Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—Don Ignacio, ¿no se acuerda usted de mí?
En la cara muy joven distinguió signos perdurables de una infancia que le había sido familiar: el conductor enrojeció al sonreír, con la incomodidad de alguien muy tímido.
—Miguel Gómez, don Ignacio. El hijo de Eutimio, el capataz de la Facultad de Medicina...
—¿El comunista?
—¿Eso le ha dicho mi padre? De la Juventud Socialista Unificada, por ahora.
—Miguelito...
Ignacio Abel le puso las dos manos en los hombros, venciendo la tentación de atraerlo hacia él, como habría hecho no muchos años atrás. Tendría ahora veintiuno, o veintidós como máximo, pero seguía siendo gordito y no había crecido mucho. Sólo sus ojos tenían ya una intensidad de vida adulta y angustiada, de fiebres intelectuales alimentadas de lecturas hasta altas horas de la noche y de debates extenuadores sobre filosofía y política. «El chico me ha salido tan lector como le salió usted a su padre que en paz descanse», le decía Eutimio. Acordarse de que se llamaba como su padre y como su propio hijo le dio a Ignacio Abel un acceso de ternura: él había sido su padrino, y Eutimio le había pedido permiso para darle el nombre de su padre. Lo reconoció del todo al verlo subir con torpeza al asiento del conductor, la funda de la pistola enredándose con la manivela de la puerta. Había sido un niño tardío, el último de los cinco o seis de Eutimio, y de pequeño era débil y pareció varias veces que fuera a morirse de calenturas o a enfermar de los pulmones. Puso en marcha la camioneta con un acelerón brusco que provocó carcajadas y caídas en la parte de atrás, tal vez intimidado por la cercanía de Ignacio Abel, que había sido una presencia tutelar y misteriosa en su infancia, el padrino al que lo llevaban a visitar a veces a una casa con ascensor y escaleras de mármol que a él se le antojaban inmensas, aunque su padre y él no las pisaban ni tomaban el ascensor porque subían a pie por la escalera estrecha y oscura de servicio; el protector lejano del que le venían juguetes y libros en el día de su santo; el que había mediado cuando se hizo algo mayor para que en vez de ir a trabajar de aprendiz a las obras como sus otros hermanos pudiera estudiar el bachillerato (quizás porque influyó sobre los curas del colegio para que lo admitieran gratis, o porque se había encargado él mismo secretamente de pagar sin decírselo a nadie). Una criada les abría la puerta con aire de desdén y les hacía pasar a un cuarto con una ventana que daba a un patio interior. Esperaban en silencio, en penumbra, su padre muy tieso en la silla, incómodo en las botas que se ponía muy pocas veces y crujían cuando caminaba y le apretaban los pies; él sentado en una silla tan alta que los pies le colgaban rozando apenas el suelo con las puntas. Entraba una mujer vestida con un mandil blanco y él pensaba tontamente que sería la señora y hacía ademán de ponerse en pie, con la gorra en la mano, pero era sólo otra criada. Como cuando era niño a Miguel le costaba sostener la mirada de su antiguo padrino y hablarle con naturalidad. «Dale las gracias a don Ignacio. Bien alto, que no te sale la voz del cuerpo.» Conducía muy atento a la carretera, consciente de la mirada de Ignacio Abel, temiendo parecerle torpe o cometer algún error, el pecho adelantado sobre el volante, las gafas de miope deslizándose por la nariz a cada tumbo de la camioneta. El niño de otros tiempos era un hombre con una sombra de barba en el mentón y una pistola al cinto, con una vida autónoma y desconocida, en gran parte indescifrable, tanto al menos como el hermetismo de sus convicciones ideológicas. Le gustaba decir su nombre en voz alta, Miguel, como mi padre muerto hace tantos años, como mi hijo al que no sé cuándo veré y que si vuelvo a verlo habrá dado ya una gran zancada en el tiempo que al apartarlo de la infancia lo alejará de mí aún más irreversiblemente que la distancia física.
—Su Miguelito estará ya hecho un hombre.
—Doce años va a cumplir.
—Qué bárbaro. Usted los llevaba a él y a la niña a la Ciudad Universitaria y mi padre estaba prevenido y me llevaba a mí también para que los cuidara y jugara con ellos. Cómo se peleaban. Se arañaban como los gatos.
