Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Yo catalogo los bolsillos de Ignacio Abel; todo lo que un hombre lleva consigo sin darse cuenta, lo que no ha tirado, lo que le importa mucho y lo que permanece adherido sin ningún motivo a su ropa, abultando en sus bolsillos, con un peso excesivo que empieza a hacer que se suelten unos hilos, y que una vez sueltos el descosido pueda convertirse en un desgarrón; lo que ayudaría a establecer su identidad y a reconstruir sus pasos y es tan efímero como cualquier papel que el viento de octubre arrastra por la calle; como el contenido de la papelera que las limpiadoras del hotel New Yorker vuelcan en un cubo de basura. Habrás muerto y sólo esas cosas hablarán de ti. Pero en Madrid los suicidas del Viaducto tendían a vaciarse los bolsillos y a dejar bien ordenados sus documentos y sus objetos personales de valor antes de saltar al vacío. Algunos se quitaban los zapatos, pero no los calcetines, y los dejaban alineados y juntos, como a los pies de la cama (Adela no se quitó los suyos; saltó al agua o más bien dio un paso y se dejó caer en ella con sus zapatos de tacón y el bolso apretado entre las manos cubiertas con los guantes ligeros de verano y el pequeño sombrero que se quedó flotando y de lejos parecía un barco de papel). Aparta el pensamiento, con un gesto instintivo de la cabeza; se acuerda de la carta de Adela que hubiera debido romper en pedazos menudos y todavía lleva en un bolsillo, con la contumacia de un recuerdo o de un remordimiento parásito.
Y para qué voy a ocultar que no soy mejor que tú porque lo que me da más miedo y más rabia pensar no es que te hayan matado esos salvajes que tú creías que eran los tuyos y que tus hijos se vayan a criar sin un padre sino que estés ahora mismo vivo y tan feliz en los brazos de la otra.
Se acuerda de las cartas de Judith guardadas insensatamente en un cajón de su despacho cerrado con una pequeña llave que alguna vez él dejaría inevitablemente olvidada en la cerradura.
Bien sabía yo que muchas cosas que tú deseabas no podía dártelas pero tampoco habrá otra que te las dé porque lo que tú quieres no existe y no sabes querer tampoco lo que tienes más cerca.
Arqueología del pasajero de un tren que ha salido de la estación de Pennsylvania a las cuatro de la tarde de un día preciso de octubre de 1936; no lo que hay en su maleta digna de viajero internacional venido a menos sino el contenido de sus bolsillos: el billete de tren; una cartilla con las instrucciones de emergencia en caso de peligro de naufragio suministrada al embarcar a cada pasajero del
S.S. Manhattan;
una postal franqueada que se ha prometido echar en cuanto llegue a su estación de destino, culpable por el tiempo que hace que no escribe a sus hijos, aunque no sabe si les habrá llegado alguna de las postales que ha estado enviando desde la mañana siguiente a su salida de Madrid, en Valencia, en una plaza recién regada con palmeras; perras gordas españolas, céntimos franceses, algún centavo diminuto de cobre escondido en el último intersticio de un bolsillo, donde se alojan las migas de pan más duras, en una profundidad a la que no llegan las uñas; algún sello de correos; una pluma estilográfica, regalo de Adela por su último cumpleaños, sugerida —y vendida, con una pequeña comisión— por el profesor Karl Ludwig Rossman, aprovechando una de las ocasiones en las que iba a casa de Ignacio Abel a recoger a su hija al final de la clase de alemán que le daba a los niños; una ficha del tren elevado; dos cartas de dos mujeres, tan diversas entre sí como la caligrafía de cada una de ellas (las dos anuncian el final de algo en cada uno de los dos lados de su vida, los que él pensó durante un tiempo que no chocarían ni se mezclarían nunca, habitaciones contiguas de un mismo hotel con tabique insonorizado, mundos paralelos). Fotos en la cartera, muy gastada por el uso, abultada de documentos y credenciales inútiles: la cédula personal, el carnet de la UGT y el del Partido Socialista, el del Colegio de Arquitectos, el salvoconducto fechado el 4 de septiembre de 1936 para viajar a Illescas, provincia de Toledo,
con el objeto de salvar obras valiosas de arte pertenecientes al patrimonio nacional y amenazadas por la brutal agresión facciosa.
