La Muerte de Artemio Cruz (22 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

Apretó la mano nervuda del yaqui.

—Sí, Tobías. Más vale que sepas una cosa: nos van a fusilar.

—Así ha de ser. Igual harías tú.

—Sí.

Permanecieron en silencio, mientras el sol desaparecía. Los tres hombres se dispusieron a pasar la noche juntos. Bernal se paseaba lentamente por la celda: él se incorporó y en seguida se sentó otra vez sobre el polvo y trazó rayas en el piso. Afuera, en el corredor, se prendió una lámpara de petróleo y se escuchó el movimiento de los maxilares del cabo de guardia. Un viento frío se levantó sobre el campo desértico.

De pie nuevamente, él se acercó a la puerta de la celda: maderos gruesos, ocote sin pulir, y esa pequeña abertura a la altura de la mirada. Del otro lado, se levantaba la fumarola del cigarro de hoja que encendía el cabo. Él cerró los puños alrededor de los barrotes oxidados y observó el perfil chato de su guardián. Los mechones negros brotaban de la gorra de lona y se agotaban en el pómulo cuadrado y lampiño. El prisionero buscó su mirada y el cabo respondió con un gesto rápido, un «¿qué-quiere?» silencioso de la cabeza y la mano libre. La otra apretaba la carabina con la costumbre del oficio.

—¿Ya tienen la orden para mañana?

El cabo lo miró con los ojos largos y amarillos. No respondió.

—Yo no soy de aquí. ¿Y tú?

—De allá arriba —dijo el cabo.

—¿Cómo es el lugar?

—¿Dónde?

—Donde nos van a fusilar. ¿Qué se ve desde allí?

Se detuvo y le hizo una seña para que el cabo le pasara el mechero.

—¿Qué se ve?

Sólo entonces recordó que siempre había mirado hacia adelante, desde la noche en que atravesó la montaña y escapó del viejo casco veracruzano. Desde entonces no había vuelto a mirar hacia atrás. Desde entonces quería saberse solo, sin más fuerzas que las propias… Y ahora… no podía resistir esta pregunta —cómo es, qué se ve desde allí— que quizá era su manera de disfrazar esa ansia de recuerdo, esa pendiente hacia una imagen de helechos frondosos y ríos lentos, de flores tubulares sobre una choza, de una falda almidonada y un cabello suave, oloroso a membrillo…

—Ahí se los llevan al patio de detrás —iba diciendo el cabo— y lo que se ve, ¿pues qué ha de ser? Una pura pared alta, toda como cacariza de tanto afusilado como nos cae por aquí…

—¿Y la montaña? ¿No se ve la montaña?

—Pues la mera verdad no me acuerdo.

—¿Has visto a muchos… ?

—Uuuuuh…

—Puede que el que fusile vea mejor que los fusilados lo que está pasando.

—¿A poco tú nunca has estado en un afusile?

(«Sí, pero sin fijarme, sin pensar nunca en lo que se podría sentir, en que alguna vez podría tocarme a mí. Por eso no tengo derecho a preguntarte a ti, ¿verdad? Tú sólo has matado como yo, sin fijarte en nada. Por eso nadie sabe lo que se siente y nadie puede contarlo. Si se pudiera regresar, si se pudiera contar qué es eso de escuchar una descarga y sentirla sobre el pecho, en la cara. Si se pudiera contar la verdad de eso, puede que ya no nos atreviéramos a matar, nunca más; o puede que a nadie le importara morir… Puede ser terrible… pero puede ser tan natural como nacer… ¿Qué sabemos tú y yo?»)

—Oye capitán, las espiguitas esas ya no te han de servir. Dámelas.

El cabo introdujo la mano entre los barrotes y él le dio la espalda. El soldado rió con un chillido sofocado.

Ahora el yaqui estaba murmurando cosas en su lengua y él se fue arrastrando los pies hasta la cabecera dura, a tocar con la mano la frente afiebrada del indio y a escuchar sus palabras. Corrían con un sonsonete dulce.

