La Muerte de Artemio Cruz (15 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

Brindaron y el gordo dijo que este mundo se divide en chingones y pendejos y que hay que escoger ya. También dijo que sería una lástima que el diputado —él— no supiera escoger a tiempo, porque ellos eran muy reatas, muy buenas gentes y le daban a todos la oportunidad de escoger, nada más que no todos eran tan vivos como el diputado, les daba por sentirse muy machos y luego se levantaban en armas, cuando era tan facilito cambiar de lugar como quien no quiere la cosa y amanecer del buen lado. ¿A poco era la primera vez que él chaqueteaba? ¿Pues dónde había pasado los últimos quince años? Lo adormecía la voz, gorda como la carne, susurrante y aterrada como una culebra: una garganta de anillos contráctiles, lubricada por el alcohol y los habanos: —¿No gustas?

El otro lo miró fijamente y él siguió acariciando la hebilla del cinturón sin darse cuenta, hasta que retiró los dedos porque la chapa de plata le recordaba el frío o el calor de la pistola y quería tener las manos libres.

—Mañana van a ser fusilados los curas. Te lo digo también como prueba de amistad, porque estoy seguro que tú no eres de esos pitoflojos…

Apartaron las sillas. El otro se dirigió a la ventana y pegó duro sobre el vidrio con los nudillos. Hizo un signo y después le tendió la mano al hombre. El otro se quedó en la puerta mientras él bajaba por el cubo apestoso y oscuro y volteó un basurero y todo olió a cáscara de naranja podrida, a periódico húmedo. El hombre que estaba junto a la puerta se llevó un dedo al sombrero blanco y le indicó que la Avenida Dieciséis de Septiembre quedaba de aquel lado.

—¿Qué crees?

—Que debemos pasamos del lado del otro.

—Pues yo no.

—¿Y tú?

—Los oigo.

—¿Nadie más nos oye?

—La
Saturno
es de confianza y de su casa no sale un rumor…

—y si no salen, los salgo…

—Nos hicimos con el jefe y con el jefe nos quiebran.

—Está perdido. El nuevo le ha tendido un cuatro muy bien tendido.

—¿Qué propones?

—Hay que hacerse presente, digo yo.

—Primero me dejo cortar las orejas. ¿Somos o no somos?

—¿Cómo?

—Hay maneras.

—Pero así, no muy aparentes, ¿no?

—Seguro. Quién quita…

—No, no, si yo no digo nada.

—Que como que sí y como que no al mismo tiempo…

—Yo digo enteros, como machos, con éste o con el otro…

—Despierte, mi general, que está clareando.

—¿Entonces?

—Pues… ahí queda la cosa. Cada uno sabe para dónde jala.

—Pues… quién sabe.

—Yo diría.

—¿De plano crees que no sale adelante nuestro caudillo?

—Se me hace, se me hace…

—¿Qué?

—No, nada más se me hace.

—¿Y tú, por fin?

—Pues se me empieza a hacer también…

—Nada más que a la hora de la verdad ni se acuerden de que hoy platicamos.

—¿Quién se va a andar acordando de nada?

—Yo digo, por si las dudas.

—Las cochinas dudas.

—Tú cállate. Tráenos algo, ándale.

—Las cochinas dudas, monsiú.

—Entonces, ¿nada de jalar juntos?

—Juntos sí, nomás que cada chivito por su caminito…

—… que al fin la bellota y el encino la sigan repartiendo donde siempre…

—Allí mismito. Eso sí.

—¿Usted no va a comer, mi general Jiménez?

—Cada quien sabe su cuento.

—Ahora, que si alguien afloja la lengua…

—Pero, ¿en qué piensas, mi hermano? ¿No somos todos hermanos aquí?

—Yo diría que sí, pero luego uno se acuerda de la mamacita que nos parió y, francamente, empiezan las dudas…

—Las cochinas dudas, como dice la
Saturno…

—Las cochinísimas, mi coronel Gavilán.

—y uno nomás se acuerda.

—Uno va y decide solito, y ya estuvo.

—Pero uno quiere salvar el pellejo, ¿eh?

