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Authors: Anne Rice

La Momia (31 page)

Pero Ramsés estaba mirando al egipcio y a la mano como si estuviera en trance. En los ojos del hombre apareció una mirada de terror. Ramsés le arrebató la mano reseca, y el vendedor cayó de rodillas y comenzó a retroceder.

—¿Qué demonios...? —dijo Alex—. No querrá comprar esa asquerosidad.

Ramsés miraba absorto la mano y los fragmentos de vendas que todavía seguían pegados a ella.

Julie se dio cuenta de que ocurría algo. ¿Estaba horrorizado por el sacrilegio? ¿O aquel miembro cercenado tenía otra fascinación para él? Fugazmente volvió a su memoria el recuerdo de la momia en el sarcófago, en la biblioteca de su padre. El ser al que más amaba en el mundo había sido antes aquella momia. Le pareció que había transcurrido un siglo desde entonces.

Elliott contemplaba la escena con aguda concentración.

—¿Qué ocurre, mi señor? —preguntó Samir en voz baja. ¿Lo habría oído Elliott?

Ramsés sacó del bolsillo varias monedas y las tiró en dirección al aterrorizado vendedor. El hombre las recogió apresuradamente del suelo y salió huyendo como alma que lleva el diablo.

Entonces Ramsés sacó su pañuelo, envolvió con cuidado la mano y se la guardó en el bolsillo.

—¿Qué nos estaba diciendo? —inquirió Elliott con despreocupación, reanudando la conversación como si nada hubiera sucedido—. Creo que decía que el tema dominante de nuestro tiempo es el cambio.

—Sí —respondió Ramsés con un suspiro. Parecía ver el valle desde una nueva perspectiva.

Miraba con ojos ausentes las puertas abiertas de las tumbas, los perros tumbados al sol.

—Y el tema dominante de los tiempos antiguos —continuó Elliott— era que las cosas seguirían siempre igual.

Julie veía los sutiles cambios que se estaban produciendo en el rostro de Ramsés, la vaga sombra de desesperación. Aún así, respondió a Elliott con voz suave, mientras seguían caminando.

—Sí. No había concepto de progreso. Pero entonces el concepto del tiempo tampoco estaba tan desarrol ado como ahora. Con el nacimiento de cada rey se comenzaban a contar los años de una nueva era. Pero eso ya lo sabe usted. Nadie contaba el tiempo por siglos. No estoy seguro de que el egipcio común hubiera comprendido la idea de siglo.

Estaban en Abu Simbel. Por fin habían llegado al mayor de los templos de Ramsés. La excursión a tierra había sido breve a causa del calor, pero ahora el frío viento nocturno barría el desierto.

Julie y Ramsés descendieron por una escalera de cuerda al bote. Ella se arropó con el chal que llevaba sobre los hombros. La luna colgaba peligrosamente baja sobre el agua reluciente.

Con la ayuda de un sirviente nativo, montaron en los camellos que los esperaban y partieron hacia el gran templo que albergaba las mayores estatuas de Ramsés que todavía seguían en pie.

Era emocionante montar aquellas inmensas y terribles bestias, y Julie reía sin cesar. No se atrevía a mirar al suelo, y se alegró cuando los camellos se detuvieron, Ramsés desmontó de un salto y la ayudó a bajar del suyo.

El sirviente se llevó a los animales, y Ramsés y el a quedaron solos bajo el cielo estrellado.

A lo lejos se veía la luz procedente del pequeño campamento. Julie vio la linterna que brillaba a través de la tela de la tienda y distinguió la pequeña fogata danzando al viento, desvaneciéndose un momento para volver a brotar al siguiente con un fuerte brillo dorado.

Entraron en el templo y pasaron bajo las piernas gigantes del faraón. Si había lágrimas en los ojos de Ramsés, el viento debió de llevárselas, pero Julie sí oía sus suspiros, y al cogerle la mano sintió un leve temblor.

