La Muerte de Artemio Cruz (20 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

Todos esperaban ese momento en que el jefe se incorporó, arrojó el sarape azul y descubrió el pecho cargado de cananas, la hebilla brillante de la túnica de oficial, las polainas de cuero de marrano. Sin decir palabra, el destacamento se puso de pie y se acercó a las cabalgaduras. Tenía razón el capitán: el resplandor abanicado apareció detrás de las cimas más bajas y lanzó un arco de luz que corearon los pajarillos invisibles, lejanos, pero dueños del vasto silencio de la tierra abandonada. Él le hizo una señal al yaqui Tobías y le dijo en su idioma: —Tú te quedas hasta atrás, para que, en cuanto divisemos al enemigo, salgas a la carrera a avisar.

El yaqui asintió, colocándose el sombrero chaparro, de copa redonda, adornado por una pluma roja clavada en la banda. El capitán saltó a la silla y la fila de hombres inició el trote ligero hacia la puerta de la Sierra: el cañón de desfiladeros ocres.

Tres cornisas se volaban en el corte del cañón. La tropa agarró hacia la segunda: la menos ancha, pero capaz de admitir el paso de las cabalgaduras en fila india: la que conducía al surtidor. Las cantimploras vacías golpeaban hueco los muslos de los hombres; la caída de los pedruscos bajo las herraduras repetía ese sonido vacío y hondo, que se perdía sin ecos, con el único golpe seco de un tambor estirado, a lo largo del cañón. Desde lo alto del desfiladero, la corta columna se veía cabizbaja, avanzando a tientas. Sólo él mantenía la vista en las cimas, guiñando los ojos contra el sol, dejando que el caballo atendiera los accidentes del suelo. Al frente del destacamento, no sentía temor ni orgullo. El miedo había quedado atrás, no en los primeros, sino en los repetidos encuentros que habían hecho del peligro la vida habitual y de la tranquilidad el elemento sorprendente. Por eso, este silencio total del cañón le alarmaba en secreto y por eso apretaba las riendas y, sin darse cuenta, preparaba los músculos del brazo y de la mano para tomar velozmente la pistola. Creía no conocer la soberbia. El temor antes, la costumbre después, lo habían impedido. No podía sentir orgullo cuando las primeras balas le silbaban cerca del oído y esa vida milagrosa se imponía cada vez que el proyectil perdía el blanco: entonces sólo podía sentir asombro ante la sabiduría ciega de su cuerpo para esquivar, para levantarse o agacharse, para esconder el rostro detrás de un tronco de árbol; asombro y desprecio, cuando pensaba en la tenacidad con que el cuerpo, más veloz que la voluntad, se defendía a sí mismo. No podía sentir orgullo cuando, más tarde, ni siquiera escuchaba ese silbido pertinaz, acostumbrado. Sólo vivía una zozobra, dominada y seca, en estos momentos en que la tranquilidad imprevista le rodeaba. Adelantó la quijada, con el gesto de la duda.

El silbido insistente de un soldado, a sus espaldas, le confirmó en el peligro de este paseo por el cañón. Y el silbido fue roto por una descarga repentina y un aullido bien conocido: los caballos villistas eran lanzados por sus jinetes de boca, verticalmente, desde el tope del cañón en un descenso suicida, mientras los fusiles parapetados en el tercer risco herían a los hombres del destacamento y los caballos sangrantes se encabritaban y rodaban, envueltos en un estruendo de pólvora, hasta el fondo de las rocas picudas: él sólo pudo volver la cara y ver a Tobías desbarrancarse, imitando a los villistas, por las laderas cortadas a pico, en un intento inútil de cumplir las órdenes: el caballo del yaqui perdió pie y voló durante un segundo, antes de estrellarse en el fondo del desfiladero y aplastar bajo su peso al jinete. El aullido creció, acompañado de un fuego tupido; él se desprendió del lomo izquierdo del caballo y rodó, dominando su caída con volteretas y apoyos, hacia el fondo: en su visión quebrada, las panzas de los caballos encabritados pulsaban en los altos, junto con los disparos, inútiles también, de los hombres sorprendidos sobre aquel risco estrecho, sin posibilidad de guarecerse o maniobrar sus monturas. Cayó, arañando las laderas, y cayeron los jinetes de Villa sobre el segundo risco, a librar el encuentro cuerpo a cuerpo. Ahora continuaba la rodadera salvaje de cuerpos entrelazados y caballos locos, mientras él tocaba con las manos ensangrentadas el fondo oscuro del cañón y desenfundaba la pistola. Sólo le aguardaba un nuevo silencio. Las fuerzas habían sido aniquiladas. Se arrastró, con el brazo y la pierna adoloridos, hacia una roca gigantesca.

