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Authors: Anne Rice

La Momia (30 page)

¿Había cambiado? Ramsés sólo podía recordar lo que había ocurrido allí.

El mismo olor a piedra húmeda, signos latinos en las paredes...

Llegaron a una gran sala.

—Mira —dijo ella—. Hay una ventana en lo alto. Y ganchos en las paredes. ¿Los ves?

Su voz parecía sonar muy lejos. Ramsés quiso responder, pero no pudo. Miró a través de la penumbra el gran bloque de piedra que Julie le señalaba. Ella dijo que parecía un altar.

Pero no era un altar: era una cama. La cama en la que había descansado durante trescientos años, hasta que habían abierto aquella ventana en lo alto. Las viejas cadenas habían tirado de la pesada trampilla de madera y el sol había entrado en la sala y había calentado sus párpados cerrados.

Entonces había oído la voz juvenil de Cleopatra:

—¡Dioses! Era cierto. ¡Está vivo! —Las frías paredes habían repetido el eco de su voz. El sol lo bañaba por completo—. ¡Ramsés, levántate! —había gritado la muchacha—. Una reina de Egipto te llama.

Ramsés había sentido un hormigueo en las piernas que se había extendido por toda la piel.

Todavía adormecido, se había incorporado y había visto a la joven Cleopatra, con sus sedosos cabellos negros sueltos sobre los hombros, y al viejo y tembloroso sacerdote, que se retorcía las manos y hacía reverencias.

—Ramsés —había dicho ella—, una reina de Egipto necesita tu consejo.

Por la claraboya entraban polvorientos rayos de sol y el lejano murmullo de los automóviles en los bulevares de la ciudad moderna de Alejandría.

—¡Ramsés!

Se volvió. Julie Stratford estaba mirándolo.

—Mi Julie —susurró él. La tomó en sus brazos con ternura, no con pasión, sino con amor; sí: amor—. Mi bella Julie

—murmuró.

Tomaron el té en el gran vestíbulo. El ritual hizo reír con ganas a Ramsés. Pastas, huevos, emparedados, y sin embargo no lo consideraban una comida. En cualquier caso, él no se quejaba, pues podía comer tres veces lo que una persona normal y seguir hambriento.

Y era maravilloso poder estar a solas con Julie, ya que Alex, Elliott y Samir habían salido.

Desde la mesa, Ramsés admiró el desfile de sombreros emplumados y parasoles de encaje, los relucientes automóviles descapotables y las flamantes limusinas.

Aquella gente no se parecía en nada a la de su tiempo. La mezcla de razas era diferente.

Julie le había dicho que en Grecia le sucedería lo mismo. Había todavía tantos lugares que visitar... ¿Era alivio lo que sentía al pensarlo?

—Has sido muy paciente conmigo —dijo él sonriendo—. No me has pedido ninguna explicación.

Julie estaba radiante. Llevaba un vestido de seda floreada, con encajes en los puños, y el pequeño broche con una perla que tanto le gustaba. Por fortuna no había vuelto a ponerse un traje de noche desde la primera noche a bordo del barco. La visión de toda aquella carne lo volvía completamente loco.

—Sé que me contarás todo cuando llegue el momento

—repuso ella—. Lo que no puedo resistir es verte sufrir.

—Todo es como me habías dicho —murmuró él. Vació la taza de té de un sorbo, aunque no le gustaba demasiado. Era como una bebida a medias—. Todo ha desaparecido: el mausoleo, la biblioteca, el faro; todo lo que Alejandro Magno y después Cleopatra construyeron. Dime,

¿cómo es que las pirámides de Giza todavía siguen en pie? ¿Por qué se conserva mi templo de Luxor?

—¿Te gustaría verlo? —Julie puso la mano sobre la de él—. ¿Quieres que nos vayamos ya?

—Sí. Ha llegado el momento de seguir adelante. Y, cuando lo hayamos visto todo, podremos partir hacia otras tierras. Tú y yo. Es decir, si quieres seguir conmigo.

Julie sonrió con aquel os maravillosos ojos castaños y con la radiante dulzura de su boca.

En aquel momento el duque de Rutherford salió del ascensor, acompañado de su hijo y de Samir.

—Iré contigo hasta el fin del mundo —susurró ella.

Él la siguió mirando durante un largo instante. ¿Sabría Julie lo que estaba diciendo? Que lo amaba, sí. Pero la otra pregunta..., la otra gran pregunta no había sido formulada.

Habían pasado la mayor parte de la tarde remontando el Nilo. El sol caía a plomo sobre los toldos del pequeño y elegante vapor. Gracias al dinero de Julie y las dotes de mando de Elliott, habían conseguido que no les faltara ningún lujo. Los camarotes del vapor eran tan lujosos como los del trasatlántico en el que habían llegado a Alejandría. El salón y el comedor eran aún más confortables. El cocinero era europeo, y los sirvientes, exceptuando a Rita y Walter, egipcios.

Pero el mayor lujo de todos era el hecho de que fuera
su
barco. No tenían que compartirlo con nadie. Y, para sorpresa de Julie, se habían convertido en un grupo de viajeros muy bien avenidos a partir del momento en que había desaparecido Henry. Y Julie nunca podría agradecérselo bastante.

