La noche de los tiempos (8 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

No me cuesta nada imaginar a los dos hombres conversando, escuchar sus dos voces tranquilas, en el cuarto del que poco a poco se va el sol de la tarde, desaparecido detrás de los tejados de la ciudad, no exactamente amigos, porque ninguno de los dos es demasiado sociable más allá de un cierto punto, pero sí unidos por una vaga semejanza exterior, por un aire común de formalidad y decoro, aunque Ignacio Abel parece más joven. Se hablan de usted, lo cual es un alivio para Moreno Villa, ahora que casi cualquiera le llama Pepe o incluso Pepito, reforzándole la sospecha de que ha perdido la juventud sin la compensación de ganar en respeto. Por dentro siempre está comparando sin poder remediarlo: no sólo su ropa ajada y manchada de pintura con el traje de Abel, la posición tensa y muy erguida que el otro tiene en la silla mientras despliega dibujos y fotos sobre la mesa con su propio abandono de hombre viejo en el sillón que fue de su padre: también piensa que él vive en dos cuartos más o menos prestados mientras Ignacio Abel tiene un piso en un edificio nuevo en el barrio de Salamanca, que es padre de dos hijos y él muy probablemente no llegará a tener ninguno, que los resultados de su trabajo ocupan un lugar sólido, indiscutible en el mundo.

—¿Y qué hará usted cuando la Ciudad Universitaria esté terminada?

Ignacio Abel, desconcertado por la pregunta, tardó un poco en contestar.

—La verdad es que no lo pienso seriamente. Sé que hay un plazo, y que yo quiero que llegue esa fecha, pero al mismo tiempo no me lo acabo de creer.

—La situación política no parece muy tranquilizadora.

—En eso también prefiero no pensar. Claro que habrá retrasos, y que no me hago ilusiones, por muchas seguridades que quiera darme el doctor Negrín. Todas las obras se retrasan. Nada resulta como estaba planeado. Usted sabe lo que va a pintar en ese cuadro, pero en mi trabajo la incertidumbre es mucho mayor. Cada vez que cambia el ministro o que hay una huelga de la construcción todo se detiene, y luego cuesta más arrancar de nuevo.

—Usted tiene planos y maquetas de sus edificios. Yo no sé cómo será este cuadro, si es que llego a pintarlo.

—¿El modelo no le sirve de guía? Tranquiliza mirar estas frutas que tiene usted delante, el cuenco de cristal.

—Pero si pone usted atención están cambiando siempre. Ya no se ve lo mismo que cuando usted entró hace un rato. A los pintores antiguos de bodegones les gustaba poner alguna mancha en la fruta, incluso algún agujero del que asomara un gusano. Querían que se viera que la lozanía era falsa o transitoria y que la putrefacción ya estaba actuando.

—No me diga eso, Moreno. —Ignacio Abel sonrió, a su manera rápida y formal—. No quiero llegar mañana a las obras y pensar que llevo seis años trabajando para construir ruinas futuras.

—Usted tiene suerte, amigo Abel. Me gustan mucho las cosas suyas que vienen fotografiadas en las revistas de arquitectura, y ese mercado nuevo que hizo por la calle Toledo. Pasé un día por allí y entré sólo por verlo por dentro. Tan nuevo, y ya tan lleno de gente, con esos olores tan fuertes, la fruta, la hortaliza, la carne, el pescado, las especias. Usted hace cosas que pueden tener una forma tan bella como una escultura y que además son prácticas y le sirven a la gente en su vida. Aquellos vendedores que gritaban tanto y las mujeres que les compraban disfrutaban de la obra de usted sin pensar en ella. Pensé ponerle una carta ese día. Pero ya sabe usted que uno se hace esos propósitos y no los cumple. Pensará usted: no será por falta de tiempo, en mi caso.

—Moreno, creo que usted se juzga demasiado ásperamente a sí mismo.

—Veo las cosas como son. Tengo bien entrenados los ojos.

—Los físicos aseguran que las cosas que creemos ver no se parecen nada a la estructura de la materia. Según el doctor Negrín las conclusiones de Max Planck no están muy lejos de las de Platón o las de los místicos de nuestro Siglo de Oro. La realidad tal como usted y yo la vemos es un engaño de los sentidos...

