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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (15 page)

—El hombre al que no le gusta la fiesta de los toros —dijo Judith—. Me alegro tanto de verlo de nuevo, entre tantos desconocidos.

—Pensaba que eran todos compatriotas suyos.

—Pero en mi país no habría tratado con ninguno de ellos.

—Uno no es el mismo cuando está fuera de su país.

—¿Cómo es usted cuando está fuera de España? —Judith lo miraba por encima de la copa que sostenía delante de los labios.

—Ya casi no me acuerdo. Hace mucho que no viajo.

—Lo dice con pena. En su charla se le iluminaba la cara cuando enseñaba fotografías de edificios modernos alemanes.

—Espero que no se aburriera usted mucho. —El alcohol, al que no estaba acostumbrado, le provocaba en el pecho una oleada caliente cada vez que tomaba un sorbo. El olor de la ginebra se mezclaba con el de la colonia o el jabón de Judith. El deseo físico que le provocaba su cercanía era tan nuevo para él, tan inmediato, como el del alcohol aromático en su sangre, y le producía un desconcierto parecido. Despertaba al cabo de más de diez años, atónito de haber estado dormido durante tanto tiempo y de no haberse dado cuenta de su sonambulismo.

—Now you're fishing for compliments
—Judith había saltado instintivamente al inglés y se echó a reír ante su propia confusión lingüística: se limpió los labios con una pequeña servilleta, ahora arrepentida de la risa y tal vez del comentario—. Usted sabe muy bien que nadie se aburrió.

