Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Parado en el centro de la habitación, delante de la ventana, Ignacio Abel ve alejarse por el sendero entre los árboles las luces posteriores del coche que lo ha traído a la casa de invitados. El sonido del motor se disuelve poco a poco en el silencio del bosque, en el que ahora oye los picotazos secos de un pájaro carpintero. Bajo las copas espesas de los árboles ya ha anochecido. Por encima de ellas dura en el cielo una claridad azul pálido en la que se distingue débilmente la estrella vespertina. Son árboles de hoja perenne, pinos o abetos de copas verticales mucho más altos que la casa. Desde la ventana no se ve ningún otro edificio. No recuerda haberse encontrado nunca sumergido en un silencio tan profundo. En un estado de estupor, de alivio, de agotamiento, de hipnosis, permanece inmóvil delante de la ventana, sin quitarse la gabardina, el sombrero en la mano izquierda, la maleta en el suelo, hacia el que se ha deslizado sin que él se diera cuenta, notando ahora en la palma de la mano izquierda el dolor de haber apretado tanto tiempo el asa, en un gesto reflejo adquirido a lo largo de su viaje, tan instintivo ahora como el de palparse los bolsillos en busca del pasaporte o el de volverse creyendo que alguien lo ha llamado por su nombre o lo está siguiendo.
No se hace a la idea de haber llegado a su destino. No es capaz de calcular los días exactos que han transcurrido desde que salió de Madrid. Ni se acuerda ahora del día de la semana que es ni de la fecha en que vive, este día cerca del final de octubre. Trenes, hoteles, camarotes, puestos fronterizos, nombres de estaciones, se le confunden en la memoria fatigada como una secuencia continua de lugares, sensaciones, rostros, días y noches, que sin embargo no tienen ninguna conexión entre sí. Ni siquiera él mismo es ya del todo quien era cuando empezó el viaje. Lo que durante tanto tiempo fue el sonido de un nombre y un pequeño círculo negro en un mapa ahora es lo que han visto sus ojos desde que llegó a la estación, lo que mira todavía de pie al otro lado de la ancha ventana: prados en los que pastan caballos o vacas, casas de madera y vallas pintadas de blanco, graneros, carreteras estrechas, bosques otoñales en los que sigue vibrando la luz a pesar del crepúsculo. No habrá refugiados harapientos huyendo por estos caminos, caballos muertos en las cunetas con los vientres hinchados y las patas tiesas, humo negro de incendios en el horizonte, maletas tiradas en la carretera, abiertas al caer, su contenido saqueado o esparcido por las ruedas, las pisadas de los animales, los pasos de los fugitivos. Rhineberg fue una promesa y un enigma y un lugar inalcanzable y tan difícil de imaginar en Madrid y ahora es esta casa con un porche de columnas de madera en un claro de un bosque, con grandes ventanas rectangulares sin visillos ni rejas, construida tal vez a finales de siglo por algún potentado con un gusto más neoclásico que victoriano. Tocó una de las columnas al salir del coche — Stevens se había apresurado a abrirles las puertas traseras, primero a él, luego a Van Doren, que no hizo ademán de moverse hasta que se abrió la de su lado— y le complació sentir en la palma de la mano, bajo la pintura lisa, que estaba hecha de madera maciza, de un tronco tan ancho y vertical como los de los árboles que cercaban el claro. Como el que acaba de bajar de un barco después de una larga travesía siente que el firme suelo entarimado vibra bajo sus pies, hinchados por el cansancio en el interior de los zapatos que ha llevado demasiado tiempo. Su cuerpo entero conserva la inercia del movimiento incesante, igual que en sus oídos zumba todavía un estruendo sordo de máquinas en marcha, ruedas de trenes, puentes de hierro, émbolos de turbinas. Qué lejana ahora la noche en que salió de Madrid en la caja de un camión que avanzaba por la carretera de Valencia con los faros apagados, rodeado por bultos de hombres que fumaban en la oscuridad o dormían recostados sobre fardos, cubriéndose con mantas viejas y abrigos, apretando igual que él asas de maletas. En el pasillo del tren nocturno atestado de viajeros que lo llevaba hacia París se durmió sentado en el suelo y un policía de paisano lo despertó de una patada, porque estorbaba el paso, y le exigió con malos modos la documentación. Se puso en pie, entumecido por el frío, aturdido de cansancio y de sueño, y al principio no lograba encontrar el pasaporte en ninguno de los bolsillos que palpaba con alarma creciente, mientras la voz grosera repetía,
papiers, papiers.
