La noche de los tiempos (10 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Una por una, con un asombro cómico de película muda, el profesor Rossman extraía de su cartera al parecer insondable cosas perfectamente cotidianas que cobraban en sus manos una cualidad milagrosa de recién inventadas. En sus clases de Weimar, sin quitarse el abrigo ni la bufanda, en un aula sin calefacción en la que entraba el viento frío por los cristales rotos de las ventanas, el profesor Karl Ludwig Rossman examinaba como invenciones rutilantes o tesoros recién descubiertos las herramientas más comunes, los objetos que todo el mundo usa a diario y en los que nadie se fija porque su invisibilidad, decía, era la medida de su eficiencia, la prueba de que una forma se correspondía exactamente con una tarea: una forma muchas veces modelada durante siglos, incluso milenios, como la voluta de una caracola o como la curvatura casi plana de un guijarro pulido por el roce de la arena y del agua en la orilla del mar. De la cartera del profesor Rossman no salían libros, ni bocetos, ni revistas de arquitectura, sino herramientas de carpintero, de cantero, de albañil, plomadas, peonzas, cuencos de barro, una cuchara, un lápiz, el mango de un molinillo de café, una bola negra de caucho que rebotaba en el techo, después de ascender como un resorte ante los ojos infantilizados de los estudiantes, un pincel, una brocha de pintor, un vaso italiano de cristal recio y verdoso, una manivela de latón ondulado, un librillo de papel de fumar, una bombilla común, un biberón, unas tijeras. La realidad era un laberinto y un laboratorio de objetos prodigiosos, tan habituales sin embargo que uno olvidaba fácilmente que no existían en la naturaleza, que eran el fruto de la imaginación humana. Un plano horizontal, decía, una escalera. ¡En la naturaleza el único plano horizontal era el del agua inmóvil, el de la distancia del mar! Una cueva natural o la copa de un árbol pueden sugerir la idea del tejado, la de la columna. Pero ¿qué proceso mental dio lugar por primera vez a la concepción de una escalera? En el aula gélida, con el sombrero hundido hasta las cejas, sin quitarse el abrigo ni los guantes de lana, el profesor Rossman, que era muy friolero, podía pasarse toda una clase concentrado voluptuosamente en la forma y en el funcionamiento de un par de tijeras, en el modo en que los dos brazos afilados se abrían como un pico de pájaro o como mandíbulas de caimán y cortaban una hoja de papel con perfecta limpieza, siguiendo un trazado recto o curvo, las líneas sinuosas del perfil de una caricatura. En los bolsillos de su abrigo abultaban las cosas encontradas en cualquier parte o recogidas por el suelo, y cuando tanteaba en ellos con los dedos forrados de lana buscando algo solía tropezar con otro objeto inesperado que reclamaba su atención y enardecía su entusiasmo. Las seis caras de un dado, con los puntos horadados en cada una de ellas, contenían todas las posibilidades infinitas del azar. Nada era más bello que una bola bien pulida rodando sobre una superficie lisa. ¡En una ínfima cerilla estaba contenida la solución prodigiosa al problema milenario de la producción y el transporte del fuego! Extraía con mucho cuidado la cerilla de la caja, como si sacara de ella una mariposa disecada cuyas alas pudieran destruirse al menor descuido, la sostenía entre el pulgar y el índice, la mostraba a los alumnos, alzándola con un gesto en el que había algo de litúrgico. Ponderaba sus cualidades, la delicada forma de pera diminuta de la cabeza, el palito de madera o de papel encerado. La caja misma, con su complicación de ángulos, con aquel golpe maestro de intuición que había sido idear las dos partes que se ajustaban tan perfectamente y que a la vez facilitaban la apertura. Cuando raspaba la cerilla el ruido mínimo del frotamiento de la cabeza del fósforo contra la lámina de lija se oía con perfecta claridad en el silencio maravillado del aula, y el estallido de la pequeña llama tenía algo de milagro. Radiante, como quien ha culminado con éxito un experimento, el profesor Rossman mostraba la cerilla ardiendo. A continuación sacaba un cigarrillo y lo encendía con la misma naturalidad que si estuviera en un café, y sólo entonces, cuando el profesor Rossman apagaba la cerilla, los que escuchaban su exposición salían del trance de hipnotismo al que sin darse cuenta habían sido inducidos.