Le gustaba todavía más de lo que recordaba. No había sabido guardar en la memoria el color exacto de sus ojos, su brillo de inteligencia irónica y siempre alerta, el modo en que su espesa melena rizada se cortaba en ángulo recto a la altura de los pómulos y los rozaba cuando movía la cabeza, el timbre luminoso de su voz en español. La embellecía el entusiasmo. Llevaba un mes en Madrid y sentía por la ciudad todo el fervor de un enamoramiento inesperado. Era una de esas personas imaginativas capaces de disfrutar saludablemente de todo y de agradecer la novedad sin ninguna sombra de recelo ante lo desconocido. Conversando con ella esa tarde Ignacio Abel pensó que se parecía a Lita en su equilibrio entre una rigurosa vocación de aprender y una disposición jovial a recibir los dones de lo imprevisto, a disfrutar serenamente de la vida. Llevaba dos años recorriendo Europa y había planeado dejar para el final una estancia de seis meses en España. Pero una antigua compañera de la Universidad de Columbia, donde Judith había dejado sin terminar su doctorado hacía unos años, la llamó a principios de verano: se había puesto enferma y no podía hacerse cargo del grupo de estudiantes con el que tenía que pasar un curso de intercambio en Madrid. Cuántas piezas de azar se requerían para urdir un trance decisivo en la vida. Desde principios de septiembre y contra todas sus expectativas de poco tiempo atrás Judith Biely era una profesora y estaba viviendo en una pensión de Madrid, en un cuarto austero y luminoso que daba a la plaza de Santa Ana, mientras esperaba a que quedara una habitación vacante en la Residencia de Señoritas. Perfeccionaba su español, que había empezado a aprender por su cuenta de niña, después de leer en una edición escolar los
Cuentos de la Alhambra
; asistía a clases de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras y de historia de España en el Centro de Estudios Históricos de la calle Almagro, a conferencias y a conciertos y proyecciones de películas en la Residencia de Estudiantes; comía cocidos sabrosos e indigestos en las tabernas de la Cava Baja procurando memorizar los nombres de los ingredientes; se paseaba en los atardeceres por las Vistillas y el Viaducto y la plaza de Oriente para ver las puestas de sol que en aquella ciudad tan interior cobraban una delicada amplitud de horizontes marítimos tamizados de niebla. Los morados y grises de la Sierra que veía desde su ventana en los primeros días lluviosos de octubre los reconocía un poco después en las lejanías de los cuadros de caza de Velázquez. La felicidad de salir de su pensión y pasarse una mañana en el museo no era muy distinta a la de tomar luego un bocadillo de calamares fritos y una caña de cerveza en un kiosco del paseo del Prado, viendo pasar a la gente charlatana y activa de Madrid, intentando descifrar los giros del habla, revisando en un pequeño cuaderno las palabras y las expresiones nuevas que aprendía. A los diez o doce años había leído a Washington Irving inclinada durante horas sobre el pupitre de una biblioteca pública, mirando ilustraciones en las que la Alhambra era un palacio oriental, junto a una ventana desde la que se veían las terrazas cubiertas con tendederos de ropa blanca de un barrio de emigrantes italianos y judíos en Nueva York; ahora estaba impaciente por tomar una noche el expreso y amanecer en Granada. Un poco antes de ingresar en la universidad había descubierto un libro de viajes por España de John Dos Passos,
Rosinante to the Road Again,
y ahora lo llevaba de nuevo consigo y alguna vez lo había releído en los mismos lugares que se describían en sus páginas. Gracias a Dos Passos había conocido a Cervantes y al Greco, pero la arrebataron mucho más Velázquez y Goya en el Museo del Prado. ¿No había visto aún los frescos de Goya en la cúpula de San Antonio de la Florida, sus cuadros mucho menos célebres pero igual de poderosos en la Academia de San Fernando, las series de grabados? Ignacio Abel se sorprendió a sí mismo ofreciéndose como guía: estaban muy cerca de San Fernando, y a la ermita de San Antonio podía llegarse en automóvil en unos pocos minutos: se cruzaba el río y el paisaje de la Pradera y el de la ciudad al fondo, con la gran mancha blanca del Palacio de Oriente, era el mismo que había pintado Goya. Su propia temeridad lo inquietaba: no le costaría nada adelantar la mano y tocar su cara, tan cerca, apartar ese mechón que le rozaba la esquina de la boca risueña. Judith asentía, muy atenta para comprender cada palabra, los labios delgados humedecidos por la copa, los ojos brillantes, o era sólo el efecto euforizante del alcohol y de la conversación en una lengua extranjera, la misma temeridad que lo empujaba a él, irresponsable, un poco mareado, insistiendo, su coche estaba muy cerca de allí, y además él, por su trabajo, conocía al capellán de la ermita, que les permitiría subir hasta la cúpula para ver más de cerca los frescos. Aún no estaba enamorado y ya tenía celos de que otros la tocaran, otros hombres que además estaban unidos a ella por la complicidad del idioma. Un hombre fornido, más alto que ella, con la cabeza afeitada, la abrazó por detrás, interrumpiendo sin remedio la conversación.

—Judith, my dear, would you please introduce me to my own guest?

De qué la conocía, desde cuándo. Por qué apoyaba el mentón cuadrado en su hombro y le rozaba el pelo con los labios sin ningún apuro, y le pasaba los brazos por la cintura, las dos manos grandes y chatas y con pelos muy negros (pero con las uñas rosadas y brillantes por la manicura) cerrándose justo por encima de su pantalón. Ella hizo un ademán de desprenderse, pero sin mucha convicción, tal vez algo incómoda, aunque no lo bastante como para apartar la cara, para separar las dos manos que la apretaban contra el cuerpo masculino adherido a su espalda. Cómo sería estar en su lugar, apretando ese cuerpo delgado, percibiendo el ritmo de su respiración, debajo de la tela de la camisa. Lo sorprendía el trastorno de efusiones repentinas tan ajenas al control de su voluntad como los latidos del corazón o las oleadas rápidas de presión en las sienes.

—Phil Van Doren —dijo Judith, mirando a Ignacio Abel como si le pidiera disculpas—. Philip Van Doren tercero, para decir el nombre completo.