—Con honor, señor diputado, con honor siempre.

—Con honor, mi general, no faltaba más.

—Entonces…

—Aquí no ha pasado nada.

—Nada, nadita, nada.

—¿Pero de veras se va a llevar la rechimuela a nuestro mero jefe?

—Cuál, ¿el de antes o el de ahora?

—El de antes, el de antes…

Chicago, Chicago, that toddlin' town:
la
Saturno
levantó la aguja del fonógrafo y palmeó las manos: —. Hijitas, hijitas, en orden… mientras él se colocó el carrete y apartó las cortinas, riendo, y sólo las vio de soslayo, reflejadas en el espejo manchado de esa sala, morenas pero polveadas y encremadas, los lunares postizos dibujados sobre las mejillas, sobre los pechos, junto a los labios, las zapatillas de raso y charol, las faldas cortas, los párpados azulosos y la mano del Cerbero endomingado polveado también: —¿Mi regalito, señor?

Y aquello iba a seguir muy bien, él lo sabía, al frotarse el abdomen con la mano derecha y detenerse en el jardincillo frente a la casa de citas para respirar el rocío de la pelusa y la frescura del agua en su fuente de terciopelo lamoso: bien, el general Jiménez ya se habría quitado los anteojos azules y se estaría frotando los párpados secos, las escamas de la conjuntivitis que le nevaban la barba: pediría que le quitaran las botas, que alguien le quitara las botas porque estaba cansado y porque estaba acostumbrado a que le quitaran las botas y todos reirían porque el general iba a aprovechar la postura de la muchacha para levantarle las faldas y mostrar las nalguillas redondas y oscuras cubiertas por la seda lilácea, aunque los demás preferirían el raro espectáculo de
esos
ojos siempre velados, abiertos por una vez como grandes ostiones insípidos y todos, los amigos, los hermanos, los cuates, estirarían los brazos y se harían quitar los sacos por las jóvenes pensionistas de la
Saturno,
pero ellas irían como abejas alrededor de los que vestían la túnica del ejército, como si ninguna supiera qué cosa podía haber debajo del uniforme, los botones con el águila y la serpiente, las espigas de oro: él las había visto revolotear así, húmedas, salidas apenas del huso larvado, con los brazos mestizos en alto y la polvera y la mota en las manos, blanqueando las cabezas de los amigos, los hermanos, los cuates recostados sobre las camas con las piernas abiertas y las camisas manchadas de coñac, las sienes empapadas y las manos secas, mientras se filtraba el ritmo del charleston, mientras ellas los iban desvistiendo lentamente y besaban cada parte desnuda y chillaban cuando ellos alargaban los dedos: se miró las uñas con sus puntos blancos que se decían prueba de la mentira y la media luna del pulgar y el perro ladró cerca de él. Se levantó las solapas del saco y caminó hacia su casa, aunque prefería regresar al otro lugar y dormir abrazado por los cuerpos polveados y soltar ese ácido que le restiraba los nervios y le obligaba a permanecer con los ojos abiertos, mirando innecesariamente esas hileras de casas bajas, grises, rodeadas de balcones cargados de macetas de porcelana y vidrio, esas hileras de palmeras secas y polvosas de la avenida, oliendo innecesariamente los restos de elotes enchilados y vinagretas.

