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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (11 page)

Esther volvió a reírse y sacudió la larga trenza. Paseó la mirada por la cabaña y Mabel se sintió orgullosa y tímida a la vez, convencida de que Esther estaba inspeccionando las cortinas, la cocina y evaluando sus habilidades de ama de casa.

—Bonita cabaña. George me ha comentado que tenéis problemas con la escarcha que se filtra por los troncos, pero eso es el pan de cada día en estas jornadas de invierno. Atiza el fuego, digo yo. Y parece que este horno de leña calienta. Eso es lo que importa.

Esther se paró ante el horno de leña casi como lo hacía Jack, con las manos extendidas y abiertas. Mabel cayó en la cuenta de que nunca se había molestado en observar ese horno antes, de la misma forma que supo que Esther aún no se había fijado en la mesa, dispuesta con esmero, ni en las escasas fotografías que colgaban de las paredes. Era como si estuviera viendo una cabaña completamente distinta.

—Jack aún no ha vuelto. No creo que tarde, en cuanto llegue podremos cenar. ¿Quieres una taza de té? Ya he puesto a hervir el agua.

—Oh, eso sería fantástico. Estoy helada y mojada del camino. Pero no me quejo. Siempre me ha gustado la nieve.

—Sé lo que quieres decir. O al menos puedo decir que por fin me estoy acostumbrando a ello. Hay tanto a lo que acostumbrarse aquí…

Esther sonrió.

—¡Y que lo digas! No sé si una se acostumbra nunca del todo, la verdad. Pero se te mete en la sangre de tal modo que no puedes soportar estar en ninguna otra parte.

Las dos mujeres se sentaron a la mesa. Mabel iba dando sorbos al té mientras Esther hablaba. En realidad, Mabel aguardaba la oportunidad de preguntar por la niña, pero Esther no le dio ocasión de meter baza.

—Sé que te voy a cansar los oídos esta noche. Pero sienta tan bien tener a una mujer con quien hablar… Los chicos hacen lo que pueden, pero están más contentos si me callo. Cuando nos sentamos a la mesa, lo único que se oyen son gruñidos, carraspeos, pásame eso como mucho. Y a mí me gusta sentarme a charlar. Es lo único que echo de menos de la ciudad. Una buena conversación de vez en cuando. Ni siquiera me importa cuál sea el tema.

Y a partir de ahí empezó a hablar de las cosechas del año anterior y de los planes de expansión del ferrocarril, y de que los encopetados tipos de Washington habían hecho todo el viaje hasta Alaska para revisar las vías y posar para las fotos, y de que toda esta minería y expansión implicaría más demanda de productos de granja. Luego pasó a los lobos que corrían cerca del río y de que su hijo menor quería atrapar alguno para cobrar la recompensa.

—Ese hijo mío aún no ha aparecido, ¿no? Debía reunirse con nosotros aquí, venía a caballo, por el río.

Esther preguntó entonces por el zorro que Jack había visto en los campos.

—Te matará las gallinas en cuanto tenga ocasión —sentenció—. Deberías pegarle un tiro la próxima vez que lo veas.

Era la primera vez que alguien sugería a Mabel la posibilidad de usar un arma. No mencionó que no había cogido un rifle en su vida. Delante de Esther, le daba vergüenza.

—Sí —asintió en cambio—. Supongo que sí.

Se disponía a añadir que el zorro iba acompañado por una niña pequeña, y que los había visto a ambos cerca del establo, pero justo en ese momento se abrió la puerta.

—Llamadle suerte del principiante —dijo George—.Jack ha matado el alce más grande de todo el valle. Chicas, tenéis que salir a ver esto.

Mientras seguía a George y a Esther hacia el establo, Mabel intentó imaginar lo que vería en él. Esperaba encontrarse con un animal entero, aún con piel y pelo, aún un alce. Cuando, a la luz del candil, vio las astas arrancadas sobre una pila sanguinolenta, se quedó boquiabierta.

—¡Por todos los santos! —exclamó Esther.

—Eso es exactamente lo que dije yo, mamá. ¿A que sí? —El chico se volvió hacia Jack—. ¡Por todos los santos!

Su voz, juvenil y emocionada, sobresaltó a Mabel casi tanto como la imagen que tenía ante los ojos.

—Esas astas miden casi dos metros de ancho —dijo Garrett, y posó detrás de ellas como si fuera un cazador africano con su trofeo.

De repente Jack la agarró por la cintura, la hizo girar para mirarla a la cara y por un instante la levantó del suelo.