El salvoconducto habla de agresión, no de avance. Se modificaban las palabras con la esperanza de que dejaran de existir los hechos que las palabras ya no contaban. Que el enemigo venía sin que ninguna fuerza efectiva lo detuviera o al menos entorpeciera su avance, sólo bandadas sin orden de milicianos que pasaban de la jactancia al pánico y a la desbandada después de los primeros disparos; que morían con un heroísmo generoso e inútil sin saber dónde estaba el enemigo y ni siquiera que la confusión en la que de pronto se habían visto envueltos era una batalla; que se caían de espaldas al recibir en el hombro el retroceso de los fusiles o tenían fusiles sin balas o sólo fusiles de madera o pistolas enormes robadas en el saqueo del Cuartel de la Montaña, apuntadas insensatamente contra un avión que volaba bajo sobre la carretera recta disparando metralla o contra unos chopos que al ser agitados por el viento habían parecido hirviendo de enemigos.
Las plazas que los rebeldes consideran baluartes decisivos de su posición están cada día en una situación más desesperada y si todavía no se ha producido su rendición es sencillamente porque nuestras fuerzas victoriosas no quieren arrasar esas ciudades sino conquistarlas para la Civilización y la República.
Quizás ya han llegado a Madrid y ésta es la primera noche de la ocupación, la noche de seis horas más tarde que ya tiene sobre las calles silenciadas una oscuridad de tintero o de pozo. Quizás cuando el tren llegue a la estación de Burton College habrá en el kiosco titulares con tinta todavía fresca que anuncien la caída de Madrid.
Judith Biely es una foto en la cartera tomada cuando no existía aún ni la posibilidad de que pudieran encontrarse, en París, días o semanas antes de que le llegara la invitación inesperada para viajar a Madrid, casi de la noche a la mañana, cuando lo que imaginaba era que pasaría el otoño en Italia, escribiendo crónicas para una revista americana que le pagaría muy poco, pero que le ofrecería al menos el doble alivio de no estar gastando el dinero que le quedaba y el de ver publicado algo escrito por ella; verlo ella y sobre todo su madre, que guardaba en un álbum las fotos y las cartas que Judith había ido enviándole en los dos últimos dos años y los escasos artículos aparecidos con su firma, la compensación por ahora tan dudosa del sacrificio que había hecho para que su hija emprendiera ese viaje y se diera a sí misma la educación en el mundo que merecía y que necesitaba y que le permitiría cumplir su vocación. Las cosas más frágiles tienen una extraordinaria capacidad de persistir, al menos por comparación con las personas que las manejan y las hacen. En algún archivo de Nueva York que no visita nadie estarán encuadernadas las pequeñas revistas radicales que publicaron entre 1934 y 1936 relatos de viajes o breves estampas de ciudades europeas escritas por Judith Biely, casi nunca abiertamente políticas, aunque dotadas de una aguda observación de la vida, con un estilo rápido y entrecortado, mecanografiadas en una máquina portátil, la Smith Corona que había sido también un regalo de su madre, como el viaje entero, como el impulso para emprenderlo. Le entregó la máquina cuando ya estaban en el muelle esperando a que se abriera la pasarela para subir a bordo, cuando ya había sonado una vez la sirena tremenda al tiempo que ascendía de una de las chimeneas una gran columna de humo. No le ponía una condición ni le exigía ningún resultado, tan sólo le ofrecía ese regalo con un desbordamiento de entrega semejante al que había sentido veintinueve años atrás al darle la vida, quedándose luego igual de exhausta, igual de arrasada por un empeño en el que sacrificaba sus propias fuerzas orgánicas para robustecer la existencia de su hija. Cumplió veintinueve años en alta mar, encerrada en su cabina, delante de la máquina en la que había puesto una hoja sin escribir luego nada en ella, mareada por el movimiento y el calor del buque, abrumada por la magnitud del