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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (5 page)

Tal vez todo se repetiría ahora con los Benson. Tal vez la juzgaran incapaz de sobrevivir en una finca de Alaska. Estéril, inaccesible y una carga para Jack. Un poso de resentimiento empezó a crecer en su interior. Pensó en decirle a Jack que se encontraba mal, para no ir. Pero el día de Acción de Gracias se levantó temprano, bastante antes que Jack, añadió más leña al fuego y empezó a amasar. Haría una tarta de nueces, siguiendo la receta de su madre, y otra de manzana. ¿Bastaría con dos? Había visto comer a esos chicos, se terminaban todo lo que había en los platos sin el menor esfuerzo. Quizá debería hacer tres. ¿Y si la corteza le quedaba dura, o si no les gustaban las nueces, o las manzanas? No debía preocuparse de lo que pensaran los Benson. Y sí, las tartas serían su carta de presentación. Ella podía ser arisca y desagradecida, pero si había algo que sabía hacer eran tartas.

Con los pasteles dispuestos en el horno de leña, Mabel sacó un vestido de algodón rígido que, esperaba, resultara apropiado. Calentó la plancha en el fuego. Quería aparecer presentable, pero no demasiado arreglada. Cuando estuvo lista y los pasteles en su punto, sacó unas mantas y unas bufandas para ella y su marido. Les esperaba un viaje largo y frío en la carreta.

Después de que Jack hubo dado de comer a los animales y arreado el caballo, Mabel se sentó a su lado en la carreta con las tartas aún calientes envueltas en trapos. Sintió un inesperado escalofrío de emoción. Pasara lo que pasara en casa de los Benson, le apetecía salir de la cabaña. No había abandonado la finca desde hacía semanas. También Jack parecía contento. Chasqueó la lengua para azuzar al caballo, y mientras recorrían los límites de su propiedad, Jack le señaló los campos que había despejado y le habló de las ideas que tenía en mente para la primavera. Le explicó que el caballo había estado a punto de matarlo ese día y también que había espantado a un zorro rojo.

Mabel entrelazó su brazo con el de su marido.

—Has trabajado mucho.

—No podría haberlo hecho sin los Benson. Sus caballos de carga son algo especial. Dejan a este bicho en mantillas. —Dio un suave tirón de las riendas.

—¿Conoces a su esposa?

—No. Solo a George y a sus hijos. Él había sido buscador de oro cuando era joven, pero luego conoció a Esther y decidieron establecerse y formar una familia. —Jack titubeó, carraspeó—. En fin, parece un buen tipo. Y desde luego nos ha ayudado mucho.

—Sí.

Cuando llegaron a la granja de los Benson, alguien salía del establo sujetando a un pavo decapitado que aún aleteaba. Tenía que ser George, pensó ella, pero la persona era demasiado baja y llevaba una trenza larga y canosa que asomaba del gorro de lana.

—Debe de ser Esther —dijo Jack.

—¿Tú crees?

La mujer levantó la barbilla a modo de saludo, y se debatió con el enorme pajarraco que agonizaba en sus manos. Un charco de sangre le manchó los pies.

—Entrad en casa —les gritó—. Los chicos os ayudarán con el caballo.

En la cabaña, Mabel se sentó en una silla de la cocina mientras Jack desaparecía con George y su hijo menor. Con las manos en el regazo y la espalda recta, se preguntó dónde iban a comer. La mesa estaba atestada de catálogos, filas de tarros vacíos y lavados, y rollos de tela. Flotaba un fuerte olor a repollo y a arándanos silvestres. La cabaña no era mucho más grande que la de Jack y Mabel, pero ésta tenía un altillo donde supuso que debían de estar las camas. Era un espacio tan irregular que casi mareaba, el suelo se inclinaba en un lado y las esquinas no formaban ángulos rectos. Los alféizares de las ventanas estaban llenos de rocas, cráneos blancos de animales y flores secas. Mabel no se movió de su sitio, pero lo observó todo.

Dio un salto cuando se abrió la puerta.

—¡Maldito pajarraco! Una diría que ya podría darse por vencido. Pero no, sigue moviéndose aun cuando ya no tiene una cabeza que lo dirija.

—Oh. Oh, vaya… ¿Puedo ayudarte en algo?

La mujer avanzó con firmeza hacia la cocina sin descalzarse las botas sucias y arrojó el pavo en el atestado poyo. Una lata de manteca cayó al suelo y rebotó. Esther le propinó una patada y se volvió hacia Mabel, que seguía arrebolada y un poco asustada. Esther sonrió y le tendió una mano manchada de sangre.

—¿Mabel? Es Mabel, ¿verdad?

Mabel asintió y cedió al enérgico apretón de manos de Esther.