—¿Adonde fuiste cuando terminó tu reinado? —preguntó ella—. Cediste el trono a Meneptah y te fuiste...

—Viajé por todo el mundo, todo lo lejos que fui capaz; tan lejos como ningún hombre había sido capaz. Entonces conocí los grandes bosques de Britannia. Sus habitantes vestían con pieles y se escondían tras los árboles para disparar sus arcos de madera. Fui al Lejano Oriente, y conocí ciudades de las que ya no queda rastro. Estaba comenzando a comprender que el elixir tenía sobre mi cerebro el mismo efecto que sobre mis miembros. Podía aprender lenguas en pocos días, adaptarme a todo con gran rapidez. Pero inevitablemente llegaba... la confusión.

—¿Qué quieres decir? —inquinó el a. Se habían detenido. El cielo estrel ado iluminaba sus rostros cuando él la miró a los ojos.

—Ya no era Ramsés. Ya no era rey. No tenía patria.

—Comprendo.

—Me dije a mí mismo que el mundo entero era mi patria. Tenía que recorrerlo, que verlo todo. Pero no era cierto. Tenía que volver a Egipto.

—Y fue entonces cuando quisiste morir.

—Y me presenté al faraón Ramsés III y le dije que había sido enviado para ser su guardián.

Pero eso fue después de comprobar que ningún veneno me afectaba. Ni siquiera el fuego podía matarme. Herirme sí, más que a cualquier humano, pero no matarme. Era inmortal. Un sorbo del elixir me había hecho aquello. ¡Inmortal!

—Es muy cruel —suspiró ella. Pero había cosas que aún no comprendía, y que no se atrevía a preguntar. Pensó que debía tener paciencia.

—Hubo otros muchos después de mi valiente Ramsés III. Y también grandes reinas. Me presentaba a ellos cuando me venía en gana. Para entonces ya me había convertido en una leyenda: el fantasma que sólo hablaba a los reyes de Egipto. Mi aparición era considerada una bendición. Y, desde luego, tenía mi vida secreta. Recorría sin descanso las calles de Tebas como un hombre cualquiera, buscando compañía, mujeres, bebiendo en las tabernas...

—¿Pero nadie sabía tu secreto? —Julie sacudió la cabeza con incredulidad—. No sé cómo pudiste resistirlo.

—Al final no pude —repuso él con tristeza—. Por ello escribí mi historia en los rollos que tu padre encontró en mi tumba. Pero en aquellos tiempos yo era más valiente. Y tenía amor, Julie.

Debes tener eso en cuenta.

Hizo una pausa y pareció escuchar el viento.

—Me adoraban —continuó—. Era como si hubiera muerto, y me hubiera convertido en lo que decía ser: en guardián de la casa real, protector de los reyes, azote de los malvados; leal, no al rey, sino al reino.

—¿No se sienten nunca solos los dioses? El rió suavemente.

—Sabes la respuesta. Pero no comprendes el poder de la poción que me convirtió en lo que soy. Yo mismo no lo comprendo del todo. ¡Cuántas locuras hice en aquellos años, cuando experimentaba con mi cuerpo como un médico! —Una mirada de amargura cruzó sus ojos—.

Comprender este mundo, ésa es nuestra tarea, ¿no crees? Y hasta las cosas más simples se nos resisten.

—Sí, eso es muy cierto —susurró ella.

—En los momentos más duros, flaqueó mi fe. Yo lo comprendía, pero los que me rodeaban no. «También esto pasará», decían. Pero al final estaba tan hastiado, tan cansado...

Ramsés le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí, mientras salían del templo.

El viento se había calmado. El le daba calor con su cuerpo.

—Los griegos habían llegado a nuestras tierras: Alejandro Magno, el constructor de ciudades, el hacedor de nuevos dioses. Yo sólo deseaba el sueño eterno. Y sin embargo tenía miedo, como cualquier mortal.

—Lo sé —murmuró ella. Un escalofrío le recorrió la columna.

