La muerte de lord Edgware (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

«Pero termino. Ya te contaré la semana próxima si he salido bien o no. Aunque, de todas maneras, querida Lucy, tanto si salgo bien como si salgo mal, tendré los diez mil dólares. ¡Oh, hermanita mía, cuánta importancia tiene para nosotros ese dinero! Sólo me queda tiempo para preparar mi disfraz.

Mil abrazos de tu hermana,

Charlotte.

Poirot dejó la carta sobre la mesa. Comprendí que le había impresionado.

—Ya lo tenemos —dijo Japp alegremente.

—Sí —dijo Poirot.

Su voz tenía un tono raro. Japp le miró con curiosidad.

—¿Qué es eso, Poirot?

—Nada —contestó—, no es nada. Reflexionaba, eso es todo —parecía realmente impresionado—. Pero, de todas maneras, debe de ser eso —continuó, como si hablase consigo mismo—. Sí, debe de ser así.

—Claro que es así; siempre lo dijo usted.

—No, no. No me comprende.

—¿No ha sostenido usted siempre que detrás de todo este asunto estaba alguien que había metido a la muchacha inocentemente en el lío?

—Sí, sí.

—¿Qué más quiere usted? Poirot suspiró y no dijo nada.

—No sé cómo diablos es usted. Poirot. Nada le satisface. Es una verdadera suerte que la muchacha escribiese esa carta.

Mi amigo afirmó, con mucho más ardor del que antes había mostrado:

—Mais oui. Esto no se lo esperaba el asesino. Cuando miss Adams aceptó los diez mil dólares, firmó su sentencia de muerte. El asesino creyó haber tomado todas las precauciones, y con la mayor inocencia, ella fue más lista que él. Los muertos hablan. Sí, a veces, los muertos hablan.

—Bueno —dijo Japp—, tengo que hacer varias diligencias.

—¿Va usted a arrestar al capitán Marsh, mejor dicho, a lord Edgware?

—¿Por qué no? La acusación contra él es definitiva.

—Es verdad.

—Parece usted muy abatido por ello, Poirot. Lo cierto es que a usted sólo le gustan las cosas difíciles. Tenemos aquí su propia hipótesis probada, y porque está probada, ya no le satisface. ¿No encuentra usted suficientes las pruebas que tenemos?

Poirot movió la cabeza.

—No sé si miss Marsh estará o no complicada —siguió Japp—; parece que debía de estar enterada de ello, desde el momento en que fue con él desde la Opera. De no ser así, ¿por qué salió con su primo? En fin, ya veremos cómo se explican.

—¿Puedo ir con usted?

—Claro que sí; le debo a usted la idea.

Y cogió el cablegrama de encima de la mesa.

Yo arrastré a Poirot a un lado:

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—No me encuentro nada bien, Hastings. Esto parece que va viento en popa, pero hay todavía algo que no se aclara. Algo que se nos escapa Todo ha ido como yo me figuraba; pero hay algo, algo que está mal.

Capítulo XXI
-
El relato de Ronald

Yo no comprendía de ninguna manera la actitud de Poirot. ¿Era posible que, habiendo ocurrido todo como él había predicho, estuviera ahora tan preocupado? Cualquiera, al verle así, hubiese creído que acababa de sufrir un fracaso.

Durante el trayecto hacia Regent Cate permaneció ceñudo, sin prestar atención a las alabanzas que Japp le prodigaba.

De pronto salió de su abstracción, diciendo:

—De todas maneras, veamos lo que nos dice el capitán.

—Si es inteligente, no dirá nada. Infinidad de hombres se han condenado por tener demasiada prisa en declarar. De todas maneras, nadie puede echarnos en cara el que les advirtamos antes. Pero es inútil. Cuanto más culpables son, más ganas tienen de hablar y de explicar todas las mentiras que han urdido para el caso de ser interrogados por la Policía. No saben que antes de soltar un embuste hay que consultarlo con un abogado.