—Tu padre me cuidaba a mí cuando trabajaba en la cuadrilla del mío.
Habían cruzado el puente de Toledo y ahora subían la cuesta polvorienta de Carabanchel. Al ver la banderola roja del Quinto Regimiento que ondeaba a un lado de la cabina los milicianos de los controles se hacían a un lado para dejarlos pasar, levantando los puños. Grupos de hombres cavaban con desgana trincheras que eran más bien zanjas muy poco profundas a los lados del camino. Con los cigarros en la boca, los gorros cuarteleros echados hacia atrás, con un aire de gente de ciudad poco acostumbrada a esas tareas rústicas. Pensó en un cartel que ahora estaba en todas las calles, en una alta lona con letras rojas que cubría entera una fachada de la Puerta del Sol: ¡FORTIFICAD MADRID!
—Es verdad que su padre de usted fue uno de los fundadores del Partido Socialista?
—A tanto no creo que llegara. Pero se afilió muy joven, y también al sindicato. Pablo Iglesias le tenía mucho cariño. Una vez le encargó una pequeña obra que tenía en su casa.
—Mi padre me ha contado que estuvo en su entierro. ¿Usted se acuerda?
—¿Pablo Iglesias? Tu padre es un poco fantástico. Lo que hizo fue mandar una carta a mi madre, que un compañero del sindicato leyó en voz alta en el cementerio. La calle Toledo estaba llena de gente, los trabajadores de la construcción de Madrid agrupados por oficios, los directivos de la UGT. Las vecinas murmuraban porque era un entierro civil. Mi madre era muy religiosa, pero cuando llegó el párroco de San Isidro le dio las gracias y le dijo que no hacía falta que se quedara, que ya iría ella sola a rezar, pero que a su marido iba a enterrarlo como él habría querido.
Se quedaron en silencio, absortos en la carretera recta, en el paisaje horizontal y seco, aturdidos por el estruendo del motor y las sacudidas de la camioneta. Durante un largo trecho el campo deshabitado los oprimió con una sensación de intemporalidad que borraba el presente convulso, el de la guerra y Madrid. Pasaban junto a casas de labor con grandes corrales que parecían abandonadas, junto a extensiones de trigales segados y de barbechos en los que aún tardarían en empezar las labores otoñales. A lo largo de la tapia baja y encalada de un cementerio resaltaba al sol un letrero en grandes brochazos rojos: BIVA RUSIA UHP. A la entrada de un desvío hacia un camino de tierra que debía de llevar a alguna aldea invisible desde la carretera había un puesto de control custodiado por dos campesinos con sombreros de paja y escopetas de caza, con cananas de munición teatralmente cruzadas sobre el pecho. Habían atravesado un carro en el camino y a los dos lados habían dispuesto como dos espantapájaros un Cristo crucificado con una larga melena de pelo natural ondeando al viento y una Virgen con enaguas y faldones barrocos, con lágrimas de cristal y un corazón de plata que brillaban desde lejos heridos por el sol. Pero no duró mucho la impresión del desierto: un camión y un autobús de línea cargados de milicianos los adelantaron con gran estrépito de cláxones, de gritos y disparos al aire, camino de Toledo, envolviéndolos en una nube densa de polvo. Un poco más allá fueron dejando atrás una columna muy lenta de viejos vehículos militares, de automóviles con colchones atados sobre los techos y camionetas protegidas por absurdas chapas de blindaje. «Cuando éstos lleguen a Toledo ya se habrá rendido el Alcázar», dijo Miguel Gómez, sin sonreír a su propia ironía, «por aburrimiento». En el silencio había crecido la extrañeza entre los dos: la distancia de los años y la del recelo político; la ansiedad de Miguel por su propia condición, por su instinto de gratitud y a la vez de resentimiento hacia el hombre que le había costeado el bachillerato y que le habría ayudado incluso a hacer una carrera si él hubiera querido, si el deseo de no seguir agradeciendo y por lo tanto reconociendo una ofensiva inferioridad no hubiera sido más poderoso que su vocación vacilante o su ambición de ascenso social. Pero aun así no había escapado de una deuda que nunca podría pagar: estudiando por las noches se hizo delineante y aprobó los exámenes sin mucho esfuerzo y sin ayuda