Se pasó la mano por las púas de la mejilla. Buscó entre el manojo de llaves incómodas. Ella estaría allá abajo en este momento: ella, que subía y bajaba las escaleras alfombradas sin hacer ruido y siempre se asustaba al verlo entrar: —¡Ay! Qué susto me has dado. No te esperaba. No, no te esperaba tan pronto; te juro que no te esperaba. tan pronto— y él se preguntaba por qué motivo ella tomaba las actitudes de la complicidad para echarle en cara la culpa. Pero ésos eran nombres y los encuentros, la atracción repelida antes de iniciar su movimiento, el rechazo que a veces los acercaba, no poseían aún nombre, ni antes de nacer ni después de consumarse, porque ambos actos eran el mismo. Una vez, en la oscuridad, sus dedos y los de ella se encontraron en el pasamanos de la escalera y ella le apretó la mano y él encendió la luz para que no tropezara, porque no sabía que ella bajaba mientras él subía, pero el rostro de ella no era el sentimiento de la mano y ella apagó la luz y él quiso llamarlo perversidad pero ése tampoco era el nombre, porque la costumbre no puede ser perversa, en cuanto deja de ser premeditada y excepcional. Conocía un objeto, suave, envuelto en seda y sábanas de lino, un objeto del tacto porque las luces de la recámara jamás se prendían en esos momentos: sólo en aquel momento de la escalera y entonces ella no ocultó el rostro, ni lo fingió. Fue sólo una vez, que no era necesario recordar y que no obstante le removía el estómago con un afán dulciamargo de repetirla. Lo pensó y lo sintió cuando ya se había repetido, cuando se repitió esa misma madrugada y la misma mano tocó la suya, esta vez en el barandal que conducía al sótano de la casa, aunque ninguna luz se prendió y ella sólo le preguntó: —¿Qué buscas aquí?, antes de corregirse y repetir con la voz pareja: —¡Ay, qué susto! No te esperaba. Te juro que no te esperaba tan pronto—: pareja, sin burla y él sólo respiraba ese olor casi encarnado,
ese
olor con palabras, con sonsonete.

Abrió la puerta de la bodega y al principio no lo distinguió, porque también parecía hecho de incienso; ella tomó el brazo del huésped secreto que intentaba esconder los pliegues de la sotana entre las piernas y esfumar el olor sagrado con el revoloteo de los brazos, antes de darse cuenta de la inutilidad de todo —la protección de ella, los aspavientos negros— y bajar la cabeza en un signo imitativo de consumación que debió confortarlo y asegurarle que cumplía, para su propia satisfacción si no para la de los testigos que no lo miraban a él, que se miraban entre sí, las actitudes consagradas de la resignación. Quiso, pidió que el hombre que acababa de entrar lo mirara, lo reconociera: de soslayo, el cura vio que no podía arrancar los ojos de la mujer, ni ella de él, por más que ella abrazara, cubriera a este ministro del Señor que sentía en el espasmo de la vesícula, en la inyección amarilla de los ojos y la lengua, la promesa de un terror que, llegado el momento —el siguiente momento, porque no habría otro-no sabría ocultar. Sólo le quedaba este momento, pensó el sacerdote, para aceptar el destino, pero en este momento no había testigos. Ese hombre de ojos verdes pedía: le pedía a ella que pidiera, que se atreviera a pedir, que tentara el sí o el no del azar y ella no podía responder; ya no podía contestar. El cura imaginó que, otro día, al sacrificar esta posibilidad de responder o de pedir, ella había sacrificado desde entonces esta vida, la vida del sacerdote. Las velas destacaban la opacidad de la piel, materia que sostiene la transparencia y el brillo; las velas doblaban de un gemelo negro todas las blancuras del rostro, el cuello, los brazos. Esperó a que se lo pidiera. Vio la contracción de esa garganta que quería besar. El cura suspiró: ella no lo pediría y a él sólo le quedaba, frente al hombre de ojos verdes, este momento para actuar la resignación, porque mañana no podría, sin duda le sería imposible, mañana la resignación olvidaría su nombre y se llamaría vísceras y las vísceras no conocen las palabras de Dios.

Durmió hasta el mediodía. Lo despertó la música de un cilindro en la calle y no se preocupó por identificar la canción, porque el silencio de la noche anterior —o su recuerdo, que era la noche y el silencio— imponía largos momentos muertos que cortaban la melodía y en seguida volvía a comenzar el ritmo lento y melancólico, que se colaba por la ventana entreabierta, antes de que esa memoria sin ruidos volviese a interrumpirlo. Sonó el teléfono y él lo descolgó y escuchó la risa contenida del otro y dijo:

—Bueno.

—Ya lo tenemos en la comandancia,
se
ñor diputado.

—¿Sí?

—El señor Presidente está enterado.

—Entonces…

—Tú sabes. Un gesto. Una visita. Sin necesidad de decir nada.