—Los abogados son los peores enemigos de la Justicia. Varias veces me he encontrado con casos de culpabilidad probada, y por culpa de un maldito abogado, el criminal ha sido absuelto. Es un asco. Todos están pagados para poner su inteligencia al servicio del delito.

Al llegar a Regent Gate encontramos a toda la familia en la casa comiendo. Japp solicitó hablar a solas con lord Edgware y nos hicieron pasar a la biblioteca.

A los pocos momentos, el joven lord se reunió con nosotros. Su tranquila sonrisa desapareció al ver la expresión de nuestros rostros.

—¿Cómo está usted, inspector? —preguntó—. ¿De qué se trata? Japp le informó de todo.

—¿Conque se trata de eso? —dijo Ronald.

Acercó una silla y se sentó; luego, sacando una pitillera, dijo:

—Me gustaría, señor inspector, hacer una declaración.

—Eso... como usted quiera.

—Es una locura por mi parte, ya lo sé, pero me es igual. No tengo ningún motivo para ocultar la verdad, como dicen los héroes de novela.

Japp no contestó. Su rostro era más inexpresivo que nunca.

—Mire, aquí hay una mesita y una silla; su subordinado puede sentarse en ella y tomar taquigráficamente nota de mi declaración. La idea de lord Edgware se puso en práctica inmediatamente.

—Como tengo alguna inteligencia —siguió el capitán—, me doy perfectamente cuenta de que mi magnífica coartada ha quedado destruida, de que ya se ha esfumado como el humo, y, en fin, de que los utilísimos Dortheimer no me sirven ya de nada. Lo ha descubierto el chófer del taxi, ¿verdad?

—Conocemos todo cuanto hizo usted aquella noche —dijo Japp.

—En estos momentos siento gran admiración por Scotland Yard; de todos modos, ¿no se les ha ocurrido a ustedes pensar que si yo hubiese venido aquí con el propósito de asesinar a mi tío, no hubiera tomado un taxi y le hubiese dejado esperándome a la puerta? ¡Oh! Ya veo que a monsieur Poirot sí se le ha ocurrido.

—Sí; ya he reflexionado sobre ese detalle —dijo Hércules Poirot.

—Así no se comete un crimen premeditado, señores —dijo Ronald—. Para hacerlo perfectamente se caracteriza uno con gafas o con bigotes rojos y da al chófer la dirección de una de las calles próximas a Regent Gate; una vez allí, se le paga y se le despide. En fin..., no voy a decirles lo que mi abogado dirá mucho mejor que yo. Ya sé lo que van a decir, que el crimen fue un impulso repentino; que mientras esperaba junto al coche cruzó, de pronto, esa idea por mi cabeza e, impulsado por ella, entré en la casa, etcétera, etcétera. Bien; yo les voy a contar toda la verdad. Como les dije, me encontraba sin un céntimo, necesitaba dinero urgentemente. Era un caso desesperado. Si al día siguiente no pagaba cierta cantidad, tendría que huir de Londres. Entonces pensé en recurrir a mi tío. Estaba convencido de que no me quería, pero creí que por salvar el honor de su nombre me sacaría del apuro. Antiguamente, según he leído, los hombres solían hacerlo, pero mi tío resultó ser de la más moderna indiferencia respecto a ese concepto caballeresco del honor. Entonces pensé recurrir a Dortheimer, solicitando de él un préstamo. Pero rechacé la idea, porque sabía de antemano lo que iba a pedirme a cambio, y realmente casarme con su hija era para mí una cosa imposible. Cuando todo parecía perdido, me encontré con mi prima en la Opera. Nos habíamos tratado muy poco; pero mientras estuve en casa de su padre, siempre se mostró muy buena conmigo. Le conté lo que me pasaba, aunque ella ya

