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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

La niña de nieve (27 page)

Una tarde en que el sol del verano arrancaba destellos en el valle, Garrett preguntó a Jack si podía unirse a él durante el paseo por los campos.

—Me llevo el rifle. Tal vez nos topemos con un par de urogallos.

Jack era consciente de su paso lento y se mostraba poco dispuesto a renunciar a su soledad. Al mismo tiempo, no le gustaba mucho que el chico matara animales en los terrenos de la granja. Ciertamente, Jack había visto a uno o dos urogallos mientras paseaba y había disfrutado de la emoción que le embargaba al ver cómo el ave movía las alas y luego se posaba, gordo y ufano, sobre la rama de un abeto. No dijo nada, con la esperanza de que el chico captara la indirecta, pero en su lugar Garrett fue corriendo al establo en busca del arma.

—Volveremos enseguida —dijo Jack al salir por la puerta, aunque dudó que Mabel le hubiera oído. Estaba sentada a la mesa, enfrascada en un trabajo de costura que estaba consumiendo sus tardes. Él sintió una oleada de afecto hacia ella.

Al principio le había humillado saber que trabajaba en los campos en su lugar. Pero ya casi al final del verano, sabía que andaba cada día mejor en parte gracias a ella. Ya no era un alma perdida: estaba a su lado, con las mismas manos sucias de tierra, los mismos pensamientos en su mente. ¿Cuántos surcos plantaremos el año próximo? ¿Hace falta abonar el campo norte? Cuando la gallina nueva empiece a poner huevos, ¿debemos dejar que incube una docena, más o menos? El destino de todo eso, la granja, la felicidad de ambos, ya no recaía solo en sus manos. Mira lo que hemos hecho, le había dicho ella un día, señalándole las hileras de rábanos, repollos, brécoles y lechugas.

Con la escopeta apoyada en el brazo, Garrett corrió sendero abajo para alcanzar a Jack.

—Creo que no tendremos otro año como este —afirmó el chico. Garrett observó el campo con la incredulidad dibujada en su rostro—. Queremos lluvia, llueve; queremos sol, brilla el sol.

—Ha sido muy bueno.

Jack se agachó para arrancar dos rábanos y le ofreció uno a Garrett. Tras limpiarlos en el pantalón, se los comieron en silencio.

—Nunca podré agradecerte lo mucho que has hecho —dijo Jack, al tiempo que lanzaba las hojas verdes hacia los árboles.

—No ha sido nada.

—Ha sido mucho.

Siguieron el sendero que llegaba al campo nuevo. Garrett abría la marcha, con la escopeta en los brazos y dando puntapiés a la tierra. ¿Qué le dais de comer a mi hijo?, había preguntado Esther, en broma. Pero lo cierto era que también Jack se había percatado de que el chico había ganado varios centímetros de altura durante el verano. Había perdido parte de esa suavidad de niño en sus rasgos, y la línea de su mandíbula y de sus pómulos era más pronunciada. También había madurado en sus formas. Hablaba mirando a Jack a los ojos, expresaba sus opiniones con sinceridad y casi nunca había que pedirle que hiciera algo. George lo dudaba, decía que eran demasiado amables a la hora de hablar de su hijo menor, pero en sus visitas también él acabó notando el cambio. Quizá deberíamos haberos mandado a los otros, dijo George, riéndose. Pero Jack sospechaba que el chico solo había podido llegar a ser él mismo en ausencia de sus hermanos, que lo abrumaban. Incluso se apreciaba un cierto orgullo por el trabajo realizado en su finca en los ojos de Garrett.

El sendero recorría el borde del campo y pasaba por una franja de abetos negros. La menguada luz del sol no conseguía penetrar entre esos densos y altos árboles, y el aire era notablemente más fresco a su sombra. Era solo una línea fina, un paso para carretas, que dividía el bosque del ordenado verde del campo de cultivo, y Jack pensaba en todo el trabajo invertido en él cuando Garrett se paró en seco en medio del sendero y asió la escopeta como si fuera a cargarla. Jack miró hacia delante. Tardó solo un momento en ajustar los ojos a la oscuridad, y justo cuando lo hizo, Garrett sacó un cartucho del bolsillo y lo introdujo en el cañón.

—¡No! Espera. —Jack apoyó una mano en el hombro del chico—. No.

Garrett lo miró por el rabillo del ojo, y se dispuso a apuntar.

—He dicho que no dispares.

—¿Al zorro? ¿Por qué no?

