Al inclinarse para cogerlos de la mesa en que los había dejado, se enredó un botón de su manga con la cadenita de las gafas de miss Carroll, y se cayeron en la alfombra. Poirot las cogió al mismo tiempo que los guantes, que también se le habían caído, y murmuró unas excusas.
—Lamento haberla interrumpido en sus ocupaciones —dijo al final—; pero esperaba encontrar algún dato respecto a una discusión que sostuvo lord Edgware el año pasado; por eso le he preguntado acerca de París. Creo que salvar al capitán Marsh es una empresa desesperada, pero miss Geraldine parecía estar muy segura de que su primo no había cometido el crimen. Bueno; buenas noches, señorita, y mil perdones por haberla molestado.
Llegábamos a la puerta, cuando oímos la voz de miss Carroll, que nos llamaba.
—Monsieur Poirot, éstas no son mis gafas; no veo nada con ellas.
—
Comment!
—Poirot la miró asombrado; luego sonrió—. ¡Qué tonto soy! Al agacharme a coger sus gafas, se han caído las mías, y como son muy parecidas, sin duda las he confundido.
Se hizo el cambio, en medio de amabilísimas sonrisas por ambas partes, y nos marchamos.
—Poirot —dije cuando hubimos salido—, tú no llevas gafas.
—Hay que ser más perspicaz. ¿No ves nada?
—Sí; que las gafas que has dejado caer junto a las de miss Carroll son las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.
—Exacto.
—¿Por qué supusiste que pertenecían a miss Carroll?
Poirot se encogió de hombros.
—Porque de las personas que se hallan mezcladas en el suceso, es la única que lleva gafas.
—De todas maneras, no son suyas —dije.
—Por lo menos, ella así lo ha dicho.
—Tú siempre sospechando.
—No, hombre, no. Creo que ha dicho la verdad. De lo contrario, no hubiese notado el cambio.
Como íbamos andando al azar, propuse que cogiésemos un taxi; pero Poirot movió la cabeza negativamente.
—Necesito pensar, y el ejercicio me ayuda. No dijo nada más.
—Tus preguntas sobre París eran un simple pretexto, ¿verdad? —pregunté.
—No del todo.
—Todavía no hemos descubierto el misterio de la inicial D —dije pensativamente—. Es raro que ninguno de los que intervienen en este asunto tenga una inicial D en el nombre ni en el apellido, excepto... ¡Oh!, sí, eso sí que es raro, excepto Donald Ross. Y ha muerto.
—Sí —dijo Poirot sombríamente—, ha muerto.
Entonces me acordé de aquella noche que íbamos con Ross por la carretera y exclamé:
—¡Caramba, Poirot! ¿No te acuerdas?
—¿De qué?
—De lo que dijo Ross acerca de que habían sido trece a la mesa. Y que sería el primero en morir.
Poirot no contestó. Yo sentí cierto malestar, como suele ocurrir cuando nos encontramos con que las supersticiones se confirman.
—Admitirás que es raro —dije en voz baja.
—¿Eh?
—Digo que es raro eso de Ross y de los trece. ¿En qué estabas pensando?
Con profundo asombro y disgusto vi que Poirot empezaba a retorcerse de risa. Parecía que iba a darle un ataque. Indudablemente, algo había causado aquel regocijo.
—¿De qué diablos te ríes? —pregunté vivamente.
—¡Oh! Es que me he acordado de una adivinanza que oí el otro día. Te la voy a decir. ¿Qué animal tiene dos patas, plumas y ladra?
—La gallina —dije malhumorado—. Lo sabía desde que tenía dos años.
—Eso no vale, Hastings; tenías que haber dicho: «No lo sé.» Entonces yo hubiese contestado: «La gallina.» Y tú: «Pero la gallina no ladra.» Y yo hubiese dicho: «¡Ah! Eso es para despistar.» Supongamos que esa es la explicación de la letra «D».
—Pero todo eso no tiene sentido.
—Para la mayor parte de la gente, no; pero para ciertos cerebros, sí. ¡Oh, si alguien pudiese contestarme!...
En aquel momento pasábamos junto a un importante cine. El público que salía del local hablaba animadamente, comentando las películas que acababa de ver. Mezclados entre un grupo, atravesamos la Euston Road.
—«Me ha gustado mucho —iba diciendo una muchacha—. Bryan Martin es encantador; no pierdo ni una película suya. ¡Qué emocionante es aquella escena en que baja a caballo por aquel barranco y por fin llega a tiempo con los documentos!»
Su compañero no era tan entusiasta.
—«Todo eso es una idiotez. Si hubiesen tenido la sensatez de interrogar a Ellis en seguida, como hubiese hecho cualquier persona de sentido común...»
El final no lo oí. Al llegar a la acera me volví, y vi que Poirot estaba parado en medio de la calle, con grave peligro de morir aplastado por alguno de los camiones que pasaban rozándole. Instintivamente, cerré los ojos. Oí un ruido de frenos y el pintoresco lenguaje de un chófer. Al abrir los ojos vi a Poirot que atravesaba la calle como un sonámbulo.