de nadie; pero el puesto que obtuvo en la oficina técnica del Canal de Lozoya no lo habría conseguido, a pesar de su expediente magnífico, de no ser por la ayuda discreta de su antiguo padrino, al que desde hacía años ya no visitaba, y al que ni siquiera veía. Era su padre quien se encargaba de suministrar la coartada: «Si los hijos de los que mandan se colocan por enchufe, ¿por qué no vamos a dejar que don Ignacio te eche una mano a ti, que tienes más méritos que todos ellos juntos?»Ahora lo remordía el temor a que Ignacio Abel pensara que para no ir al frente se había emboscado en las oficinas de Recuperación del Patrimonio Artístico; que como tantos otros exhibía correaje y pistola para disimular la comodidad de un puesto en la retaguardia. «Si me dejaran ir a pelear», dijo, señalando con un gesto desdeñoso de la cabeza el convoy que se había quedado atrás. «Tú no tienes la culpa de ser corto de vista», dijo Ignacio Abel. «Tu padre lo achacaba siempre a la afición por los libros.» «Y además tengo los pies planos», murmuró Miguel Gómez, con menos resignación que escarnio de sí mismo, mientras apretaba las manos sobre el volante para tomar una curva alrededor de una colina pelada de tierra caliza hendida por la erosión. Al menos conducir sí sabía, y poco a poco se le había quitado el nerviosismo de hacerlo mientras era observado por Ignacio Abel. Apretaba el volante aunque le sudaban las palmas de las manos más de lo que hubiera querido, y notaba la espalda húmeda, aunque la mañana no era muy calurosa. Sin darse cuenta adelantaba mucho el cuerpo sobre el volante como para fijarse mejor en la carretera, percibiendo con desagrado el temblor de su cara carnosa por culpa de los tumbos que iba dando la camioneta. Olió a quemado, a humo. Quizás se estaba calentando demasiado el motor: porque la camioneta era vieja y había sido muy maltratada últimamente, o porque él conducía con demasiada torpeza, con acelerones y frenazos, con un exceso de cautela. Olía a quemado pero no sólo a gasolina; en el aire había una neblina incierta que se hizo más visible según daban la vuelta a la colina y el paisaje otra vez horizontal volvía a desplegarse ante ellos. Algo temblaba ahora, retumbaba, muy hondo, como debajo de la tierra, como un trueno o como un tren subterráneo, como un mazo que golpeara un tambor inmenso, muy lejos y muy cerca, debajo de ellos y de las ruedas de la camioneta y también vibrando en el aire, algo que ninguno de los dos había escuchado nunca, que no era la conmoción de las bombas que caían de noche sobre Madrid. El retumbar se mezclaba con el silencio y la quietud del campo y el olor a humo que aún no sabían de dónde llegaba, humo de gasolina y algo más, ahora más denso y sofocante, de metal caliente, de neumáticos quemados. Uno de los milicianos que viajaban en la caja de la camioneta dio unos golpes en el cristal trasero de la cabina, diciendo algo que no llegaban a oír. «No podemos estar cerca del frente», dijo Miguel Gómez, el sudor ahora haciéndole resbalar las manos en el volante, mojándole la espalda, «no pueden haber avanzado tanto.» «¿No nos habremos equivocado de carretera?» Ignacio Abel buscaba señales de tráfico, algún indicativo de la distancia que los separaba todavía de Toledo, pero no veía ninguno, ni tampoco casas cercanas, ningún pueblo en la lejanía. Seguían avanzando, pero el olor era cada vez más intenso, aunque todavía no distinguían el humo, y esa falta de indicios visuales acentuaba la alarma. Olía más fuerte a neumáticos quemados y a algo más, y los dos tenían los ojos fijos en la carretera, que ascendía ahora, limitando mucho su campo de visión. El miliciano golpeaba el cristal con el cañón del fusil, hacía gestos, pero Miguel Gómez no se volvía, incapaz de tomar una decisión, pisando el acelerador en la cuesta arriba, con una obstinación inútil, porque el motor no daba mucho más de sí, y probablemente se estaba recalentando demasiado. Ahora el humo sí era visible: a lo que olía además de a neumáticos era a carne quemada, y el retumbar era mucho más fuerte, aunque no del todo más próximo, como más hondo todavía en el interior de la tierra.
