La noche de los tiempos (59 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Cómo será haber vivido ese domingo, esa semana entera. Cuántas personas quedarán que todavía recuerden, que conserven como una frágil reliquia una imagen precisa, no agregada retrospectivamente, no inducida por el conocimiento de lo que estaba a punto de ocurrir, lo que nadie preveía en su escala monstruosa, en su sanguinaria sinrazón, prolongada durante tanto tiempo que ya nadie se acordaría de la vida normal y ni siquiera tendría capacidad de añorarla, la vida ya trastornada sin remedio aunque no hay ni un solo signo de cambio en las cosas que Ignacio Abel ha visto al salir de la casa, después de haber cerrado la cancela chirriante y de limpiarse con un pañuelo la palma de la mano, a la que por culpa del sudor se le ha adherido un poco de óxido. Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera y lo que dentro de no muchos años ya no recordará nadie: el brillo de esos pocos días de julio en la distancia y la negrura del tiempo, esa tarde precisa, los días que la han precedido; y para hacerlo de verdad necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la ignorancia absoluta sobre lo que es ya inminente en la que viven cada una de esas personas, su ceguera asombrosa y unánime, como una de esas epidemias arcaicas de las que morían en oleadas millones de seres humanos. Pero quién podrá adelantar la mano traspasando la frontera del tiempo; tocar las cosas, no sólo imaginarlas, no sólo verlas en vitrinas de museos o fijándose mucho en los pormenores de las fotografías: tocar la superficie fresca de esa jarra de agua que un camarero acaba de dejar sobre el velador de un café de Madrid; ir por una acera de la Gran Vía o de la calle de Alcalá y pasar de la claridad del sol a esa zona de sombra que dan los toldos listados, cuyos colores no permite distinguir el blanco y negro de las fotos; tocar las hojas carnosas de los geranios que se ven en el quicio de una ventana, en la foto de una estación de la Sierra muy parecida a la que hay tan cerca de la casa en la que veranea la familia de Ignacio Abel. Lo más trivial sería un tesoro: subir a un taxi, por ejemplo, percibir los olores que habría en el interior de un taxi de Madrid un día de julio de 1936, a cuero gastado y sudado, sin duda, a la brillantina que se echaban entonces los hombres en el pelo, y de la que habrían quedado rastros en el respaldo, a tabaco, un olor a tabaco que será muy distinto del que pueda respirarse ahora, porque todo es minuciosamente específico y todo ha desaparecido, o casi todo, igual que ha desaparecido casi todo lo que podría ver si se me fuera concedido el don de ir en ese taxi asomado a la ventanilla, salvo la topografía de las calles y la arquitectura de un cierto número de edificios: todo arrasado por un gran cataclismo que está sucediendo a cada minuto, más eficiente y más tenaz que la guerra, que se ha llevado todos los automóviles, todos los tranvías con sus anuncios descoloridos por la intemperie, todos los toldos y todos los letreros de las tiendas, que ha sumergido en asfalto los adoquines y antes arrancó de ellos los rieles de los tranvías, todas las maniquíes de los escaparates con sus vestidos de verano y sus bañadores y los cabezones sonrientes de las sombrererías, todos los carteles pegados por las fachadas, desvaídos por la lluvia y el sol, arrancados a jirones, carteles de mítines políticos y de corridas de toros y partidos de fútbol y combates de boxeo, carteles de concursos para elegir a la señorita más guapa en la verbena del Carmen, carteles electorales que habrán durado desde la campaña de febrero y en los que tendrán expresiones rotundas de triunfo candidatos luego derrotados. Ver y tocar, oler: una mañana de calina a finales de mayo me llega al pasar junto a la verja de un palacete medio en ruinas el olor denso y delicado de las flores de un álamo gigante que ha prosperado en el abandono y la maleza y ese olor es sin duda idéntico al que hubiera percibido alguien al pasar por este mismo lugar hace setenta y tres años. Toco las hojas de un periódico —un volumen encuadernado del diario
Ahora
de julio de 1936— y me parece que ahora sí estoy tocando algo que pertenece a la materia de aquel tiempo; pero el papel deja, en las yemas de los dedos, un tacto de polvo, como de polen muy seco, y las hojas se quiebran en los ángulos si no las paso con la cautela necesaria. No me cuesta nada conjeturar que Ignacio Abel leería ese periódico, republicano y moderno, templado políticamente, con excelente información gráfica, con una pululación de noticias breves en letra diminuta que siguen transmitiendo al cabo de casi tres cuartos de siglo como un zumbido de panal, un rumor poderoso y lejano de palabras perdidas, de voces que se extinguieron hace mucho tiempo. Compró el periódico el domingo 12 de julio al bajarse del tren en la estación, a la caída de la tarde, cuando volvió de la Sierra, y probablemente le echó una ojeada y lo guardó en el bolsillo o lo dejó olvidado en el taxi