—Salga, capitán Cruz, ríndase ya…

Y contestó la garganta seca: —¿A que me fusilen? Aquí aguanto.

Pero la mano derecha, tullida por el dolor, apenas podía sostener la pistola. Al levantar el brazo, sintió una punzada profunda en el vientre: disparó, con la cabeza caída, porque el dolor le impedía levantar la mirada: disparó hasta que el gatillo sólo repitió una imitación metálica. Arrojó la pistola al otro lado del peñasco y la voz de arriba volvió a gritar:

—Salga con las manos sobre la nuca.

Del otro lado de la roca, yacían más de treinta caballos, muertos o moribundos. Algunos trataban de levantar la cabeza; otros se apoyaban en una pata doblada; los más lucían florones rojos en la frente, en el cuello, en el vientre. Y a veces encima, a veces debajo de las bestias, los hombres de ambos bandos ocupaban posturas distraídas: boca arriba, como si buscaran el chorro del arroyo seco; boca abajo, abrazados a las rocas. Muertos todos, con excepción de ese hombre que gemía, atrapado por el peso de una yegua marrón.

—Déjenme sacar a éste —le gritó al grupo de la cima—. Puede ser uno de ustedes.

¿Cómo? ¿Con qué brazos? ¿Con qué fuerza? Apenas se dobló para tomar de las axilas el cuerpo apresado de Tobías, una bala de acero chifló y pego contra la piedra. Levantó la mirada. El jefe del grupo vencedor —un
sarakof
blanco, visible desde la sombra de la cima apaciguó al tirador con un movimiento de los brazos. El sudor, emplastado, polvoso, le escurrió por las muñecas y si una casi no podía moverse, la otra logró arrastrar el tórax de Tobías con una voluntad concentrada.

Escuchó, a sus espaldas, los cascos veloces de los villistas que se desprendieron de la columna para capturarlo. Estaban encima de él cuando las piernas rotas del yaqui salieron debajo del cuerpo del animal. Las manos de los villistas le arrancaron las cananas del pecho.

Eran las siete de la mañana.

Casi no recordaría, al entrar a las cuatro de la tarde a la prisión de Perales, la marcha forzada que el coronel villista Zagal impuso a sus hombres y a los dos prisioneros para librar, en nueve 'horas, los vericuetos de la sierra y descender al poblado chihuahuense. En la cabeza atravesada de dolores espesos, él apenas supo distinguir el camino que tomaba. El más difícil, en apariencia. El más sencillo para quien, como Zagal, había acompañado a Pancho Villa desde las primeras persecuciones y llevaba veinte años de recorrer estas sierras y apuntar sus escondites, pasos, cañones, atajos. La forma de hongo del
sarakof
ocultaba la mitad del rostro de Zagal, pero sus dientes largos y apretados sonreían siempre, enmarcados por el bigote y la barbilla negros. Sonrieron cuando él fue montado con dificultades sobre el caballo y el cuerpo roto del yaqui fue recostado, boca abajo, sobre las ancas de la misma bestia. Sonrieron cuando Tobías alargó el brazo y se prendió al cinturón del capitán. Sonrieron cuando la columna emprendió la marcha, adentrándose por una boca oscura, una verdadera cueva de dos aberturas, desconocida por él y por los demás carrancistas, que permitía cumplir en una hora un trayecto de cuatro sobre los caminos abiertos. Pero de todo esto sólo se dio cuenta a medias. Sabía que ambos bandos de la guerra de facciones fusilaban inmediatamente a los oficiales del grupo contrario y se preguntó por qué motivo, ahora, el coronel Zagal le conducía a un destino desconocido.