regalo y la responsabilidad de merecerlo. Acodado en una barandilla de la cubierta de primera clase Philip Van Doren la estuvo observando durante el viaje. Era la vida de Judith la que debería adquirir una forma decisiva como consecuencia del regalo, pero era también, de manera delegada, la prolongación de la vida que su madre no había podido tener; su travesía hacia una Europa en la que no había estado nunca era el viaje de vuelta que su madre ya no haría. Judith, la hija menor e inesperada que le vino como un contratiempo definitivo a los treinta y tantos años, ahora cumpliría las expectativas y las posibilidades a las que ella había renunciado, bajo el agobio de la crianza de los hijos y el cuidado de la casa y la presión de un marido angustiado y tiránico que no podía explicarse por qué otros casi recién llegados triunfaban en América y él no, o no en la escala y con la solidez que hubiera querido; él que en Rusia había sido un comerciante sagaz y respetado; que se descubrió con estupor tan torpe para los negocios en el nuevo país como para el manejo del idioma, en el que siempre se escuchaba hablar como un idiota indeciso, aunque en San Petersburgo había cerrado tratos fulminantes lo mismo en francés y en alemán que en polaco o en yiddish. Su amargura de hombre soberbio que ha sido ultrajado envolvía su presencia y ocupaba su casa como una sombra irrespirable. Al ser una niña y haber nacido la última Judith estaba a salvo de la violenta presión que el padre ejercía sobre los hijos varones: les exigía que fueran lo que él no había sido y a la vez era muy sensible a la humillación que ellos le infligían desbordando muy pronto su desacreditado magisterio; hablando inglés sin acento, avergonzándose del suyo, saliendo adelante con una inextinguible capacidad de entregarse al trabajo, al comercio de cosas que él en Rusia habría despreciado, la chatarra, la ropa vieja, los materiales de construcción, cualquier mercancía que pudiera ser comprada y vendida en grandes cantidades y sin mucho miramiento. En la mesa familiar hablaba muy alto y no escuchaba a nadie, adoctrinando a sus hijos con consejos imperativos e inútiles que empezaban y acababan siempre en él mismo, en las relaciones que había sabido cultivar a lo largo de toda Europa, llevando a mano su propia correspondencia en francés y alemán; les aconsejaba cómo tenían que escribir ellos las cartas, como si no acabara de enterarse de que estaba en Brooldyn y no en San Petersburgo, como seguía llamando a su ciudad natal. Cuanto más fuera del mundo iba quedándose más agresivo se volvía; cuanto más terror sentía a aventurarse en una ciudad que nunca iba a ser ya la suya más retadoramente se negaba a seguir las indicaciones de sus hijos en las tareas muy limitadas que le encargaban. Su egolatría se hipertrofiaba hinchándose con el aire caliente de rememoraciones siempre repetidas y cada vez más exageradas en las que él mismo era siempre el centro. Los hijos miraban a otro lado, se distraían con migajas de pan o fumando cigarrillos, intercambiando miradas entre ellos; se iban rápido, siempre tenían que hacer cosas; madrugaban tanto que se quedaban roncando sobre el plato recién acabado de la cena. La madre se quedaba adormilada sin levantarse de la mesa, sin atreverse a irritarlo dejándolo sin público para sus desvaríos; algunas veces, sin darse cuenta, se distraía haciendo escalas de piano sobre el hule. Con el tiempo Judith, la pequeña, fue la única que le escuchaba, sin poder escapar a aquellos ojos que habían vagado de una cara a otra en busca de una mirada de atención en la que anclar su monólogo. Lo entendía fragmentariamente, porque hablaba muy rápido en ruso, o se ponía a divagar en francés o en alemán para mostrar su dominio de esos dos idiomas que para él eran la civilización, o para repetir el elogio que alguien había hecho de él en una carta enviada desde París o Berlín muchos años atrás. Ser niña y haber llegado la última le daba una libertad algo gatuna que