La muerte de lord Edgware (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—Pero ¿cómo se pudo enterar nadie?

—Según me has dicho, habló contigo allí, en el Claridge, rodeado de gente. Una verdadera locura. ¡Ah! ¿Por qué no te lo llevaste, sin permitir que nadie se le acercase hasta que yo hubiese oído lo que tenía que decirme?

—No pensé en ello; nunca me imaginé... —murmuré.

Poirot hizo un gesto.

—No te critico. ¿Cómo ibas a adivinarlo?

Por fin llegamos. Ross vivía en una casa situada en una amplia calle de Kensington. La puerta de la calle estaba abierta

—¡Qué fácil es entrar aquí —dijo Poirot—. Nadie le ve a uno.

En el primer piso había una estrecha puerta, y en el centro de ella estaba clavada la tarjeta de Ross.

Nos detuvimos. En la casa reinaba un silencio de muerte. Empujé la puerta y vi con asombro que estaba abierta. Entramos en un pequeño recibidor, en el que había dos puertas, una abierta y otra que daba a una sala. Entramos en ella. Estaba amueblada modesta, pero confortablemente. No había nadie. En una mesita estaba el teléfono, y junto a él, descansaba el receptor.

Poirot dio unos pasos, observándolo todo con gran atención.

—Aquí no hay nadie. Vamos a la otra habitación, Hastings.

Volvimos hacia atrás y entramos en la otra habitación. Era un pequeño comedor; a un lado, sentado en una silla y de bruces sobre la mesa, estaba Ross.

Poirot se inclinó sobre él. En seguida se enderezó muy pálido.

—Muerto —dijo—. Apuñalado en la nuca.

Durante mucho tiempo, los sucesos de aquella tarde quedaron grabados en mi mente como una terrible pesadilla. No podía desprenderme de un abrumador sentimiento de responsabilidad. Poirot se mostró muy silencioso después de hacer nuestro macabro descubrimiento. Durante la investigación de la Policía, el interrogatorio de los demás inquilinos de la casa y los mil rutinarios detalles de la investigación de un asesinato, había permanecido un poco alejado de todo aquello, extrañamente tranquilo, con una mirada lejana y expectante.

—No podemos perder tiempo en lamentaciones, Hastings —dijo lentamente—. El pobre muchacho que ha muerto tenía algo que decirnos y era de gran importancia; de otro modo, no le hubieran asesinado. Ya que no nos lo puede decir, tenemos que averiguarlo, y tenemos que averiguarlo con un solo dato como guía.

—¿París? —dije yo.

—Sí; París —se levantó y se puso a pasear de un lado para otro—. Se ha mencionado varias veces a París en este asunto —continuó—. Pero, desgraciadamente, no hay unidad entre las diferentes menciones. Existe la palabra «París» grabada en la cajita de oro. En noviembre último, miss Adams estaba en París y quizá entonces también estuviera Ross. ¿Había allí alguien más a quien él conociese? ¿Se encontró Ross con miss Adams? ¿En qué circunstancias se encontraron?

—Eso no lo podremos saber nunca —dije yo.

—¡Sí, sí; lo sabremos! El poder de las células grises es casi ilimitado. ¿De qué otra manera está unido París a este asunto? ¿Acaso la mujer de las gafas que fue a buscar la cajita a la joyería era conocida de Ross? El duque de Merton estaba en París cuando se cometió el crimen. París. París. París. Lord Edgware tenía que ir a París. ¡Ah! Tal vez el motivo del asesinato fue impedir que éste fuese a París —se sentó de nuevo, apretándose las sienes, concentrado—. ¿Qué ocurrió durante la comida? —murmuró—. ¿Sin duda, alguna palabra o frase casual debió recordarle a Ross qué podía ser interesante algo que él sabía, pero a lo que hasta entonces no había dado importancia? ¿Recuerdas si se mencionó a Francia o a París en la parte de mesa en que tú estabas?