Garrett le lanzó una mirada de incredulidad y luego se fijó de nuevo en el cañón del arma, como si no pudiera creer lo que oía. El zorro huyó del bosque de abetos y se agachó en el sendero, indeciso. Jack no podía estar seguro: todos los zorros rojos eran parecidos. Pero a simple vista parecía el mismo: orejas negras, pelo de un color anaranjado intenso, las patas de extremos negros. Era lo único que le quedaba de ella.

—Déjalo.

—¿Al zorro?

—Sí, por el amor de Dios. Al zorro. Déjalo en paz. —Jack bajó el cañón de la escopeta.

El animal aprovechó la oportunidad y saltó hacia el campo de patatas. Jack aún distinguió un atisbo de su cola peluda y roja antes de perderlo de vista.

—¿Está loco? ¡Podría haberlo cazado!

Garrett abrió la escopeta, sacó el cartucho y se lo guardó en el bolsillo. Su mirada se cruzó con la de Jack, y éste vio en ella un atisbo de irritación, de desdén incluso.

—Mira, no me habría importado, pero…

—¿Cree que no volverá?

El tono del chico, brusco y poco respetuoso, sorprendió a Jack.

—Ya veremos.

—Siempre vuelven. La próxima vez estará revolviendo la basura u olisqueando alrededor del establo.

Garrett se puso delante mientras daban la vuelta al campo y observó por donde había huido el zorro sin decir nada. No habló de nuevo hasta que se acercaron a la cabaña.

—No tiene sentido haberlo dejado escapar.

—Digamos solo que a ese lo conozco. Pertenecía a alguien. —A Jack le costaba encontrar las palabras.

—¿Pertenecía a alguien? ¿Un zorro?

Estaban ya muy cerca del establo y Jack quería zanjar la charla y que Garrett se acostara de una vez. Sin embargo, el chico se paró delante de la puerta del establo.

—¿De quién era?

—De alguien a quien conocí.

—Pero si no hay nadie en kilómetros a la redonda… —Su voz se extinguió; se volvió hacia la puerta pero luego se giró de nuevo—. Vaya, ¿no se referirá a esa niña? La niña de la que hablaban mamá y papá. La que, según Mabel, aparecía por aquí el invierno pasado.

—Pues sí. Era su zorro y no quiero que nadie lo cace.

Garrett meneó la cabeza y exhaló el aire, con fuerza, por la nariz.

—¿Eso te supone algún problema?

—No. No, señor. —Hacía mucho que no le llamaba «señor».

Jack se encaminó hacia la casa.

—Es solo que… en realidad esa niña no existía, ¿no?

Jack estuvo a punto de seguir caminando. No le apetecía mantener esa conversación. Estaba cansado. Lo sucedido esa tarde lo había inquietado y deseó haberse quedado en casa, frente al horno. Pero se obligó a responder a Garrett.

—Sí. Esa niña existió. Crió al zorro desde que era un cachorrillo. El animal se deja caer por aquí de vez en cuando, pero nunca ha hecho ningún destrozo. Solo coge lo que le ofrecemos.

El bufido de incredulidad se oyó de nuevo.

—Eso no puede ser.

—¿Qué? ¿Criar a un zorro como animal de compañía?

—No. La niña. Viviendo sola, por aquí, en el bosque. En pleno invierno… No podría sobrevivir.

—¿No crees que alguien pueda hacerlo? ¿Vivir de esta tierra?

—Oh, no digo que no pudiera haber alguien. Un hombre. Alguien que de verdad supiera lo que hacía. Y no serían muchos. —Lo dijo como si se considerara uno de los pocos capaces de ello—. Desde luego, no una niña pequeña.

Garrett debió de ver una sombra que oscurecía los ojos de Jack, porque su confianza pareció tambalearse.

—Oiga, no dudo de lo que cree que vio. Simplemente creo que quizá tenga otra explicación.

—Tal vez. —Jack anduvo despacio hacia la casa. No esperó a que Garrett añadiera nada más, pero cuando ya estaba en la puerta le oyó gritar:

—Buenas noches. Y déselas también a Mabel.

Sin volverse, Jack hizo un simple gesto de despedida con la mano.

—¿Has disfrutado del paseo?

Los ojos de Mabel estaban puestos en la costura. Había encendido un candil y trabajaba con la espalda inclinada hacia la tela. Jack se quitó las botas y fue a lavarse las manos en la jofaina. De paso se echó agua fresca en la cara, y luego pasó una toalla por ella y por su nuca.

—¿Cómo va la costura?

—Sin prisa, pero sin pausa. He tenido que descoser un trozo, así que ahora mismo estoy harta. —Dejó la tela en su regazo, apoyó la espalda en el respaldo de la silla y estiró el cuello—. ¿Habéis dado un paseo agradable?