—Al fin busqué la solución del cobarde: entré en la tumba, en la oscuridad, sabiendo que me debilitaría gradualmente hasta caer en un sueño profundo del que yo solo no podría despertar. Pero los sacerdotes de la casa real sabrían dónde me encontraba y también que la luz del sol podía hacerme despertar. Transmitirían el secreto a cada nuevo rey, con la advertencia de que, si se me despertaba, debía ser para el bien de Egipto. Y que cualquiera que lo hiciese por curiosidad o con fines malvados sufriría mi venganza.

Cruzaron las puertas del templo, y Ramsés se volvió para dedicarle una última mirada. En lo alto, el rostro del rey estaba bañado por la luz de la luna.

—¿Eras consciente de algo mientras dormías?

—No lo sé. ¡Yo mismo me lo he preguntado muchas veces! De vez en cuando me sentía a punto de despertar, de eso estoy seguro. Y soñaba; ¡dioses, cómo soñaba! No había urgencia ni ansia, pero no podía despertar. No tenía fuerza para tirar de la cadena que permitiría entrar a la luz del sol. Quizá de algún modo sabía lo que había ocurrido en el mundo exterior. Desde luego no me sorprendió saberlo después. Me había convertido en una leyenda: Ramsés el Maldito, Ramsés el Inmortal, que dormía en su cueva esperando que un valiente monarca de Egipto lo despertara. Pero pienso que en el fondo no lo creían. Hasta que...

—Llegó ella.

—Ella fue la última reina de Egipto. Y la única a la que conté toda la verdad.

—¿Pero de verdad rechazó el elixir?

El hizo una pausa. Era como si se resistiera a responder.

—A su manera, sí lo rechazó. Creo que no llegó a comprender lo que era el elixir. Después me pediría que se lo diera a Marco Antonio.

—Comprendo.

—Marco Antonio era un hombre que había destruido su propia vida y la de ella. Pero Cleopatra no sabía lo que me estaba pidiendo. No lo comprendía, no se daba cuenta de lo que habrían sido un rey y una reina egoístas con tal poder. Y también habrían querido la fórmula.

¿No habría deseado Marco Antonio tener ejércitos inmortales?

—¡Dios santo! —susurró ella.

Ramsés se apartó súbitamente de ella. Estaban ya a cierta distancia del templo. Ramsés se volvió y miró por última vez las grandes estatuas sentadas que custodiaban la entrada.

—¿Pero por qué escribiste la historia en los rollos? —preguntó ella.

—Por cobardía, mi amor; por cobardía y con la esperanza de que alguien encontrara mi cuerpo y mi historia y me quitara el peso de este secreto de los hombros. Había fracasado, mi amor. Había perdido las fuerzas. Por ello decidí dormir y dejé allí mi historia... como una ofrenda al destino.

Ella se acercó y lo rodeó con sus brazos, pero Ramsés no la miró. Seguía observando las estatuas con los ojos llenos de lágrimas.

—Quizá soñé que algún día despertaría en un nuevo mundo, en el que habría personas más sabias. Quizá soñé que encontraría a alguien... que aceptara el desafío. —Le flaqueó la voz—. Que dejaría de ser un vagabundo solitario. Que Ramsés el Maldito se convertiría de nuevo en Ramsés el Inmortal.

Ramsés la miró como si sus propias palabras lo sorprendieran. Entonces la tomó por los hombros y la besó.

Ella se entregó al beso con toda su alma. Sintió que sus brazos la levantaban en el aire.

Apoyó la cabeza en su pecho mientras él echaba a andar hacia la tienda. Las estrellas caían sobre las distantes colinas. El desierto era un mar tranquilo que rodeaba el cálido refugio en el que entraron.

Olía a incienso y a cera. Ramsés la depositó en un lecho de almohadones de seda tendido sobre una alfombra de flores oscuras. Las danzarinas llamas de las velas le hicieron cerrar los ojos. La seda estaba impregnada de un suave perfume. Ramsés había preparado todo aquello para ella, para él mismo, para aquel momento.