que lo llevaba al centro, a la plaza de Santa Ana, con el descuido con que se manejan y se pierden las cosas más usuales, las que están en todas partes y todos los días y sin embargo desaparecen sin huella al cabo de muy poco tiempo, o se conservan por puro azar, porque alguien usó las hojas del periódico de ese día para forrar un cajón, o porque el periódico quedó guardado en un baúl que nadie vuelve a abrir en setenta años, junto a un librillo de notas con unas cuantas fechas apuntadas, un fajo de postales, una caja de cerillas, un posavasos de un cabaret en el que hay dibujado un búho de color rojo, semillas intactas de ese tiempo que fructificarán en la imaginación de alguien todavía no nacido. Iba a la plaza de Santa Ana con la esperanza de ver a Judith. Tres días antes ella había accedido por teléfono a encontrarse con él cuando regresara de su viaje tantas veces postergado a Granada, a condición de que él no la buscara, de que no la llamara ni le escribiera ni intentara verla: no le dijo cuándo iría a Granada ni cuándo volvería, no tenía por qué darle esa información; estaría esperándolo en casa de Madame Mathilde el domingo 19; quizás se iría después a asistir a unos cursos de literatura en la Universidad Internacional de Santander. Ignacio Abel aceptó el trato con la avidez de un adicto dispuesto a malbaratarlo todo a cambio de una sola dosis de asegurada delicia. Colgó el teléfono y empezó a contar el tiempo que faltaba para encontrarse con ella. El sábado día 11 por la mañana dejó el coche en un taller mecánico de la calle Jorge Juan y fue en tren a la Sierra. Conversó con don Francisco de Asís, con el tío sacerdote, con las tías solteras; explicó que la huelga de la construcción ya no podía durar demasiado y que no era cierto que cuadrillas de huelguistas amenazadores estuvieran asaltando las tiendas de ultramarinos; desmintió que él mismo se encontrara en peligro: había recibido algunos anónimos, como todo el mundo, pero la policía aseguraba que no tenía que seguir preocupándose, de modo que había prescindido del escolta armado que venía a recogerlo cada mañana, no sin cierta decepción de Miguel, que encontraba muy novelesco a aquel hombre joven y serio del que nadie habría podido decir que guardaba una pistola automática bajo la americana; el cuñado Víctor había avisado que ese domingo le iba a ser imposible asistir a la comida familiar, de modo que el arroz con pollo de doña Cecilia —calificado de inmarcesible por don Francisco de Asís— pudo ser disfrutado sin las incertidumbres y los sobresaltos de casi todos los domingos de verano, aunque doña Cecilia no dejó de preguntarse no sin desaliento dónde habría comido ese muchacho, en cualquier fonda o taberna y de cualquier manera, con lo que a él le gustaba ese arroz, que a juicio de don Francisco de Asís no tenía parangón en los mejores restaurantes de Madrid. Adela asistía a todo entre apaciguada y ausente, un poco adormecida por las pastillas que le habían recetado al darle el alta en la clínica. Aceptaba con una media sonrisa la nueva actitud de deferencia de su marido; a Miguel, observándola, le sorprendía que la sonrisa fuera tan afectada, que hubiera en ella una convicción de verosimilitud aún más escasa que en las atenciones conyugales de su padre: ponerle bien el cojín en el respaldo de la silla de mimbre, llenarle el vaso de agua. El sábado, al llegar, Ignacio Abel había traído para ella un ramo de flores. Adela le dio las gracias diciendo que eran muy bonitas y Miguel se fijó en que no las había mirado ni una sola vez cuando se las pasó a la criada para que las pusiera en un jarrón. Debajo de su apariencia de normalidad aquella familia escondía un secreto inconfesable. Después del arroz y del café a la sombra del emparrado Ignacio Abel pareció quedarse dormido un rato en la mecedora pero en realidad las manos apoyadas en los brazos curvados no llegaban a abandonarse al descanso. Miguel veía la tensión de los nudillos bajo la piel, el movimiento de los globos oculares bajo los párpados. Detectives de Scotland Yard resuelven misterios en apariencia insolubles estudiando los detalles más nimios en la escena de un crimen. Bastaba que se acercara el sonido de un tren para que su padre entreabriera los ojos; para que consultara con disimulo el reloj. Era asombrosa la poca capacidad de fingir que tenían los adultos; tan predecibles y sin embargo tan pomposos, tan seguros de que hicieran lo que hicieran no despertarían sospechas. Unos minutos antes de que llegara el tren de las seis hacia Madrid Miguel vio a su padre cruzar el jardín con su traje claro y su sombrero de verano, con su maleta bajo el brazo, caminando hacia la verja desde la que se volvería para decir adiós antes de desaparecer durante cinco días enteros. Aprieta la cartera para hacernos saber que es muy importante lo que lleva en ella y que no tiene más remedio que irse; se vuelve cuando ya ha abierto la verja y ni siquiera aguarda a haberse perdido de vista para borrar de su cara cualquier indicio de que todavía está aquí.