estaba negada a los otros, y desde la cual los observaba a todos, absuelta de las obligaciones brutales a las que los hermanos y el padre se entregaban, de los madrugones, de los viajes a chatarrerías y a vertederos, de la furia de las celebraciones masculinas, siempre ásperas y más bien amenazadoras, el vodka, la cerveza, el tabaco, las competiciones deportivas. Pero también estaba a salvo en gran parte del trabajo de su madre, quien vivía en silencio igual que su marido vivía en las palabras, pero aún más desterrada, según Judith fue comprendiendo al paso de los años, a medida que se hizo mayor y pudo explicarse lo que sólo intuía como corrientes de tristeza cuando era una niña, sensible a ellas pero ajena a su origen. Después de pasarse todo el día trabajando en la casa, cuando los demás ya dormían, su madre se quedaba en la cocina recién fregada y ordenada y la cara le cambiaba porque se ponía unas gafas y se sentaba muy recta para leer un libro en ruso, muy grueso casi siempre, de tapas negras, como una biblia. Lo que sentía hacia el marido no era miedo a su energía desenfocada y violenta sino un profundo desdén que le hacía más llevadero el aburrimiento al permitirle comprobar que ni su dominio de los idiomas era tan bueno como él aseguraba ni su bravuconería alguna cosa más que miedo encubierto y patético. Se vengaba de él viéndolo ridículo, advirtiendo cada indicio de su profunda vulgaridad, prediciendo con antelación y palabra por palabra los embustes que contaría de nuevo cada noche. Sin decir nada lo miraba haciendo un gesto sutil y sabía que sus hijos lo habían advertido y lo tomaban como una señal para compartir tácitamente con ella el descrédito del padre, contra quien guardaba desde mucho antes de que la hiciera emigrar de su querida ciudad natal agravios inmunes al paso del tiempo. Fue él quien se empeñó insensatamente en traerla a América; por culpa suya dejó de ser una señora con sólidas aficiones musicales y literarias y un servicio doméstico que se ocupaba con eficacia y sigilo de las tareas de la casa para convertirse en poco más que una fregona; de ocupar la planta noble de un edificio en San Petersburgo había pasado a vivir en un vecindario hediondo y ruidoso de emigrantes, en un apartamento de techos bajos y tabiques como de cartón en el que casi todas las ventanas daban a un patio interior que era como un pozo negro de basuras y gritos. Ella que fue una señora tenía que pelearse para no perder su turno en el lavadero o en el retrete con mujeres greñudas y gritonas que la despreciaban más porque advertían su superioridad y su reserva; porque la veían volver de la biblioteca pública trayendo libros bajo el brazo; porque recibía de vez en cuando en el correo alguna revista rusa o el folleto informativo de una casa de pianos. Llevaba años ahorrando para comprarse uno. Había traído partituras de Rusia y algunas noches, en vez de leer, abría una sobre la mesa de la cocina apoyándola verticalmente en una jarra o en una caja de bizcochos y movía rápidamente los dedos sobre un teclado inexistente, murmurando la música en una voz tan baja que Judith apenas la oía. Cuando era niña la había hipnotizado aquel piano invisible, desaparecido como por un conjuro mágico pero de algún modo presente en los signos extraños de la partitura y en la delicadeza con que se movían sobre el hule barato o sobre la madera muy frotada las manos de su madre. Guardaba céntimo a céntimo. Trabajaba a veces a destajo en medio del estrépito de un taller de costura en el que las máquinas de coser no se detenían ni de día ni de noche. Era importante no dañarse los dedos; no dejar que se entorpecieran; mantener la música en la cabeza, aunque ningún instrumento la hiciera sonar, como Beethoven componía y escuchaba la suya cuando ya estaba completamente sordo. Judith la observaba leyendo en ruso con sus gafas que le cambiaban la expresión de la cara o tocando el piano inexistente y comprendía que su madre, aunque se ocupara tanto de ella —para que no faltara a la escuela ni saliera de casa sin los deberes hechos, para que fuera bien peinada y muy limpia y vestida como una señorita—, vivía en realidad en otro mundo del que ella, su hija, igual que su marido y los chicos, estaban excluidos, una burbuja de silencio en el interior de la cual flotaban las palabras rusas que leía en voz muy baja en las novelas, las notas del piano que tal vez ya no sonaban en su imaginación con la nitidez que ella hubiera querido. Mucho después de que el Petersburgo de su juventud se convirtiera en Petrogrado y luego —bárbaramente a su juicio, una profanación que se tomaba como una injuria personal— en el Leningrado de los sóviets; cuando dejaron de llegar cartas de parientes y amigos y empezó a saberse con retraso el destino de muchos de ellos —deportados, encarcelados, muertos de frío y hambre en las calles, desaparecidos—: aun entonces ella seguía alimentando las mismas quejas circulares contra su marido por haberla arrancado de su ciudad y de su vida: una ciudad que ya no existía, una vida quehabría acabado siendo mucho peor que la que tenía en América. Él se vanagloriaba en la mesa de haber previsto con veinte años de antelación lo que iba a suceder; escuchándole, parecía inexplicable que el Zar no le hubiera pedido consejo, que Kerensky, en 1917, se hubiera dejado llevar por una ingenuidad de consecuencias desastrosas, habiendo podido hacer caso a lo que él vaticinaba, incluso llevando ya muchos años fuera del país, gracias a su conocimiento del mundo y a su astucia en los negocios, a su capacidad de penetrar las intenciones más escondidas de los hombres y de leer por debajo de las informaciones mentirosas de los periódicos. Cuando Fanny Kaplan atentó contra Lenin en 1918 él sostuvo que en realidad lo había asesinado y que los sóviets, maestros en la propaganda, ganaban tiempo engañando al mundo entero, salvo a él. Cuando se supo varios años más tarde que Lenin había muerto predijo el hundimiento inmediato de un sistema de tiranía asiática que dependía de un solo hombre: así se desmoronó el imperio de Genghis Kan después de su muerte, así se deshicieron en nada las hordas de Atila. A diferencia de otros, él no basaba sus opiniones en las banalidades que publicaban los periódicos; había que tener una perspectiva amplia, que manejar libros de historia en varios idiomas. Para entonces Judith ya estaba en la universidad, alumna brillante en City College, no porque la obstinación de su madre por que tuviese una educación hubiera prevalecido sobre el padre y los hermanos sino porque ninguno de ellos le había prestado mucha atención mientras crecía, callada y sigilosa, tan irrelevante como esos hermanos pequeños y débiles de otras familias que pasaban temporadas en los hospitales o eran un poco retrasados y a los que no se les exigía que contribuyeran al esfuerzo común para salir adelante: era la menor; era una niña tenue y flexible, casi translúcida; era la única de todos que había nacido en América. Aceptaron como parte de su singularidad que ganara todos los premios en la escuela y que no le costara nada superar la prueba de ingreso en City College. En realidad, les parecía un logro menor, cosa de niñas o de varones de hombría escasa. El padre al principio se había envanecido de ella, mucho más que la madre; había explicado que los logros de la hija de un modo u otro se debían a él, y modificado sus recuerdos para que se ajustaran a esa nueva versión de los hechos; delante de ella, de la madre, de los hermanos, contaba lo que todos sabían que no era verdad, y lo contaba más adornado y con más exageración según intuía que no le daban crédito; como desafiándolos a que le llevaran la contraria; a que no aceptaran recordar ellos también —y ella, Judith, sobre todo— lo que nunca había sucedido: cómo su padre la había llevado a la escuela cada mañana de invierno cuando era muy niña, cómo le había ayudado en los ejercicios, cómo, en el fondo, había sido más responsable que ella misma de sus excelentes calificaciones. ¿Cuántas veces había robado horas al sueño para explicarle francés y alemán? Incluso aseguraba haberle corregido muchos de sus trabajos de inglés, él que después de un cuarto de siglo en América aún hablaba traduciendo literalmente del ruso, y que en
