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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (35 page)

Poneos los abrigos. Vamos a salir.

¿Qué? ¿Adónde vamos?, preguntó Mabel.

Al río.

La niña saltó de la silla, sus ojos expresaban emoción.

¿Vamos todos?, preguntó.

Jack asintió.

Pero hace un frío tremendo, dijo Mabel. ¿Para qué diantre tenemos que bajar al río ahora?

No hay tiempo para preguntas. Vístete.

Jack no solía dar órdenes tan bruscas, así que ese día pilló a Mabel por sorpresa y eso hizo que lo obedeciera sin rechistar. Se pusieron los abrigos y las botas. Jack insistió en que Mabel se pusiera también los calzones largos y pantalones de lana. Le echó una bufanda al cuello.

Muy bien. Mabel, coge el candil.

Él hizo lo propio con una bolsa de lona que había detrás de la puerta.

¿Qué es eso?, preguntó Mabel.

Él se limitó a enarcar una ceja con gesto cómico y sonrió.

¿Y por qué salimos en plena noche?

De nuevo, la ceja enarcada fue la única respuesta.

Creo que no me fío de ti. Ni un ápice.

Fuera hacía frío, aunque la noche era clara y serena. Una luna casi llena se alzaba sobre las cimas de las montañas. Con la nieve recién caída y la luz de la luna, no necesitaban candil, pero su resplandor resultaba reconfortante. Siguieron el sendero que bajaba hacia el río Wolverine.

Por aquí, dijo Jack, conduciéndolas a través de unos sauces hasta llegar a un pequeño canal del río. El viento había barrido la nieve del hielo y éste brillaba, negro y reluciente, a la luz de la luna. Jack encontró un tronco e hizo que Mabel y Faina se sentaran en él, una al lado de la otra. Él, por su parte, se arrodilló a sus pies.

Por el amor de Dios, Jack. ¿Qué haces?

Jack sacó los patines de la bolsa. Mabel hizo ademán de levantarse.

Oh, no, ni hablar, dijo ella. ¿Has perdido la cabeza? No conseguirás convencerme de que me ponga eso. Me caeré de espaldas. O partiré el hielo y moriré ahogada.

Jack se rió, agarró sus dos pies y prendió las cuchillas a sus botas. Mabel rezongaba, indignada.

Rápido, Faina, dijo Jack. ¿Sabes lo que son?

La niña meneó la cabeza, los labios apretados por el miedo y la emoción.

Son patines de hielo. Te los pones en los pies y te deslizas sobre el hielo.

Le enseñó a ponérselos y a atar las correas. Luego fue hacia Mabel y le dijo al oído:

Nunca dejaría que te pasara nada malo. Ya lo sabes, ¿no?

Los ojos de Mabel brillaban en la noche.

Sí, lo sé. Y se puso de pie, con torpeza.

El hielo del río aún es grueso, dijo él. Lo único que ha hecho esta última helada es darle un brillo perfecto. Y, aunque atravesáramos la capa de hielo, esto es solo un canal de apenas treinta centímetros de profundidad. Nos daría frío, nos mojaríamos, pero os aseguro que no sucederá. Es una promesa.

Jack se puso los patines y las condujo de la mano hacia el hielo.

Mabel vacilaba, pero el espíritu de la niñez se apoderó de ella enseguida y se deslizó, segura de sí misma, sobre el hielo. Faina, en cambio, parecía haber perdido aquella valentía que la caracterizaba, la que en tierra firme le permitía matar animales con sus manos y dormir sola en el bosque. Jack se sorprendió al notar que se aferraba a su brazo como si fuera una niña pequeña.

Tranquila, le dijo. Aunque te caigas, solo te darás en el trasero. No te harás daño.

Como si quisiera demostrárselo, Mabel cayó de culo al hielo.

¡Maldita sea!, exclamó.

Antes de que Jack pudiera soltar a Faina e ir hacia ella, Mabel ya se había incorporado de nuevo.

Debería haberme atado una almohada en el trasero, dijo riéndose y sacudiéndose la ropa.

Jack patinaba más rápido. Faina, agarrada a él, se dejaba llevar. Mabel se unió a ellos y los tres se dieron la mano y patinaron formando círculos lentos. Sus gritos y risas y el sonido de las cuchillas arañando el hielo resonaban en la orilla del río.

Mabel se soltó y se alejó, patinando, hacia el río.

¿Hasta dónde es seguro?, gritó.