—No pude asistir a su conferencia del otro día, pero he leído sobre ella en varios periódicos, y Judith me la contó con detalle.

Hubiera querido apartar esas dos manos que te tocaban con tanta confianza, con sus pelos negros y sus anillos y sus uñas lacadas, hacerle que se separara de ti, que no pusiera su boca tan cerca de la tuya, que no siguiera rozándote con ese aire de propiedad con el que disponía de todo, de su casa y de sus invitados, hasta de mí mismo, que ni siquiera sabía aún por qué me había llamado, pero no me importaba, tenía bastante con haberte encontrado de nuevo.

—Como le dije por teléfono, he hecho algunas averiguaciones sobre usted, he visto algunos de sus trabajos en Madrid. —Van Doren hablaba un excelente español con deje mexicano—. La escuela pública en ese barrio del sur, el Mercado. Obras magníficas, si me permite una opinión de
amateur.

Dijo
amateur
con una pulcra pronunciación francesa. Tenía unos ojos claros de mirada penetrante y fácilmente desconfiada o sarcàstica y se depilaba las cejas con el mismo cuidado con que se afeitaba el cráneo. Por muy afilada que fuera la navaja de afeitar nunca se suavizaría la sombra negra de la barba. Del jersey de cuello alto que revelaba su musculatura pectoral surgía una cabeza bronceada y poderosa de atleta. Ignacio Abel sintió en seguida un alivio tocado de incomodidad: en esas manos reciamente masculinas que abrazaban a Judith probablemente no había deseo, pero la mirada tenía una fijeza excesiva, la de alguien dispuesto a hacerse juicios rápidos e inapelables sobre quien tuviera delante, sometiéndolo a pruebas cuyo único juez era él mismo; una curiosidad impúdica, codiciosa, indiscriminada, sin miramiento; un instinto por descubrir lo que estuviera más oculto y llegar a saber lo que nadie más sabía.

—Las cosas nunca salen como uno quisiera —dijo Abel, halagado, sobre todo porque Judith estaba delante, inhábil para recibir elogios—. Falta siempre dinero, hay retrasos, hace falta pelearse con todo el mundo. Por no hablar de las huelgas, las justas y las injustas...

Pero Van Doren se distraía en seguida cuando no era él quien hablaba. Miraba a los invitados, a los camareros, atento a cualquier detalle de la fiesta, con gestos secos y veloces de la cabeza, como ajustando a cada momento el ángulo y la distancia de visión; asentía mucho, como para abreviar las palabras que estaba escuchando, para desplazar su atención hacia signos más reveladores que ellas (el gesto nervioso de una mano que se frota contra otra, la mirada que se aparta un segundo); tomó una copa de la bandeja que pasaba; saludó brevemente a alguien; miró hacia los ventanales, como si también dependieran de él la claridad del día o el estado de la atmósfera; le indicó a Ignacio Abel que lo acompañara a su despacho; cuando ya lo tomaba del brazo para guiarlo pareció acordarse de Judith y le hizo una señal para que viniera con ellos, como una decisión sobre la marcha de la que no estuviera muy convencido, aunque a continuación la abrazara otra vez por la cintura, afectuoso de nuevo, advirtiendo que la copa de ella estaba casi vacía, ordenando con ademán autoritario a un camarero que le sirviera otra, su cara un momento animada por una gran sonrisa y al momento siguiente muy seria y con un ceño de ira, presionando un brazo de Ignacio Abel con sus dedos fuertes y vulgares. Se dejó llevar con un sentimiento de desagrado físico y de alarma; no había necesidad de que se le impusiera la dirección de sus pasos; esa mano lo llevaba hacia él no sabía dónde con la misma fuerza con que la emoción sexual y la ginebra bebida a deshoras debilitaban su control de sí mismo, confuso ya por la misma extrañeza del lugar, la burbuja de espacio en la que había ingresado cuando la doncella le abrió la puerta y vio a Judith al fondo, haciendo el gesto de quien ha estado esperando; ella sabía que él iba a venir; de algún modo era parte de un propósito que lo involucraba sin que él lo supiera; iba a cambiar el disco en el fonógrafo y se volvió al oír el timbre entre la música y las voces de los invitados.