—Te amo, Julie Stratford —le susurró al oído—. Mi reina inglesa. Mi bel a reina más allá del tiempo.

Sus besos la paralizaban. Estaba tendida, con los ojos cerrados, y le dejó abrir la blusa de encaje, desabrocharle la falda. Lujuriosamente indefensa, dejó que le arrancara el corsé y las largas enaguas de seda. Julie quedó desnuda, mirándolo mientras se despojaba de sus ropas.

Tenía el aspecto de un rey. Su pecho desnudo brillaba a la luz de las velas; su sexo estaba erguido y dispuesto para ella. Entonces Julie sintió el maravilloso peso de aquel hombre sobre ella, aplastándola. Brotaron lágrimas de sus ojos, lágrimas de alivio, y un suave gemido escapó de sus labios.

—Derriba la puerta —susurró—, la puerta de mi virginidad. Ábrela. Soy tuya para siempre.

El rompió el sello. Una aguda punzada de dolor explotó en su interior y dio paso al instante a una pasión sin límites. Julie lo besó con desesperación. Sintió el sabor de la sal y el calor de su cuello, de su rostro, de sus hombros. Él la penetró profundamente una y otra vez, y ella arqueó la espalda, alzándose, apretándose contra él.

Cuando la primera oleada de placer estalló, Julie gritó como si fuera a morir. Oyó el profundo gruñido que escapó de la garganta de Ramsés al alcanzar el éxtasis. Pero no era más que el principio.

Elliott había visto alejarse el bote. Con los binoculares pudo distinguir la tenue luz del campamento entre las dunas, así como la diminuta figura del sirviente y los camellos.

Entonces atravesó la cubierta lentamente, sin atreverse a usar el bastón para no hacer ruido, y giró el pomo de la puerta de Ramsés.

Estaba abierta. Entró sigilosamente en la pequeña y oscura habitación.

«Ah, esta obsesión me ha convertido en un ladrón», pensó. Pero no se detuvo. No sabía cuánto tiempo tendría. A la luz de la luna que entraba por la puerta, registró el armario, lleno de ropa pulcramente ordenada, los cajones de la mesa, y todo lo demás. No había ninguna fórmula secreta en aquella habitación. A no ser que estuviera muy bien escondida.

Al poco rato abandonó la búsqueda. Se inclinó un momento sobre la mesa y miró los libros de biología abiertos. Y entonces vio por el rabillo del ojo algo negro y horrible que lo sobresaltó.

No era más que la mano marchita y retorcida de la momia.

Se sintió estúpido y avergonzado, pero permaneció allí, mirando aquella cosa. El corazón le latía peligrosamente en el pecho, y de repente sintió el lacerante dolor y el hormigueo en el brazo izquierdo que solían acompañar a tales sobresaltos. Intentó recuperar la tranquilidad respirando muy lentamente.

Por fin salió del camarote y cerró la puerta tras de sí.

«Soy un ladrón», pensó, y se dirigió de vuelta al salón apoyándose en su bastón con puño de plata.

Casi había amanecido. Hacía horas que habían abandonado la calidez de la tienda y se habían dirigido al templo desierto, envueltos tan sólo en las sábanas de seda. Habían hecho el amor sobre la arena una y otra vez. Y después él, el rey que había construido aquella casa, había rodado boca arriba y se había quedado mirando las estrellas.

No dijeron nada. Julie sentía la calidez de aquel maravilloso cuerpo contra el suyo. Y la suavidad de la sábana que la envolvía.

Justo antes del amanecer, Elliott despertó. Se había quedado dormido en un sillón. Oyó el ronroneo del bote que se aproximaba, y luego el crujir de la escalera de cuerda al subir los dos amantes a bordo. Escuchó sus pasos furtivos en cubierta. Y se hizo de nuevo el silencio.

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