—¡Lo conseguí, amor! ¡Ya tenemos alce! —Le dio un beso fuerte y rápido en la mejilla, como si él fuera mucho más joven y ella también. Olía a animal salvaje y a alcohol, y los ojos le brillaban por la bebida. Cuando la dejó de nuevo en el suelo, ella se sintió desorientada.

—Oh —fue cuanto pudo pronunciar.

El establo se llenó de felicitaciones y charlas mientras Jack contaba que había oído algo a su espalda, se había dado la vuelta y allí había visto a ese alce macho, a unos pasos de su campo; que lo había abatido y Garrett había aparecido después, por suerte, ya que sin él no podría haber terminado la faena. La petaca iba pasando sin la menor discreción entre los hombres y los dos chicos mayores, que antes de beber brindaban en voz alta, mientras el benjamín rogaba en vano que le dieran un trago.

—Aún no, pequeñajo —dijo Esther, y se llevó la petaca a los labios despertando la hilaridad general.

Mabel se mantenía en silencio, pero Esther se volvió hacia ella y le ofreció la petaca.

—Venga, venga —dijo en tono travieso—. ¡Bebe a la salud de tu cazador!

Así que Mabel cogió la petaca y acercó el borde frío a sus labios. Solo los efluvios ya la hicieron toser, pero igualmente dio un trago de ese líquido, frío y caliente a la vez. Tras beberlo sufrió un ataque de tos imparable, y devolvió la petaca entre las risas de todos.

—Al final no habrá mina de carbón este año, ¿eh, Jack? —preguntó George.

—Supongo que no. Diría que nos aguarda un tradicional invierno de Alaska: alce con patatas hasta que no podamos más.

Mabel sonrió a Jack, consciente de que debía alegrarse, pero no conseguía alejar de su mente la imagen de las astas serradas que tenía a sus pies.

Cuando sus manos empezaban a agarrotarse por el frío, todos decidieron regresar a la cabaña a cenar. Jack bajó el candil del gancho de la viga y pasó un brazo por encima de los hombros de Mabel durante el breve paseo hasta la casa. De repente estaba casada con un cazador del norte, un leñador capaz de destripar alces y beber a morro de la petaca. Todo le resultaba extraño, desconocido.

El bullicioso grupo entró en la cabaña, todos hablando a la vez y sacudiéndose la nieve de la ropa. Cuando Jack se quitó el abrigo, sus brazos presentaban manchas de sangre seca que también se apreciaban en la camisa y los pantalones. Nadie se fijó, pero él miró a Mabel y luego a sí mismo.

—Supongo que debería lavarme antes de cenar.

Garrett llevaba un saco de yute y lo colocó en la cocina. De él, Esther extrajo un corte venoso y redondo del tamaño de una hogaza de pan y Mabel supo que era el corazón del animal. Esther empezó a rebanarlo en lonchas finas.

—Pon una sartén al fuego, querida —dijo a Mabel sin mirarla—. Tomaremos un poco de esto para cenar. Cuando está fresco, no hay nada como el corazón de alce.

Antes de que Mabel pudiera reaccionar, Esther ya tenía una sartén calentándose sobre el hornillo.

—¿Me pasas una cebolla? Haré un sofrito de cebolla.

Para Mabel, la hora siguiente fue un tiempo borroso: la cabeza le daba vueltas por el olor al guiso de carne y la algarabía de las voces. Alguien tuvo que preparar el puré de patatas. Alguien tuvo que poner el pan, cortar las zanahorias y abrir un tarro de calabacín en conserva. Antes de que pudiera entender lo que había pasado, todos se habían sentado a la mesa, Garrett tenía el plato en su regazo, y Mabel cortaba un pedazo de corazón de alce y se lo acercaba a los labios.

—Está sabroso, ¿verdad? —preguntó Esther.

Mabel asintió, y mordió, intentando no pensar en el músculo contrayéndose, latiendo en el interior del cuerpo del alce. Sabía a carne chamuscada y la sangre le daba un regusto a cobre, pero no estaba tan malo como había temido.

Cuando la charla fue amortiguándose y todos hubieron dado buena cuenta de sus platos, Esther fijó la mirada en Mabel y dijo:

—¿No ibas a contarme algo? Cuando George irrumpió por la puerta…

—Ah, no sé. Ahora no me acuerdo.

—Estábamos hablando del zorro.

Mabel se sonrojó.

—Quería preguntarte algo, pero puede esperar —dijo.

—Tranquila, ahora nadie nos hace el menor caso. Suéltalo. —Esther hizo un gesto de impaciencia.