—¿A qué horas?

—Cáete por aquí a eso de las dos.

—Nos vemos.

Ella lo escuchó desde la recámara contigua y comenzó a llorar, pegada a la puerta, pero después ya no escuchó nada y se secó las mejillas antes de sentarse frente al espejo.

Le compró el periódico a un voceador y trató de leerlo mientras manejaba, pero sólo pudo echar un vistazo a los encabezados que hablaban del fusilamiento de los que atentaron contra la vida del otro caudillo, el candidato. Él lo recordó en los grandes momentos, en la campaña contra Villa, en la presidencia, cuando todos le juraron lealtad y miró esa foto del padre Pro, con los brazos abiertos, recibiendo la descarga. Corrían a su lado las capotas blancas de los nuevos automóviles, pasaban las faldas cortas y los sombreros de campana de las mujeres y los pantalones
baloon
de los lagartijos de ahora y los limpiabotas sentados en el suelo, alrededor de la Fuente de la rana, pero no era la ciudad lo que corría frente a esa mirada vidriosa y fija, sino la palabra. La saboreó y la vio en las miradas rápidas que desde las aceras se cruzaron con la suya, la vio en las actitudes, en los guiños, en los gestos pasajeros, en los hombros encogidos, en los signos soeces de los dedos. Se sintió peligrosamente vivo, prendido al volante, mareado por los rostros los gestos los dedos-pingas de las calles, entre dos oscilaciones del péndulo. Hoy debía hacerlo porque mañana, fatalmente, los ultrajados de hoy lo ultrajarían a él. Un reflejo del cristal lo cegó y se llevó la mano a los párpados: siempre había escogido bien, al gran chingón, al caudillo emergente contra el caudillo en ocaso. Se abrió el inmenso Zócalo, con los puestos entre las arcadas y las campanas de Catedral entonaron el bronce profundo de las dos de la tarde. Mostró la credencial de diputado al guardia de la entrada de Moneda. El invierno cristalino de la meseta recortaba la silueta eclesiástica del México viejo y grupos de estudiantes en época de exámenes bajaban por las calles de Argentina y Guatemala. Estacionó el automóvil en el patio. Subió en el ascensor de jaula. Recorrió los salones de palo-de-rosa y arañas luminosas y tomó asiento en la antesala. A su alrededor, las voces más bajas sólo se levantaban para pronunciar con unción las tres palabras:

—El señor Presidente.

—Ol soñor Prosodonto.

—Al sañar Prasadanta.

—¿El diputado Cruz? Pase.

El gordo le tendió los brazos y los dos se palmearon las espaldas y las cinturas y se frotaron las caderas y el gordo rió como siempre, desde adentro y hacia adentro e hizo con el dedo índice el gesto de disparar a la cabeza y volvió a reír sin voz, con la agitación silenciosa de la barriga y las mejillas oscuras. Se abotonó con dificultad el cuello del uniforme y le preguntó si había leído la prensa y él dijo que sí, que ya entendía el juego pero que todo eso no tenía importancia y que él sólo venía a reiterarle su adhesión al señor Presidente, su adhesión incondicional, y el gordo le preguntó si deseaba algo y él le habló de algunos terrenos baldíos en las afueras de la ciudad, que no valían gran cosa hoy pero que con el tiempo se podrían fraccionar y el otro prometió arreglar el asunto porque después de todo ya eran cuates, ya eran hermanos, y el señor diputado venía luchando, uuuy, desde el año '13 y ya tenía derecho a vivir seguro y fuera de los vaivenes de la política: eso le dijo y le acarició el brazo y volvió a palmearle las espaldas y las caderas para sellar la amistad. Se abrió la puerta de manijas doradas y salieron del otro despacho el general Jiménez, el coronel Gavilán y otros amigos que anoche habían estado con la
Saturno
y pasaron sin verlo a él, con las cabezas inclinadas y el gordo volvió a reír y le dijo que muchos amigos suyos habían venido a ponerse a la disposición del señor Presidente en esta hora de unidad y extendió el brazo y le invitó a que pasara.

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