El profesor Rossman era como un buhonero de las cosas más vulgares y de las más improbables. Disertaba igual sobre las virtudes prácticas de la curvatura de una cuchara o sobre los exquisitos ritmos visuales de los radios de una rueda de bicicleta en movimiento. Otros profesores de la Escuela ejercían con entusiasmo el proselitismo de lo nuevo: el profesor Rossman revelaba la novedad y la sofisticación que permanecen ocultas y sin embargo actúan en lo que ha existido desde siempre. Despejaba el centro de la mesa, ponía sobre ella una peonza, comprada en su camino hacia la escuela a unos niños que jugaban con ella en la calle, la impulsaba con un gesto súbito de destreza, la miraba girar, tan deslumbrado como si asistiera a la rotación de un cuerpo celeste. «Inventen ustedes algo así», desafiaba risueñamente a los alumnos, «inventen la peonza, o la cuchara, o el lápiz, inventen el libro, que puede llevarse en un bolsillo y contiene la
Ilíada
o el
Fausto
de Goethe; inventen ustedes la cerilla, el asa de la jarra, la balanza, el metro plegable de los carpinteros, la aguja de coser, las tijeras, perfeccionen la rueda o la pluma estilográfica. Piensen en el tiempo en el que algunas de estas cosas no existían». A continuación miraba su reloj de pulsera —le entusiasmaba esa innovación, según él surgida entre los oficiales británicos durante la guerra—, recogía sus cosas, guardaba sus objetos de inventor lunático o de chamarilero en la cartera, llenaba con ellos los bolsillos, y se despedía de la clase con una inclinación de cabeza y un amago de taconazo militar.

«Mi querido amigo, ¿no se acuerda usted de mí?»

Pero no había pasado tanto tiempo. En Barcelona, hacía ahora menos de seis años, el profesor Rossman, más corpulento y más calvo que en Weimar, con un traje cortado probablemente por el mismo sastre que se los hacía antes de 1914, inspeccionaba los últimos detalles del pabellón de Alemania en la Exposición Universal con rápidos gestos como de pájaro, con unos ojos pálidos de búho tras los cristales de las gafas. Había que asegurarse de que todo estaría a punto cuando Mies Van der Rohe hiciera su principesca aparición en Barcelona, con su monóculo de oficial prusiano, mordiendo la larga pipa de ébano en la que insertaba cigarrillos con un ademán quirúrgico. El profesor Rossman tomaba del brazo a Ignacio Abel, le preguntaba por su trabajo en España, lamentaba que no hubiera regresado a la Escuela, ahora que las cosas habían mejorado tanto, que había una sede nueva y magnífica en Dessau. Pasaba la mano por una superficie pulida de mármol verde oscuro, para comprobar su limpieza; estudiaba la alineación de unos muebles o de una escultura; acercaba mucho los ojos a un letrero como para asegurarse de la exactitud de la tipografía. En aquel espacio austero y diáfano que aún no había visitado nadie el doctor Rossman parecía más anacrónico, con su cuello rígido, con sus botines como de 1900, con su tiesa cortesía de funcionario imperial. Pero sus manos tocaban las cosas con la misma codicia de siempre, comprobaban consistencias, ángulos, curvaturas, y en sus ojos había la misma mezcla permanente de interrogación y de asombro, como una urgencia impúdica por verlo todo, una felicidad pueril de descubrimientos incesantes. Ahora su disposición de jovialidad se había fortalecido igual que su presencia física, y rememoraba con alivio los años nada lejanos de la incertidumbre, de la inflación y el hambre, cuando a veces llevaba en su cartera insondable o en sus bolsillos una patata cocida que iba a ser su único alimento para todo el día, cuando en las aulas sin calefacción de la Escuela hacía tanto frío que no alcanzaba a sujetar la tiza con sus dedos helados. «Pero usted también se acuerda, amigo mío, usted pasó con nosotros aquel invierno de 1923.» Ahora el profesor Rossman miraba con cierta serenidad el porvenir, aunque también con el fondo de recelo de quien ya vio una vez hundirse el mundo. «Tendría usted que volver a Alemania. No reconocería Berlín. No sabe cuántos edificios nuevos y bellos se están construyendo. Los verá en las revistas, desde luego, pero usted sabe que no es igual. ¡Berlín parece Nueva York! Tiene que ver los barrios nuevos de viviendas populares, los grandes almacenes, las luces nocturnas. Algunas cosas que soñábamos en la escuela en medio del desastre parece que se vuelven realidad. Unas cuantas, no muchas. Pero usted sabe lo que vale un poco de algo si está muy bien hecho.»

