuerpos como si acabaran de salir de un horno. Vio los cristales mugrientos, los turistas empujándose en todas direcciones.
Entonces oyó la voz de Cleopatra. «Si lo dejas morir, será como si me dejaras morir a mí.
Sólo quiero estar con él. Llévate eso. No lo tomaré.»
¿Estaban moviéndose otra vez? ¿Le decía Samir que era mejor que salieran? Ramsés levantó la vista y vio que Elliott lo estaba mirando con expresión enigmática. Comprendía lo que le estaba ocurriendo.
—Vámonos, mi señor.
Dejó a Samir que lo tomara por el brazo y lo condujera hacia la salida. La señorita Barrington se reía de algo que Alex le había dicho al oído. Y el puñado de turistas franceses que había junto a ellos era sumamente desagradable. No soportaba el sonido gangoso de aquella lengua.
Se volvió y miró las vitrinas de cristal. Sí, salir de allí. ¿Por qué siguen por el pasillo hacia el fondo del edificio? Ya debemos haberlo visto todo. En esto se han convertido los sueños y el fervor de una nación: en un gran mausoleo polvoriento donde las muchachas se ríen y con razón.
El guía se había detenido al final del pasillo. ¿Qué ocurría ahora? Otro cuerpo muerto, apenas distinguible entre las sombras. Apenas se filtraban unos rayos de luz polvorienta a través de una ventana sucia.
—Esta mujer desconocida... un curioso ejemplo de conservación natural.
—No podemos fumar, ¿verdad? —susurró a Samir.
—No, mi señor, pero podemos salir a la calle. Podemos esperar fuera a los demás, si lo deseas...
—... se combinaron para conservar el cuerpo de esta mujer anónima.
—Vamos —dijo Ramsés, apoyando la mano sobre el hombro de Samir. Pero antes debía decírselo a Julie para que no se preocupara. Dio un paso adelante y tiró suavemente de la manga del vestido de Julie. Entonces levantó la vista y miró el cadáver expuesto tras el cristal.
El corazón se le paralizó.
—... aunque la mayor parte de los vendajes desaparecieron hace mucho, por obra de los saqueadores de tumbas sin duda, el cuerpo de esta mujer se conservó enterrado en el barro del delta, al igual que otros cuerpos descubiertos en los pantanos del norte...
Los cabellos rizados, el cuello largo y esbelto, los hombros suavemente curvados. ¡Y su cara! Por un momento no dio crédito a sus ojos.
La voz del guía seguía martilleándole en las sienes.
—... mujer desconocida... período tolomeico... grecorromana. Pero observen el perfil egipcio, los labios bien moldeados...
La aguda risa de la señorita Barrington retumbó dolorosamente en su cabeza.
Se abalanzó hacia adelante y, al hacerlo, rozó el brazo de la señorita Barrington. Alex le dijo algo, lo llamó por su nombre. El guía contemplaba la escena boquiabierto.
Miró a través del cristal.
¡Era ella!
La suave mortaja pegada a su cuerpo, las manos ligeramente curvadas, los pies desnudos, la envoltura suelta en los tobillos... Estaba totalmente negra, negra como el barro del delta que la había rodeado, endurecido, ¡preservado!
—Ramsés, ¿qué sucede?
—Señor, ¿se encuentra bien?
Le hablaban desde todos lados, la multitud lo rodeaba. De pronto sintió que alguien tiraba de él y se revolvió con furia.
—¡No, dejadme!
Oyó astillarse un cristal por la presión de su espalda. Sonó una alarma como el chillido de una mujer aterrada.
«Mira sus ojos cerrados. ¡Es ella! Es ella.» No necesitaba anillos, ornamentos ni nombres para reconocerla: era el a.
Habían llegado hombres armados, y Julie hablaba con voz conciliadora. La señorita Barrington tenía miedo, y Alex intentaba decirle algo.
—No puedo oíros. No oigo nada. Es ella. La mujer anónima. —Ella, la última reina de Egipto.
Una vez más se sacudió la mano que le sujetaba el brazo y se acercó al sucio cristal.
Hubiera querido hacerlo pedazos.
Sus piernas no eran más que huesos; los dedos de su mano derecha se habían secado como los de un esqueleto. Pero aquel rostro, aquel maravilloso rostro, era el de su Cleopatra.
Finalmente, después de que Julie hubo pagado los daños de la vitrina rota, él había permitido que lo sacaran de allí. Julie le había hecho preguntas, pero él no había respondido, aunque hubiera querido decirle lo que sentía.
No recordaba nada más; excepto aquel rostro y el cuerpo que parecía moldeado con tierra negra y colocado en el sarcófago de madera pulida, todavía envuelto por fragmentos de lino reseco. Y sus cabellos, su melena ondulada, que brillaban a la tenue luz de la ventana.
Julie decía algo. Las luces de la habitación del Shepheard's eran muy suaves. Quería responder, pero no podía. Y, súbitamente, otro recuerdo. El extraño momento en que se había revuelto entre la confusión y de repente había visto a Elliott mirándolo con aquellos tristes ojos grises.
Osear echó a correr a través del salón detrás del señor Hancock y los dos hombres de Scotland Yard, en dirección a la sala egipcia. Oh, no debía haberlos dejado entrar en la casa.
No tenían derecho a entrar en la casa. Y ahora se dirigían hacia el sarcófago de la momia.
—La señorita Julie se va a enfadar mucho, señor. Esta es su casa, señor. Y no debe usted tocar eso, señor. Es el descubrimiento del señor Lawrence.
Hancock miró las cinco monedas de oro de Cleopatra en su caja.
—Pero las monedas pudieron ser robadas en El Cairo, antes de que se catalogara la colección.
—Sí, desde luego, tiene toda la razón —dijo Hancock. Se volvió y miró fijamente el sarcófago.
Julie le sirvió una copa de vino, pero él la miró sin cogerla.
—¿No quieres explicármelo? —susurró ella—. La reconociste. La conocías. Tiene que ser eso.
Ramsés llevaba horas sentado en silencio. El sol de la tarde ardía a través de las cortinas de la habitación. El ventilador del techo giraba lentamente.
Julie no quería volver a echarse a llorar.
—Pero no puede ser... —No, ni siquiera se atrevía a sugerirlo. Y sin embargo volvió a pensar en aquella mujer, en la tiara de oro que le ceñía los cabellos, tan ennegrecida como todo lo demás—. No es posible que sea ella...
Ramsés se volvió y la miró. Sus ojos azules eran duros y brillantes.
—¡Que no es posible! —Su voz era grave y ronca, apenas un angustioso susurro—. ¡Que no es posible! Habéis desenterrado a miles de muertos. Habéis saqueado sus pirámides, sus tumbas en el desierto, sus catacumbas... ¡Claro que es posible!
—Oh, Dios mío. —Las lágrimas brotaron de nuevo.
—Momias robadas, vendidas y compradas —dijo él—. ¿Ha habido algún hombre, mujer o niño en esta tierra cuyo cuerpo no haya sido desenterrado, expuesto o descuartizado? ¡Claro que es posible!