Había huido como un conejo en cuanto había echado pie a tierra con la absurda disculpa de que así lo prepararía todo para cuando llegaran a El Cairo. Pero de eso se encargaría el Shepheard's Hotel, al que habían enviado un telegrama antes de emprender el viaje al sur hacia Abu Simbel. No sabían cuánto tiempo duraría el crucero, pero el Shepheard's, el viejo baluarte de los ingleses en Egipto, los esperaría.

Les habían comunicado que la temporada de ópera estaba a punto de comenzar. ¿Querían que les reservaran también entradas para los conciertos? Julie había respondido afirmativamente, aunque no tenía la menor idea de cómo terminaría el viaje.

Sólo sabía que Ramsés estaba de nuevo como siempre, que estar en el Nilo era una bendición para él. Se había pasado horas en cubierta mirando las palmeras y el desierto dorado que se extendía más allá de las riberas.

Julie no necesitó que él le explicara que aquéllas eran las mismas palmeras que aparecían pintadas en los muros de las antiguas tumbas egipcias; ni que los campesinos de piel oscura seguían extrayendo el agua del río con los mismos medios que hacía mil años; ni tampoco que las pequeñas embarcaciones con las que se cruzaban habían cambiado muy poco desde los tiempos de Ramsés el Grande.

Y el viento y el sol no cambiaban para nadie.

Pero había algo que tenía que hacer, y que no podía posponer más. Esperó sentada en el salón, viendo a Samir y Elliott jugar al ajedrez. Cuando Alex terminó su solitario y salió a cubierta, ella se levantó y fue tras él.

Estaba anocheciendo. La brisa era fresca y el cielo se había teñido de violeta en el horizonte.

—Alex, eres un hombre maravilloso —le dijo—. Y no quiero hacerte daño. Pero tampoco quiero casarme contigo.

—Lo sé —contestó él—. Hace mucho tiempo que lo sé. Pero seguiré actuando como si no fuera así. Como he hecho siempre.

—Alex, no...

—No, cariño. No me des consejos. Déjame hacer las cosas a mi manera. Después de todo, es privilegio de una mujer cambiar de opinión, ¿no crees? Quizá tú lo hagas, y cuando eso ocurra, estaré esperándote. No. No digas nada más. Eres libre. En realidad siempre lo has sido.

Ella contuvo el aliento. Un profundo dolor le encogía el corazón, el pecho, la boca del estómago. Quería llorar, pero no era el momento ni el lugar adecuado. Lo besó rápidamente en la mejilla y bajó a su camarote.

Gracias a Dios, Rita no estaba allí. Se dejó caer en la estrecha cama y rompió a llorar suavemente sobre la almohada. Por fin, exhausta, se sumió en un inquieto duermevela. Su último pensamiento fue: «Ojalá no descubra nunca que jamás llegué a amarlo. Que crea que fue otro hombre el causante de que me perdiera. Lo primero no podría entenderlo nunca».

Cuando abrió los ojos era de noche. Rita había encendido una lamparilla junto a su cama.

Julie vio a Ramsés, de pie en el centro del camarote, mirándola.

No sintió ningún miedo o inquietud.

Y entonces se dio cuenta de que todavía estaba soñando. En aquel momento despertó del todo y vio que la habitación estaba iluminada y vacía. Si al menos él hubiera estado allí... Lo deseaba dolorosamente. Ya no le importaba el pasado ni el futuro. Sólo lo quería a él, y sin duda él lo sabía.

Cuando entró en el comedor, Ramsés estaba conversando animadamente con los demás.

La mesa estaba cubierta de manjares exóticos.

—No sabíamos si despertarte, querida —dijo Elliott mientras se levantaba para ayudarla a sentarse.

—¡Ah, Julie —exclamó Ramsés—, estos platos nativos son simplemente deliciosos! —

Estaba engullendo un
shish kebab
con hojas de viña y otros platos muy sazonados cuyo nombre desconocía y que se llevaba delicadamente a la boca con los dedos.

—Espere un momento —intervino Alex—; ¿quiere decir que nunca había probado estos platos?

—Bueno, no. En ese absurdo hotel rosado comíamos carne y patatas, si no me falla la memoria—repuso Ramsés—. Y este pollo con canela es algo muy especial.

—Pero... ¿no es usted egipcio? —preguntó Alex, desconcertado.

—Alex, por favor, creo que al señor Ramsey no le gusta hablar de sus orígenes —dijo Julie.

Ramsés rompió a reír y vació de un sorbo un gran vaso de vino.

—Debo confesar que eso es cierto. Pero, si quiere saberlo, sí, soy egipcio.

—¿Pero entonces dónde...?

—Alex, por favor —insistió Julie. Alex se encogió de hombros.

—Es usted de lo más enigmático, Ramsey.

—Pero no se ofenderá usted por eso, ¿verdad, Alexander?

—Si me vuelve a llamar así tendrá que batirse conmigo —declaró Alex.

—¿Qué significa eso?

—Nada —aseguró Elliott, dando unas ligeras palmadas en la mano de su hijo.

