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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (31 page)

Un ruido de ramas que se partían y el resplandor de un fuego la despertaron; por un momento pensó que estaba en casa y que se había quedado dormida delante del fuego. Pero su entorno no encajaba. Era demasiado oscuro, hacía demasiado frío. Le dolía el cuerpo y no podía moverse. Sin embargo, notó que algo la oprimía. Algo pesado cuyo olor reconocía. Por el rabillo del ojo distinguió movimiento frente al fuego. Una figura inclinada, echando algo a las llamas. Luego partía algo en la rodilla y también lo añadía a la hoguera. Entonces la silueta se volvió hacia ella y su cuerpo bloqueó la luz del fuego.

—¿Mabel? ¿Estás despierta?

Ella no podía hablar. La mandíbula parecía sellada, los músculos rígidos. Intentó asentir con la cabeza, pero le dolía. Le dolía todo.

—¿Mabel? Soy yo, Jack. ¿Me oyes? —Estaba a su lado, de rodillas, apartándole el pelo de la cara—. ¿Has entrado en calor? El fuego arde con fuerza ahora. ¿Lo notas?

Jack. Sentía su olor, aquel aroma a lana y a leña cortada. Se tumbó a su lado, como quien acuesta a un niño, y ella supo por qué había sentido aquella opresión momentos antes. Estaba envuelta en mantas. Reparar en ello volvió a confundirla. ¿Acaso estaba en casa, en su propia cama? No, el aire era demasiado frío, estremecedor, y veía ramas por encima de su cabeza y, más allá, un cielo negrísimo y lleno de estrellas. ¿Estrellas? ¿De dónde habían salido? Parecían trocitos de hielo.

—¿Jack? —Fue solo un susurro, pero él la oyó. Estaba de espaldas a ella, a punto de volver al fuego, pero regresó a su lado—. ¿Jack? ¿Dónde estamos?

Ella le oyó carraspear, quizá toser un poco, antes de decir:

—Está bien. Todo irá bien. Deja que avive ese fuego y entrarás en calor.

Cuando se incorporó, quedándose agachado debajo de las ramas, y se alejó unos pasos de ella, su cuerpo ocultó la luz y el calor que emanaban del fuego. Mabel cerró los ojos. Había cometido un grave error y él estaba enojado con ella. Todo fue volviendo a ella despacio, como suele hacerlo la tristeza. Recordó a la niña, la nieve, la noche.

—¿Cómo me has encontrado?

Él alimentaba el fuego, haciendo que las llamas crecieran más y más, tanto que finalmente Mabel pudo verle la cara y notar el calor.

—No lo sé.

—¿Dónde estamos? ¿Muy lejos de casa?

—Pues tampoco lo sé con exactitud. —Debió de intuir que eso la asustaría, porque añadió—: Todo irá bien, Mabel. Tendremos que aguantar aquí durante unas cuantas horas más. En cuanto amanezca, podremos encontrar el camino de vuelta.

Su voz se desvaneció. Mabel se refugió en el calor del fuego y se sumergió en algo parecido a un sueño inducido por la fiebre, pesado y casi reconfortante.

—¿Puedes sentarte? —preguntó Jack. Tenía una cantimplora en la mano.

Ella se preguntó cuánto tiempo habría estado dormida, pero vio que el fuego seguía siendo la única luz.

—Creo que sí.

Él la agarró por los hombros y la ayudó a sentarse. Cuando fue a coger el candil, la manta se movió y dejó ver su brazo. Estaba desnuda.

—Ten cuidado. Tápate —dijo él.

—¿Y mi ropa? ¿Por qué diantre…?

Él señaló hacia el fuego: el vestido estaba colgado de una rama, junto con su ropa interior. Más cerca de las llamas estaban sus botas, totalmente desabrochadas.

—No había otra opción —dijo él, casi en tono de disculpa.

Ella intentó no beber con avidez, dar sorbos pequeños.

—Gracias —le dijo.

—A ratos te oía gritar mi nombre —explicó Jack—. Pensé que estabas entre la maleza, pero era solo un alce hembra con su cría. Luego tropecé con el candil y supe que no podías andar muy lejos.

Jack se acercó al fuego. Descolgó el vestido y lo sacudió.

—Ha dejado de nevar —dijo él mientras regresaba a su lado. Soltó un gruñido suave cuando se apoyó en el tronco y la rodeó con sus brazos. Ella recordó que la espalda aún tenía que dolerle—. El tiempo se despejó y hacía más frío. Tú estabas empapada.

Mabel recostó la cabeza en su pecho.

—¿Cómo lo hace?

Él tardó en contestar y Mabel se preguntó si habría entendido su pregunta.

