La noche de los tiempos (14 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Al cabo de tanto tiempo seguía buscando como entonces, esperando algo que no sabía lo que era, pero que roía o minaba en secreto la estabilidad de su conciencia, no permitiéndole verdadero descanso, inoculando duda y sospecha en la satisfacción visible de las cosas que había logrado. En algunas revistas ilustradas alemanas o francesas veía a veces fotos de actualidad firmadas por su amante de tantos años atrás con un pseudónimo corto y sonoro. Meditaba sin drama sobre la probable asimetría del recuerdo: lo que a él tanto le había importado no sería nada para ella. El tiempo había limpiado el rencor y la sospecha masculina del ridículo dejándole una secreta gratitud. Seguía buscando por un hábito juvenil de su alma convertido ahora en rasgo de carácter, disociado de las expectativas de su vida real, que se había ido achatando según se volvía más sólida, despojada de riesgos y también de sorpresa, como un proyecto que al materializarse adquiere una presencia firme y útil y al mismo tiempo pierde la novedad y la belleza que fueron posibilidades tan poderosas en su origen, cuando no era más que un esbozo, un juego de líneas sobre el papel de un cuaderno, o ni siquiera eso, el relámpago de una intuición, el espacio baldío donde aún tardarán mucho en empezar a excavarse cimientos. De algún modo lo que se cumplía se frustraba, la obra llegaba al final excluyendo lo mejor de lo que podía haber sido. Tal vez el filo de su inteligencia se había embotado, igual que su vista ya era más débil y sus movimientos algo más torpes, su cuerpo más pesado y más romo, no traspasado desde hacía tanto tiempo por una punzada de verdadero deseo. La tensión de la expectativa se mantenía inalterada, pero era muy probable que lo que le esperaba en el porvenir no fuera a ser mucho más de lo que le había sucedido en el pasado. El suspenso de lo incógnito, la sensación de una posibilidad ilimitada, ya no volvería a sentirlos como en el tiempo que pasó en Alemania, tan luminoso y breve en el recuerdo. El talento y la ambición los había puesto en su oficio. A su propia vida personal había asistido distraídamente, como quien delega en otros los detalles subalternos de una tarea complicada. Alzarse sin ayuda casi de nadie —sólo de su madre batalladora y analfabeta; de su padre prematuramente muerto; de la voluntad nunca expresada por su padre y organizada por él con eficacia y sigilo de que su hijo tuviera un porvenir menos inclemente que el suyo—, estudiar primero el bachillerato y luego la carrera de arquitectura viviendo con una especie de ascetismo fanático, habían requerido de él tal grado de concentración y energía que el resto de su vida le parecía por comparación una larga indolencia. Una vez logrado el título, ganado el primer puesto de trabajo, hacer en cada momento lo que se requería o se esperaba de él no había exigido más esfuerzo que el de dejarse llevar con una cierta astucia estratégica, en una vaga dirección de respetabilidad. Tal vez Adela, cuando los dos eran jóvenes, le había gustado más de lo que ahora recordaba. El noviazgo, el matrimonio, los hijos, niña y luego niño, se habían sucedido a intervalos decentes; con una mezcla de cálculo y de fastidio íntimo había acatado las normas de la familia de Adela; asistido a los bautizos, confirmaciones, imposiciones de escapularios de sus hijos; languidecido a lo largo de innumerables celebraciones familiares, bodas y onomásticas y cenas de Navidad y de Año Nuevo, adoptando un aire educado y cada vez más ausente que todos aceptaban como prueba de su rareza, tal vez de su talento, quizás también como un residuo de rudeza propio de su origen plebeyo, al que nadie aludía, pero nadie olvidaba. A pesar de ser el hijo de una portera de la calle Toledo y de un albañil venido a más habían tenido la magnanimidad de admitirlo como uno de los suyos; le habían hecho entrega de la criatura más distinguida (aunque ya ligeramente ajada) de aquella familia intachable; le habían facilitado el acceso a los primeros peldaños de una profesión a la que de otro modo no habría podido acceder, por mucho expediente académico con matrículas de honor y título de arquitecto que tuviera. Se esperaba de él que cumpliera con sus responsabilidades; que pagara a plazos regulares y a lo largo del resto de su vida los intereses formidables de la deuda: comportamiento digno, visible celo conyugal, paternidad rápida, despliegue provechoso y brillante de las facultades, en principio sólo teóricas, en virtud de las cuales se le había aceptado sin demasiadas reservas en una clase que no era la suya.