En lo alto de la cuesta el humo los cegó del todo. IgnacioAbel le gritó a Miguel Gómez que parara y él mismo se echó hacia el volante para desviar la camioneta. El desierto se convertía de golpe en cataclismo y confusión y multitud. Delante de ellos había una hoguera enorme y algo que parecía una montaña de chatarra y era el autobús que los había adelantado menos de una hora antes, volcado en mitad de la carretera, ardiendo. Cuerpos quemados sobresalían por las ventanillas: caras derretidas a medias en las que los rasgos tenían una consistencia de goma. Entre los jirones de humo negro se movía avanzando hacia ellos una desbandada de figuras humanas que ocupaban la carretera y la desbordaban como una inundación: gesticulaban y abrían las bocas pero no se llegaban a escuchar las voces, ahogadas por el retumbar de las explosiones y los cláxones de motocicletas, automóviles, camiones, atascados entre el desorden de la gente y detenidos sin posibilidad de maniobra por el autobús incendiado. «Da marcha atrás, da media vuelta», dijo Ignacio Abel, mientras los milicianos seguían golpeando el cristal, sus caras pegadas a él, muy serias ahora, deformadas por el pánico. Pero el motor se paró y Miguel Gómez no lograba encenderlo de nuevo, girando una y otra vez la llave de contacto, resbaladiza en sus dedos húmedos, tan atolondrado que los pies le temblaban y no acertaba a saber cuándo pisaba el freno y cuándo el acelerador. Ahora oían largos silbidos de obuses y unos segundos después la tierra se levantaba en los campos de labor cercanos a la carretera como los chorros súbitos de lava de una erupción. Entre el humo distinguían las caras acercándose, milicianos que corrían en desorden y tiraban las armas para huir más aprisa, campesinos viejos, mujeres con niños en brazos, animales agobiados bajo cargas inverosímiles, colchones y camas enteras y pilas de sacos y maletas, sillas, máquinas de coser, los grandes ojos de los mulos agrandados por el pavor, las bocas abiertas que buscaban aire y respiraban humo tóxico, los cuerpos atropellándose mientras al fondo de la carretera, entre una línea de árboles, se distinguían fulgores rojizos y columnas de humo. En la luz de la mañana había ahora una opacidad de eclipse. La camioneta se puso otra vez en marcha con una sacudida pero en vez de retroceder Miguel Gómez pisó el acelerador, yendo en línea recta no sólo hacia el autobús incendiado sino también hacia la confusión de vehículos y milicianos y animales y campesinos fugitivos. Inmóvil a un lado de la carretera, con las piernas separadas, con los tacones de las botas hincados en el polvo, con la cabeza descubierta, un oficial del ejército braceaba y daba gritos agitando una pistola, amenazando a los milicianos que se apartaban de él y abandonaban la carretera para huir más rápido, tirando no sólo las armas, sino también, algunos, los viejos cascos de acero franceses de la Gran Guerra, las cantimploras, las cananas con la munición, saltando sobre cadáveres y maletas reventadas, sobre equipajes abandonados por otros fugitivos, corriendo sobre los surcos secos de la tierra de labor, tirándose al suelo con las cabezas encogidas y las manos sobre la nuca cuando oían acercarse de nuevo el silbido de un obús. Vamos a atropellar a alguien y ni siquiera nos daremos cuenta; la gente desesperada por huir va a agarrarse como sea a los lados de la camioneta y va a volcarla y ya no podremos salir de aquí; de un momento a otro el enemigo todavía invisible al otro lado de la hilera de árboles vendrá hacia nosotros y nos quedaremos fascinados e inmóviles viendo los jinetes que se aproximan, los mercenarios moros que levantan los sables y chillan en la ebriedad de un galope que los lleva a la matanza o a la muerte propia, los legionarios que saben avanzar con las bayonetas caladas o esperar en un alto con la ametralladora dispuesta y segar sin esfuerzo a los milicianos atolondrados y temerarios que no saben lo que es una guerra, que se imaginan la guerra como uno de esos desfiles por Madrid en los que marcan el paso sin marcialidad con los fusiles al hombro y el puño pegado a la sien, pisando los adoquines no con resonantes botas militares sino con alpargatas de obreros. Ignacio Abel asistía tan sonámbulamente a sus propios pensamientos como a los jirones entrecortados de imágenes que se desplegaban ante él, sumergiéndolo en una irrealidad que borraba el miedo y dejaba el tiempo en suspenso. A su lado, oliendo muy fuerte a sudor, tal vez a orines, a higiene insuficiente, