La muerte de la familia (2 page)

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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

Ahora bien, ocurre que «el amor sólo toma la temperatura adecuada para efectuar este despliegue, una vez atravesada esa región —habitualmente considerada como ártica— del respeto total por la propia autonomía y del de cada una de las personas conocidas».

CRONOLOGÍA

1931 Nacimiento en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, del psiquiatra David Cooper.

1955 Se gradúa en medicina. En Londres, cursa estudios de especialización en psiquiatría.

1962 En un hospital psiquiátrico londinense, se encarga de la dirección de una comunidad terapéutica para esquizofrénicos: se trata del célebre «Pabellón 21», que Cooper describirá en Psiquiatría y antipsiquiatría.

1964 Intensa amistad y estrecha colaboración con el también psiquiatra Ronald D. Laing. En colaboración con el mismo, publica Razón y violencia. Una década de pensamiento sartreano, ensayo dedicado al análisis de la obra de Sartre, filósofo al que los autores califican como uno de los pensadores más radicales del siglo.

1965 En julio, Cooper, junto con Laing y A. Esterson, funda la Philadelphia Association, entidad que agrupa a una serie de comunidades terapéuticas, al margen de la psiquiatría oficial. La que será la más célebre se instala en un antiguo centro comunitario de Londres, Kingsley Hall, y está constituida por 119 enfermos mentales.

1966 Cooper termina su experiencia al frente del «Pabellón 21».

1967 Aparece Psiquiatría y antipsiquiatría, obra que le proporciona prestigio internacional. Cooper critica en ella los métodos de la psiquiatría clásica y postula, a partir de su experiencia en el «Pabellón 21», una nueva y radical práctica psiquiátrica que sólo puede entenderse como «antipsiquiatría».

1968 Desarrolla una intensa campaña como publicista y conferenciante, a fin de dar a conocer las experiencias antipsiquiátricas. En la revista parisina Recherches publica un importante artículo: «Alienación mental y alienación social».

1970 Concluye la experiencia de la comunidad terapéutica de Kingsley Hall. Una de las esquizofrénicas de dicho centro, Mary Bárñes, alcanza la curación (ella misma explicará lo sucedido en un libro no menos célebre: Mi viaje a través de la locura).

1971 Con La muerte de la familia extiende su crítica de la psiquiatría oficial a la familia convencional, núcleo en el que se origina la enfermedad mental.

1974 La gramática de la vida, texto en el que Cooper cuestiona los límites impuestos en el trabajo, la escuela, la amistad, el amor y la política.

1978 Por esta época, el movimiento antipsiquiátrico británico está en franco declive. Cooper todavía publica una obra en consonancia con su línea anterior: se trata de una crítica del psicoanálisis; su título es El lenguaje de la locura.

Bibliografía

A) Obras de David Cooper traducidas al castellano:

Psiquiatría y antipsiquiatría. Buenos Aires (Paidós), 1972.

Razón y violencia: Una década de pensamiento sartreano. En colaboración con R. D. Laing. Buenos Aires (Paidós), 1973.

La gramática de la vida. Estudio de los actos políticos. Barcelona (Ariel), 1978.

«La otra ribera de la terapéutica», en H. M. Ruitenbeek y otros, Hacia la locura. Madrid (Ayuso), 1976.

B) Estudios relacionados con la obra de D. Cooper:

Barnes, M., Viaje a través de la locura. Barcelona (Martínez Roca), 1976.

BASAGLIA, F., La institución negada. Informe de un hospital psiquiátrico. Barcelona (Barrai), 1972.

Psiquiatría, antipsiquiatría y orden manicomial. Recopilación de Ramón García. Barcelona (Barrai), 1975.

Bastide, R., Sociología de las enfermedades mentales. México (Siglo XXI), 1967.

Berke, J., Barnes, M., Caparros, N., y otros, Laing: Antipsiquiatría y nueva cultura. Madrid (Fundamentos), 1975.

Crowcroft, A., La locura. Madrid (Alianza Editorial), 1971.

Delacampagne, Ch., Antipsiquiatría. Una lógica de la esquizofrenia. Barcelona (Madrágora), 1975.

Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica. México (Fondo de Cultura Económica), 1967.

Fromm, E., Horkheimer, M., Parsons, T., y otros, La familia. Barcelona (Península), 1970.

Goffman, E., Internados. Buenos Aires (Amorrortu), 1970.

Hochmann, J., Hacia una psiquiatría comunitaria. Buenos Aires (Amorrortu), 1972.

JERVIS, G., Manual crítico de psiquiatría. Barcelona (Anagrama), 1977.

JONES, M., Psiquiatría social en la práctica. La comunidad terapéutica. Buenos Aires (Americalee), 1970.

LAING, R. D., Experiencia y alienación en la vida contemporánea. Buenos Aires (Paidós), 1973.

El cuestionamiento de la familia. Buenos Aires (Paidós), 1974.

El yo dividido. México (Fondo de Cultura Económica), 1974.

El yo y los otros. México (Fondo de Cultura Económica), 1974.

Esterson, A., Cordura, locura y familia. México (Fondo de Cultura Económica), 1967.

Levy, A., Las paradojas de la libertad en un hospital psiquiátrico. Madrid (Euramérica), 1971.

RUTTENBEEK, H. M., y otros, Psicoanálisis y filosofía existencial. Buenos Aires (Paidós), 1965.

Sartre, J. P., El ser y la nada. Buenos Aires (Losada), 1966.

San Genet, comediante y mártir. Buenos Aires (Losada), 1967.

Crítica de la razón dialéctica. Buenos Aires (Losada), 1968, 2 vols.

SCHEFF, T., El rol del enfermo mental. Buenos Aires (Amorrortu), 1973.

SPECK, R., y ATTNEAVE, C., Redes familiares. Buenos Aires (Amorrortu), 1974.

Tizón, J. L., La locura, compañera repudiada. Barcelona (La Gaya Ciencia), 1978.

La Muerte de la Familia

En esta crítica de la familia mis menciones paradigmáticas se centran esencialmente en la unidad familiar nuclear de la sociedad capitalista en lo que va de siglo. No obstante, la referencia de sentido más amplio apunta hacia el funcionamiento social de la familia en cuanto es una forma adoptada por la ideología (esta imagen no-humana es deliberada y necesaria) en cualquier sociedad explotadora: la sociedad esclavista, la feudal, la capitalista desde su fase más primitiva en el pasado siglo hasta las sociedades neocolonizadas en el primer mundo actual. Lo mismo puede decirse de otras afirmaciones mías más generales. Y también se aplica a la clase obrera del primer mundo, las sociedades del segundo mundo y los países del tercer mundo, en la medida en que se les ha enseñado a desarrollar una falsa conciencia que, como más adelante veremos, es la definición del pacto suicida secreto que acuerda la unidad familiar burguesa, que gusta llamarse a sí misma «familia feliz»; es decir, la familia que reza unida y permanece unida en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte sí nos separa y nos entrega a la lúgubre tersura de nuestras cristianas tumbas que erigen, ya que no es posible otra clase de erección, quienes nos dedican tenazmente el recuerdo de que deben olvidarnos en seguida. Un luto así de falso es adecuado y poético porque un luto auténtico es imposible entre gentes que nunca se encontraron. La unidad familiar nuclear burguesa (por emplear algo parecido al lenguaje de sus agentes, sociólogos y politicólogos académicos) se ha convertido, en este siglo nuestro, en la imagen más perfecta del no-encuentro y, por lo tanto, en la más radical negación del luto, la muerte, el nacimiento y el reino de experiencias que preceden al nacimiento y a la concepción.

¿Por qué no caer en la suave trampa, en la trampa para osos cuidadosamente forrada con piel: es decir, la hipótesis que la familia hace de sí misma como «La Familia» e investigar luego sobre las diversas maneras en que la estructura interna de la familia impide el encuentro entre sus miembros y exige de cada uno de ellos un sacrificio que a nada ni a nadie aplaca, aparte de esta abstracción tan activa? Como no tenemos dioses debemos inventar poderosas abstracciones; de éstas, ninguna tiene la capacidad destructora de la familia.