Mabel vio que tenía razón: los hombres estaban enfrascados contando historias de caza y no les prestaban atención.

—Bueno, quería preguntarte… ¿sabes si hay alguna niña pequeña viviendo por aquí cerca? ¿Una niñita rubia?

—¿Una niña? Un momento, deja que piense. Ahora mismo hay unas cuantas familias, no muchas, viviendo en el valle. La mayoría de las fincas están ocupadas por hombres solteros que antes eran buscadores de oro. Los Wright tienen un par de hijas, pero son pelirrojas. Pelo rojo y rizado, y unas mejillas como manzanas. Y desde luego no viven cerca, están más bien al otro lado. Por aquí… bueno, hay un par de campamentos indios río arriba, pero suelen estar solo en verano, cuando hay salmones. Y, desde luego, no hay una sola rubia entre ellos.

Esther se levantó y empezó a recoger los platos, amontonándolos encima de la mesa. Los hombres hicieron una pausa en la charla para pasarle los cubiertos, pero enseguida retomaron la conversación.

—Te lo pregunto —dijo Mabel, inclinándose hacia Esther y hablándole en voz baja— porque la otra noche vimos a una niña por los alrededores. Jack se levantó a medianoche y vio a una niña corriendo entre los árboles. A la mañana siguiente, el muñeco de nieve que habíamos hecho… bueno, más bien la niña de nieve, estaba destrozada y los mitones y la bufanda habían desaparecido. Suena tonto, pero creo que lo hizo la niña. No es que me importe, la verdad, se los habría dado si los necesitaba. Solo me preocupa que se haya perdido o algo así. Imagínate, una niña campando sola por el bosque con este tiempo.

Esther dejó de recoger los platos y se concentró en Mabel.

—¿La visteis aquí cerca? ¿Visteis a una niñita rubia corriendo por aquí?

—Sí. ¿No te parece raro?

—¿Estás segura? ¿No sería un animal o algo parecido?

—No. Estoy segura. Incluso vimos sus huellas. Jack intentó seguirlas, pero se limitaban a dar vueltas y vueltas por el bosque. Y el otro día la vi yo misma, junto a la arboleda, justo detrás del establo.

—Eso es muy extraño. Están las niñas de los Wright, pero a una distancia de trece o catorce kilómetros como mínimo… —La voz de Esther fue apagándose cuando ella volvió a sentarse. Luego miró a los ojos de Mabel desde el otro lado de la mesa y le dirigió una sonrisa amable—. No quiero hablar de más, Mabel, pero este no es un lugar fácil donde vivir. Los inviernos son largos y a veces afectan a los nervios. Lo llamamos la fiebre de la cabaña por estas tierras. El tiempo te deprime, todo se desquicia y a veces la mente nos juega malas pasadas.

En ese momento, Esther extendió la mano por encima de la mesa en busca de la de Mabel.

—Y una empieza a ver cosas que siempre ha temido… o que siempre ha deseado.

Mabel dejó que Esther le cogiera la mano durante un momento, pero luego la apartó.

—No. No lo entiendes. La vimos. Y ambos vimos también las huellas, y los mitones y la bufanda han desaparecido.

—Quizá fuera un animal, o el viento. Hay muchas explicaciones posibles.

Los hombres habían dejado de hablar. Todos miraban a Mabel.

—Es verdad. ¿No lo es, Jack? La vimos. Con su abriguito azul.

Jack se movió en la silla y se encogió de hombros.

—Podría haber sido cualquier cosa —dijo él.

—No. No. —Mabel estaba enojada—. Era una niña. Tú la viste igual que yo. Y sus huellas estaban en la nieve.

—Bueno, entonces quizá puedas mostrarnos las huellas —dijo Esther—. Garrett es un excelente rastreador. Seguro que encuentra algo.

En esos instantes Mabel sintió unas tremendas ganas de gritar, pero mantuvo la calma.

—Las huellas se han borrado. La tormenta de la semana pasada las cubrió todas.

—¿Tormenta? No ha nevado desde… —Esther se mordió los labios.

Mabel se levantó y llevó los platos a la cocina, contenta de abandonar la mesa. Jack esquivó su mirada cuando fue hacia el horno de leña a añadir otro tronco. Ella se mantuvo ocupada con el postre: galletas rellenas con la mermelada casera de Esther. Mientras trabajaba, Esther se acercó a ella por detrás y le dio un apretón cariñoso en el codo. Fue un gesto de amistad y simpatía, pero hizo que Mabel se sintiera absolutamente desgraciada.

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