—Esther. Aunque supongo que ya te lo imaginas. Me alegro de tenerte en casa por fin.

Bajo el abrigo de lana, Esther llevaba una camisa floreada y unos pantalones de trabajo de corte masculino. Tenía la cara salpicada de sangre. Se quitó el gorro de lana y algunos cabellos quedaron tiesos. Sacudió la trenza y se dispuso a llenar de agua una gran olla.

—Se diría que con tanto hombre en casa podía encontrar a alguien que matara y desplumara a un pavo. Pues no, no tengo tanta suerte.

—¿Estás segura de que no puedo hacer nada? —Quizá Esther se disculparía por el desorden de la casa. Tal vez hubiera una explicación, alguna razón.

—No. Relájate y ponte cómoda. Podrías hacer té, si no te importa, mientras meto este condenado bicho en el horno.

—Oh. Claro. Gracias.

—¿Sabes lo que ha hecho el pequeño? Nos pasamos el año criando a un par de pavos sin más razón que comerlos en alguna ocasión especial como esta, y ayer no se le ocurre otra cosa que liarse a tiros con una docena de perdices nivales. Ya tenemos comida para Acción de Gracias, me dijo. ¿Qué hago con una docena de perdices muertas en Acción de Gracias? ¿Para qué criar pavos si al final uno va a comer perdices?

Miró a Mabel como si esperara respuesta.

—No… No tengo la menor idea. Debo admitir que nunca he comido perdices.

—Bueno, no es que estén mal. Pero en Acción de Gracias toca pavo, de toda la vida.

—He traído tartas. De postre. Las he dejado en esa silla. No estaba segura de dónde ponerlas.

—¡Perfecto! Ni siquiera he tenido tiempo de pensar en los dulces. George me comentó que Betty había hecho una locura al prescindir de tus tartas. Se muere por todo lo que sale de tu horno. Conste que no le hace ninguna falta. ¿Has visto la barriga que tiene?

Volvió a mirar a Mabel, expectante.

—Bueno, no…

La risa de Esther era un bufido sonoro y chocante.

—No paro de decirle que está manteniendo ese restaurante él solo, y eso empieza a notarse.

Durante las horas siguientes Mabel se sintió como si hubiera caído por un agujero hacia otro mundo. No se parecía en nada a su tranquilo y organizado ambiente de oscuridad, luz y tristeza. Era un lugar desordenado, pero acogedor y lleno de risas. George bromeó diciendo que las dos mujeres «parloteaban como gallinas» en lugar de hacer la comida, y de hecho ésta no se sirvió hasta bien entrada la tarde, pero a nadie parecía importarle. El pavo estaba seco por fuera y medio crudo por dentro. Cada uno se sirvió a sí mismo. La salsa estaba llena de grumos. El puré de patatas, cremoso y en su punto. Esther no profirió la menor disculpa. Comieron con los platos apoyados en sus regazos. Nadie pronunció una oración, pero George levantó el vaso y dijo:

—Por los vecinos. Y porque podamos superar otro invierno.

Todos se unieron al brindis.

—¡Y porque comamos perdices el año próximo! —dijo Esther, entre las risas de todos.

Después de la cena y la tarta, los Benson empezaron a contar anécdotas de sus años en la finca, de cómo un invierno se había amontonado tanta nieve que los caballos podían cruzar la valla cuando les daba la gana, o de aquella vez en que hacía tanto frío que el agua sucia del barreño de los platos se helaba en el aire antes de caer.

—Pero yo no viviría en ningún otro lugar del mundo —dijo Esther—. ¿Y qué me contáis vosotros? ¿Los dos venís de granjas del sur?

—No. Bueno, la familia de Jack posee una granja cerca del río Allegheny, en Pensilvania.

—¿Qué se cultiva por allá? —preguntó George.

—Manzanas y heno, sobre todo —dijo Jack.

—¿Y tú? —Esther se volvió hacia Mabel.

—Supongo que soy la oveja negra. A nadie de mi familia se le ocurriría vivir en una granja ni trasladarse a Alaska. Mi padre era catedrático de literatura en la Universidad de Pensilvania.

—¿Y dejaste eso para venir aquí? ¿En qué pensabas, por el amor de Dios? —Esther dio una palmada al brazo de Mabel, en broma—. Te convenció él, ¿verdad? Siempre pasa lo mismo. Estos hombres arrastran a sus pobres mujeres, llevándolas al norte en busca de aventuras, cuando lo que ellas quieren es un baño caliente y un ama de llaves.

