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Authors: Anne Rice

La Momia (33 page)

Y habían pasado varios días desde la última vez que había salido de la casa, excepto para desayunar en el jardín. Le gustaba aquel jardín. Le gustaba estar en un mundo completamente cerrado. Le gustaba el pequeño estanque, el tilo, e incluso el loro de Malenka, un loro gris africano que no carecía de interés.

El lugar tenía un aire lujurioso y abandonado que lo atraía. A media noche la sed solía despertarlo, y entonces tanteaba el suelo en busca de su botella y se sentaba en el salón entre almohadones bordados a escuchar en el gramófono los discos de
Aída.
Entrecerraba los ojos y los colores se confundían.

Así era exactamente la vida que él deseaba: juego, bebida, un lugar propio y seguro. Y una mujer cálida y voluptuosa que se desnudara cada vez que él chasqueara los dedos.

La hacía vestirse con sus trajes de baile en casa. Le gustaba ver su vientre plano y brillante y sus pechos erguidos bajo el satén púrpura. Le gustaban los grandes aros que llevaba en las orejas y la fina cabellera que le caía por la espalda. Le gustaba agarrar aquellos espesos cabellos y atraer suavemente a Malenka hacia sí.

Ah, era la mujer perfecta para él. Le lavaba las camisas y le planchaba la ropa, y se encargaba de que nunca le faltara tabaco. Y le traía revistas y periódicos cuando él se los pedía.

Pero aquello cada vez le interesaba menos. El mundo exterior no existía, excepto en sus sueños sobre San Francisco.

Por eso le contrarió que llamaran a la puerta. Era un telegrama. No debía haber dejado aquella dirección en el Shepheard's. Pero no tenía elección, si quería recibir el dinero que le iba a enviar su padre. Era muy importante no enfurecerlo antes de llegar a algún acuerdo.

Con expresión fría y desagradable el francés esperó a que abriera el sobre amarillo y comprobara que el mensaje no era de su padre, sino de Elliott.

—Maldita sea —murmuró—. Están a punto de llegar. —Se lo dio a Malenka—. Plánchame el traje. Tengo que volver al hotel.

—No puedes retirarte ahora —dijo el francés. El alemán inhaló una larga bocanada de su cigarro. Era incluso más estúpido que el francés.

—¿Quién ha dicho que vaya a retirarme? —replicó Henry. Barajó con destreza y repartió cartas.

Iría a Shepheard's más tarde y se daría una vuelta por sus habitaciones. Pero no se quedaría a dormir allí.

—Yo ya tengo suficiente —dijo el alemán enseñando los dientes amarillentos.

El francés se quedaría fácilmente hasta las diez o las once.

El Cairo. Aquel lugar no había sido más que desierto en tiempos de Ramsés, aunque un poco más al sur estaba Saqqara, adonde había peregrinado en una ocasión para ver la pirámide del primer rey de Egipto. Y desde luego también había visitado las pirámides de sus grandes antepasados.

Y ahora era una metrópolis aún mayor que Alejandría. El sector británico no se diferenciaba en nada de cualquier barrio alto de Londres, excepto en que hacía demasiado calor: calles pavimentadas, árboles cuidadosamente podados... También había numerosos automóviles, cuyos rugidos y bocinazos espantaban a los camellos y asnos. El Shepheard's Hotel era otro palacio «tropical» con grandes porches, contraventanas de tablillas y unos cuantos objetos de aire egipcio repartidos por aquí y por allá, poblado por los mismos turistas ricos que había visto en Alejandría.

Delante de los dos ascensores de hierro habían puesto un gran anuncio de la ópera:
Aída.
Y

una vulgar ilustración de dos egipcios antiguos abrazados entre palmeras y pirámides. En primer plano aparecía otra ilustración encerrada en un óvalo que representaba a una pareja moderna bailando.

BAILE DE LA OPERA

—APERTURA DE LA TEMPORADA—

SHEPHEARD'S HOTEL

Muy bien, si aquello era lo que quería Julie... Tenía que confesar que le apetecía ver un gran teatro y escuchar una verdadera orquesta. ¡Oh, había tantas cosas que ver!

Pero debía aguantar los últimos días en su tierra natal sin protestar. Había una buena biblioteca en El Cairo, según le había dicho Elliott. Se dedicaría a estudiar, y una noche haría una escapada para visitar a la Esfinge y hablar con los espíritus de sus antepasados.

Y no es que creyera que estaban realmente allí, no. Ni siquiera en los tiempos antiguos había creído en los dioses, quizá porque los hombres lo consideraban a él uno de ellos. Y él sabía perfectamente que no lo era.

¿Hubiera abatido un dios a la sacerdotisa con su espada tras beber el elixir? Pero él ya no era el hombre que había hecho aquello. No; si la vida le había enseñado algo, era el significado de la crueldad.

Era el espíritu de la ciencia moderna lo que adoraba ahora. Soñaba con un laboratorio en algún lugar tranquilo y aislado, donde pudiera descomponer químicamente el elixir. Conocía los ingredientes, por supuesto, y sabía que podía encontrarlos con tanta facilidad como mil años antes. Había visto aquel pescado en los mercados de Luxor. Había visto saltar a las mismas ranas en los pantanos del Nilo, y las plantas seguían creciendo salvajemente en aquellos pantanos.