cualquier caso, cuando sus hijos eran pequeños, había tenido una habilidad extraordinaria para no verlos, especialmente cuando caían enfermos o cuando mostraban alguna debilidad. A medida que su hija iba afianzando sus credenciales en la universidad él empezó a mostrar un recelo agraviado que se manifestaba en forma de desdén a lo que llamaba el conocimiento de los libros, la falta de formación verdadera de profesores que en muchos casos habían alcanzado su posición no gracias al mérito personal sino a las conexiones familiares, al efecto corruptor del dinero. ¿Había necesitado él ir a la universidad para dirigir en San Petersburgo un negocio que extendía sus sucursales a las grandes ciudades de Europa y a las capitales del Levante de las que importaba, con excelentes beneficios, aceite de oliva, almendras, aceitunas y naranjas? ¿Qué título le había hecho falta para abrirse paso en América, habiendo previsto, antes que nadie, y contra la opinión de pomposos universitarios, que el zarismo tenía los días contados y que cuando se hundiera no lo sustituiría un sistema parlamentario a la europea, como afirmaban tantos ilusos con títulos de doctores, sino un despotismo asiático? En la mesa familiar, bajo el círculo de luz de la lámpara, uno de los hermanos, agotado por catorce horas de trabajo sin tregua, roncaba con la cabeza hincada sobre el pecho. El otro fumaba un cigarrillo prestando una atención cuidadosa a la ceniza. La madre miraba de soslayo y practicaba sin darse cuenta ejercicios de digitación con la mano derecha, en el filo de la mesa. Sólo ella, Judith, sostenía la mirada del padre, actuaba de público, asentía sin esforzarse mucho a sus preguntas que llevaban siempre implícita la respuesta. Pero ni le guardaba verdadero rencor ni se le acababa la paciencia, y esa tolerancia suya en el fondo hería a su madre, que la hubiera querido más indignada con él, más herida por su tacañería y su vanidad y su profunda indiferencia hacia todo lo que no fuera él mismo, su yo hinchándose como un globo con el aire de todas sus palabras, con el brío de sus gesticulaciones. Ella, que de verdad había hecho tanto por su hija, ¿no merecía que Judith se pusiera francamente de su parte, que se hiciera su cómplice en el resentimiento y en el cuidado del archivo de todos los agravios catalogados desde varios años antes de que terminara el siglo anterior, en un mundo de corsés y coches de caballos y solemnidades bizantinas en honor del Zar? Pero si ella hablaba contra el padre Judith no la secundaba, y si enumeraba para ella todas sus muestras de vulgaridad y demente egoísmo Judith le daba la razón y luego sonreía, haciendo un comentario que de algún modo lo exculpaba a él, mostrándolo menos arbitrario y cruel que pintoresco o excéntrico. Jamás le había dado ni un céntimo para comprar un cuaderno, un lápiz, un libro. Y sin embargo no estaba resentida, y si a pesar de todo sentía el impulso íntimo de la queja lo ahogaba en remordimiento, como si hubiera cometido una falta de misericordia con su padre. Había ingresado prematuramente en la decrepitud física; le daba miedo salir de las calles más conocidas, y cada vez se atrevía menos a aventurarse en Manhattan; no fue nunca un hombre muy querido, ni de niño ni de adulto, no desde luego por su mujer y muy poco por sus hijos varones, que no tenían tiempo ni energías para gastar en él, confabulados en ganar dinero y en hacerse plenamente, casi violentamente americanos. El día antes de la partida de Judith para Europa le hizo una caricia torpe en el pelo que parecía más bien un manotazo o un empujón y le dijo en ruso «mi niña», apartando en seguida la cara, por temor a que ella le viera el brillo húmedo en los ojos.