Luego el policía le acercaba mucho la linterna a la cara para compararla con la foto, y el pelo le olía a brillantina y el aliento a tabaco.
Nada más sucedidas las cosas, desconectadas del presente, retroceden a toda velocidad hacia el pasado lejano: las últimas horas en la casa a punto de ser abandonada, la salida de Madrid, el viaje por Francia a través de la noche, los seis días mirando el horizonte invariable del mar, los cuatro de espera casi inmóvil y la angustia creciente en Nueva York, las dos horas de tren de esta tarde a la orilla del Hudson. La mano palpa por instinto la libreta flexible del pasaporte en el bolsillo interior de la gabardina, como si auscultara el corazón. Nadie va a pedírselo ahora, esta noche. Nadie le pedirá sus papeles en América, le ha dicho risueñamente Van Doren cuando entraron al vestíbulo de la casa y él pensó que habría un mostrador de recepción y sacó su pasaporte.
Puede vaciarse tranquilamente los bolsillos y guardar sus cosas en los cajones del escritorio o de la mesa de noche sin miedo a que le roben algo muy importante olvidado y no tener ya la ocasión de volver. Puede colgar el traje de repuesto en el armario de modo que no esté muy arrugado cuando mañana mismo tenga que ponérselo para acudir a los primeros y temidos compromisos sociales, después de sumergirse en el agua caliente de una bañera por primera vez en no recuerda cuánto tiempo y de afeitarse y peinarse delante del espejo del lavabo, respetable de nuevo, arquitecto, profesor invitado,
visiting professor.
Pero aún no hace nada: ha llegado físicamente a su destino pero en el cuerpo le dura la tensión del viaje, el instinto retráctil de no confiarse, de seguir vigilando. Parado en el centro de la habitación Ignacio Abel apura la novedad de la quietud y el silencio, mientras las luces traseras del coche se apagan como dos brasas en la oscuridad creciente de los árboles. Provisionalmente está a salvo de incertidumbres inmediatas. Ningún plazo urgente, ningún tren que tomar. En los peldaños de madera recia que suben hacia la habitación no escuchará pasos esa noche y cuando se duerma nadie lo despertará golpeando con urgencia en la puerta. La casa entera lo ha acogido desde que entró en ella con una austeridad cordial: la amplitud de los espacios, la desnudez de los muros pintados de un color crema claro, la sugestión de fortaleza de los materiales, que se transmite al tacto a través de las manos que rozaban la baranda, al cuerpo entero a través de las suelas posadas sobre planchas de madera. Vigas sólidas y pilares poderosos hechos de grandes troncos de árboles; cimientos de piedra hundiéndose en la oscura tierra fértil y en la profundidad de la roca viva. Desde el coche ha observado esa clase de piedra aflorando de la tierra y le ha gustado su tonalidad, no tan oscura como el esquisto de las rocas en Central Park: de un gris verdoso, como de bronce viejo, que se corresponde sutilmente con los colores de los árboles. Aun así perdura en sus piernas un rastro de vibración y de vértigo: en sus sienes un zumbido como de cables eléctricos. «La casa entera es para usted», le ha dicho Philip Van Doren antes de marcharse con un gesto enfático de propietario (probablemente lo es, o lo fue: alguien de su familia donó el edificio a la universidad). «Me he asegurado de que no habrá ningún invitado más en los próximos días. Encienda el fuego, use la biblioteca, toque el piano, prepárese la cena si lo desea. En la nevera y en la despensa hay comida de sobra. Hay papel de cartas y sobres y tinta en los tinteros. Hay una máquina de escribir y un buen gramófono en la biblioteca, una colección de discos. Ese piano lo tocó Rubinstein hace sólo unos meses. Ahora tendrá usted la impresión de que en Burton College vivimos como pioneros en medio de estos bosques pero ya verá cuántos invitados eminentes nos visitan. Hay un buen aparato de radio, aunque me temo que no tan bueno que pueda captar emisiones españolas...»