—Hay algo distinto en ella —dijo él por fin—. Tal vez no sea un hada de nieve, pero conoce esta tierra. La conoce mejor que cualquier otra persona.

Ella se encogió al oír las palabras «hada de nieve», aunque sabía que no había malicia en ellas.

—No puedo imaginarla, pasando las noches aquí. ¿Cómo pudiste…? No es que esté enfadada. Ya no. Pero ¿por qué no te preocupaste por ella? Es solo una cría.

Él habló, con la mirada puesta en la hoguera.

—Cuando desapareció en primavera, subí a las montañas en su busca. Estaba desesperado. Creí que había cometido un terrible error y que la habíamos perdido.

—No soporto la idea de que pueda pasarle algo —dijo Mabel—. Puede que sea maravillosa, valiente, fuerte, pero no es más que una niña. Y si su padre está muerto… está sola. Si algo le sucediera, la culpa sería nuestra, ¿no crees?

Jack asintió. La abrazó con más fuerza.

—Tienes razón —dijo él.

—No creo que pudiera soportarlo, simplemente. No una segunda vez. No después de…

Esperaba que Jack la hiciera callar, que se alejara, que regresara al fuego, pero no lo hizo.

—Siempre me he arrepentido de no haber hecho más —prosiguió ella—. No es que crea que podía haberlo salvado. Pero sí podía haber hecho algo más. No tuve ni el valor de cogerlo en brazos y ver cómo era.

Ella se volvió hacia él para mirarlo a los ojos.

—Jack. Sé que ha pasado mucho tiempo. Dios, ya hace diez años. Pero dime que te despediste de él como Dios manda. Dime que pronunciaste una oración junto a la tumba del bebé. Por favor, dímelo.

—La tumba del niño.

—¿Qué?

—Era un niño. Y antes de enterrarlo le di nombre. Lo llamé Joseph Maurice.

Mabel se rió.

—Joseph Maurice —susurró ella. Era una solución de compromiso, dos nombres que habrían asombrado a las dos familias: dos bisabuelos, uno por cada lado, ambos ovejas negras por derecho propio—. Joseph Maurice.

—¿Te parece bien?

Ella asintió.

—¿Dijiste una oración?

—Por supuesto. —Parecía dolido ante la duda.

—¿Cuáles fueron tus palabras? ¿Las recuerdas?

—Recé para que Dios acogiera en sus brazos a nuestro niño y lo acunara como habríamos hecho nosotros, para que lo meciera, lo amara y lo mantuviera sano y salvo.

Mabel dejó escapar un sollozo y se abrazó a Jack con los brazos desnudos. Él volvió a taparla con la manta. Siguieron pegados el uno al otro.

—¿Estás seguro de que era un niño?

—Bastante seguro, Mabel.

—Es curioso, ¿sabes? Durante todo el tiempo que llevé al bebé dentro de mí, cuando se movía y daba patadas, cuando compartía mi sangre, pensé que era una niña. Y no lo era. Era un niño. ¿Dónde le enterraste?

—En el huerto, cerca del arroyo.

Ella sabía de qué lugar le hablaba. Era el lugar donde se habían besado por primera vez, el primer lugar donde se habían abrazado como amantes.

—Debería haberlo adivinado. Fui a buscar la tumba porque me di cuenta de que no le había dicho adiós.

—Yo te lo habría indicado.

—Lo sé. A veces nos comportamos como unos tontos, ¿verdad?

Jack fue a avivar el fuego; cuando las llamas crecieron de nuevo regresó al lado de Mabel, bajo el árbol.

—¿Ya no tienes frío?

—No —dijo ella—. Pero ¿no piensas acostarte conmigo?

—Te daré frío.

Ella insistió, le ayudó a despojarse de su ropa mojada y abrió las mantas para recibirlo. Con él entró una ráfaga de aire frío, y el roce de la lana áspera de sus calzoncillos largos le picaba, pero lo apretó contra su cuerpo con fuerza. Palpó su delgadez, los años que habían suavizado sus músculos dejando piel flácida y hueso, pero sintió que ese cuerpo seguía siendo firme. Apoyó la cabeza en su pecho mientras veía centellear el fuego, chispas encendidas que salían despedidas hacia el frío cielo nocturno.

Capítulo 30

A partir de entonces Mabel redujo su visión de la niña a la imagen lastimosa de huérfana delgada y harapienta, de carne y hueso, algo que a Jack le dolía en el alma. Habían desaparecido ya el asombro y la fascinación: a sus ojos, Faina había dejado de ser un hada de nieve y se había convertido en una niñita abandonada cuyos padres habían muerto. Una niña salvaje que necesitaba un buen baño.