Pero Alex no estaba enfadado, ni tampoco ofendido. Miró a Julie a través de la mesa y le dedicó una leve y triste sonrisa, una sonrisa que Julie agradecería durante el resto de su vida.

A mediodía hacía un calor sofocante en Luxor, de modo que esperaron hasta media tarde para bajar a la orilla y emprender el largo paseo a través de las ruinas. Julie observó que Ramsés no sentía deseos de estar solo. Paseaba entre las columnas y altos muros, inmerso en sus pensamientos.

Elliott no había querido renunciar a aquella parte del viaje, por muy penosa que fuera para él. Alex y Samir lo acompañaban. Los tres parecían inmersos en alguna discusión.

—El dolor que sentías va desapareciendo, ¿verdad? —dijo Julie.

—Desaparece cada vez que te miro —respondió Ramsés—. Julie es tan hermosa en Egipto como lo era en Londres.

—¿Estaba todo esto en ruinas la última vez que lo viste?

—Sí. Y tan cubierto por la arena que sólo se veían los capiteles de las columnas. La Avenida de las Esfinges estaba enterrada por completo. Han pasado más de dos mil años desde la última vez que caminé por estos lugares como un mortal. Entonces creía que el reino de Egipto era el mundo civilizado, y que no había más que salvajes fuera de nuestras fronteras.

—Se detuvo y la besó fugazmente en la frente. Enseguida lanzó una mirada culpable en dirección al grupo que los seguía. No, no era de culpabilidad, sino de preocupación.

Ella lo cogió de la mano, y siguieron andando.

—Algún día te lo contaré todo —agregó él—. Te contaré tantas cosas que te aburrirás de oírme. Te contaré cómo vestíamos y cómo hablábamos; cómo comíamos y cómo bailábamos; cómo eran estos templos cuando la pintura todavía relucía en sus muros y yo salía al alba, a mediodía y al anochecer para saludar a los dioses y pronunciar las oraciones que el pueblo esperaba. Pero ahora vamos: ya es hora de cruzar el río y visitar el templo de Ramsés III. Ardo en deseos de verlo.

Hizo una seña a uno de los egipcios con turbante para que los llevara al templo. Julie se alegró de poder librarse del resto del grupo por un rato.

Pero, cuando llegaron al inmenso templo en ruinas, con su bosque de columnas, Ramsés se hundió en un extraño silencio. Miró con gesto ausente los grandes relieves del rey en la batalla.

—Este fue mi primer alumno —dijo por fin—, al que me presenté después de cientos de años de viajes. Había vuelto a morir a Egipto, pero nada podía matarme. Entonces pensé lo que debía hacer: ir a la casa real y convertirme en un guardián, en un maestro. El me creyó, éste, mi hijo lejano. Cuando le hablé de historia, de tierras distantes, él me escuchó.

—¿Y no quiso conseguir el elixir? —preguntó Julie.

Estaban solos entre las ruinas del gran salón, rodeados por pilares esculpidos. El viento del desierto comenzaba a ser más frío y jugaba con los cabel os de Julie. Ramsés la tomó en sus brazos.

—Nunca le dije que yo había sido mortal en otros tiempos —explicó—. Jamás se lo dije a nadie. En mis primeros años de vida inmortal comprendí lo que el secreto podía provocar.

Había visto a mi hijo convertirse en un traidor por su culpa. Por supuesto, fracasó en su intento de apresarme y hacerme confesar el secreto. Entonces le cedí el trono y abandoné Egipto durante varios siglos. Pero aprendí lo que el conocimiento podía hacer. Y muchos siglos después se lo conté a Cleopatra.

Ramsés guardó silencio. Era evidente que no quería seguir. El dolor que lo había atacado en Alejandría había vuelto. La luz había desaparecido de sus ojos. Volvieron al carruaje en silencio.

—Julie, debemos acelerar el viaje —dijo él en el camino de vuelta—. Mañana veremos el Valle de los Reyes y zarparemos hacia El Cairo.

Salieron al amanecer, antes de que el sol se elevara en el cielo.

Julie iba del brazo de Elliott. Ramsés respondía animadamente a las preguntas de éste, y avanzaban despacio por el camino, descendiendo entre tumbas profanadas, turistas, fotógrafos y vendedores ambulantes ataviados con turbantes y sucias
galahiyyas,
que intentaban vender a voces falsificaciones de todo tipo.

Julie estaba sintiendo los efectos del calor. Su gran sombrero de paja no servía de mucho.

Se detuvo un momento y respiró hondo. El hedor a excremento de camello y orina le provocó náuseas.

Un hombre harapiento apareció a su lado y, al bajar la vista, Julie vio una mano negra extendida, con dedos retorcidos como las patas de una araña.

Dejó escapar un grito de horror.

—¡Fuera! —le ordenó Alex con brusquedad—. El comportamiento de estos nativos es intolerable.

—¡Mano de momia! —exclamó el vendedor—. ¡Mano de momia! ¡Muy antigua!

—Seguro —repuso Elliott, y se echó a reír—. Probablemente viene de alguna fábrica de momias en El Cairo.

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