En la distancia oye el fragor de un tren que tarda mucho en pasar, tal vez subiendo por la orilla del Hudson, emitiendo ese sonido de sirena de buque que tienen los trenes en América. El sol poniente habrá relucido en sus ventanillas y en el morro de su locomotora, curvado como el de un aeroplano. Le parece mentira no ir él en ese tren ni en ningún otro, no tener por delante la urgencia y la incertidumbre de otro viaje. Se acostumbrará con gratitud a escuchar en mitad de la noche esos trenes que siguen pasando mucho rato, a veces durante varios minutos, los largos trenes de mercancías que vienen de los extremos del continente, revelando con su fragor lejano la anchura de los espacios que cruzan. Es muy raro ahora no anticipar ningún sobresalto, no encontrarse perdido, no saberse anónimo. Con cierta ansiedad de halagarlo Stevens le ha citado en el coche obras suyas y artículos firmados por él en algunas revistas internacionales de arquitectura y ha tenido la sensación de que oía hablar de otro. Tantos años de estudio, de trabajo, de ambición, de vanidad, se le disuelven en nada entre las manos vacías; las manos con las uñas sucias asomando de los puños gastados de una camisa que no se ha cambiado en varios días; con los pies doloridos de caminar por Nueva York se sentó una mañana al sol en un banco de Union Square y pensó que nadie podría distinguirlo de los otros hombres solitarios y dignamente pobres que leían en los periódicos las páginas de ofertas de trabajo o escarbaban con disimulo en los cestos de basura (alzó los ojos y una pancarta extendida entre dos farolas era estremecida por la brisa suave de octubre:
SUPPORT THE STRUGGLE OF THE SPAN1SH PEOPLE AGAINST THE FASC1ST AGGRESSION).
Ha sido un alivio que lo dejen solo tan pronto en la casa, y que no le hayan preparado ningún compromiso para esta noche. Carteles pegados en las farolas de Union Square anunciaban un mitin a favor de la República Española para esa misma tarde. Si Judith estaba en Nueva York no era improbable que asistiera a él. Mañana por la mañana Stevens le dará un paseo por el campus y si no está muy cansado le mostrará la colina y el claro en el bosque donde dentro de no mucho tiempo, esperan todos en el
college
,
se levantará el nuevo edificio de la Van Doren Library (quizás no blanco, después de todo, demasiado visible: quizás del color de esa piedra que aflora en la tierra cultivada o en los bosques y de la que están hechas algunas vallas de granjas). Por la tarde el presidente del
college
dará una cena en su honor para un grupo muy restringido de invitados (Stevens sonríe, como inseguro todavía de contarse entre ellos). En unos días le será asignada una vivienda conveniente para todo el curso, mucho más cerca del campus. Pero hoy no tiene que preocuparse por nada, ha dicho Stevens, volviéndose hacia él mientras conducía con una sola mano por aquellos caminos rurales que conoce de memoria: sólo descansar bien de un viaje tan largo (Stevens lo mira y le habla como a un enfermo, piensa, inseguro del tono que debe emplear con un hombre que acaba de salir de un país en guerra, de un lejano sufrimiento europeo que para él tendrá algo de exótico). Y no tiene que asustarse si oye ruidos extraños por la noche, dice luego, cuando ya se despide, e IgnacioAbel comprende, no sólo por la expresión de impaciencia de Van Doren, que esa broma la ha repetido Stevens idéntica a otros huéspedes: la casa es antigua y de noche suele crujir la estructura de madera pero él puede asegurar que no está embrujada,
It is not a haunted house as far as we know,