Pero el laboratorio tendría que esperar. Julie y él tenían que hacer todavía muchos viajes. Y

antes de poder hacerlo, ella también tenía que despedirse de los que amaba. Cuando pensó que Julie iba a renunciar a su hermoso y opulento mundo, sintió un escalofrío. Por muchas que fueran sus inquietudes, la quería demasiado para intentar disuadirla.

Y también estaba pendiente el asunto de Henry, que no se había atrevido a aparecer ante ellos desde que habían llegado. Henry, que había montado un garito de juego en la casa de una bailarina en el viejo Cairo.

Los empleados no habían tardado en darles la información. Al parecer el joven Stratford les había pagado muy poco por ocultar sus excesos.

¿Pero qué podía hacer Ramsés con la información, si Julie no lo dejaba actuar? Desde luego, no podía dejar a aquel hombre con vida cuando abandonaran El Cairo. ¿Pero cómo hacerlo para que Julie no sufriera más?

Elliott estaba sentado en su cama con la espalda apoyada en el recargado cabecero y el mosquitero recogido a los lados. Era agradable volver a estar en una
suite
del Shepheard's.

El dolor de la cadera era casi insoportable. Los largos paseos por Luxor y Abu Simbel lo habían dejado exhausto. Tenía también una ligera congestión pulmonar y desde hacía días el corazón le latía demasiado rápido con cierta frecuencia.

Miró a Henry, que caminaba arriba y abajo por la
suite
de estilo colonial con la habitual decoración a base de mobiliario Victoriano y decoración egipcia en las paredes.

Henry tenía ya todo el aspecto de un bebedor empedernido, con su traje de lino arrugado, la piel amarillenta pero rubicunda y el pulso firme por el efecto del whisky.

De hecho su vaso ya estaba vacío, pero Elliott no tenía la menor intención de indicar a Walter que se lo rellenara. La antipatía de Elliott hacia Henry había alcanzado su clímax. El habla arrastrada e incoherente de Henry le repugnaba profundamente.

—... No hay razón en el mundo por la que deba hacer el viaje de vuelta con ella. Es perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Y desde luego tampoco pienso quedarme en el Shepheard's...

—¿Por qué me cuentas todo eso? —preguntó Elliott—. Escribe a tu padre.

—Ya lo he hecho. Pero quería aconsejarte que no le digas que vine a El Cairo cuando vosotros emprendisteis ese estúpido viaje al sur. Te aconsejo que no me descubras.

—¿Por qué?

—Porque sé lo que estás tramando. —Henry se volvió con brusquedad y lo miró con ojos iluminados por el alcohol—. Sé para qué has venido hasta aquí. ¡No tiene nada que ver con Julie! Sabes que esa cosa es un monstruo. Te diste cuenta durante el viaje. Sabes que es cierto que lo vi salir del sarcófago...

—Tu estupidez no tiene límites.

—¿Qué estás diciendo? —Henry se apoyó en los pies de la cama, como si quisiera asustar a Elliott.

—Viste a un nombre inmortal levantarse de la tumba, estúpido. ¿Por qué huyes de él con el rabo entre las piernas?

—Eres tú el estúpido, Elliott. Es antinatural. Es... monstruoso. Y, si intenta acercárseme, diré lo que sé, sobre él y sobre ti.

—Estás perdiendo la memoria además de la cabeza. Todo eso ya lo has contado. Y fuiste el hazmerreír de Londres durante veinticuatro horas, probablemente lo único por lo que se te recordará.

—Crees que eres muy listo, maldito mendigo aristócrata. Te atreves a darme lecciones,

¿verdad? ¿Ya se te ha olvidado nuestro pequeño fin de semana en París? —Dedicó a Elliott una sonrisa malévola. Volvió a coger el vaso y vio que estaba vacío—. Tú vendiste tu título por la fortuna de una norteamericana, y venderás el de tu hijo por el dinero de los Stratford. ¡Y

estás persiguiendo a ese monstruo inmundo! En realidad crees esa locura, esa estúpida idea del elixir.

—¿Tú no?

—Claro que no.

—¿Entonces cómo explicas lo que viste? Henry hizo una pausa, sin dejar de mover los ojos en todas las direcciones.

—Tiene algún truco, alguna explicación. Pero no hay un maldito medicamento que dé la vida eterna. Es una locura. Elliott lanzó una risita.

—Quizás era un truco con espejos.

—¿Qué?

—El monstruo que salió del sarcófago e intentó estrangularte —explicó Elliott.

Los ojos de Henry relampaguearon de ira.

—Quizá deba contarle a mi prima que la estás espiando, que quieres el elixir. Quizá deba decírselo.

—Ya lo sabe. Y él también.

Henry miró el fondo del vaso vacío con gesto de frustración.

—Vete de aquí —dijo Elliott—. Ve a donde te dé la gana.

—Si mi padre se pone en contacto contigo, déjame un mensaje en recepción.