conocía algo por habérselo oído decir a mi tío. Entonces tuvo un gesto que demostró su generoso carácter; pues para salvarme me ofreció las perlas que había heredado de su madre—Ronald se detuvo; su voz denotaba la emoción que sentía. Si todo aquello era fingido, sería necesario reconocer que era un actorazo—. Acepté la oferta de la bendita muchacha. Con el collar podría obtener el dinero que necesitaba. Le juré que se lo devolvería, aunque tuviese que trabajar día y noche. Como las perlas estaban en su casa, en Regent Gate, pensamos que lo mejor era ir a buscarlas en seguida; por eso salimos del teatro en el entreacto y cogimos un taxi. Nos detuvimos una casa más allá de la de mi tío para evitar que alguien oyese el ruido del coche al detenerse. Geraldine se apeó, y atravesando la calle, se dirigió hacia su casa; como tenía llave, subiría sin hacer ruido a sus habitaciones y me traería las perlas. No era probable que encontrase a nadie; en todo caso a alguna de las criadas, pues miss Carroll, la secretaria de mi tío, acostumbra acostarse a las nueve y media, y mi tío lo más probable era que estuviese en la biblioteca. Mientras aguardaba el regreso de Dina, encendí un cigarrillo y me quedé mirando hacia la casa para verla venir. Y ahora, señores, llego a la parte de mi relato que les parecerá increíble. Mientras esperaba, pasó por mi lado un hombre que, con gran asombro mío, se dirigió a esta casa y, subiendo la escalinata, entró en ella. Tuve la impresión de que había entrado aquí, en el número diecisiete; pero como la distancia era bastante grande, creí que habría sido una confusión mía y que el hombre en cuestión debió de haber entrado en otra casa. Me extrañó mucho por dos razones; una, porque aquel sujeto había abierto la puerta con llave, y la otra, porque me pareció reconocer en él a un célebre artista de cine. Estaba tan sorprendido, que quise salir de dudas, al recordar, de pronto, que llevaba la llave de la casa, llave que había perdido hacía unos tres años y que encontré después, cuando menos lo esperaba. Aquella mañana la cogí para entregársela a mi tío; pero con la discusión se me olvidó, y al cambiar de ropa para ir al teatro la metí, distraídamente, con otros objetos en un bolsillo. Después de decirle al chófer que aguardase, me dirigí hacia aquí rápidamente y abrí la puerta. El vestíbulo estaba completamente desierto. No se advertía la presencia de nadie. Durante unos instantes miré a mi alrededor. Luego me dirigí a la puerta de la biblioteca Tal vez el hombre que había visto entrar estaría hablando con mi tío. De ser así, oiría el murmullo de sus voces. Escuché atentamente, pero no oí absolutamente nada. De repente, comprendí que había cometido una verdadera locura. Sin duda, aquel individuo había entrado en otra casa, seguramente la de al lado. Hay que advertir que Regent Gate está muy mal alumbrado durante la noche. La verdad era que había obrado como un verdadero inconsciente. ¿Por qué había tenido que seguir a semejante personaje? Si por casualidad llega a salir mi tío de la biblioteca y me encuentra allí, hubiese puesto a Geraldine en un verdadero compromiso, destruyendo, además, mi única tabla de salvación. Decidí, pues, marcharme inmediatamente —hizo una corta pausa. Luego prosiguió—: Me dirigí lo más sigilosamente posible hacia la puerta, en el mismo momento en que Geraldine bajaba la escalera con las perlas en la mano. Al verme, como era natural, se asustó mucho. Salimos juntos, y una vez en la calle, le conté lo ocurrido. Volvimos a la Ópera. Llegamos en el preciso momento que levantaban el telón. Nadie sospechó que hubiésemos ido tan lejos. Era una noche muy calurosa y muchos espectadores habían salido a la calle a respirar un poco el aire fresco —Ronald se detuvo de nuevo—. Me van ustedes a decir que por qué no les conté esto antes. Y yo les respondo: ¿Es que ustedes declararían teniendo, como tenía yo, motivos para cometer un crimen, que habían estado en la casa donde se cometió ese crimen poco tiempo después de haberse cometido? Francamente, tuve mie-do. Aun en el caso de ser creído, la declaración de la verdad me hubiese reportado una serie de molestias. Nosotros no teníamos nada que ver con el crimen. No habíamos visto ni oído nada que pudiese ayudar a descubrir al verdadero culpable. ¿Para qué mezclarme, pues, en un asunto así? Si le conté lo de la pelea con mi tío y la falta de dinero, fue porque supuse que se enterarían ustedes, y creí evitar de esa manera el que ustedes sospechasen de mí y examinasen más a fondo la coartada. Tenía la seguridad de que los Dortheimer estaban convencidos de que había permanecido durante todo el tiempo en Covent Garden. El que uno de los entreactos lo pasase con mi prima no les hubiese parecido nada sospechoso, y ella misma podía decir que durante el entreacto habíamos estado juntos en el mismo teatro.

—¿Estuvo conforme mis Marsh en prestarse a este encubrimiento?

—Sí; tan pronto como me enteré del asesinato de mi tío, vine a verla, rogándole que guardase silencio sobre nuestra visita nocturna. Le dije que declarase que nos habíamos encontrado en la Ópera durante el entreacto y que salimos a pasear por la calle. Comprendió los motivos y se mostró conforme —se detuvo—. Sé que todo se pone en contra mía, que mi propia declaración vale muy poco porque es tardía. Pero le aseguro que lo que les he contado es la pura verdad. Le puedo dar el nombre y dirección del hombre que aquella misma noche me prestó el dinero por las perlas de Geraldine. Y si quieren ustedes hablar con ella, les dirá, palabra por palabra, cuanto acabo de decir.

Miró a Japp. Éste continuaba tan inexpresivo como antes. Al cabo de un momento, preguntó:

—Nos ha dicho antes que creía que la criminal era Jane Wilkinson, ¿verdad, lord Edgware?

—¿No hubiera usted creído lo mismo después de lo dicho por el criado?

—¿Y qué hay de su apuesta con miss Adams?

—¿Una apuesta con miss Adams? ¿quiere decir usted con miss Charlotte Adams? ¿Por qué tenía que existir una apuesta entre nosotros?

—¿Es que va usted a negar que le ofreció la cantidad de diez mil dólares para que se caracterizase como Jane Wilkinson y se presentase a lord Edgware?

Ronald le miró asombrado.

—¿Que yo le ofrecí a Charlotte Adams diez mil dólares? Eso es una

majadería. Sin duda, señor inspector, se han querido burlar de usted. Nunca he tenido yo diez mil dólares. ¿Y es ella quien se lo ha dicho? ¡Oh, ya no me acordaba que había muerto! —Ronald nos miró; su rostro estaba pálido como el de un difunto—. No entiendo lo que ocurre —continuó—; yo les he contado la pura verdad, aunque supongo que ninguno de ustedes lo creerá.

Y ante el asombro de todos, Poirot exclamó:

—Yo sí le creo a usted.

Capítulo XXII
-
El extraño comportamiento de Hércules Poirot

Estábamos en nuestras habitaciones.

—¿Por qué...? —empecé.

Poirot me detuvo con el gesto más extravagante que le había visto hacer. Con los brazos en alto, me dijo:

—Te lo ruego, Hastings, te lo ruego. Ahora no, ahora no. Y tras esto se puso el sombrero y salió de la habitación. Aún no había vuelto cuando, una hora más tarde, apareció Japp.

—¿Está fuera nuestro hombrecito? —preguntó. Asentí, mientras Japp se dejaba caer en una silla. Enjugóse la frente con un pañuelo, pues el día era caluroso.

—¿Qué diablos le pasó? —inquirió—. Le aseguro, capitán Hastings, que me hubiera hecho caer de un soplo cuando se dirigió a lord Edgware y le dijo: «Le creo.» Parecía como si estuviese actuando en un melodrama. Me dejó turulato.

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