—¿Ve usted mucho a Negrín? Ya no viene nunca por su antiguo laboratorio.

—¿Que si lo veo? Hasta en sueños. Es mi pesadilla. Es el único español que se toma al pie de la letra su trabajo. Está al tanto de todo, del último ladrillo que ponemos, del último árbol. Me llama por teléfono a cualquier hora del día o de la noche, a la oficina o a mi casa. Mis hijos se burlan de mí. Le han inventado una cantinela:
Rin, rin, / ¿quién es? / El doctor Negrín.
Si está de viaje y no tiene cerca un teléfono me manda un telegrama. Ahora que ha descubierto el aeroplano ya no tiene límites. Me pone una conferencia por cable submarino desde Canarias a las ocho de la mañana y a las cinco de la tarde se presenta en la oficina recién llegado del aeródromo. Siempre está en movimiento. Es como una de esas partículas de las que habla tanto, porque aparte de todo siempre está leyendo revistas científicas alemanas, como cuando se dedicaba sólo al laboratorio. Se puede saber dónde está el doctor Negrín en un momento dado o cuál es su trayectoria, pero no las dos cosas a la vez...

Pero se hacía tarde: en la penumbra creciente las dos voces se iban haciendo más inaudibles, y al mismo tiempo más cercanas la una a la otra, como las dos figuras, ahora dos siluetas más igualadas por la falta de luz que suprime los detalles, cada una inclinada hacia la otra, separadas por la mesa donde está el frutero, donde ya no llega la poca claridad residual que todavía entra por la ventana y resalta el blanco del pequeño lienzo sobre el caballete, con unas líneas esbozadas en carboncillo. Moreno Villa enciende una lámpara que hay junto a su sillón —también la lámpara, como la mesita, son parte del poco mobiliario que se trajo de Málaga, reliquias de la antigua casa de los padres— y cuando la luz eléctrica alumbra las caras queda cancelado el tono de confidencia y de cierta ironía hacia el que se habían deslizado las voces. Ignacio Abel mira ahora francamente su reloj de pulsera, que antes consultó una o dos veces con un gesto furtivo: tiene que irse, ha vuelto a recordar hace un momento que hoy es San Miguel y que si se da prisa aún está a tiempo de comprarle algo a su hijo, uno de esos aeroplanos o transatlánticos de latón pintado que le siguen gustando tanto aunque ya no es precisamente un niño pequeño, quizás un nuevo tren eléctrico, no de los que imitan los viejos trenes de carbón, sino los expresos de locomotoras tan estilizadas como proas de buques o morros de aviones, o un equipo completo de vaquero del Oeste, que requerirá que a su hermana se le compre un vestido de india, sólo por complacer al chico, ya que ella, a diferencia de su hermano, tiene prisa por no seguir pareciendo una niña, aunque Miguel quiera sujetarla muy fuerte como para evitar que crezca, retenerla tanto tiempo como le sea posible en el espacio de la infancia común. Ignacio Abel guarda sus papeles y sus fotografías de arquitectura popular española en la cartera y le estrecha la mano a Moreno Villa, apartando ligeramente la cabeza, como si antes de irse ya hubiera dejado de estar allí. Moreno Villa, perezoso, no se levanta para acompañarlo a la puerta, demasiado hundido en el sillón tal vez no queriendo mostrar sus pantalones flojos manchados de pintura y sus zapatillas de paño.

—Al final no me ha dicho usted qué hará cuando esté terminada la Ciudad Universitaria —le dice.

—Le contestaré cuando tenga tiempo de pensarlo —dice Ignacio Abel, compensando con una sonrisa rápida su recobrada rigidez de hombre muy atareado.

La puerta se cierra y los pasos enérgicos se alejan por el corredor, y en el silencio de la habitación vuelven a filtrarse los sonidos lejanos de la ciudad y los muy próximos de la Residencia y de los campos de deportes en los que todavía se oyen exclamaciones aisladas de deportistas a los que les ha oscurecido mientras se quedaban jugando o entrenándose un poco más, silbatos de árbitros. Más cerca todavía, aunque no se pueda identificar desde dónde viene, Moreno Villa escucha ráfagas de una música de piano que se pierde entre los demás sonidos y regresa de nuevo, una canción que le trae el recuerdo ya despojado de dolor pero no de melancolía de una muchacha pelirroja de la que se despidió para siempre en Nueva York hace ya más de seis años.