—No ha estado mal. Aunque voy más tranquilo cuando lo hago solo.

—Sí. El chico se ha vuelto muy hablador, ¿verdad? Pero me gusta así. Y es un buen trabajador.

—Sí. Lo es.

Jack revolvió las brasas del horno y añadió otro tronco. El otoño se acercaba y las noches eran cada vez más frías.

—Dime, ¿qué has estado cosiendo todo este tiempo?

—Oh, no es nada.

—¿Un secreto? ¿Un regalo de Navidad, quizá?

—No es para ti. Este no. —Mabel le sonrió.

—Va, dime qué es.

—Nada… —Pero él supo que quería contárselo.

—Vamos, suéltalo. Eres como un gato con un pececillo en la boca.

—De acuerdo. Es para Faina. Un abrigo nuevo. Creo que ya he descubierto cómo hacer el ribete.

Mabel se levantó y desplegó ante sí lo que había estado cosiendo, apoyando la tela de lana azul sobre su pecho y sus brazos como si ya estuviera terminado. Luego cogió unos retazos de piel blanca.

—¿Para Faina?

—Sí. ¿No es precioso? Esto es piel de conejo. De liebre, para ser exactos. Se la pedí a Garrett. Le dije que la necesitaba y él afirmó que ésta era la más suave. Así es, tócala.

Así que a eso había dedicado su tiempo durante los últimos días. Eso era lo que la tenía en vela por las noches, dibujando en su cuaderno, sonriente y de buen humor. Jack quiso quitarle la tela de las manos y arrojarla al suelo. Se sentía enfermo, mareado.

—¿No te gusta? Mira, la última vez que la vi me di cuenta de que su abrigo estaba gastado y viejo. Y le iba pequeño, ya el invierno pasado: apenas le llegaba a las muñecas. No estaba muy segura de la talla, pero intenté recordar a qué altura de la silla llegaba cuando se sentaba a la mesa y cuál era la anchura de sus hombros.

Mabel extendió el abrigo sobre la mesa y cogió varias madejas de hilo. Su rostro estaba radiante.

—Quedará perfecto. Estoy segura. Solo espero poder terminarlo a tiempo.

—¿A tiempo para qué?

—Para cuando vuelva. —Lo dijo como si fuera un hecho tan fehaciente como que el sol saldría al día siguiente.

—¿Y cómo lo sabes?

—¿El qué?

—Por el amor de Dios, Mabel, no va a volver. ¿No lo entiendes?

Ella dio un paso atrás y se llevó las manos a las mejillas. La había asustado, pero el carácter de Mabel centelleó en sus ojos.

—Va a volver.

Dobló el abrigo y empezó a clavar alfileres en el cojincillo rojo con gestos bruscos y rápidos. Jack estaba sentado frente al fuego. Apoyó los codos sobre sus rodillas, bajó la cabeza y se pasó los dedos por sus cabellos. No podía mirar a Mabel. La oyó en la cocina, moviendo con fuerza platos y vasos, y luego caminando hacia la puerta de su habitación. Se paró en el umbral. Él no levantó la cabeza. Ella estaba sin aliento y su voz sonó ronca pero desafiante.

—Va a volver. Y, maldita sea, Jack, no voy a permitir que ni tú ni nadie me digáis lo contrario.

Luego se llevó el candil encendido a su cuarto, dejando a Jack solo y a oscuras frente al fuego.

Capítulo 26

La nieve había llegado a Mabel en sueños, y con ella la esperanza. Un abrigo azul como sus ojos, la melena blanca flotando mientras descendía corriendo por las laderas de la montaña. En ese sueño, Faina se reía, y sus risas tintineaban como campanillas en el aire frío; saltaba por encima de las piedras, y donde sus pies rozaban la roca se formaba una capa de hielo. Cantaba y bailaba por la tundra alpina, con los brazos abiertos hacia el cielo, y a su espalda la nieve caía, dando la impresión de que la niña arrastraba una capa blanca que llegaba hasta las montañas.

A la mañana siguiente, al despertar, Mabel miró por la ventana y vio nieve. Aunque solo se trataba de una fina capa en las cimas más lejanas, ella supo que había sido algo más que un sueño.

La niña no tenía que morir. Quizá no los había abandonado para siempre. Podía haberse ido hacia el norte, a las montañas, donde la nieve nunca se fundía, y, en cuanto llegara el invierno, tal vez regresara a esa cabaña donde la esperaban los dos ancianos.

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