—Se nombró la palabra «París», pero no en ese sentido. Y le conté la metedura de pata de Jane Wilkinson.

—Tal vez sea esa la explicación —dijo Poirot pensativamente—. La palabra «París» pudo ser suficiente. Quizá una asociación de ideas con algo, pero ¿qué fue ese algo? ¿Hacia dónde miraba Ross, o de qué hablaba, cuando se profirió esa palabra?

—Hablaba de las supersticiones escocesas.

—¿Y dónde miraba? ¿Dónde?

—No estoy seguro. Me pareció que miraba hacia la cabecera de la mesa, donde estaba sentada mistress Widburn.

—¿Quiénes estaban cerca de ella?

—El duque de Merton, Jane Wilkinson y otras personas a las que no conozco.

—El duque... Es posible que mirase hacia él cuando oyó la palabra «París». El duque, recuérdalo, estaba en París, o, por lo menos, se supone que estaba allí la noche en que se cometió el crimen. Supón que de repente Ross recordase algo demostrativo de que Merton no estaba en París entonces.

—Pero, ¡Poirot!

—Sí; ya sé que tú, como la mayoría de la gente, considerarás esto como un absurdo. ¿Tenía el duque algún motivo para el crimen? Sí; un importante motivo. Pero suponer que ha sido él mismo quien lo ha cometido sería una tontería. Es tan rico, tiene una posición tan elevada y es de un carácter tan pacífico... Nadie trataría de investigar cuidadosamente su coartada. Y prepararse una coartada en un gran hotel es muy fácil. Dime, Hastings, ¿dijo algo Ross cuando oyó la palabra «París»?

—Me parece que lanzó una exclamación.

—¿Cuál era su aspecto? ¿Estaba aturdido?

—Eso mismo.


Précisément
. Tuvo una idea, le pareció absurda, descabellada. Dudó en exponerla. Al fin, venciendo sus dudas, se decidió a hablarme; pero, desgraciadamente, yo ya me había ido.

—Si al menos nos hubiese dicho algo más... —me lamenté.

—Sí; si al menos... Mientras hablabais, ¿quién estaba cerca de vosotros?

—Mucha gente. Todos se despedían de mistress Widburn. Particularmente, no me fijé en nadie... Poirot se levantó.

—¿Me habré equivocado? —murmuró mientras volvía a pasearse de nuevo por la habitación—. ¿Habré estado cometiendo error tras error durante todo este tiempo?

Le miré con simpatía, comprendiendo la lucha que en aquellos momentos mantenía consigo mismo.

—De todos modos, no puede acusarse a Ronald Marsh de este último crimen.

—Es una ventaja para él —dijo lentamente—. Pero de momento no nos interesa —bruscamente se sentó—. ¿No puedo estar completamente equivocado, Hastings? ¿Te acuerdas de que una vez me hice cinco preguntas?

—Creo recordar algo así.

—Eran las siguientes: ¿Por qué lord Edgware había cambiado de parecer con respecto al divorcio? ¿Qué explicación tenía la desaparición de la carta que él decía haber escrito a su mujer, y que ésta, según nos ha dicho, no recibió? ¿Por qué tenía su rostro, al salir nosotros de la biblioteca, aquella expresión de rabia? ¿Por qué estaban aquellas gafas en el bolso de Charlotte Adams? ¿Por qué telefonearon a lady Edgware, en Chiswick, y en seguida colgaron el aparato?

—Sí; ahora recuerdo esas preguntas.

—Durante todo este tiempo he tenido una idea, Hastings. Una idea acerca de quién era el hombre misterioso. Tres de las preguntas ya me las he contestado satisfactoriamente. Pero las otras dos no hay manera. ¿Comprendes lo que esto significa? Pues quiere decir que estoy equivocado con respecto a la persona a quien yo creía culpable, y que, por tanto, no sé quién es.