4

Apenas se deja caer en el respaldo del asiento le sobreviene un calambrazo de incertidumbre. ¿Y si a pesar de todo se ha equivocado de tren? Según el tren empieza a moverse la breve serenidad de Ignacio Abel se ha convertido en alarma. Advierto el gesto automático de la mano derecha que reposaba abierta sobre un muslo y se contrae para buscar el billete; la mano que tantas veces hurga, indaga, reconoce, acuciada por el miedo a perder algo, que roza la cara áspera con un principio indeseado de barba, la que toca el cuello gastado de la camisa, la que se cierra al fin con un ligero temblor sujetando el documento encontrado; la mano que no toca a nadie hace tanto tiempo; la que ha perdido la costumbre de la piel suave de Judith Biely. Al otro lado de la ventanilla hay un tren idéntico que se mantiene inmóvil y que tal vez sea el que él hubiera debido tomar. En la pulsación de un segundo la alarma crece hasta convertirse en angustia. Ante la menor sospecha de amenaza sus nervios exhaustos saltan como cuerdas tensadas hasta su límite de resistencia. Ahora no encuentra el billete. Palpa en los bolsillos y no se acuerda de que un poco antes lo guardó en la cartera, para estar seguro de que no se le enredaba entre los dedos y se le caía inadvertidamente al buscar otra cosa; en los bolsillos del pantalón, en los de la americana, en los de la gabardina: madrigueras de objetos diminutos e inútiles, de migas y cortezas endurecidas de pan, de monedas ínfimas de varios países. Toca el filo de la postal que no ha echado al correo. En alguna parte, al fondo de algún bolsillo, tintinean las llaves inútiles de su casa de Madrid. Roza la hoja del telegrama, una esquina del sobre que contiene la carta de su mujer.
Ya sé que preferirías no escuchar todo ¡o que tengo que decirte.
Cuando por fin abre la cartera y ve en ella el filo del billete su suspiro hondo de alivio coincide con el descubrimiento de que de nuevo ha sido víctima de una ilusión óptica: el tren que ha empezado a moverse es el que está en el andén contiguo, el tren idéntico desde el cual durante unos segundos lo ha mirado un desconocido. De modo que todavía le queda tiempo para asegurarse. Un mozo de equipajes negro ha entrado en el vagón arrastrando un baúl e Ignacio Abel va hacia él y le enseña su billete, intentando pronunciar una frase que ha estado clara en su conciencia pero que se le queda desbaratada entre las cuerdas vocales y los labios cuando empezaba a decirla. El empleado se limpia la frente sudada por el esfuerzo con un pañuelo tan rojo como su gorra y le contesta algo que debe de ser muy sencillo pero que él al principio no entiende, en parte por el acento arrastrado y nasal, en parte porque el hombre habla separando apenas los labios. Pero el gesto que hace es indudable, como su gran sonrisa fatigada y benévola, y con unos instantes de retraso, como un trueno que llega un poco después que el relámpago, Ignacio Abel comprende de golpe cada una de las palabras que ha escuchado:
You can be damn sure you're on your way up to old Rhineberg, sir.