Van Doren cerró la puerta del despacho con más energía de la que hubiera sido necesaria y cuando se sentó frente a ellos en un sillón tubular tapizado con piel de becerro poniendo las dos manos sobre las rodillas tenía una placidez de bailarín que ha culminado un salto sin esfuerzo visible. Posadas sobre la tela deportiva del pantalón, las manos resaltaban con una tosquedad obscena. El sonido de la fiesta quedaba muy difuminado, agravando en Ignacio Abel la sensación de lejanía; de perder pie; de avanzar en la oscuridad por un pasillo extendiendo las manos y no encontrar un punto de referencia sólido que le explicara el espacio. Las mangas ajustadas del jersey de Van Doren mostraban una parte de los antebrazos musculosos y peludos. El reloj en su muñeca izquierda y la pulsera en la derecha eran de oro, y los dos se agitaban cuando movía las manos. Por el ventanal se veían muy cerca las cresterías barrocas y las antenas de comunicaciones del edificio de la Compañía Telefónica. Judith se reclinaba en un gran sofá de piel blanca fumando un cigarrillo, las piernas cruzadas, uno de sus zapatos de tacón oscilando en el aire. La luz pálida de la tarde de octubre brillaba en su pelo y en la piel tensa de sus pómulos y su mentón. Van Doren había pulsado un timbre mientras observaba a Judith encender el cigarrillo y seguía con la mirada la mano que dejaba junto a la mesa de cristal la cerilla apagada. El camarero entró y le indicó por señas que pusiera un cenicero, siempre con prisa, con un poco de ira que la sonrisa no llegaba del todo a disimular, no porque no supiera hacerlo, sino porque no lo pretendía. Quizás lo que no sabía era vivir sin la sensación confortable de amedrentar a quien tuviera cerca. El camarero cambió la copa inacabada y ya tibia de Ignacio Abel por otra en la que el frío dejaba un vaho de condensación en su delicada forma de cono invertido. Judith paladeaba la suya a sorbos muy cortos, como las caladas que daba al cigarrillo, que mantenía muy apartado de la cara.

—La arquitectura moderna es mi pasión —dijo Van Doren—. La pintura también, como usted ya ha notado, pero de otra manera. ¿Le gusta Paul Klee?

La mirada vigilante había seguido a la suya, asombrada e incrédula, subyugada por cinco cuadros pequeños de Paul Klee, acuarelas y óleos, y un poco más allá el dibujo de un bodegón que probablemente era de Juan Gris.

—Fue mi profesor de dibujo, en Alemania.

—¿Estudió usted en la Bauhaus? —Ahora Van Doren le concedía de verdad, aunque quizás transitoriamente, la consideración que hasta entonces, por un motivo u otro, por recelo o por simple arrogancia, sólo había fingido.

—Un año, en la primera época, en Weimar. Pero entonces nadie imaginaba que aquello fuera a durar

o que tuviera mucha importancia. Aprendí más en unos meses que en todo el resto de mi vida.

Pero Van Doren ya había perdido interés. Tenía prisa, demasiadas ocupaciones al mismo tiempo, invitados a los que atender, telegramas, radiogramas urgentes que enviar a Europa y a los Estados Unidos, gente nueva a la que conocer y calibrar, minutos medidos para cada encuentro. Sin moverse ni dejar de sonreír estaba en otra parte, como quien cierra un segundo los ojos y se queda dormido y despierta con una sacudida. Su mirada exploraba siempre un campo de visión que estaba más allá de su interlocutor. Contraía los músculos de la cara y recobraba en un instante el hilo interrumpido de su monólogo.

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