—¿Qué dice?

—Cuenta cosas. De cómo el gobierno les quitó las tierras de siempre para dárselas a unos gringos. De cómo ellos pelearon para defenderlas y entonces llegó la tropa federal y empezó a cortarles las manos a los hombres y a perseguirlos por el monte. De cómo subieron a los jefes yaquis a un cañonero y desde allí los tiraron al mar cargados de pesas.

El yaqui hablaba con los ojos cerrados. —Los que quedamos fuimos arrastrados a una fila muy larga y desde allá, desde Sinaloa, nos hicieron caminar hasta el otro lado, hasta Yucatán.

—De cómo tuvieron que marchar hasta Yucatán y las mujeres y los viejos y los niños de la tribu se iban quedando muertos. Los que lograron llegar a las haciendas henequeneras fueron vendidos como esclavos y separados los esposos de sus mujeres. De cómo obligaron a las mujeres a acostarse con los chinos, para que olvidaran su lengua y parieran más trabajadores…

—Volví, volví. Apenas supe que había estallado la guerra, volví con mis hermanos a luchar contra el daño.

El yaqui rió quedamente y él sintió ganas de orinar. Se levantó y abrió la bragueta del pantalón caqui; buscó un rincón y escuchó el chapoteo contra el polvo. Frunció el ceño pensando en el desenlace acostumbrado de los valientes que mueren con una mancha húmeda en el pantalón militar. Bernal, ahora con los brazos cruzados, parecía buscar, a través de los altos barrotes, un rayo de luna para esta noche fría y oscura. A veces, ese martilleo persistente del pueblo llegaba hasta ellos; los perros aullaban. Algunas conversaciones perdidas, sin sentido, lograban atravesar las paredes. Él se espolvoreó la túnica y se acercó al joven licenciado.

—¿Hay cigarros?

—Sí… creo que sí. .. Por aquí andaban.

—Ofrécele al yaqui.

—Ya le ofrecí antes. No le gustan los míos.

—¿Trae los suyos?

—Parece que se le acabaron.

—Puede que los soldados tengan cartas.

—No; no me podría concentrar. Creo que no podría…

—¿Tienes sueño?

—No.

—Tienes razón. No hay que dormir.

—¿Crees que algún día te vas a arrepentir?

—¿Cómo?

—Digo, de haber dormido antes…

—Está chistoso eso.

—Ah, sí. Entonces más vale recordar. Dicen que es bueno recordar.

—No hay mucha vida por detrás.

—Cómo no. Ésa es la ventaja del yaqui. Puede que por eso no le guste hablar.

—Sí. No, no te entiendo…

—Digo que el yaqui sí tiene muchas cosas que recordar.

—Puede que en su lengua no se recuerde igual.

—Toda esa caminata, desde Sinaloa. Lo que nos contó hace un rato.

—Sí.

—…

—Regina…

—¿Cómo?

—No. No más repito nombres.

—¿Qué edad tienes?

—Voy para veintiséis. ¿Y tú?

—Veintinueve. Tampoco tengo mucho que recordar. Y eso que la vida se volvió tan agitada, tan de repente.

—¿Cuándo se empezará a recordar la niñez, por ejemplo?

—Es cierto; cuesta trabajo.

—¿Sabes? Ahora, mientras hablábamos…

—¿Sí?

—Bueno; me repetí unos nombres. ¿Sabes? Ya no me suenan; ya no quieren decir nada.

—Va a amanecer.

—No te fijes.

—Me suda mucho la espalda.

—Dame el cigarro. ¿Qué pasó?

—Perdón. Toma. Puede que no se sienta nada.

—Eso dicen.

—¿Quién lo dice, Cruz?

—Seguro. Los que matan.

—¿Te importa mucho?

—Pues…

—¿Por qué no piensas en… ?

—¿Qué? ¿Que todo va a seguir igual, aunque nos maten?

—No, no pienses para adelante, sino para atrás. Yo pienso en todos los que ya han muerto en la revolución.