El billete corresponde a este tren y no a otro. Él ya lo sabía pero la angustia ha actuado sin obedecer a la razón: como un intruso la angustia ha usurpado el movimiento de las manos, acelerado los latidos del corazón, presionado contra el pecho; el intruso que se aloja como un parásito dentro de la cáscara en gran parte vacía de su existencia anterior, a la que en el fondo ya no cree que pueda volver nunca. Quién restablecerá lo deshecho, levantará lo derribado, restaurará lo convertido en cenizas y en humo, la carne humana podrida bajo la tierra, qué se levantaría de ella si sonaran las trompetas de la resurrección; quién borrará las palabras que fueron dichas y escritas y alentaron el crimen y lo volvieron no sólo respetable y heroico, sino también necesario, fríamente legítimo; quién abrirá la puerta en la que ya nadie golpea solicitando refugio. Los sonidos viajan con un grado perceptible aunque infinitesimal de lentitud entre su oído y los circuitos cerebrales en los que se descifran las palabras. Vuelve a sentarse, respirando muy hondo, la cara contra el cristal de la ventanilla, mirando el andén subterráneo, una punzada de dolor cerca del corazón, aliviado, aguardando. En su conciencia dos relojes marcan dos horas distintas, como dos pulsaciones discordantes que percibiera apretando en dos puntos distintos del cuerpo. Son las cuatro de la tarde y son las diez de la noche. En Madrid es noche cerrada desde hace varias horas y en las calles desiertas no hay más luz que la muy tenue de algunas farolas con los cristales pintados de azul, o la de los faros de los coches que pasan a toda velocidad, surgiendo de pronto a la vuelta de una esquina, los neumáticos chirriando contra los adoquines, colchones atados de cualquier manera sobre el techo, como una protección irrisoria, siglas pintadas a brochazos sobre el metal negro de las puertas o de las carrocerías, cañones de fusiles asomando por las ventanillas, tal vez la cara muy pálida de alguien que lleva las manos atadas y sabe que va camino de la muerte (a él ni siquiera se acordaron de atarle las suyas, tan dócil que no les debió de parecer necesario). En la casa de la Sierra donde sus hijos tal vez siguen viviendo se escucharán en la oscuridad los golpes secos del péndulo y el mecanismo de un reloj que siempre anda con retraso. En la Sierra de Guadarrama las noches ya son frías y de la tierra se levanta un olor a humedad y a hojas podridas y a agujas de pinos. Sobre la ciudad a oscuras, en las primeras noches despejadas de otoño, hace sólo unas semanas, el firmamento recobraba su esplendor olvidado, la fosforescencia poderosa de la Vía Láctea, que a Ignacio Abel le devolvía un sobrecogimiento infantil, porque su memoria de Madrid era anterior a la iluminación eléctrica y a los ríos de faros encendidos de los automóviles. Con la guerra regresaban a la ciudad las tinieblas y los terrores de las noches arcaicas de los cuentos. Se despertaba de niño en su cuarto diminuto de la portería, con un ventanuco enrejado que daba a la altura de la acera, y veía la débil claridad amarilla de los faroles de gas y escuchaba pasos y golpes, la punta metálica del chuzo del sereno chocando contra los adoquines, sus pasos lentos y temibles que eran los de los mantequeros y los hombres del saco de los cuentos. Tantos años después, en el Madrid oscurecido, pasos y golpes eran de nuevo emisarios del pánico: el ascensor sonando en medio de la noche, los tacones de las botas en el pasillo, los culatazos en la puerta, resonando en el interior del pecho al ritmo acelerado del corazón, tan aturdido como si latieran dos corazones simultáneos.
Ignacio, por ¡o que más quieras, ábreme ¡a puerta, que van a matarme.
Ahora sí que se mueve el tren, a golpes suaves y enérgicos, aún lentamente, con poderosa majestad, con el brío de su locomotora eléctrica, concediéndole intacta la felicidad de todo comienzo de viaje, la perfecta absolución de las próximas dos horas, en las que nada inesperado podrá sucederle. El más breve futuro sin la expectación de un sobresalto es un regalo que ha aprendido a agradecer, las pocas veces que se le ha presentado en los últimos meses. Sintió lo mismo, más intensamente, en el puerto de Saint-Nazaire, cuando el buque
S.S. Manhattan
se apartaba del muelle, haciendo sonar las notas más graves de su sirena, que estremecían el aire al mismo tiempo que la trepidación de las máquinas hacía vibrar las planchas metálicas bajo sus pies y la barandilla en la que sujetaba sus manos, como al hierro del balcón en un piso muy alto, desde el que viera hacerse pequeñas las figuras que agitaban pañuelos en el embarcadero: sintió no la alegría práctica de haber escapado, de estar yendo definitivamente hacia América después de tantas dilaciones, tantos días atrapado hora tras hora por el miedo o por la simple inercia de una espera sin final previsible, sino la pura suspensión del pasado inmediato y todavía más la del futuro cercano, porque España y Europa estaban quedándose atrás y él tenía por delante seis o siete días de valioso presente en los que por primera vez en mucho tiempo no iba a serle necesario enfrentarse a nada, temer nada, tomar ninguna decisión. Sólo eso deseaba, tenderse sobre una hamaca en cubierta con los ojos entornados y la mente limpia de todo pensamiento, lisa y vacía como el horizonte del mar.

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