El valor de los objetos, de los instrumentos, de las herramientas. La belleza de aquel pabellón que cortaba el aliento, que estremecía el alma, algo tangible y de este mundo que sin embargo parecía no pertenecer del todo a él, demasiado puro tal vez, demasiado perfecto, ajeno en la pureza de sus ángulos rectos y de sus superficies lisas no sólo a la mayor parte de los otros edificios de la Exposición, sino también a la realidad misma, a la cruda luz y a la aspereza españolas. Puede haber un depravado barroquismo en la pobreza, igual que en la ostentación. Ignacio Abel paseaba con el profesor Rossman una mañana de septiembre de 1929 por el pabellón de Alemania, en el que aún sonaban martillazos y se afanaban operarios, y en el que los pasos y las voces resaltaban con el eco de los espacios deshabitados, y notaba un aguijón de escepticismo en su propio entusiasmo. O quizás era sólo el resentimiento de no haber sido él capaz de concebir nada semejante, un edificio que justificaría su vida aunque estuviera destinado a la demolición al cabo de unos pocos meses. Como una música magistral que no vuelve a interpretarse después de su estreno: quedaría la partitura, tal vez una grabación fonográfica, el recuerdo inexacto de quienes la escucharon. Activo, locuaz, atento a todo, el profesor Rossman supervisaba las obras del pabellón para que todo estuviera dispuesto cuando llegara de Alemania su colega Van der Rohe, y después hacía turismo por Barcelona con su mujer y su hija, a las que les tomaba fotos delante de los edificios de Gaudí, que le parecían delirantes y sin embargo muy bellos, de una belleza que lo sobresaltaba más porque contradecía todos sus principios. La mujer gorda, menuda, flemática; la hija alta y flaca, lacia, con pies grandes y zapatos planos, con una mirada de intensidad excesiva detrás de los cristales con montura dorada de las gafas. Y el profesor Rossman en medio de las dos, vanamente animoso, pidiendo a algún transeúnte que les tomara una foto a los tres, celebrándoles edificios y perspectivas que ninguna de las dos miraba y delicias de la cocina local que las dos engullían sin prestarles atención, impaciente en el fondo por dejarlas en el hotel y dejarse llevar en dirección al puerto, río abajo por la corriente humana de las Ramblas.