—Sí; recuerdo a Bule, Aparicio, Gómez, el capitán Tiburcio Amarillas… a unos cuantos.

—Apuesto que no le sabes el nombre ni a veinte. y no sólo a ellos. ¿Cómo se llamaban todos los muertos? No sólo los de esta revolución; los de todas las revoluciones y todas las guerras y hasta los muertos en su cama. ¿Quién se acuerda de ellos?

—Mira: dame un cerillo.

—Perdón.

—Ahora sí ya salió la luna.

—¿Quieres verla? Si te apoyas en mis hombros, puedes alcanzar…

—No. No vale la pena.

—Menos mal que me quitaron el reloj.

—Sí.

—Quiero decir, para no llevar la cuenta.

—Seguro, sí entendí.

—La noche pareció más… más larga…

—Pinche meadera ésta.

—Mira al yaqui. Se durmió. Menos mal que nadie mostró miedo.

—Ahora, otro día metidos aquí.

—Quién sabe. De repente entran al rato.

—Éstos no. Les gusta su juego. Hay demasiada costumbre de fusilar al alba. Van a jugar con nosotros.

—¿No que era tan impulsivo?

—Villa sí. Zagal no.

—¿Qué?

—Morir a manos de uno de los caudillos y no creer en ninguno de ellos.

—¿Qué
iremos
los tres juntos o nos sacarán uno por uno?

—Es más fácil de un jalón, ¿qué no? Tú eres el militar.

—¿N o
se
te ocurre ninguna treta?

—¿Te cuento una cosa? Mira que es para morirse de la risa.

—¿Qué cosa?

—No te lo diría si no estuviera seguro que de aquí no salgo. Carranza me mandó en esta misión con el puro objeto de que me agarraran y fueran ellos los responsables de mi muerte. Se le metió en la cabeza que más le valía un héroe muerto que un traidor vivo.

—¿Tú traidor?

—Depende de cómo lo mires. Tú nada más has andado en las batallas; has obedecido órdenes y nunca has dudado de tus jefes.

—Seguro. Se trata de ganar la guerra. Qué, ¿tú no estás
con
Obregón y Carranza?

—Como podía estar con Zapata o Villa. No creo en ninguno.

—¿Y entonces?

—Ése es el drama. No hay más que ellos. No sé si te acuerdas del principio. Fue hace tan poco, pero parece tan lejano… cuando no importaban los jefes. Cuando esto se hacía no para elevar a un hombre, sino a todos.

—¿Quieres que hable mal de la lealtad de nuestros hombres? Si eso es la revolución, no más: lealtad a los jefes.

—Sí. Hasta el yaqui, que primero salió a pelear por sus tierras, ahora sólo pelea por el general Obregón y contra el general Villa. No, antes era otra cosa. Antes de que esto degenerara en facciones. Pueblo por donde pasaba la revolución era pueblo donde se acababan las deudas del campesino, se expropiaba a los agiotistas, se liberaba a los presos políticos y se destruía a los viejos caciques. Pero ve nada más cómo se han ido quedando atrás los que creían que la revolución no era para inflar jefes sino para liberar al pueblo.

—Ya habrá tiempo.

—No, no lo habrá. Una revolución empieza a hacerse desde los campos de batalla, pero una vez que se corrompe, aunque siga ganando batallas militares, ya está perdida. Todos hemos sido responsables. Nos hemos dejado dividir y dirigir por los concupiscentes, los ambiciosos, los mediocres. Los que quieren una revolución de verdad, radical, intransigente, son por desgracia hombres ignorantes y sangrientos. Y los letrados sólo quieren una revolución a medias, compatible con lo único que les interesa: medrar, vivir bien, sustituir a la
elite
de don Porfirio. Ahí está el drama de México. Mírame a mí. Toda la vida leyendo a Kropotkin, a Bakunin, al viejo Plejanov, con mis libros desde chamaco, discute y discute. Ya la hora de la hora, tengo que afiliarme con Carranza porque es el que parece gente decente, el que no me asusta. ¿Ves qué mariconería? Les tengo miedo a los pelados, a Villa y a Zapata… «Continuaré siendo una persona imposible mientras las personas que hoy son posibles sigan siendo posibles… » Ah sí. Cómo no.

