Read La niña de nieve Online

Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (7 page)

Él se paró, observó el círculo de nieve en la pernera del pantalón y luego a Mabel, con un rostro que expresaba una mezcla de irritación y perplejidad, y entonces, aunque su ceño seguía fruncido, una leve sonrisa apareció en la comisura de sus labios. Se agachó y apoyó el candil en el suelo nevado con cuidado, luego se palmeó la pierna con la mano enguantada para sacudirse la nieve. Mabel contuvo la respiración. Él permanecía agachado, con la mano al lado de la bota, y antes de que Mabel pudiera reaccionar, cogió un puñado de nieve y le lanzó una bola perfectamente formada que se le estrelló en la frente. Ella se quedó inmóvil, con los brazos a los lados. Ninguno de los dos dijo nada. La nieve caía a su alrededor, sobre sus cabezas y sus hombros. Mabel se secó la frente mojada y vio a Jack, boquiabierto.

—Yo… no… no quería…

Y ella se echó a reír. Nieve fundida le rodaba por las sienes y copos enteros caían sobre sus pestañas. Ella se rió, se rió hasta no poder más, y entonces recogió otro puñado de nieve y se lo arrojó a Jack; él se lo devolvió, y una lluvia de bolas surcó el aire. La mayoría caía a los pies del contrario, pero alguna acertaba en sus hombros o en sus torsos. Sin dejar de reírse, se persiguieron alrededor de la cabaña, parapetándose en las esquinas y acechando desde ellas para esquivar la bola siguiente. El borde de la falda de Mabel rozaba la nieve. Jack fue tras ella, con una bola en cada mano. Mabel tropezó y cayó al suelo, y cuando él se abalanzaba sobre ella, le lanzó un puñado, aún riéndose, y él le arrojó las que llevaba en la mano con cuidado. Luego, Jack apoyó las manos sobre sus rodillas y suspiró, cansado.

—Somos demasiado viejos para esto —dijo él.

—¿Ah, sí?

Él le tendió la mano y la ayudó a incorporarse. Ambos se quedaron frente a frente, jadeando, sonrientes y cubiertos de nieve. Mabel hundió la cara en el húmedo cuello del abrigo de su marido y él la rodeó con sus brazos enfundados en lana gruesa. Permanecieron un rato así, dejando que la nevada los rodeara.

Por fin Jack se apartó, se sacudió el pelo y fue a por el candil.

—Espera —dijo ella—. Hagamos un muñeco.

—¿Qué?

—Un muñeco de nieve. Es perfecto. La nieve ideal para hacerlo.

Él vaciló. Estaba agotado. Era tarde. Ya tenían demasiados años para esas bobadas. Mabel sabía que existía al menos una docena de razones para no hacerlo, pero al final Jack volvió a colocar el candil en la nieve.

—De acuerdo —dijo él. Su gesto expresaba cierta reticencia, pero se quitó los guantes de trabajo. Llevó la mano hacia la mejilla de su esposa y con el pulgar le secó un poco de nieve de debajo del ojo—. De acuerdo.

Ella tenía razón. La nieve era ideal. Formaba gruesas capas compactas con las que poder hacer bolas. Mabel preparó la última, la más pequeña, para la cabeza, y Jack fue colocándolas una sobre otra. La figura apenas le llegaba a la cintura.

—Es un poco bajo —dijo él.

Ella dio un paso atrás para verlo mejor.

—Está bien.

Metieron nieve en las separaciones de las bolas, alisaron los bordes. Él se apartó de la luz del candil y de la ventana de la cabaña, y fue hacia los árboles. Regresó con dos ramas de abedul y las clavó a ambos lados de su obra. Ya tenía brazos.

—Una niña. Haremos una niña pequeña —dijo ella.

—Como quieras —accedió él, encogiéndose de hombros.

Ella se arrodilló y empezó a convertir la parte inferior en una falda para la niña de nieve. Pasó las manos por la silueta, estrechando la figura hasta darle la forma de una niña. Cuando se levantó, vio a Jack trabajando con una navaja.

—Ya está —dijo él, retrocediendo un paso.

En la cara blanca de la niña había tallado dos ojos perfectos, encantadores, y también la nariz y unos labios pequeños y pálidos. A ella le pareció que incluso podía intuir los pómulos y la barbilla menuda.

—Oh.

—¿No te gusta? —Él parecía decepcionado.

—Oh, sí. Es preciosa. Es que no imaginaba…

¿Cómo podía expresar su sorpresa en palabras? Esos rasgos delicados, salidos de las manos callosas, eran una muestra de sus anhelos. También él había ansiado tener hijos. Habían hablado de ello muchas veces en los primeros tiempos de su matrimonio, bromeando con la idea de tener una docena aunque en realidad pensaban solo en tres o cuatro. Durante su primer invierno juntos comentaron lo divertida que sería la Navidad en una casa llena de niños. Abrieron los regalos con cierta solemnidad, convencidos de que algún día las mañanas de Navidad estarían repletas de carreras infantiles, de gritos de ilusión. Ella tejió un calcetín pequeño para el futuro primogénito y él dibujó los planos para el caballito balancín que construiría para el niño. Quizá el primero fuera niña, o un varón tal vez… ¿Cómo podían haber previsto entonces que veinte años después seguirían sin hijos, un hombre y una mujer mayores y solos en la naturaleza?

La nevada arreciaba sobre ellos, tanto que solo podían ver lo que tenían muy cerca.

—Le falta el pelo —dijo él.

—Oh, yo también he pensado en algo.

Jack se encaminó al establo; Mabel, a la cabaña.

—Ya está —gritó ella al salir—. Mitones y bufanda para la niña.

Él reapareció con un puñado de hierba amarillenta de cerca del establo. Fue clavando briznas sueltas en la nieve como si fueran cabellos rubios y descuidados; ella colocó la bufanda y puso los mitones en los extremos de las ramas de abedul, la cuerda azul que los unía cruzaba la espalda de la niña de nieve. La hermana de Mabel los había tejido en lana azul celeste, y la bufanda era un retal que Mabel no había visto nunca antes: su hermana lo había llamado encaje de rocío. A través del entramado del tejido se apreciaba la nieve blanca.

Ella fue corriendo a una esquina de la cabaña donde crecía un arbusto que daba moras. Arrancó una docena de frutos helados, regresó junto a la niña de nieve y con cuidado exprimió el jugo en sus labios. La boca lívida se tiñó de un suave color rojo.

Mabel y Jack se quedaron uno al lado del otro y observaron a la niña.

—Es preciosa —dijo ella—. ¿No crees? Hermosa.

—Ha quedado bien, ¿eh?

Ahí parada, ella se percató del frío que se filtraba por su ropa mojada. Tembló.

—Estás helada.

Ella meneó la cabeza.

—Vamos dentro, a entrar en calor.

Mabel no quería que terminara. La nieve tranquila, la cercanía. Pero los dientes le castañeteaban. Asintió.

Dentro, Jack añadió varios troncos al horno de leña y el fuego chisporroteó. Mabel se acercó tanto como le fue posible y se quitó los guantes mojados, el gorro y el abrigo. Él hizo lo mismo. Terrones de nieve cayeron sobre la tapa del horno y crepitaron. Ella notaba el vestido pesado y húmedo contra la piel, así que se lo desabrochó y se lo quitó. Él se desató los cordones de las botas y se despojó de la camisa por la cabeza. En unos instantes estaban desnudos, tiritando, uno al lado del otro. Ella no tuvo conciencia de su desnudez hasta que él se le acercó un poco más y apoyó su mano áspera en la parte inferior de su espalda.

—¿Mejor? —le preguntó.

—Sí.

Ella llevó los brazos a los hombros de su marido, donde la piel seguía estando fresca al tacto, y cuando hundió la nariz en su cuello, un río de nieve fundida goteó de la barba.

—Vamos a la cama —dijo Jack.

Después de todos esos años, algo en ella aún palpitaba ante sus caricias, y su voz, ronca y susurrante, la hacía estremecer. Se dirigieron, desnudos, hacia el dormitorio. Bajo las mantas, ajustaron sus cuerpos, brazos y piernas, caderas y espaldas, hasta hallar esas líneas tiernas y conocidas, como arrugas en un mapa viejo que ha sido doblado y redoblado durante años.

Después yacieron uno al lado del otro. Mabel tenía la mejilla apoyada en el pecho de su marido.

—No irás a la mina, ¿verdad?

Él le besó la cabeza.

—No lo sé, Mabel —susurró contra sus cabellos—. Lo hago lo mejor que puedo.

Capítulo 5

El frío despertó a Jack. En esas escasas horas de sueño, el tiempo había cambiado. Podía olerlo y sentirlo en la artritis de sus manos. Apoyó el codo en la cama y con la otra mano buscó una cerilla en la mesilla de noche para prender la vela. Al bajar las piernas, notó la espalda y los hombros agarrotados. Permaneció sentado hasta que el frío le resultó insoportable. No muy lejos de la almohada sobre la que descansaba Mabel, la escarcha reptaba entre los troncos como plumas de cristal. Maldijo en voz baja y la arropó con la colcha. Ni siquiera podía proporcionarle un hogar seguro y caliente… Con la vela en la mano fue hacia la estancia principal. La pesada puerta metálica del horno de leña rechinó al abrirse. Las brasas reposaban sobre la ceniza.