—¡Poirot! —exclamé—. ¿Te encuentras mal?
—No,
mon ami
; pero de pronto se me ha ocurrido una idea. Ahora, en este mismo momento.
—Pues si te descuidas, es el último de tu vida.
—No importa. ¡Ah!,
mon ami
; he sido ciego, sordo, tonto. Ahora veo resueltas todas las incógnitas. Sí, las cinco, sí... Lo veo todo... ¡Tan sencillo, tan infantilmente sencillo!...
El paseo hasta casa fue muy curioso.
Se comprendía que Poirot trataba de reconcentrar el pensamiento. De cuando en cuando murmuraba alguna palabra. Pude oír un par de ellas. Una fue «cirios», y otra, algo parecido a
douzaine
. Seguramente, si yo hubiese sido más listo, habría comprendido el rumbo que tomaban sus ideas. Pero entonces sus palabras me parecieron un galimatías.
Tan pronto como llegamos a casa, corrió al teléfono, llamó al Savoy y preguntó por lady Edgware.
—No te hagas ilusiones de hablar con ella —le dije, algo divertido. Poirot, como ya he dicho varias veces, es el hombre peor informado del mundo—. ¿No sabes —continué— que está representando una nueva obra? Debe de estar en el teatro, pues no son más que las diez y media.
Poirot no me hizo caso. Hablaba con el portero del hotel, quien, sin duda, le estaba diciendo lo mismo que yo.
—¡Ah! En tal caso quisiera hablar con la doncella de lady Edgware. Poco después estuvo puesta la comunicación.
—¿Es usted la camarera de lady Edgware? Yo soy Hércules Poirot. ¿No me recuerda?
—Sí, sí; es muy importante. Venga en seguida Le voy a dar la dirección.
La repitió dos veces, y después colgó el aparato.
—¿Qué pasa? —pregunté curiosamente—. ¿Realmente has encontrado algo importante?
—No; es la camarera quien tiene que informarme.
—¿Que te ha de informar? ¿Sobre qué? Sobre cierta persona.
—¿Jane Wilkinson?
—¡Oh, no! Sobre ella tengo ya todos los informes que necesito.
—¿Sobre quién entonces?
Poirot me dirigió una de sus irritantes sonrisas y me dijo que aguardase y viese.
Luego se puso a pasear inquietantemente por la habitación.
Diez minutos más tarde llegó la camarera. Parecía estar algo nerviosa. Era una mujer pequeña, pulcra, y vestía enteramente de negro. Se quedó mirando a su alrededor dubitativamente.
Poirot se adelantó:
—¡Ah! ¿Ya está usted aquí? Ha sido usted muy amable viniendo. Siéntese, miss... Ellis, ¿verdad?
—Sí, señor; Ellis.
Se sentó en la silla que Poirot le ofrecía, con las manos reposando en el regazo y mirándonos a los dos. Su pequeño y pálido rostro se había serenado y sus labios estaban apretados.
—Para empezar: ¿cuánto hace que está usted con lady Edgware?
—Tres años.
—Es lo que me figuraba. Así, conoce usted perfectamente sus asuntos, ¿verdad?
Ellis no contestó; parecía molesta.
—Lo que quiero decir es si sabe usted quiénes son sus enemigas —siguió Poirot.
Ellis apretó más los labios, pero al fin dijo:
—Muchas mujeres han intentado causarle algún daño, pero sólo era envidia.
—El elemento femenino no siente muchas simpatías por ella, ¿verdad?
—No, señor, es demasiado bonita Además, siempre logra lo que desea. Por otra parte, entre las artistas siempre existe un sinfín de envidias y rencores.
—¿Y por parte de los hombres?
Ellis se permitió una agria sonrisa.
—Con los hombres es muy distinto; puede hacer con ellos lo que quiere.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo. Luego, en otro tono, preguntó—: ¿Conoce usted a Bryan Martin, el actor de cine?
—¡Ya lo creo!
—¿Bien?
—Muy bien, desde luego.
—Creo que hace un año, poco más o menos, míster Bryan Martin estaba muy enamorado de su señora.
—Loco por ella. Y no es que «estaba», sino que «está».
—Estaba convencido entonces de que ella se casaría con él, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Pensó lady Edgware seriamente en hacerlo? —preguntó Poirot.
—Lo pensó varias veces, y creo que si hubiera logrado obtener el divorcio, se habría casado con él —contestó Ellis.
—Pero entonces debió aparecer en escena el duque de Merton, ¿verdad?
—Sí, señor. Estaba realizando un viaje por los Estados Unidos. En cuanto la vio, quedó locamente enamorado de ella.
—Y adiós las esperanzas de Bryan Martin, ¿verdad?
—Claro que míster Bryan Martin ganaba mucho dinero, pero el duque de Merton tiene una posición mucho más elevada. Y mi señora se vuelve loca por la posición. Casada con el duque de Merton, hubiese llegado a ser una de las mujeres más importantes de la Tierra.
La voz de la sirvienta había adquirido un tono jactancioso, que me divirtió.
