La Momia (28 page)

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Authors: Anne Rice

La había cautivado. Y él mismo, llevado por su extraña obsesión con este misterio, había hecho comprender a Ramsey que también lo sabía.

Ramsey sentía un afecto evidente por Samir. También sentía algo por Julie, aunque no sabía bien qué. ¿Pero qué sentía Ramsey hacia él? Quizá se volviera contra él como contra Henry, «el único testigo».

Pero había algo que no tenía sentido. O, si lo tenía, no le producía miedo; sólo le fascinaba.

Y la incógnita de Henry lo desconcertaba y le repugnaba a la vez. Henry sabía mentir. Y Elliott estaba convencido de que no le había dicho toda la verdad.

No se podía hacer nada más que esperar. Y ayudar en lo posible a Alex, su pobre y vulnerable Alex, que durante la cena no había conseguido ocultar su sufrimiento. Tenía que ayudar a Alex, hacerle ver que iba a perder a la novia de su juventud, porque de eso no cabía la menor duda.

¡Pero cómo estaba disfrutando! Todo aquel misterio lo estaba haciendo rejuvenecer. Hacía muchos, muchos años que no disfrutaba tanto.

Si repasaba los recuerdos felices de su vida, sólo en una ocasión había sentido que estar vivo era tan maravilloso y extraordinario. Entonces estaba en Oxford. Tenía veinte años. Estaba enamorado de Lawrence Stratford, y Lawrence lo estaba de él.

El recuerdo de Lawrence lo destruyó todo de repente. Era como si el frío viento del mar le hubiera helado el corazón. En aquella tumba había ocurrido algo que Henry no se había atrevido a confesarle. Y Ramsey lo sabía. Y, al margen de lo que ocurriera al final de aquella pequeña y peligrosa aventura, Elliott pensaba averiguar la verdad sobre aquella cuestión.

Al cuarto día de viaje Elliott comprendió que Julie no volvería a salir a comer al gran salón; que haría todas sus comidas en su camarote y que probablemente Ramsey la acompañaba.

Henry también había desaparecido casi por completo. Hundido, borracho, se pasaba el día entero metido en su camarote y no solía vestir más que los pantalones, una camisa y la chaqueta del esmoquin. Sin embargo esto no le impedía organizar partidas de cartas con miembros de la tripulación, a los que no les hacía mucha gracia la posibilidad de ser sorprendidos jugando con un pasajero de primera clase. Los rumores decían que Henry estaba ganando mucho, pero los rumores sobre él siempre habían sido los mismos. Tarde o temprano perdería todo lo que había ganado y aún más. Desde hacía mucho tiempo siempre le había ocurrido lo mismo.

Elliott también se daba cuenta de que Julie hacía todo lo posible por no herir a Alex. Los dos daban su paseo vespertino por cubierta lloviera o hiciera sol, y de vez en cuando bailaban un rato después de la cena. Ramsey siempre estaba allí, contemplándolos con sorprendente ecuanimidad y dispuesto a saltar en cualquier momento a bailar con Julie. Pero era evidente que habían acordado que Julie no desatendería a Alex.

En las breves excursiones a tierra, que el físico de Elliott no podía resistir, Julie, Samir, Ramsey y Alex siempre iban juntos. Invariablemente Alex volvía algo asqueado. No le gustaban los extranjeros demasiado. Julie y Samir siempre regresaban satisfechos, y Ramsey volvía entusiasmado por lo que había visto, en especial si había encontrado un cine o una librería inglesa.

Elliott apreciaba el cuidado con que Julie trataba a Alex. Después de todo, aquel barco no era el lugar apropiado para que Alex comprendiera toda la verdad, y Julie se daba cuenta de ello. Por otra parte, quizás Alex ya presentía que había perdido la primera gran batal a de su vida. En realidad Alex era demasiado amable y considerado para revelar lo que sentía, y hasta era probable que ni él mismo lo supiera.

Para Elliott la verdadera aventura del viaje era conocer a Ramsey, observarlo y descubrir en él cosas que a los demás parecían pasarles inadvertidas, lo cual no habría sido posible de no ser Ramsey un ser increíblemente sociable.

De vez en cuando Ramsey, Elliott, Samir y Alex jugaban una partida de billar, durante la cual Ramsey hablaba sin parar de todo tipo de temas y hacía preguntas sin fin.

Sobre todo le interesaba la ciencia moderna, y Elliott no se cansaba de ilustrarlo acerca de la teoría de la célula, el sistema circulatorio, los gérmenes y otras causas de enfermedades. El concepto de la vacuna le fascinaba de forma especial.

Ramsey pasaba casi todas las noches en la biblioteca, estudiando a Darwin y Malthus, devorando tratados sobre la electricidad, el telégrafo, el automóvil o la astronomía.

El arte moderno también despertaba en él un interés particular. Los puntillistas y los impresionistas le intrigaban profundamente, y las novelas de los realistas rusos (Tolstoi y Dostoievski), recién traducidas al inglés, lo habían conmovido de forma singular. Su capacidad de lectura y asimilación de conocimientos era maravillosa.