—No. No. No es así. —Todos los ojos estaban posados en ella, incluso los de Jack. Vaciló, pero se decidió a proseguir—: Fui yo la que quiso venir. Jack también, pero fui yo quien insistí. No sé exactamente por qué. Creo que necesitábamos un cambio. Hacer las cosas solos. ¿Eso tiene sentido? Arar tu tierra y saber que es tuya, libre y limpia. Sin que nada se dé por sentado. Alaska parecía el lugar ideal para empezar de cero.

Esther sonrió.

—No has tenido mal ojo, ¿eh, Jack? No dejes que corra la voz. No hay muchas como ella.

Aunque no levantó la vista, Mabel supo que Jack la observaba y que sus propias mejillas estaban arreboladas. Hablaba tan poco normalmente cuando había gente… Quizá había hablado de más.

Luego, cuando la conversación empezó a versar sobre ella, se preguntó si había dicho la verdad. ¿Era por eso por lo que habían ido al norte, a construirse una nueva vida? ¿O fue el miedo lo que la había impulsado? Miedo del gris, no solo en sus cabellos y en sus marchitas mejillas, sino de ese gris que corre por dentro, hasta los huesos, hasta tal punto que hubo un momento en que creyó que podía convertirse en una montaña de polvo fino y perderse en el viento.

Mabel recordaba aquella tarde, de hacía menos de dos años. Brillante y soleada. Aroma de flores en el aire. Jack sentado en el balancín del porche, en casa de sus padres, con la cabeza en la sombra. Celebraban una comida familiar, pero en ese momento estaban solos. Ella había sacado el folleto doblado del bolsillo: «Junio de 1918. Alaska, nuestro nuevo hogar».

¿Por qué no nos vamos?, dijo ella. ¿A casa?, preguntó él.

No, respondió ella, y le mostró el anuncio. Al norte.

El gobierno federal buscaba granjeros que quisieran instalarse a lo largo de la nueva ruta del ferrocarril. Los Ferrocarriles de Alaska y una compañía de barcos de vapor ofrecían descuentos a quienes tuvieran el valor de emprender el viaje.

Ella había intentado mantener un tono sereno, sin dejar que la desesperación le quebrara la voz. Jack no se fiaba de ese súbito entusiasmo. Ambos rondaban ya los cincuenta. Era cierto que, de joven, había soñado con ir a Alaska, con probarse a sí mismo en un paraje tan inmenso y salvaje, pero ¿no era ya un poco tarde para eso?

Jack albergaba esas dudas, con toda seguridad, pero no las dijo en voz alta. Vendió su parte de la tierra y del negocio a sus hermanos. Ella llenó los baúles de platos, ollas y tantos libros como pudo meter. Viajaron en tren a la costa Oeste, y luego en barco de vapor desde Seattle a Seward, Alaska, y de allí de nuevo en tren hasta Alpine. El tren se detuvo en un lugar donde no había ni un cartel, ni el más mínimo rastro de civilización, y de él se apeó un hombre solitario, con sus pertenencias sobre los hombros, y desapareció entre los abetos y los arroyos del valle. Ella había apoyado la mano en el brazo de Jack, pero él contemplaba el paisaje desde la ventanilla con semblante impenetrable.

Ella se los había imaginado a ambos trabajando en campos verdes rodeados de montañas tan altas y nevadas como los Alpes suizos. El aire sería frío y puro, el cielo azul e inmenso. Codo con codo, sudorosos y fatigados, se sonreirían tal y como hacían cuando eran jóvenes y estaban enamorados. Una vida dura, pero solo suya. En un remoto confín del mundo, lejos de todo lo que les resultaba familiar y seguro, construirían un nuevo hogar en plena naturaleza, y lo harían como compañeros, lejos de la sombra de los huertos cultivados y las generaciones expectantes.

Pero la realidad era bien distinta. Nunca estaban juntos en los campos. Hablaban cada vez menos. Durante el primer verano, ella se había instalado sola en el hotel mugriento de la ciudad mientras él construía la cabaña y el establo. Sentada en el borde de un colchón estrecho que con toda seguridad había albergado a más mineros y tramperos que a señoras de Pensilvania, Mabel acarició la posibilidad de escribir a su hermana. Estaba sola. El sol inclemente no le concedía ni un momento de tregua. Todo lo que se extendía ante sus ojos —las cortinas de encaje en la ventana, el estante de madera, sus propias manos envejecidas— carecía de color. Cuando salía de la habitación del hotel, solo encontraba un sendero lodoso, lleno de surcos profundos, paralelo a la vía del tren. Empezaba con árboles y terminaba con árboles. No había aceras. No había cafeterías ni librerías. Solo Betty, con sus camisas de corte masculino y pantalones de cargo, y su interminable retahíla de consejos sobre cómo hacer chucrut y preparar la carne de alce, cómo aliviar con vinagre el escozor de las picaduras de mosquito, cómo alejar a los osos haciendo sonar un cuerno.

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