aunque sí es posible que se acerque algún animal del bosque, un hurón, un ciervo. En invierno merodean a veces de noche osos y lobos. Qué descanso oír que se cerraba la puerta exterior, que el motor del coche se iba alejando al mismo tiempo que se debilitaban las luces traseras. Permanece quieto, el cansancio de las últimas horas y de tantos días disolviéndose en una lenta flojera muscular, los ojos hechizados por el paisaje en la ventana, el bosque de grandes coníferas donde ya es de noche más allá del claro en el que se levanta la casa y el cielo de un azul gradualmente más oscuro, contra el que se recortan con precisión las copas de los árboles, las ramas curvadas hacia arriba como tejados de pagodas. Ignacio Abel no ha sentido nunca un silencio como éste. El silencio es una campana de cristal, una bóveda bajo la cual hubiera resonado la pisada más cautelosa, el roce más leve. Su habitación en el hotel de Nueva York daba a un patio sombrío en el que de noche y de día retumbaban maquinarias y a intervalos regulares las paredes y el suelo se estremecían porque pasaba cerca un tren elevado (contaba en el insomnio los días de espera, la cantidad de dinero que llevaba gastado desde que salió de Madrid, el que le quedaba). El silencio tiene una hondura, una extensión oceánica, tan ilimitada como estos bosques que se extenderán hacia el frío del Círculo Polar, hacia los grandes lagos y las cataratas del Niágara, imagina, hacia las orillas en las que ahora mismo golpea el Atlántico. El silencio gravita tan poderosamente sobre él que amortigua hasta las voces que no han dejado de sonar en su memoria en los últimos tiempos. Pero su conciencia aún no se apacigua, no llega a ceder la tensión de su cuerpo. Ni siquiera ha dejado el sombrero sobre la cama ni se ha quitado la gabardina. Antes de dejarlo solo Stevens ha encendido la lámpara de la mesa de noche, como el botones de un hotel que le enseña la habitación a un huésped recién llegado: le ha mostrado el cuarto de baño, el funcionamiento de los grifos de agua fría y caliente. Al caer en la bañera el chorro de agua ha empezado en seguida a desprender vapor. Ha abierto el armario, del que viene un olor a barniz y a madera de pino. Stevens se mueve ágilmente, con un exceso de flexibilidad y activismo, con un punto de rapidez algo histérica, como la de un bailarín vestido de calle en una película musical. La cara roja, los ojos muy daros tras las gafas de montura dorada, consciente siempre de la presencia irónica o censora o sólo desdeñosa de Philip Van Doren, ante el cual actúa como sometiéndose siempre a una prueba de aptitud para la que en el fondo no está preparado; más ansioso cuando Van Doren calla que cuando dice algo, cuando sin abrir la boca hace visible su desagrado o su aprobación con un gesto muy breve, que puede no ser percibido por el observador inexperto. El profesor Stevens circula elásticamente por la habitación y explica pormenores sobre los horarios de la casa de invitados y el funcionamiento de la cafetera y de la tostadora en la cocina mientras Ignacio Abel, aturdido, muerto de cansancio, asiente sin entender demasiado, impaciente por quedarse solo, los pies doloridos bajo el peso de su cuerpo inmóvil. Después de tantos días sin tener una verdadera conversación con nadie le cuesta trabajo prestar atención a las palabras veloces de Stevens o a los comentarios de Van Doren, contestar en inglés y con algo de solvencia a sus preguntas, si bien cuando lograba urdir una respuesta Stevens ya no la escuchaba, o era que él hablaba demasiado bajo, aún no se acostumbraba a calibrar el volumen de voz requerido para una conversación. Cuando Van Doren decía algo un rubor rojizo se le extendía desigualmente a Stevens por su cara equina, por la frente alta de la que se apartaba a cada momento el flequillo.