—Te descaras a la hora de la muerte…

—«Tal es el defecto radical de mi carácter: el amor por lo fantástico, las aventuras nunca vistas, las empresas que abren horizontes infinitos e imprevisibles… » Ah sí. Cómo no.

—¿Por qué nunca dijiste eso allá afuera?

—Se lo dije desde el año mil novecientos trece a Iturbe, a Lucio Blanco, a Buelna, a todos los militares honrados que nunca pretendieron convertirse en caudillos. Por eso no supieron pararle el juego al viejo Carranza, que toda su vida se ha dedicado a sembrar cizaña y a dividir, porque de otra manera, ¿quién no le iba a comer el mandado, viejo mediocre? Por eso ascendía a los mediocres, a los Pablo González, a los que no podían hacerle sombra. Así dividió a la revolución, la convirtió en guerra de facciones.

—. ¿Y por eso te mandaron a Perales?

—Con la misión de convencer a los villistas de que deben rendirse. Como si no supiéramos todos que van huyendo derrotados y en su desesperación pasan por las armas a cuanto carranclán se les pone en frente. Al viejo no le gusta ensuciarse las manos. Prefiere que el enemigo le haga los trabajos sucios. Artemio, Artemio, los hombres no han estado a la altura de su pueblo y de su revolución.

—¿Por qué no te pasas a Villa?

—¿A otro caudillo? ¿Para ver cuánto dura y luego pasarme a otro y otro más, hasta que me vuelva a encontrar en otra celda esperando otra orden de fusilamiento?

—Pero te salvas esta vez…

—No… Créeme, Cruz, me gustaría salvarme, regresar a Puebla. Ver a mi mujer, a mi hijo. A Luisa y a Pancholín. y mi hermanita Catalina, que tanto depende de mí. Ver a mi padre, mi viejo don Gamaliel, tan noble, tan ciego. Tratar de explicarle por qué me metí en esto. Él nunca comprendió que hay deberes que es necesario cumplir aunque se sepa de antemano que se va al fracaso. Para él aquel orden era eterno; las haciendas, el agio disfrazado, todo eso… Ojalá hubiera alguien a quien pudiera encargarle que fuera a verlos y a decirles cualquier cosa de mi parte. Pero de aquí nadie sale vivo, lo sé. No; todo es un siniestro juego de eliminaciones. Ya estamos viviendo entre criminales y enanos, porque el caudillo mayor prohíja pigmeos que no le hagan sombra y el caudillo menor tiene que asesinar al grande para ascender. Qué lástima, Artemio. Qué necesario es todo lo que está pasando y qué innecesario es corromperlo. No es esto lo que quisimos cuando hacíamos la revolución con todo el pueblo, en mil novecientos trece. Y tú, vete decidiendo. En cuanto eliminen a Zapata y Villa, quedarán sólo dos jefes, tus jefes actuales. ¿Con cuál vas a jalar?

—Mi jefe es el general Obregón.

—Menos mal que te has decidido ya. A ver si no te cuesta la vida; a ver si. ..

—Te olvidas de que nos van a fusilar. Bernal rió con sorpresa, como si hubiese intentado volar y el peso olvidado de unos grilletes se lo hubiese impedido. Apretó el hombro del otro prisionero y dijo:

—¡Maldita manía política! O puede que sea intuición. ¿Por qué no te pasas tú con Villa?

No pudo distinguir bien el rostro de Gonzalo Bernal, pero en la oscuridad sintió esos ojillos burlones, ese airecillo de sabelotodo de estos licenciadetes que nunca peleaban, que nada más hablaban mucho mientras ellos ganaban batallas. Alejó bruscamente su cuerpo del de Bernal.

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