Hasta ese recodo, le respondió él, viendo cómo ella iba ganando velocidad.

¿No le pasará nada?, susurró Faina, aún agarrada a su brazo.

No, tranquila.

Finalmente, Faina ganó la confianza suficiente para soltarse y patinar muy despacio. Jack dejó el candil en el centro del hielo. Mabel regresó, patinando despacio pero con estilo, dando vueltas y vueltas alrededor del candil mientras Faina la seguía, cual cervatillo de piernas largas que aprende a andar. Jack patinó en dirección opuesta y cogió a Mabel de la mano.

Cuando éramos jóvenes solíamos ir a patinar, le dijo él cuando pasaban delante de Faina. ¿Te acuerdas?

¿Cómo podría olvidarlo? Siempre intentabas besarme, pero yo patinaba más deprisa así que nunca lograste alcanzarme.

Ella se rió, volvió a soltarse y patinó en dirección al río. Jack fue tras ella a través del hielo negro. A su lado iban pasando los árboles teñidos de negro por la noche, el hermoso cielo.

Rápido. Más rápido, gritó Faina, y Jack no sabía a quién animaba pero aceleró la carrera más y más, esperando no toparse con una grieta o un trozo de hielo áspero. Mabel se mantenía fuera de su alcance, hasta que frenó y dio media vuelta para quedar de cara a él. Juntos, de la mano, patinaron hasta donde estaba Faina, en el círculo pequeño alumbrado por el candil. Sin decir palabra, Jack cogió a Faina de una mano y Mabel de la otra, y juntos fueron hacia el río siguiendo su forma, levemente curvada. Faina gritaba, encantada. A pesar del abrigo grueso que llevaba, Jack notaba aquel bracito doblado sobre el suyo, y era como si todo su corazón estuviera metido en esos codos doblados. El hielo semejaba cristal húmedo, y al acelerar notaron la brisa en la cara. Miró a Mabel y vio que las lágrimas corrían por sus mejillas; se preguntó si era el frío lo que le humedecía los ojos.

Al acercarse al recodo, donde el canalillo se unía al río principal, empezaron a frenar hasta detenerse. Permanecieron los tres cogidos del brazo, Jack y Mabel tomando aire. La luna alumbraba el valle, levantando una estela brillante en el hielo del río y las blancas cimas.

Sigamos, susurró Faina, y también Jack sintió deseos de patinar río arriba, subir por el río Wolverine, seguir ascendiendo, cruzar el barranco y llegar a esas montañas donde nunca es primavera, donde la nieve nunca se funde.

Tercera parte

Al levantar la vista hacia él, el amor… llenó cada fibra de su ser y la niña comprendió que esa era la emoción contra la que le había prevenido el Espíritu del Bosque. Las lágrimas asomaron a sus ojos y, de repente, empezó a fundirse.

De «Snegurochka»,

traducido por Lucy Maxym

Capítulo 36

No siempre estaba allí. Algunos días Mabel avanzaba a través de la nieve hasta el riachuelo que corría detrás de la cabaña sin que la criatura se dejara ver. Solo un hilo de agua entre la nieve y el hielo. Pero si se armaba de paciencia y se sentaba en silencio frente al abeto, al final aparecía. Su cabecita marrón se asomaba desde uno de los charcos del riachuelo o su rabo se deslizaba sobre un montecillo nevado.

En ese día de noviembre, la nutria no la tuvo mucho rato esperando. Oyó el ruido del hielo al romperse, una especie de chapuzón, y la vio al otro lado del estrecho riachuelo. Mabel esperaba que saltara a un tronco o corriera riachuelo abajo como hacía siempre. En cambio, esa vez el animal se detuvo en la orilla, se volvió hacia ella y se irguió sobre las patas traseras. Se mantenía notablemente inmóvil, apoyado en su grueso rabo, con las patitas delanteras balanceándose en el pecho. Mabel contuvo la respiración, pero cuando tuvo que soltar el aire el animal seguía observándola con unos ojos que parecían profundos remolinos. Luego se puso de nuevo a cuatro patas y se fue correteando por el riachuelo.

Hasta pronto, viejo amigo.

Ella no sabía ni su edad ni si era macho o hembra, pero había algo en la barbilla de color más claro y en los ásperos bigotes que le hacía pensar en la barba de un anciano. A cierta distancia, la nutria tenía un aspecto cómico y travieso, pero cuando se acercaba un poco, Mabel notaba el olor a sangre de pez y un frío húmedo.