—Entonces míster Bryan Martin fue, como vulgarmente se dice, dejado a un lado. ¿Lo tomó a mal?
—Mucho.
—¡Ah!
—Llegó hasta amenazarla con un revólver. Hizo muchas escenas, que a mí me tenían aterrorizada Además, se dio a la bebida.
—Pero al final se conformó.
—Eso parece. Pero no creo que lo haya olvidado. Cuando la mira lo hace de una manera muy extraña. Se lo dije a mi señora, pero ella se echó a reír. Parece como si se distrajese mostrando su poder. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
—Sí —dijo Poirot pensativamente—. Creo que la comprendo.
—Hasta ahora no habíamos vuelto a saber casi nada de él. Tal vez lo haya olvidado.
—Tal vez.
Había algo en la voz de Poirot que pareció alarmarla. Preguntó ansiosamente:
—No creerá usted que mi señora corre peligro.
—Sí —dijo Poirot—; creo que corre un gran peligro. Pero lo lleva en ella misma
Su mano se deslizó sin objeto por la repisa de la chimenea, tropezando con un jarrón lleno de rosas y haciéndolo caer. El agua se derramó sobre el rostro y la cabeza de Ellis. Pocas veces había visto a Poirot tan torpe. Debía de estar muy preocupado. Él mismo fue a buscar una toalla, y mientras se deshacía en excusas, ayudó amablemente a la camarera a secarse la cara y el cuello.
Al fin, después de estrechar fuertemente su mano, la acompañó hasta la puerta, dándole gracias por su amabilidad de haber venido.
—Pero aún es pronto —dijo mirando el reloj—. Estará usted de vuelta antes que su señora.
—Seguramente. Creo que cenará fuera Pero, de todas maneras, nunca quiere que la espere, a menos que me lo haya advertido antes.
De pronto, Poirot exclamó:
—Perdóneme, señorita; pero parece que cojea usted.
—No es nada; son los pies, que me duelen un poco.
—¿Callos? —preguntó Poirot confidencialmente, como lo hace uno que sufre un mal y se lo pregunta a otro que también padece de él.
Parece que efectivamente sufría de los callos. Poirot le explicó cierto remedio que, según él, hacía milagros.
Por fin, Ellis se marchó. Yo estaba lleno de curiosidad.
—¿Qué, Poirot, qué me dices? —pregunté.
—Por esta noche, nada. Mañana por la mañana, temprano, telefonearemos a Japp y le diremos que venga. También telefonearemos a Bryan Martin, pues creo que podrá decirnos algo interesante, y, además, quiero saldar una deuda que tengo con él.
—¿De verdad?
Miré a Poirot, que me sonreía de una manera rara.
—No creo que puedas sospechar de él como asesino de lord Edgware —le dije—. Especialmente después de lo que acabamos de oír. Eso, en lugar de una venganza, hubiese sido hacer el juego de Jane. Era librarla del marido, que resultaba un obstáculo para el casamiento con Merton.
—¡Qué inteligente!
—No te burles —dije, molesto—. ¿Qué tienes en la mano?
—Son las gafas de la excelente Ellis —contestó—. Se las ha dejado olvidadas.
—No digas tonterías. Al marcharse las llevaba puestas. Negó lentamente con la cabeza.
—Estás equivocado, completamente equivocado. Las que llevaba, amigo mío, eran las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.
Me quedé boquiabierto.
A la mañana siguiente me tocó telefonear al inspector Japp. Su voz, al contestarme, parecía cansada.
—¡Ah! ¿Es usted, capitán Hastings? Bien; ¿qué sucede?
Le transmití el mensaje de Poirot.
—¿Que vaya a las once? Está bien; creo que podré hacerlo. ¿Sabe si quiere hablarme Poirot de algo relacionado con la muerte del joven Ross? No sé si podremos descubrir nada. No hay el menor rastro. Es la cosa más misteriosa que he visto.
—Creo que se trata de alguna noticia para usted —dije reservadamente—. De todas maneras, él parece muy satisfecho de sí mismo.
—Es un estado en el que yo no me encuentro, se lo aseguro. Bueno; adiós, capitán Hastings; a las once estaré allí.
Después telefoneé a Bryan Martin y le transmití el encargo de Poirot, o sea, que Poirot había descubierto algo interesante y que creía que le gustaría saberlo a míster Martin. Cuando me preguntó en qué consistía el descubrimiento, le contesté que no tenía la menor idea, puesto que Poirot no se había confiado a mí. Hubo una pausa.
—Muy bien —dijo al fin Martin—; iré —y colgó el aparato.
En seguida, con gran sorpresa por mi parte, Poirot telefoneó a Jenny Driver y le preguntó si podría estar también presente.
Luego se sentó y quedóse muy serio. Conociéndole como le conocía, no le hice ninguna pregunta.
Bryan Martin fue el primero en llegar. Parecía de muy buen humor y en perfecto estado de salud, pero —tal vez fuese sólo imaginación mía— me pareció notar en él un ligero malestar. Jenny Driver llegó momentos después. Se sorprendió mucho al ver a Bryan Martin, y éste compartió su asombro.