—Deberíamos preguntar en la escuela de la ciudad —dijo ella, días después de que Jack le hubiera contado la verdad—. Según creo, el gobierno territorial ha asignado un profesor nuevo a la zona. Los alumnos se reúnen en el sótano de la pensión. Tendríamos que llevarla en carreta todas las mañanas, o quizá también podría quedarse unos días viviendo en la ciudad.

—¿Mabel?

—No me mires así. Sobrevivirá. Si puede pasar meses sola en plena naturaleza, desde luego podrá soportar unas cuantas noches en la ciudad.

—Pero es que no sé si…

—Y esa ropa. Iré a comprar tela y le haré unos vestidos nuevos. Y habrá que comprarle zapatos de verdad. Ya no necesitará esas botas nunca más.

Pero la niña no se doblegó fácilmente.

No quiero, dijo cuando Mabel le mostró el barreño lleno de agua caliente.

Mírate, niña. Ese pelo está hecho un desastre. Estás mugrienta.

Mabel cogió con la punta de los dedos la manga del vestido de algodón que llevaba la niña.

Y esto habría que lavarlo. O quizá tirarlo a la basura. Te estoy haciendo unos vestidos nuevos.

La niña retrocedió en dirección a la puerta. Mabel la agarró por la muñeca, pero Faina se soltó de un tirón.

—Mabel —dijo Jack—. Déjala en paz.

La niña no regresó en días y cuando por fin lo hizo se mostraba asustadiza, pero Mabel no se dio por aludida. Volvió a meterse con su ropa y su pelo; le preguntó si había pisado una escuela alguna vez, si había leído algún libro. Con cada pregunta la niña daba un paso atrás. La perderemos, quería decirle Jack a Mabel.

Jack no era de los que creían en las doncellas de nieve de los cuentos de hadas. Sin embargo, había algo extraordinario en Faina. Vastas cordilleras montañosas y naturaleza salvaje, cielo y hielo. No podías sujetarla ni leer su mente. Quizá fuera así con todos los niños. Desde luego ni él ni Mabel se habían ajustado al molde que sus padres habían establecido para ellos.

Pero en la niña había algo más. Nada la unía a ellos. Podía desvanecerse, no regresar nunca, ¿y quién sabría que ellos la habían querido alguna vez?

No, dijo la niña.

La mirada de Faina pasó de Mabel a Jack y en ese rápido destello azul él vio que estaba asustada.

No dejaré que sigas viviendo como un animalillo, dijo Mabel. Caminaba alrededor de la mesa de la cocina con movimientos severos y duros, recogiendo platos y limpiando las sobras. La niña la observaba, cual ave silvestre con el corazón desbocado.

Empezaremos ahora mismo. Vas a quedarte con nosotros. Se acabó el corretear entre los árboles, el desaparecer durante días. Esta será tu casa. Con nosotros.

No, repitió la niña, con más firmeza.

Jack temía que saliera volando.

—Por favor, Mabel. ¿Podemos hablar de esto luego?

—Mírala. ¿Quieres hacer el favor de mirarla? La hemos descuidado. Necesita una casa limpia, una educación.

—No delante de la niña, Mabel…

—Ah, ¿así que según tú hay que dejarla volver al bosque esta noche? ¿Y la siguiente, y la otra? ¿Cómo se abrirá camino en este mundo si lo único que conoce es el bosque?

Por lo que Jack podía ver, la niña se abría camino sin problemas, pero discutir con Mabel era inútil.

—¿Por qué? —arguyó Mabel—. ¿Por qué prefiere estar ahí fuera, sola, con ese frío? ¿No sabe acaso que la trataremos bien?

Así que era eso. Por debajo de su irritación, de sus ansias de control, subyacía el amor, el dolor.

—No es eso —repuso Jack—. Ella tiene su lugar ahí. ¿No lo entiendes? Es su casa.

Fue hacia Mabel e impidió que recogiera un cuenco. Le cogió ambas manos. Sus dedos eran esbeltos, preciosos, y él los acarició con los pulgares. Qué bien conocía esas manos…

—Lo intento, Jack. De verdad. Pero me resulta incomprensible. Prefiere vivir rodeada de tierra, sangre y frío, peleando con los animales para comer. Con nosotros estaría a salvo, caliente, acogida.

—Lo sé —dijo él. También él quería a la niña como a una hija, quería presumir de ella e inundarla de regalos, quería abrazarla y llamarla hija. Pero sus deseos no le cegaban. Como una trucha en un arroyo, la niña conseguía transmitirle ráfagas de su verdadera esencia: un animal salvaje que brillaba en el agua oscura.

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