Se levantó y fue hacia su escritorio; lo abrió y sacó la carta que Lucy Adams le había enviado desde América. Le había pedido a Japp que le permitiese guardarla durante unos días, y Japp había accedido.

Los minutos pasaban; empecé a bostezar, y para distraerme cogí un libro. No creía que Poirot sacase nada en limpio de su estudio. Habíamos mirado y remirado la carta, y excepto el hecho de que no se refería a Ronald, no habíamos encontrado nada más.

Fui volviendo página tras página y empecé a adormilarme. De repente, Poirot lanzó un grito. Me levanté asustado. Poirot me estaba mirando con una expresión indescriptible en sus brillantes ojos.

—¡Hastings, Hastings!

—¿Qué pasa?

—¿Te acuerdas de que te dije que si el asesino hubiese sido un hombre ordenado y metódico, en lugar de rasgar la página la hubiese cortado?

—Sí.

—Pues me equivoqué. En este crimen hay orden y método. La página tenía que ser rasgada y no cortada. Mira por ti mismo. Miré.


Eh bien?
¿Lo ves?

Hice un gesto negativo.

—¿Quieres decir que tenía prisa y que por eso la rasgó?

—Con prisa o sin ella, hubiese hecho lo mismo. ¿No lo ves? La página tenía que ser rasgada... Moví la cabeza. Con voz muy baja, Poirot dijo:

—He estado loco, ciego; pero ahora..., ahora lo descubriremos.

Capítulo XXVII
-
Las gafas

Un minuto después su estado de ánimo cambió. Se puso en pie y yo le imité, sin comprender nada, pero gustoso.

—Cogeremos un taxi —dijo Poirot—. No son más que las nueve. Aún podemos hacer una visita. Bajamos la escalera.

—¿A quién hemos de visitar?

—Vamos a Regent Gate.

Poirot, como ya hemos dicho, no era persona que se prestase a interrogatorios. Vi que estaba muy excitado. En cuanto estuvimos sentados en el taxi, sus dedos empezaron a tamborilear nerviosamente sobre sus rodillas, con una impaciencia extraña en él, que siempre estaba tranquilo.

Empecé a recordar, palabra por palabra, toda la carta de Charlotte Adams a su hermana, pues había llegado a sabérmela de memoria, y me repetí una vez tras otra lo que había dicho Poirot acerca de la página rasgada.

Cuanto más reflexionaba, menos sentido le encontraba a las palabras de Poirot. ¿Por qué la página tenía que ser forzosamente rasgada? No; no lo entendía.

En Regent Gate nos abrió la puerta un nuevo criado. Poirot le dijo que deseábamos ver a miss Carroll. Mientras nos conducía escaleras arriba, me pregunté, una vez más, en dónde estaría el apuesto criado. Hasta entonces la Policía no había podido encontrarlo, a pesar de todas las pesquisas que había hecho para lograrlo. Una idea repentina atravesó mi cerebro y se me ocurrió que tal vez a él también le habían asesinado...

El aspecto de miss Carroll, pulcro y sano, me sacó de aquellas imaginaciones. Pareció sorprenderse mucho al ver a Poirot.

—Me alegro de encontrarla a usted, miss Carroll —dijo Poirot, mientras se inclinaba estrechando su mano—. Temía que ya no estuviese aquí.

—Geraldine no quiere que me marche —contestó ella—. Me ha pedido insistentemente que me quede. En las presentes circunstancias, la pobre muchacha necesita de alguien que la consuele. Y le aseguro, monsieur Poirot, que yo, cuando llega el caso, sé hacerlo perfectamente.

—Lo creo. Siempre me ha parecido que era usted una mujer muy útil, señorita. Miss Marsh, en cambio, produce la sensación de que carece de sentido práctico.