Durante años cumplió tan rectamente y sin esfuerzo perceptible ese papel que casi llegó a olvidarse de que hubiera sido posible otra vida. Decepción y conformidad fueron muy pronto rasgos estables de su alma, así como una profunda indiferencia hacia todo aquello que no fuera la solitaria exaltación intelectual que le deparaba su trabajo. Tedio sin drama, sexo sin deseo y desvelo compartido y excesivo por los hijos sostenían su vida conyugal. Imaginaba con descuido que a Adela su ensimismamiento y su tibieza, gradualmente convertida en indiferencia, no la importunaban, incluso que los recibía con alivio, siendo una mujer que siempre pareció insegura y más bien avergonzada de su cuerpo, convencida de que lo propio de los hombres era salir de casa temprano y volver muy tarde y ocupar ese tiempo intermedio en tareas indescifrables cuya única consecuencia digna de interés era el bienestar de la familia. La idea de ir con prostitutas le habría desagradado incluso si hubiera podido eludir los indiscutibles argumentos higiénicos, que para su sorpresa no intimidaban a otros hombres. Lo que había probado en un cuarto de Weimar junto a una mujer joven y resuelta que tiritaba desnuda abrazándose a él y lo miraba sonriendo a los ojos mientras él se movía rítmicamente sobre ella adaptando su empuje a la ondulación sabia de sus caderas, eso no volvería a sucederle, del mismo modo irrevocable en que no volvería a vivir su juventud. Miraba con atención a todas las mujeres, pero muy raramente se sentía atraído de verdad por alguna, o se volvía para seguir mirándola después de que pasara a su lado. Suponía que la edad iba amortiguando el deseo físico en la misma medida que las ambiciones y los desvaríos de la imaginación. Una americana desconocida le había gustado mucho durante unos minutos y había cruzado con él unas pocas palabras, y luego él se había complacido recordándola en la penumbra de un taxi mientras Adela, a su lado, le hablaba con un tono hostil en la voz, como si adivinara, como si hubiera sido capaz de atrapar en los ojos de su marido un fulgor instantáneo que no los había animado en muchos años, igual que la niña se había fijado en la falda tan estrecha y en el corte de pelo y en el acento con que la extranjera hablaba en español, tan distinto de las severas consonantes germanas de la señorita Rossman. Había vuelto a pensar en ella acostado en silencio junto a su mujer, esa noche, esforzándose por precisar en la memoria los detalles de su cara —sombras de pecas en torno a la nariz, el brillo de los ojos tras un mechón de pelo rizado, que había tenido la tentación insensata de apartar con sus dedos— al mismo tiempo que notaba un principio indudable de excitación física, pronto languidecida, una llama alimentada por los materiales muy débiles de la imaginación adulta. Al día siguiente, en su oficina de la Ciudad Universitaria —sobre la mesa estaba desplegado el periódico en el que venía una reseña de su charla, con una foto muy oscura en la que su cara apenas podía distinguirse—, había pedido comunicación con el teléfono de Moreno Villa mientras urdía el pretexto para una conversación que derivaría sin dificultad hacia Judith Biely. Pero colgó en seguida, indeciso, dejando con la palabra en la boca a la telefonista, falto de hábito para esa clase de astucias, y ya no tuvo ocasión de repetir la llamada, ni de cumplir un vago propósito de volver con cualquier motivo a la Residencia, con la esperanza pueril de encontrarse con ella.