El olor lo adormeció. El brazo y la pierna, magullados por la caída le colgaban inertes y el yaqui seguía abrazándole y gimiendo, con el rostro congestionado. Los túmulos de roca escarpada se sucedieron y ellos marcharon cobijados por las sombras; en la base de las montañas, descubriendo valles interiores de piedra, hondas barrancas que descansaban sobre cauces abandonados, caminos en los que los abrojos y matorrales ofrecían un techo de decepción para el paso de la columna. Quizá sólo los hombres de Pancho Villa han cruzado esta tierra, pensó, y por eso pudieron ganar, antes, ese rosario de victorias guerrilleras que quebraron el espinazo de la dictadura. Maestros de la sorpresa, del cerco, de la fuga veloz después del golpe. Todo lo contrario de su escuela de armas, la del general Álvaro Obregón, que era la de la batalla formal, en llano abierto, con dispositivos exactos y maniobras sobre terreno explorado.

—Juntos, en orden. No se me desperdiguen —gritaba el coronel Zagal cada vez que se desprendía de la cabeza de la columna y cabalgaba hacia atrás, tragando polvo y afilando los dientes—. Ahora salimos de la montaña y quién sabe qué nos espere. Listos todos; agachados; ojos vivos para distinguir las polvaredas; todos juntos vemos mejor que yo solito…

Las masas de roca se iban abriendo. La columna estaba sobre una cima aplanada y el desierto de Chihuahua, ondulante, moteado de mezquite, se abría a sus pies. El sol era cortado por ráfagas de aire alto: capa fresca que nunca tocaba los bordes ardientes de la tierra.

—Vamos a tomar por la mina, para bajar más aprisa —gritó Zagal-o Que se agarre bien su compañero, Cruz, que la bajada es a pico.

La mano del yaqui apretó el cinturón de Artemio; pero había en su presión algo más que el deseo de no caer: una insistencia comunicativa. Artemio bajó la cabeza, acarició el cuello del caballo y luego volvió el rostro hacia la cara congestionada de Tobías.

El indio murmuró en su lengua: —Vamos a pasar junto a una mina abandonada hace mucho. Cuando pasemos junto a una de las bocas de entrada, rueda del caballo y corre hacia adentro; eso está lleno de chiflones y allí no te han de encontrar…

Él no dejó de acariciar la crin. Volvió a levantar la cabeza y trató de distinguir, en el descenso hacia el desierto, esa entrada de la que hablaba Tobías.

El yaqui murmuró: —Olvídate de mí. Tengo las piernas rotas.

¿Las doce? ¿La una? El sol era cada vez más pesado.

Aparecieron unas cabras sobre un risco y algunos de los soldados les apuntaron con los rifles. Una huyó, la otra cayó redonda desde su pedestal y un soldado villista se desmontó y la cargó sobre las espaldas.

—¡Que sea la última vez que alguien venadea! —dijo Zagal con su voz ronca y sonriente-o Esos balazos te van a faltar algún día, cabo Payán.

Después, alzándose sobre los estribos, le dijo a toda la columna: —Entiendan una cosa, cabrones: que vamos con los carranclanes pisándonos las patas. No me vuelvan a desperdiciar el parque. ¿Qué se andan creyendo? ¿Que vamos victoriosos hacia el sur, como antes? Pues no. Vamos derrotados, hacia el norte, de donde salimos.