—¿Sí? ¿Se supone que no sé que estás viviendo con esa bailarina, Malenka? Todo el mundo lo sabe. Es el escándalo del momento: Henry en el viejo Cairo con su baraja y su bailarina.

Henry apretó los dientes.

Elliott miró hacia las ventanas. El sol brillaba suavemente. No apartó la vista de la luz hasta que oyó cerrarse la puerta. Esperó unos momentos, levantó el auricular del teléfono y pidió hablar con recepción.

—¿Tienen una dirección de Henry Stratford?

—Ha dado instrucciones de que no se le dé a nadie, señor.

—Bien, soy el duque de Rutherford, amigo íntimo de la familia. Por favor, déme esa dirección.

La memorizó rápidamente, dio las gracias al recepcionista y colgó. Conocía la calle. Estaba en el viejo Cairo, a pocos metros del Babylon, el club francés donde bailaba Malenka.

Lawrence y él solían pasar muchas horas allí cuando eran muchachos los que bailaban.

Elliott se dijo una vez más que, sucediera lo que sucediera, averiguaría lo que Ramsey sabía de lo que había ocurrido a Lawrence en aquella tumba.

Nada lo detendría; ni la cobardía ni sus sueños acerca del elixir. Tenía que saber qué había hecho Henry.

La puerta se abrió muy despacio. Tenía que ser su factótum, Walter, el único que entraría sin llamar.

—¿Es de su agrado la habitación, milord? —Demasiado solícito. Debía de haber escuchado la discusión. Se dedicó a merodear por la habitación, quitando una mota de polvo del aparador, ajustando la pantalla de la lámpara.

—Sí, está muy bien, Walter. ¿Dónde está mi hijo?

—Abajo, milord. ¿Me permite que le cuente un pequeño secreto, milord?

Walter se inclinó sobre la cama y se llevó la mano a la boca como si estuvieran en el vestíbulo, y no en una inmensa habitación vacía.

—Ha conocido a una señorita, abajo, una norteamericana. Se llama Barrington, milord. Una familia muy adinerada de Nueva York. Su padre se dedica al negocio del ferrocarril.

Elliott sonrió.

—¿Y cómo has averiguado todo eso?

Walter se echó a reír. Vació el cenicero de Elliott con el medio cigarro que los pulmones no le habían permitido acabar de fumar.

—Me lo dijo Rita, milord. Lo vio poco menos de una hora después de que llegáramos. Y

ahora está con la señorita Barrington, paseando por los jardines del hotel.

—Vaya, eso sería muy interesante, Walter —comentó Elliott—. No estaría mal que Alex se nos casara con una heredera norteamericana.

—Sí, milord, en efecto, sería muy interesante —coincidió Walter—. En cuanto a... lo otro,

¿quiere que haga las mismas gestiones que anteriormente? —El mayordomo asumió un aire confidencial—. ¿Quiere que alguien lo siga?

Por supuesto, se refería a Ramsés. Aludía al penoso asunto del muchacho que Elliott había contratado en Alejandría.

—Si puede hacerlo con discreción—repuso Elliott—, adelante. Que lo sigan noche y día, y que me informen de los sitios adonde va y de todo lo que hace.

Dio a Walter un puñado de billetes, que éste hizo desaparecer en el bolsillo de su chaleco antes de salir cerrando la puerta tras de sí.

Elliott intentó respirar hondo, pero el dolor del pecho no se lo permitió. Se quedó mirando las cortinas blancas hinchadas por la brisa. Desde la cama podía oír el bullicio de las calles de El Cairo británico. Pensó en la futilidad de todos sus esfuerzos, de hacer seguir a Ramsés con la esperanza de descubrir cualquier cosa sobre el elixir.

En realidad era absurdo. Se había metido en una pequeña aventura de capa y espada que no hacía más que obsesionarlo. No había duda de lo que era Ramsés, y, si tenía el elixir, debía de llevarlo necesariamente consigo.

Elliott sintió vergüenza. Pero eso era lo de menos. Lo más importante era el misterio del que se sentía completamente excluido. También podía hablar con Ramsés con toda franqueza y suplicarle que le diera el elixir. Estuvo a punto de volver a llamar a Walter y decirle que lo olvidara todo. Pero en el fondo de su corazón sabía que volvería a intentar registrar la habitación de Ramsés. Y, si hacía que lo siguieran, quizas averiguara algo sobre sus hábitos.

Al menos la investigación le hacía pensar menos en el creciente dolor de la cadera y el pecho. Cerró los ojos y volvió a ver las colosales estatuas de Abu Simbel. De repente le pareció que aquélla iba a ser la última gran aventura de su vida, y se dio cuenta de que no tenía nada de que arrepentirse, que sólo la excitación que aquella búsqueda le estaba proporcionando era en sí misma un regalo de valor incalculable.

Ah, era una mujer maravillosa. Y también le gustaba mucho su voz, y el brillo chispeante de sus ojos; y la forma en que lo empujaba levemente con un dedo cuando se reía. Y además tenía un nombre maravilloso: Charlotte Whitney Barrington.

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