Los días pasan, la posibilidad de algo que estuvo a punto de suceder se deshace como un dibujo trazado sobre el vaho de un cristal. Ignacio Abel pudo no haber visto nunca más a Judith Biely y ninguno de los dos habría vuelto a pensar en el otro, cada uno alejándose por los laberintos de su propia vida. Ahora avanzaba por un corredor en el décimo piso de un edifìcio nuevo de la Gran Vía —el traje oscuro, de chaqueta cruzada, el sombrero en la mano, el pelo canoso pegado a las sienes, el ademán distraído y enérgico de quien no teme mucho ni espera en el fondo demasiado, salvo lo que le corresponde. En medio de los sonidos previsibles de pasos, de taconeos de secretarias, de ráfagas de anuncios en aparatos de radio, de timbres de teléfonos, del tableteo de las máquinas de escribir detrás de puertas de cristal escarchado, distinguía más claramente la música que había empezado a escuchar cuando salió del ascensor. La canción le hizo acordarse de Judith Biely aun antes de saber que estaba guiándolo hacia ella. Se acordó de su nombre pero no de su apellido; del sol que entraba por un ventanal orientado al oeste cuando ella volvió la cabeza sin interrumpir del todo la melodía que tocaba al piano; de Negrín diciendo que ese apellido era o sonaba a ruso. El ascensor rápido y silencioso se había abierto a un amplio rellano de suelo reluciente, con un muro de bloques de cristal de obra que difundían la claridad de un gran patio interior. El ascensorista se tocó la gorra apartándose para dejarle paso. Olía prometedoramente a nuevo, a recién terminado, a barnices recientes, a pintura y a madera frescas. Hasta los pasos tenían la resonancia de un espacio que aún no ha sido ocupado por completo, con paredes desnudas que devuelven los ecos y acentúan los agudos.

La música venía del otro lado de alguna de las puertas numeradas a lo largo del corredor donde Ignacio Abel buscaba la placa con el nombre de quien le había dado la cita, la voz efusiva y con mucho acento americano que lo llamó por teléfono a los dos o tres días de su conferencia para proponerle confusamente algo. «Usted no sabe quién soy pero yo sé mucho de usted. Conozco y admiro su trabajo. Tenemos amigos comunes. El doctor Negrín tuvo la amabilidad de darme su número. Él fue quien me propuso su nombre.» Aceptó por curiosidad, por ceder al halago, y porque esa tarde de viernes iba a estar solo en Madrid. Adela y los niños se habían marchado a la casa de la Sierra, en preparación de una de las grandes celebraciones anuales de la familia, el día del santo de su padre, don Francisco de Asís. Ignacio Abel había imaginado que la cita sería en una oficina. Había muchas en ese edificio, sedes de empresas extranjeras, de productoras y distribuidoras cinematográficas, de agencias de viajes y compañías transatlánticas. Las máquinas de escribir y los teléfonos sonaban a rachas, como cuando se abre y se cierra una puerta y entra por ella el sonido de la lluvia. Secretarias jóvenes se cruzaban con él, pintadas y veloces como las que veía diez años atrás en Alemania: botones de uniforme, repartidores de telegramas, empleados con carteras bajo el brazo, operarios que ultimaban instalaciones. Le complacía esa actividad, la sugestión de tareas urgentes, tan distinta del sosiego letárgico de las oficinas ministeriales a las que a veces tenía que acudir para despachar asuntos relacionados con las obras de la Ciudad Universitaria, expedientes de pagos que nunca estaban resueltos, trámites que se detenían por la falta de una firma o de una póliza, del óvalo morado de un sello o de un lacre de rojo medieval al pie de un documento. Este edificio, por fuera, como tantos recientes de Madrid, tenía un volumen noble pero era complicado y enfático, con columnas y cornisas que no sostenían nada y balcones de piedra a los que nunca se asomaría nadie, con filigranas de escayola cuya única finalidad sería almacenar cuanto antes la mugre de las palomas y el hollín de las calefacciones y los coches. Pero los interiores eran diáfanos, ángulos rectos y curvas limpias, secuencias aritméticas que se desplegaban ante él según iba caminando por el corredor, según se acercaba a la puerta de la que procedía la música, que no era de cristal esmerilado y no tenía un rótulo comercial, sino una placa discreta con un nombre en letra cursiva,