No había dicho ni una palabra sobre la nutria a nadie. Garrett querría cazarla; Faina le pediría que la dibujara. Y ella se negaba a recluirla en medio alguno porque, en cierto sentido, sabía que era como su corazón. Un músculo vivo y activo debajo de una piel húmeda e hirsuta. Atravesando el hielo, sumergiéndose en el agua helada del riachuelo, deslizándose sobre la barriga por la nieve. Alegre, aunque inconsciente.

No era solo la nutria del río. En una ocasión había espiado los sigilosos andares de un coyote de un color entre gris y marrón, que se movía por un campo con la boca medio abierta, como si estuviera riéndose. Había observado a unos ampelis europeos que, como sombras crepusculares, volaban en bandada de un árbol a otro como si una gran fuerza orquestara su vuelo. Había visto a un armiño blanco pasar corriendo delante del establo con un campañol gordo en la boca. Y, en cada una de esas ocasiones, a Mabel le había dado un vuelco el corazón. Era la visión de algo duro y puro a la vez.

Estaba enamorada. Llevaba ocho años viviendo allí y por fin la tierra se había apoderado de su corazón y lograba comprender una pequeña parte de la naturaleza que era el hogar de Faina.

Las estaciones de los últimos seis años habían sido como las mareas del océano, daban y quitaban, apartaban a la niña de su lado y se la devolvían. Todas las primaveras Faina partía hacia las alturas alpinas, donde emigraba el caribú y las montañas conservaban nieves eternas. Mabel ya no lloraba, aunque sabía que la echaría de menos.

Los colonos llamaban «ruptura» a esa estación agridulce, cuando se funde el hielo del río y los campos se convierten en un lodazal, pero Mabel hallaba algo tierno y amable en ella. Se despedía de la niña justo cuando un manto de violetas de color púrpura y blanco cubría el paisaje y los alces hembra cuidaban de sus crías recién nacidas, justo cuando el sol empezaba a alejar el invierno del valle.

Y luego, cuando los días se alargaban, la tierra se suavizaba y la granja florecía. Detrás del establo, bajo un álamo de Virginia, estaba la mesa de picnic que habían hecho Jack y Garrett; a menudo, durante el verano, el centro de la mesa estaba adornado con un jarro de flores silvestres. La mayoría de los domingos comían con los Benson, unas veces en su casa y otras en la de George y Esther. Cuando hacía buen tiempo y, por algún milagro, había pocos mosquitos, comían al aire libre. Jack y George hacían un fuego en un foso a primera hora de la mañana, donde luego asaban los pedazos de carne de un oso negro que Garrett había cazado en primavera. Esther aportaba la ensalada de remolacha y patata; Mabel hacía un pastel de ruibarbo y ponía un mantel blanco. Luego, las dos mujeres paseaban, cogidas del brazo, y recogían adelfillas y campanillas. Oían a los hombres de fondo, charlando y riéndose mientras el fuego chisporroteaba debido a la grasa de oso. A veces, en los momentos en que Mabel regresaba a la cabaña a buscar platos o cubiertos, Jack iba tras ella, le apartaba el cabello y la besaba en el cuello. «Nunca habías estado tan bella», le decía.

Llegaba la cosecha. En ocasiones, durante aquellas jornadas duras y extenuantes, todo era como Mabel había imaginado: ella y Jack trabajando codo con codo, recolectando patatas y metiéndolas en sacos o cortando repollos de los tallos. A pesar del sudor que le goteaba por la frente y le agriaba la boca, intentaba disfrutar de la dulzura del momento. Por las noches se daban masajes mutuos y se quejaban en broma de sus achaques, Mabel siempre más que Jack aunque ella sabía que los dolores que sufría él eran peores.

Luego, a medida que se acortaban los días y aparecía la escarcha, se alegraban de ello y rezaban para que llegara la nieve. Mabel intentaba adivinar cuánto habría crecido Faina desde la última vez que la vieron; le tejía medias de lana y ropa interior, algún abrigo nuevo, siempre de lana azul, forro blanco y copos de nieve bordados en la pechera.

Cada nueva reaparición de Faina les traía a una chica más alta y más hermosa de lo que la recordaban. Siempre llegaba de las montañas con algún regalo. Un año fue un saco de pescado seco. Otro, una piel de caribú, curtida y aromatizada con hierbas silvestres. Los abrazaba, los besaba y les decía que los había añorado, pero al caer la noche se marchaba hacia esos árboles nevados a los que ella llamaba hogar.

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