—Es una soñadora —contestó miss Carroll—. Por fortuna, no ha tenido que ganarse la vida. De todas maneras, supongo que no habrá usted venido para hablar de las personas prácticas y de las que no lo son. ¿En qué puedo serle útil, monsieur Poirot? —dijo, mientras le miraba con suspicacia a través de las gafas.

No creo que a Poirot le satisficiese ser interrogado de aquella forma acerca de la causa de su visita. A él le gusta llegar por caminos insospechados a la finalidad que se propone. Sin embargo, con miss Carroll no era posible en modo alguno utilizar aquel medio.

—Hay algunos puntos sobre los que desearía que usted me informase. Sé que puedo fiarme de su memoria, miss Carroll.

—De no ser así, no hubiese servido para secretaria —contestó ella con aspereza.

—¿Estuvo en París lord Edgware en noviembre último?

—Sí.

—¿Puede usted decirme la fecha exacta de su viaje?

—Tendré que mirarla.

Se levantó, abrió un cajón de un mueble próximo y sacó un libro. Volvió algunas páginas, y al fin dijo:

— Lord Edgware salió para París el día tres de noviembre y volvió el siete. Además, también estuvo allí el veintinueve del mismo mes, regresando el cuatro de diciembre. ¿Algo más?

—Sí. ¿Por qué motivos hizo esos viajes?

—El primero, para ver unas estatuillas que pensaba comprar en una subasta que había de celebrarse algún tiempo después; en el segundo, no tenía ningún propósito determinado, que yo sepa.

—¿Acompañó miss Marsh a su padre en las dos ocasiones?

—Nunca le acompañó. Lord Edgware jamás pensó en tal cosa. Por aquel momento ella estaba en un convento de París, pero no creo que su padre fuese a verla; por lo menos, me sorprendería mucho que lo hubiera hecho.

—¿Y usted no le acompañaba?

—No —le miró con curiosidad y le preguntó bruscamente—: ¿Por qué me hace usted todas esas preguntas? ¿Qué se propone? Poirot no contestó y siguió preguntando:

—Miss Marsh quiere mucho a su primo, ¿es verdad?

—No veo en qué pueda interesarle eso, monsieur Poirot.

—Miss Marsh vino a visitarme el otro día. ¿Estaba usted enterada?

—No; no lo sabía —parecía alarmada—. ¿Qué le dijo?

—Me dijo, aunque, desde luego, no con estas palabras, que quería mucho a su primo.

—Entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?

—Porque quiero saber su opinión.

Miss Carroll pareció dudar, y por fin dijo:

—Pues bien: mi opinión es que le quiere demasiado.

—Parece que a usted no le es simpático el actual lord Edgware.

—Yo no he dicho nunca eso. No estoy acostumbrada a él. No es persona seria. No niego que su compañía es agradable y que cuando se pone a hablar es muy divertido. Pero hubiese preferido que Geraldine se interesase por alguien más sensato.

—Por el estilo del duque de Merton.

—No lo conozco, pero parece que toma en serio los deberes de su posición. Mas creo que está interesado por esa mujer, por esa hermosa Jane Wilkinson.

—Su madre...

—¡Oh! Puedo asegurar que su madre preferiría que se casase con Geraldine; pero ¿qué pueden las madres? Los hijos, en eso del matrimonio, nunca quieren hacer caso a sus madres —dijo miss Carroll.

—¿Cree usted que el primo de miss Marsh se interesa por ella?

—En la situación en que él está, poco importa que se interese o no.

—Entonces, ¿cree usted que le condenarán? —preguntó Poirot.

—No; no lo creo. Estoy convencida de que no es el asesino.

—Pero, de todas maneras, puede ser condenado.

Miss Carroll no replicó. Poirot se puso en pie.

—No quiero entretenerla más —dijo—. ¡Ah, oiga! ¿Conocía usted a miss Charlotte Adams?

—La había visto trabajar. Era muy inteligente.

—Sí, mucho —se quedó meditando un momento—. ¡Ah, se me olvidaban los guantes!

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