Cuando iba a por las botas, distinguió desde la ventana algo que se movía entre los árboles. Parado ante el vidrio forrado de escarcha, escrutó el exterior.

Una capa de nieve alfombraba el suelo, la luz de la luna arrancaba de ella destellos de plata. Él apenas distinguía el establo y los árboles, meros contornos oscuros. Entonces, justo al inicio del bosque, volvió a verlo. Un destello blanco y azul. Atontado por el sueño, cerró los ojos despacio, volvió a abrirlos e intentó enfocar la mirada.

Ahí estaba. Una silueta pequeña que corría entre los árboles. ¿Era una falda lo que llevaba? Una bufanda azul al cuello, melena blanca acariciándole la espalda. Ligera. Rápida. Una niña. Internándose en el bosque. Desapareciendo entre los árboles.

Jack se frotó los ojos con las manos. Necesitaba dormir más. Eso tenía que ser. Demasiados días de trabajo. Se apartó de la ventana y se calzó las botas sin atarse los cordones. Abrió la puerta y el aire helado le cortó la respiración. La nieve crujía bajo sus pasos cuando se dirigió al montón de leña. Cuando regresaba a la cabaña, cargado con un haz de ramas de abedul, se fijó en la niñita de nieve. Dejó la leña en el suelo y se dirigió, con los brazos vacíos, al lugar donde había estado su obra. En su lugar solo quedaba un pequeño montículo de nieve. Ni rastro de los mitones y la bufanda.

Apoyó la punta de la bota en la nieve.

Un animal. Quizá un alce la había pisoteado. Pero ¿y la bufanda y los mitones? Un cuervo o una urraca. Las aves salvajes robaban cosas. Al darse la vuelta vio las pisadas. La luz de la luna caía sobre los huecos. Formaban un sendero en la nieve, alejándose de la cabaña en dirección a los árboles. Se agachó para observarlas. La luz azulada no alumbraba demasiado, de manera que al principio no se fió de lo que veía. Un coyote o tal vez un lince. U otro animal. Se acercó más y rozó las huellas con las puntas de los dedos desnudos. Eran humanas. Pequeñas. Del tamaño de un niño.

Jack se estremeció. Tenía la piel de gallina y el frío se le había colado por las botas. Optó por alejarse de las huellas y del montículo de nieve, y con el haz de leña en la mano regresó a la cabaña y se apresuró a cerrar la puerta. Mientras alimentaba el horno con leña, se preguntó si el ruido despertaría a Mabel. Atribuyó lo que había visto al cansancio y se dijo que todo parecería más lógico por la mañana. Se quedó junto al horno hasta que el fuego ardió de nuevo y luego cerró la tapa.

Se tumbó bajo la colcha, al lado del cuerpo caliente de Mabel; ella exhaló un gemido suave, sin despertarse. Jack se quedó inmóvil a su lado, con los ojos abiertos y el cerebro en alerta hasta que por fin se sumergió en una especie de sueño que no era muy distinto a la vigilia, un sueño inquieto y extraño en el que las imágenes caían y se fundían como copos de nieve, en el que los niños corrían descalzos entre los árboles y las bufandas volaban prendidas de los picos de cuervos negros.

Jack volvió a despertarse bien entrada la mañana. El sol ya brillaba y Mabel estaba en la cocina. Notó el cuerpo fatigado y rígido, como si en lugar de dormir hubiera pasado la noche cortando troncos o apilando balas de heno. Se vistió y fue hacia la mesa con los pies enfundados en los calcetines. Olía a café recién hecho y a tortitas calientes.

—Creo que funciona, Jack.

—¿El qué?

—La masa que me dio Esther. Mira, pruébalas.

Mabel puso un plato de tortitas sobre la mesa.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella—. Se te ve cansado.

Apoyó una mano sobre el hombro de su marido y le sirvió una taza de café. Él cogió la taza con ambas manos, notando su calor.

—No lo sé. Creo que no.

—Fuera hace un frío que pela, ¿no crees? Pero es hermoso. Toda esa nieve. Tan blanca, tan brillante…

Other books

Every Tongue Got to Confess by Zora Neale Hurston
Can't Buy Me Love by Lillard, Amy
Seduction by the Book by Linda Conrad
The Breeder by Eden Bradley
A Lesson in Patience by Jennifer Connors
Ride Me Cowboy by Taylor, Alycia