Al sexto día de viaje, Ramsey consiguió una máquina de escribir. Con el permiso del capitán, la pidió prestada en las oficinas del barco, y a partir de entonces empezó a dedicar horas enteras a mecanografiar listas interminables de las cosas que quería hacer, algunas de las cuales pudo leer Elliott en sus visitas al camarote del egipcio. Eran anotaciones como

«Visitar El Prado, en Madrid; conducir un aeroplano tan pronto como sea posible».

Al fin Elliott acabó por darse cuenta de que aquel hombre no necesitaba dormir. A cualquier hora del día o de la noche podía encontrar a Ramsey haciendo algo en algún lugar. Cuando no estaba en el cine o en la biblioteca (o escribiendo a máquina en su habitación) estaba con el oficial de guardia en la sala de mapas o en la cabina de radio. A los dos días de haber zarpado, Ramsey conocía a toda la tripulación y a la mayor parte del servicio por el nombre de pila. Su capacidad para seducir a la gente era extraordinaria.

Una mañana Elliott había entrado en la sala de baile y había visto a un puñado de músicos tocando para Ramsey, que bailaba solo una danza curiosamente lenta y primitiva, similar a las que bailan los marineros griegos en las tabernas. La imagen de aquel hombre bailando en soledad, con la camisa blanca desabrochada hasta la cintura, lo había conmovido profundamente. Le había parecido un crimen espiar algo tan íntimo. Elliott se había dado media vuelta y había subido a cubierta a fumar en soledad.

Era sorprendente que Ramsés fuese tan accesible. Pero lo más extraño del asunto era cómo se estaba encariñando Elliott con aquel ser misterioso.

Cuando pensaba mucho en ello acababa sintiendo un verdadero dolor. Pensó muchas veces en las palabras que había pronunciado apresuradamente antes de salir de viaje: «Quiero conocerlo». ¡Qué ciertas habían resultado ser! ¡Qué satisfactoria, qué apasionante estaba resultando toda la experiencia!

Pero entonces llegaba el dolor, el miedo: «Aquí hay algo que va más allá de la fantasía más descabellada». Y Elliott no quería ser excluido de ella.

También era sorprendente que su hijo, Alex, encontrara a Ramsey simplemente raro o

«gracioso», que no le intrigara. ¿Pero qué podía intrigar a Alex? Había hecho amistades rápidas y superficiales, como las que solía hacer siempre, con docenas de pasajeros. Al parecer, lo estaba pasando muy bien, como siempre le ocurría al margen de lo que estuviera sucediendo. «Y eso será su salvación —pensó Elliott—: que no siente nada con demasiada profundidad.»

En cuanto a Samir, era silencioso por naturaleza, y nunca hablaba mucho. Pero había algo casi religioso en su actitud hacia Ramsey, y era evidente que se había convertido en un auténtico servidor de éste. Sólo se ponía nervioso cuando Elliott pedía a Ramsey su opinión sobre temas históricos, y lo mismo le sucedía a Julie.

—Explíqueme lo que quiere decir —preguntó Elliott al manifestar Ramsey que el latín había hecho posible un tipo de pensamiento completamente nuevo—. Yo creo que las ideas vienen primero y el lenguaje para expresarlas, después.

—No, eso no es cierto. Incluso en Italia, donde nació el latín, el lenguaje hizo posible la evolución de ideas que de otra forma no hubieran surgido. Y en Grecia sucedió lo mismo, eso es indudable.

—Pues yo diría que la cultura romana se desarrolló en Italia por lo benigno de su clima.

Creo que es necesario un cambio radical de clima durante el año para que una civilización progrese. Mire a los pueblos de la selva o de los hielos del norte. Son pueblos limitados, porque el clima es el mismo todo el año...

Casi invariablemente Julie interrumpía estas discusiones, lo que molestaba a Elliott en grado sumo.

Julie y Samir también solían palidecer cuando Ramsey realizaba sus entusiastas afirmaciones.

—Julie, tenemos que deshacernos del pasado cuanto antes. ¡Hay tanto que descubrir! Los rayos X. ¿Sabes lo que son, Julie? Y tenemos que ir al Polo Norte en aeroplano.

Estos comentarios divertían a la gente. Otros pasajeros, igualmente seducidos por su encanto, parecían ver a Ramsey, no como un ser de extraordinaria inteligencia, sino como a alguien un tanto retrasado. Era gente refinada que, sin sospechar la verdadera razón de sus extrañas exclamaciones, lo trataba con amabilidad e indulgencia.

No era ése el caso de Elliott, que lo bombardeaba a preguntas.

—¿Cómo eran realmente las batallas de la antigüedad? Quiero decir, conocemos los relieves del templo de Ramsés III...

—Ah, ése fue un digno descendiente...

—¿Perdón, cómo ha dicho?

—Un digno descendiente de Ramsés II, eso es todo.

—¿Pero tomaban parte los faraones en la lucha?

—Por supuesto. El faraón cabalgaba a la cabeza de sus tropas. Era el símbolo en acción.