En la casa de la Sierra la privación de Judith había sido más tolerable porque parecía formar parte del orden de las cosas. Nada más salir de la estación y respirar en el atardecer de julio el aire caliente de Madrid ya no podía no buscarla. No tendría paciencia para leer el periódico, más grueso en la edición del domingo. Se bajó del taxi en la esquina de la calle del Prado y de la plaza de Santa Ana con la premonición de que alguna de aquellas mujeres de melenas cortas y vestidos estampados de verano iba a ser Judith, de que iba a verla saliendo del portal de su pensión o detrás del cristal de esa heladería en la que le gustaba tanto tomarse vasos de horchata y helados de leche merengada, sus dos nuevas pasiones españolas. Buscarla intensamente era una forma de propiciar que apareciera. En la sensualidad del roce del aire cálido en el atardecer había ya algo de ella; en el azul todavía luminoso del cielo sobre el torreón fantástico del hotel Victoria, que a ella le gustaba tanto, porque lo había visto nada más abrir la ventana de su habitación la primera mañana que pasó en Madrid. Pero tal vez estaba en Granada y la sensación de inminencia era un espejismo, y la búsqueda estéril. Ignacio Abel ronda las aceras de plaza de Santa Ana, llenas de terrazas en las que la gente toma cervezas y refrescos agradeciendo los primeros signos de tibieza nocturna después del domingo de calor. Por los balcones abiertos se ven los interiores iluminados de las casas; conversaciones familiares y tintineo de platos se confunden a veces con la música de los aparatos de radio, que emiten en directo el concierto de la Banda Municipal de Madrid, dirigida por el maestro Sorozábal. La imaginación estremecida se alía al conocimiento de los datos exactos y por unos segundos casi de alucinación una noche de julio de hace setenta y tres años está cayendo ahora mismo. La Banda Municipal de Madrid toca en el paseo de Rosales, y quien la esté escuchando olerá al mismo tiempo la humedad del césped recién regado en el Parque del Oeste. Consultando en el periódico el programa de Unión Radio para la noche del domingo 12 de julio se podrá saber qué pieza musical puede oírse viniendo de los balcones abiertos mientras Ignacio Abel se detiene desatentadamente en un banco de piedra todavía recalentado de la plaza de Santa Ana, el periódico doblado sobre las rodillas, la mano que lo sujetaba pegajosa de tinta por culpa del calor. En su casa de la calle Velázquez número 89, el diputado José Calvo Sotelo, que también ha pasado el día en la Sierra, escucha el concierto en la radio en un salón que imagino ampuloso, junto a su mujer y sus hijos; un salón con cuadros religiosos antiguos y muebles españoles, como los que le gustan a don Francisco de Asís. El teniente losé Castillo sube por la acera de la calle de Augusto Figueroa muy erguido en el interior de su uniforme negro de oficial de la Guardia de Asalto, braceando ligeramente, rozando con la mano derecha la cartuchera donde lleva la pistola, con un gesto de cautela instintiva, porque en los últimos meses no ha parado de recibir anónimos con amenazas de muerte, desde que disparó en la plaza de Manuel Becerra contra los fascistas que acompañaban el ataúd del alférez Reyes. Calvo Sotelo es un hombre con un gesto de solemne altivez, con una cara ancha y carnal, con la apostura de quien ha ocupado siempre sin incertidumbre su lugar de primacía en el mundo; tiene cara de hijo y yerno ejemplar de una dama católica del barrio de Salamanca; habla con la voz cálida y con una retórica entre de exaltación y apocalipsis que arrebata a las señoras y provoca la admiración ilimitada de don Francisco de Asís cuando le lee en voz alta sus discursos parlamentarios a doña Cecilia. El teniente Castillo es delgado, menudo, muy recto, rígido cuando lleva el uniforme, con gafas redondas, con el pelo escaso y aplastado. Se ha despedido de su mujer en el portal de la casa de Augusto Figueroa en la que los dos viven con los padres de ella, recién casados jóvenes que aún no pueden costearse una vivienda propia. Solo en medio del tumulto festivo de la noche del domingo en la plaza de Santa Ana Ignacio Abel capitula y decide que volverá a su casa en Príncipe de Vergara dando un largo paseo a través de Madrid; dormirá mejor si llega muy