El poder de la familia reside en su función social mediadora. En toda sociedad explotadora, la familia refuerza el poder real de la clase dominante, proporcionando un esquema paradigmático fácilmente controlable para todas las instituciones sociales. Así es como encontramos repetida la forma de la familia en las estructuras sociales de la fábrica, el sindicato, la escuela (primaria y secundaria), la universidad, las grandes empresas, la iglesia, los partidos políticos y el aparato de estado, las fuerzas armadas, los hospitales generales y psiquiátricos, etc.

Hay siempre «madres» y «padres» buenos o malos, amados u odiados, «hermanos» y «hermanas» mayores, «abuelos» fallecidos o que dominan en la sombra. Empleando los términos del hallazgo de Freud, cada uno de nosotros transfiere fragmentos de la experiencia vivida en su familia originaria a cada uno de los miembros de su «familia de procreación» (es decir, «nuestra» mujer y «nuestros» hijos) y a los demás, cualquiera que sea nuestra situación en el trabajo. Luego, sobre semejante base de irrealidad que se deriva de una irrealidad anterior, hablamos de «la gente que conocemos» como si tuviéramos ni siquiera la más remota posibilidad de conocernos mutuamente. Empleando otras palabras: la familia, metamorfoseada socialmente, convierte en anónimas a las personas que viven o trabajan juntas en una estructura institucional; existe una serialidad real, una cola del autobús, disfrazada de grupo de amigos donde cada «persona real» trabaja en cooperación con otra. Esta exclusión de la realidad de la persona a través de ficciones internalizadas de su pasado familiar aparece también de modo muy visible en el problema básico de la psicoterapia: la progresiva despoblación del consultorio. Al empezar la terapia, el consultorio puede estar lleno de centenares de personas: la familia del paciente en su conjunto, con representantes de varias generaciones, pero también otras personas importantes. Entre esta población se encuentran, inevitablemente, otros internalizados por el terapeuta; pero la garantía de una buena terapia consiste en que las maquinaciones de su familia interna le sean bien conocidas y que tenga a ésta lo suficientemente domesticada. En terapia uno va identificando poco a poco a los miembros de esta vasta familia y sus prolongaciones y, en el momento adecuado, se les pide que «dejen la habitación», para que queden sólo en ella dos personas, en libertad para encontrarse o para separarse. Así pues, el fin ideal de la terapia es la disolución final de la dualidad terapeuta-«terapeutizado»; un ilusorio estado de no-relación en el cual empieza, necesariamente, la terapia y que se deriva del sistema binario de papeles en la familia, «los que crían» y «los que son criados». ¿Cuándo permitirán los padres que los críen sus hijos?.

Es una pedantería hablar de la muerte de Dios o de la muerte del hombre —parodiando el serio intento de algunos teólogos y de algunos filósofos estructuralistas contemporáneos— mientras no podamos enfrentarnos con la muerte de la familia —ese sistema que, como es su obligación social, filtra oscuramente la mayor parte de nuestra experiencia y elimina de ella todo cuanto puede tener de espontaneidad generosa y sincera—.

Antes de que comencemos a hacernos preguntas cósmicas sobre la naturaleza de Dios o del Hombre, surgen ante nosotros históricamente otras cuestiones más concretas y personales: «¿De dónde he venido?», «¿De dónde me han traído?», «¿De quién soy?» (Todas ellas antes de preguntarnos «¿Quién soy?». Vienen luego otras preguntas, que raramente conseguimos articular, pero que presentimos, como: «¿Qué pasaba entre mis padres antes y durante mi alumbramiento?» (Por ejemplo, «¿He nacido de un coito con orgasmo o qué pensaban que estaban haciendo?»); «¿Dónde estaba yo antes de que uno de los espermatozoides de él rompiera uno de los óvulos de ella?»; «¿Dónde estaba yo antes de ser yo?»; «¿Dónde estaba yo antes de poder preguntar quién soy a mí mismo?».