En una sola batalla el faraón podía destrozar doscientos cráneos con su maza, y luego recorría el campo de batalla ejecutando a los heridos de la misma forma. Cuando se retiraba a su tienda, tenía los brazos cubiertos de sangre hasta los codos. Pero recuerde que eso era lo que se esperaba de él. Si el faraón caía... bien, la batalla había terminado.

Elliott guardó silencio.

—No comprende estas cosas, ¿verdad? —continuó diciendo Ramsés—. Y, sin embargo, la guerra moderna es terrible. En la última guerra de África murieron miles de hombres destrozados por la pólvora. Y la guerra civil norteamericana... ¡qué horror! Las cosas cambian, pero siguen siendo las mismas...

—Exacto. ¿Sería usted capaz de hacer una cosa así? ¿Aplastar cráneos uno detrás de otro? Ramsey sonrió.

—Es usted valiente, lord Rutherford. Sí, podría hacerlo. Y usted también, si hubiera sido faraón y hubiera estado al í. También usted lo habría hecho.

El barco continuaba su lento camino a través del mar gris. La costa de África apareció en el horizonte. La travesía tocaba a su fin.

Había sido otra noche perfecta. Alex se había retirado pronto, y Julie había pasado horas bailando con Ramsés. Y había bebido demasiado vino.

Estaban los dos de pie en el pasillo, delante del camarote de Julie. Como siempre, ella sentía la tentación y a la vez la desesperación de saber que no debía ceder.

Pero no había esperado que Ramsés la tomara en sus brazos y, apretándola contra la pared, la besara con mayor violencia de la habitual, con una dolorosa ansiedad. Julie se debatió y se liberó de su abrazo, al borde de las lágrimas. Alzó una mano para abofetearlo, pero no lo hizo.

—¿Por qué intentas forzarme?

La mirada de Ramsés le dio miedo.

—Estoy hambriento —contestó él sin el menor rastro de ternura—. Hambriento de ti, de todo: de comida, de bebida, de sol y de vida, pero sobre todo de ti. Me hace sufrir, y mi paciencia se está agotando.

—Dios mío —susurró el a, cubriéndose la cara con las manos. ¿Por qué se resistía? Por el momento no lo sabía.

—Es el efecto de la poción que corre por mis venas —explicó él—. No necesito nada, pero nada me llena. Sólo el amor, quizá. Por eso espero —añadió con voz más calmada—.

Esperaré a que me ames. Si es eso lo necesario.

Ella se echó a reír. De repente lo veía todo claro.

—Oh, Ramsés, a pesar de toda tu sabiduría, esta vez te equivocas. Lo que hace falta es que tú me ames a mí.

Él palideció y asintió lentamente con la cabeza. Parecía no saber qué decir. Julie se preguntó qué estaría pensando.

Abrió la puerta de su camarote y entró en él con rapidez. Se sentó en el sofá y enterró la cara entre las manos. ¡Qué infantiles habían sonado sus palabras, y qué ciertas eran! Rompió a llorar calladamente, confiando en que Rita no la oyera.

El piloto le había dicho que faltaban veinticuatro horas para llegar a Alejandría.

Ramsés apoyó los codos en la barandilla de cubierta e intentó ver a través de la densa bruma que cubría el mar.

Eran las cuatro. Ni siquiera el duque de Rutherford estaba levantado. Samir dormía profundamente la última vez que había pasado por su camarote, así que tenía la cubierta para él solo.

Le encantaba. Le parecía maravilloso sentir el profundo ronroneo de las máquinas a través del gran casco de acero. Le maravillaba la fuerza pura del barco. Ah, el hombre del siglo XX

entre sus grandes máquinas e inventos... Y lo paradójico era que, aunque seguía siendo el mismo animal de dos patas que había sido siempre, sus invenciones eran extraordinarias.

Sacó del bolsillo uno de los cigarros que le había regalado el duque de Rutherford y lo encendió protegiéndolo del viento con la mano. No veía el humo, que desaparecía rápidamente, pero sentía su divino sabor. Cerró los ojos y saboreó el viento, y se permitió pensar en Julie, ahora que ya estaba a salvo en su camarote.

Pero Julie Stratford se desvaneció. Era Cleopatra a quien veía. «En veinticuatro horas estaremos en Alejandría.»

Volvió a ver el salón de conferencias del palacio con su gran mesa de mármol y sentada frente a el a a la joven reina (entonces tan joven como Julie Stratford ahora), conversando con sus consejeros y embajadores.

El había contemplado la escena desde una cámara contigua. Había pasado mucho tiempo fuera de Egipto, viajando por el norte y el este, visitando reinos que no había conocido en siglos anteriores. Y al volver, la noche anterior, había ido directamente a los aposentos de Cleopatra.

Habían pasado la noche entera haciendo el amor; por las ventanas abiertas entraba el olor del mar. Ella estaba tan hambrienta de él como él de ella. Aunque había poseído a cientos de mujeres en los meses anteriores, sólo podía amar a Cleopatra. Habían hecho el amor con tanta violencia que al final él casi le había hecho daño. Pero ella lo había incitado a que siguiera, aferrándose a él con brazos y piernas, recibiéndolo en su cuerpo una y otra vez.

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