—Oiga mi coronel —gimió con su voz cerrada el cabo—, pero ya tenemos un poco de merienda.

—Lo que tenemos es muy poca madre —gritó Zagal.

La columna rió y el cabo Payán amarró la cabra muerta sobre las ancas de su caballo. —Nadie toque l'agua o el pinole hasta llegar allá abajo —ordenó Zagal.

Pero él ya tenía el pensamiento fijo en los vericuetos del descenso. Allí estaba, a la vuelta de ese recodo, la boca abierta de la mina.

Las herraduras de Zagal chocaron contra los rieles estrechos que avanzaban medio metro fuera de la entrada. Ahora Cruz se arrojó del caballo y rodó por la ligera pendiente cuando los fusiles sorprendidos apenas se alistaban y cayó de rodillas en la oscuridad: sonaron los primeros tiros y las voces de los villistas se alborotaron. El frío repentino aligeró la cabeza del hombre; la oscuridad la mareó. Hacia adelante: las piernas corrieron olvidando el dolor, hasta que el cuerpo se estrelló contra la roca: al abrir los brazos, los alargó hacia dos tiros divergentes. Por uno soplaba un viento fuerte; en el otro, un calor enclaustrado. Las manos extendidas sintieron, en las yemas de los dedos, estas temperaturas opuestas. Volvió a correr, por el lado caliente, que debía ser el más hondo. Atrás, corrían también, con su música de espuelas, los pies de los villistas. Un fósforo lanzó su resplandor anaranjado y él perdió el suelo y cayó por un chiflón vertical y sintió el golpe seco de su cuerpo sobre unas vigas carcomidas. Arriba, el ruido de las espuelas no cesaba y un murmullo de voces rebotaba sobre las paredes de la mina. El perseguido se levantó penosamente; trató de distinguir las dimensiones del lugar en el que había caído, la salida por donde continuar la fuga.

«Más vale esperar aquí…»

Las voces de arriba crecieron, como si discutieran. Luego se escuchó, claramente, la carcajada del coronel Zagal. Las voces se retiraron. Alguien chifló a lo lejos: un solo chiflido de atención, ríspido. Al escondite llegaron otros rumores indefinibles, pesados, que se prolongaron durante varios minutos. Después, nada. Los ojos empezaron a acostumbrarse: la oscuridad.

«Parece que se han ido. Puede que sea una celada. Más vale esperar aquí.»

En el calor del chiflón abandonado, se tocó el pecho, se palpó el costado adolorido por los golpes. Estaba en un redondo espacio sin salida: seguramente, el punto final de una excavación. Algunas vigas rotas estaban por tierra; otras sostenían el débil techo de arcilla. Se cercioró de la estabilidad de una de ellas y se recargó, sentado, a esperar el paso de las horas. Una de las maderas se prolongaba hacia el boquete por donde había caído: no era difícil trepar por ella y alcanzar otra vez la cueva de entrada. Tocó varias roturas en su pantalón, en la túnica cuyas espiguillas doradas se habían desprendido. Y cansancio, hambre, sueño. Un cuerpo joven estiró las piernas y sintió el pulso fuerte en los muslos. La oscuridad y el reposo, el leve jadeo y los ojos cerrados. Pensó en las mujeres que quisiera conocer; el cuerpo de las conocidas huía de su imaginación. La última fue en Fresnillo. Una prostituta endomingada. Una de esas que lloran cuando se les pregunta, «¿De dónde eres? ¿Por qué viniste a dar aquí?» La pregunta de siempre, para empezar la conversación y porque a todas les encanta inventar cuentos. Ésa no; nada más lloraba. Y la guerra sin acabarse. Claro que éstas eran las últimas operaciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y trató de respirar regularmente. Una vez que dominaran al ejército desbaratado de Pancho Villa, habría paz. Paz.

«¿Qué voy a hacer cuando esto se acabe? ¿Y para qué pensar que se va acabar? Así nunca pienso yo.»

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