Con un poco de suerte se es «excepcional» (y muchos de nosotros seríamos más de lo que pensamos si pudiéramos recordar una o dos experiencias críticas que reflejan nuestra excepcionalidad). Por ejemplo, una mujer me contó que la comadrona que ayudó en su parto le dijo a su madre: «Ésta ya ha estado por aquí». Con más frecuencia a algunas personas se les dice que proceden de unos padres distintos: «Hubo un error en la Maternidad y te pusieron un rótulo equivocado». Cosas así, que en algunos casos se han dado realmente, suponen que algunos niños proceden de otra especie, que evidentemente no son humanos o incluso extraterrestres monstruosos. Sin embargo, se puede estar tan desprovisto de cualquier curiosidad que se internalice una serie de preguntas sin respuesta, como una mistificación acerca de nuestra propia y elemental identidad —quiénes y cuándo somos y dónde nos encontramos—. La familia sabe inculcar, de modo aterrorizante y aterrorizador, que no es necesario plantearse dudas sobre estas cuestiones. La familia, como no soporta ninguna duda acerca de sí misma y de su capacidad de generar «salud mental» y las «actitudes correctas», destruye en cada uno de sus miembros la posibilidad de la duda.

Cada uno de nosotros somos miembros suyos.

Cada uno de nosotros puede tener que redescubrir la posibilidad de dudar de sus orígenes, a pesar de haber sido bien criado.

Sigo estando perplejo cuando encuentro a personas que fueron adoptadas o cuyos padres abandonaron el hogar para no volver nunca y que sienten tan pocas dudas y curiosidad que no hacen intento alguno por encontrar a sus padres desaparecidos —no necesariamente para relacionarse con ellos, sino para ser testigos del hecho y de la calidad de su existencia—. Es también perturbadora la rareza de las fantasías sobre una «familia novelesca» y sobre la especie de familia extraña e ideal de la cual imaginaríamos proceder; una familia que no proyectara su problemática sobre nosotros sino que se convirtiera en el imaginario vehículo en el que se desarrollaría nuestra propia vida.

En resumen, es necesario revisar todo nuestro pasado familiar; recapitularlo todo para liberamos de una manera personalmente más eficaz que una simple ruptura o una separación geográfica, por violenta o tosca que sea una y otra. Si queremos saber qué pasó —y ello ocurre siempre mediante relaciones, aunque no sean relaciones formalmente terapéuticas— podemos llegar a sentir una simpatía y un cariño, nada frecuentes pero reales y libres, hacia nuestros padres en vez de quedar apresados por un amor ambiguo, que convierte en víctimas por igual a los padres y a los hijos.

Si no dudamos nos convertimos en dudosos ante nuestros propios ojos y nuestra única opción es perder la visión y contemplarnos con los ojos de los demás, los cuales, atormentados por la misma irreconocible problemática, nos verán como personas debidamente seguras de sí mismas y que dan seguridad a los demás. En realidad nos convertimos en las víctimas de un exceso de seguridad que deja a un lado la duda, y en consecuencia destruye la vida, sea cual fuere la forma en que la vivamos. La duda hiela y hace bullir al mismo tiempo la médula de nuestros huesos, los mueve como dados que nunca se arrojan, toca una secreta y violenta música de órgano entre las diferentes calibraciones de nuestras arterias, retumba ominosa y afectuosamente en nuestros tubos bronquiales, en la vejiga y en los intestinos. Es la contradicción de toda contracción espérmática y es la invitación y el rechazo de cada fluctuación muscular vaginal. En otras palabras, la duda es real si podemos encontrar el camino de retorno hacia esa especie de realidad. Pero para ello hay que eliminar los falsos caminos del atletismo y del yoga ritual; rituales que lo único que hacen es confirmar el complot familiar para externalizar la experiencia corporal a través de actos que pueden llevarse a cabo al margen de una relación auténtica y según un horario que evoca esa disciplina del retrete a que nos sometían en el segundo año de nuestra vida, o incluso antes, cuando «nos sentaban», y que tiene como objetivo hacernos olvidar el equilibrio exacto entre la posibilidad de evacuar o retener una caca que sentimos claramente.

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