«¿Su mujer y sus hijos están bien? Un chico y una chica, ¿verdad? Me acuerdo de que usted me enseñaba fotos de los dos cuando estábamos en Weimar, y eran muy pequeños. Aún no habrán crecido lo bastante como para discutir de política con usted. Mi mujer añora al Káiser y siente simpatía por Hitler. £1 único defecto que le encuentra es que sea tan antisemita. Y mi hija es miembro del Partido Comunista. Vive en una casa con calefacción y agua caliente pero añora vivir en un apartamento comunal de Moscú. Odia a Hitler, aunque mucho menos que a los socialdemócratas, incluyéndome a mí, que debo de parecerle uno de los peores. Qué magnífico drama freudiano ser hija de un socialfascista, de un socialimperialista. Quizás en el fondo mi hija admira a Hitler tanto como su madre, y el único defecto que le encuentra es que sea tan anticomunista.» El profesor Rossman se reía con algo de benevolencia, como si atribuyera en el fondo la insensatez política de su mujer y de su hija a una cierta debilidad intelectual congénita de la mente femenina, o como si al cabo de los años hubiera desarrollado una tolerancia entre resignada y sarcástica hacia los extremos de la tontería humana. «Pero cuénteme usted en qué está trabajando ahora, amigo mío, qué proyectos tiene. Me alegra saber que es usted del todo inocente en el crimen estético del pabellón de España en la Exposición.» La cabeza oval del profesor Rossman dejó de moverse con espasmos de pájaro, sus ojos agrandados por los cristales de las gafas se detuvieron en él con una atención afectuosa que a Ignacio Abel le hizo sentirse de pronto tan azorado como alguien mucho más joven, un estudiante que no está seguro de resistir al escrutinio del profesor que lo conoce muy bien. Qué había hecho en esos años que estuviese a la altura de lo que había aprendido en Alemania, de las promesas que había vislumbrado en su oficio y también en sí mismo, un hombre que cerca de los cuarenta años descubría una liviandad vital sostenida casi exclusivamente por una forma de entusiasmo que no había conocido en la juventud, que se pasaba los días estimulado por una pasión de conocimiento que tenía algo de ebriedad. Las luces nocturnas y los colores fuertes de Berlín, el sosiego de Weimar, las bibliotecas, la felicidad de internarse por fin en un idioma manejado hasta entonces muy laboriosamente, y al cual de pronto se abrían sus oídos con la misma naturalidad que si se hubiera despojado de unos tapones de cera, las aulas de la Escuela, los anocheceres prematuros de llovizna y recogimiento, con luces encendidas tras los visillos y timbres de bicicletas sonando en medio del silencio. El frío también, y la escasez de todo, pero no le importaban, o no reparaba mucho en ellos. Los cascos de los caballos de los policías levantando chispas de los adoquines, las manifestaciones solemnes y embravecidas de obreros sin trabajo, con gorras y chaquetas de cuero y brazaletes rojos, las pancartas y las banderas rojas iluminadas por antorchas, los veteranos con medio cuerpo talado que pedían limosna en las aceras, que exhibían muñones bajo los harapos de los uniformes o caras doblemente desfiguradas por las heridas de guerra y las operaciones quirúrgicas. Las mujeres jóvenes de faldas breves y ojos y labios pintados y melenas lisas cortadas a la altura de la barbilla, sentadas en las terrazas de los cafés de Berlín con las piernas cruzadas, fumando cigarrillos en los que dejaban las marcas rojas del carmín, caminando enérgicamente por las aceras sin compañía masculina, activas y joviales, saltando a los tranvías a la hora de salida de las oficinas, taconeando a toda prisa por las escaleras del metro.

Ni se acordaba de España durante aquellos meses de intensidad irrepetible. Tenía treinta y cuatro años y notaba una ligereza física y una excitación intelectual que no había conocido a los veinte. Imaginaba para sí mismo otra vida ilimitada y también imposible, en la que no contaba ni el peso ni el chantaje del pasado, la tristeza del matrimonio, la exigencia agobiante y perpetua de los hijos. En pocos meses su tiempo en Alemania se había acabado como un capital que le hubiera parecido inagotable a un hombre acostumbrado a manejar muy poco dinero. Llegó a Madrid en el calor adelantado del verano de 1924 y nada había cambiado en casi un año de ausencia. Su hijo ya había empezado a andar. La niña no lo reconoció al verlo y se refugió asustada en los brazos de su madre. Nadie le preguntaba nada sobre su experiencia en Alemania. Fue a la. oficina de la Junta para la Ampliación de Estudios a entregar el informe preceptivo sobre los resultados de su viaje y el funcionario que lo recibió lo guardó sin mirarlo y le entregó un recibo sellado. Ahora, en Barcelona, el profesor Rossman le preguntaba qué había hecho en esos cinco años y su vida tan densa de tareas y compromisos parecía disolverse en nada, como las expectativas febriles de los meses de Weimar, como esos sueños en los que uno se siente enaltecido por una idea esplendorosa que en la lucidez del despertar resulta una nadería. Tentativas que en algún momento acababan frustrándose, encargos sin resultado, proyectos en ruinas, como había leído en un artículo de Ortega y Gasset: España era un país de proyectos en ruinas. Pero al menos había alguna expectativa prometedora, le dijo al profesor Rossman, temiendo supersticiosamente que se le malograra por haberla mencionado: un mercado en un barrio popular de Madrid, muy cerca de la calle en la que había nacido, y algo más improbable pero también más tentador, que casi le daba vértigo, un puesto en la dirección técnica de obras de la Ciudad Universitaria de Madrid. El profesor Rossman, con su curiosidad versátil y políglota, con su interés por todo, ya había oído hablar del proyecto, de una envergadura inusitada en Europa, había leído algo en una revista internacional. «Escríbame», le dijo al despedirse, «cuénteme cómo va todo. Ojalá pudiera usted venir alguna vez a enseñar un curso a la Escuela. Cuénteme cómo progresa su ciudad ideal del conocimiento».

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