cansado; tomará cualquier cosa de pie en la cocina y recorrerá camino del dormitorio los salones en penumbra donde los muebles y las lámparas están cubiertos de lienzos blancos desde que la familia se trasladó a la Sierra a principios de julio. Mientras baja por la calle de Alcalá camino de Cibeles el teniente Castillo está cruzando Augusto Figueroa hacia Fuencarral y ha mirado un momento su reloj de pulsera para asegurarse de que le queda tiempo para entrar puntualmente de servicio en el cuartel de la Guardia de Asalto que está detrás del Ministerio de la Gobernación. Cruzará la Puerta del Sol y aún faltarán unos minutos para las diez en el gran reloj del ministerio. En casa de Calvo Sotelo alguien ha apagado las luces del salón para aliviar el calor y para escuchar más placenteramente el concierto de la Banda Municipal en el Parque del peste. En el salón en penumbra brilla más nítidamente el dial del aparato de radio, iluminando las caras, la cara recia de párpados pesados de Calvo Sotelo. Cuando el teniente Castillo está cruzando la calle hay un tumulto brusco que no llega a entender porque las cosas que suceden muy rápido sólo producen confusión y estupor aunque el corazón parece que se le contrae en el pecho y la mano derecha palpa la culata de la pistola y ni siquiera llega a sacarla de la funda. Al teniente Castillo lo aturde un torbellino de bultos humanos y golpes secos que tan cerca no parecen disparos y cuando abre los ojos sólo ve formas borrosas que se deslizan velozmente porque ha perdido las gafas y está desangrándose y lo marea el olor a gasolina en el taxi donde lo llevan a la Casa de Socorro. Cuando el público aplaude al final del concierto de la Banda Municipal y los músicos ya empiezan a guardar con un aire laboral de fatiga sus partituras y sus instrumentos el teniente José Castillo está muerto. José Calvo Sotelo no se ha cruzado nunca con él y no llegará a saber que lo han asesinado y que a causa de ese crimen él va a morir tan sólo dentro de unas horas. Antes de acostarse Calvo Sotelo se arrodilla en pijama delante del crucifijo que hay sobre la cama de su dormitorio. Entre la casa de Calvo Sotelo en la calle Velázquez esquina Maldonado y la de Ignacio Abel en Príncipe de Vergara se tardarían no más de quince minutos caminando. A las dos de la mañana Ignacio Abel se revuelve en la cama sin poder dormir escuchando a veces, por el balcón abierto, motores lejanos de automóviles que cruzan la ciudad vacía, acordándose de Judith Biely y contando los días que le faltan para verla, sólo una semana, imaginando las cartas que le escribiría si ella no se lo hubiera prohibido. «Mejor nos callamos los dos durante un tiempo. Demasiado hemos dicho ya, demasiado hemos escrito.» En medio de la noche, en el gran rumor de la ciudad que se extiende más allá de los postigos entornados por los que entra a veces un soplo de brisa, cada vida parece alojada en la órbita de un sistema solar muy distante de los otros. José Calvo Sotelo estaba durmiendo tan profundamente en su cama conyugal bajo un gran crucifijo que tardó en oír los golpes violentos de culatas, las voces que ordenaban que se abriera la puerta. El martes 14 por la mañana Ignacio Abel compra el diario
Ahora
y la cara de José Calvo Sotelo llena entera la portada, la cara ancha y solemne que es ahora la de un muerto. Día tras día esa semana compra periódicos y escucha conversaciones excitadas en los cafés y noticias insustanciales en la radio y calcula el tiempo que le falta para que se cumpla el plazo, para que pueda encontrarse con Judith Biely. En los libros de historia los nombres tienen una rotundidad abrumadora y los hechos se suceden como cadenas inapelables de causas y efectos. En el presente puro que uno quisiera saber imaginar, en el pulso íntimo y verdadero del tiempo, todo es una agitación minuciosa, un aturdimiento de voces que se superponen, de páginas de periódico pasadas apresuradamente y leídas a medias, olvidadas en seguida, mezcladas entre sí, disgregándose casi en el momento en que parecía que se ordenaban para cobrar un sentido inteligible, un día y otro día, olas de palabras viniendo una y otra vez a romper contra el límite de lo desconocido, lo que sucederá mañana mismo y nadie puede predecir.

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