P. W. Van Doren.

Reconoció la canción al mismo tiempo que se acordaba del apellido musical y olvidado, Biely. Y un momento después, cuando se abrió la puerta, la vio a ella, sin previo aviso, como si su presencia hubiera sido una emanación de la música y del nombre recordado de pronto. En vez de en una oficina se encontró en medio de algo que parecía una fiesta más bien incongruente, a esa hora temprana y todavía laboral. Tuvo la sensación de que cruzando la puerta ingresaba un espacio que no era la continuidad del corredor que lo había traído hasta allí; no parecía un lugar español, y ni siquiera del todo real: una gran sala de paredes blancas y volúmenes abstractos, como un interior de película moderna. Las personas, los invitados, también tenían algo de figurantes, dispuestos en pequeños grupos que conversaban en varios idiomas, en diferentes planos, como para ocupar de una forma convincente el decorado. Inesperada, reconocida, carnal entre aquellas figuras que no advertían la presencia del recién llegado —no porque se propusieran hacer como que no lo veían, sino porque se movían en otro plano de la realidad—, Judith lo vio nada más entrar y le hizo desde lejos un gesto de bienvenida. Tenía un disco reluciente en las manos y estaba de pie junto al fonógrafo, perdida ella también entre desconocidos, aunque él entonces no se diera cuenta, delante de un ventanal que daba a un Madrid provinciano de tejados y campanarios y cúpulas de iglesias, llevando con la cabeza el ritmo de aquella canción. El clarinete, el piano, Benny Goodman acompañando a Teddy Wilson en un disco grabado en Nueva York sólo unos pocos meses antes, descubierto por ella con un arrebato de nostalgia americana en la cabina de una tienda de música de París, a principios de ese verano, cuando aún no sabía que iba a viajar a Madrid en septiembre, cuando España era todavía para ella el lugar soñado de los libros, un país tan ilusorio y tan anclado en la imaginación juvenil como la Isla del Tesoro o la ínsula Barataria de Sancho Panza. La doncella de uniforme negro y cofia blanca que le había abierto la puerta se alejó con sigilo llevándose el sombrero y el paraguas de Ignacio Abel. Su mirada rápida y experta evaluaba al mismo tiempo las dimensiones del espacio y la calidad y la disposición de los objetos, identificando a los autores de los cuadros y a los de los muebles, casi todos alemanes o franceses de los diez últimos años, salvo algún vienés muy distinguido de principios de siglo. Todo tenía una pulcritud de premeditación excesiva, de desorden muy calculado, con un brillo como de papel fotográfico, de revista internacional de decoración. Un camarero muy joven, con el pelo lacado de brillantina, le ofreció una copa transparente que olía a ginebra helada, una pequeña bandeja con canapés de mantequilla fresca y caviar. Le parecía que Judith tardaba mucho viniendo hacia él, entre los grupos de gente que se separaban sin verla para abrirle paso o que ella sorteaba guiada tan sólo por la melodía que había tocado tentativamente en el piano de la Residencia: más real e incitante según se le acercaba, vestida con una camisa blanca sin adornos y un pantalón ancho, cuando le estrechó la mano con una soltura masculina. La mano cálida, de dedos finos y huesos frágiles en cuanto se la apretaba un poco, apresada en la suya durante un momento que se prolongó sin que los dos hicieran nada, sin saber nada el uno del otro y de nuevo solos entre un rumor de gente invisible, igual que unas noches atrás en la Residencia. Al ser mirado por ella Ignacio Abel cobró una conciencia incómoda de su propio aspecto, demasiado severo y español en aquel ambiente, entre aquellas personas más jóvenes y vestidas, como Judith, de una manera deportiva, jerseys ceñidos, corbatas de colores vivos, pantalones a cuadros, zapatos de dos tonos. Por encima de las conversaciones y del tintineo de las copas se elevaba de vez en cuando una carcajada, una exclamación americana.

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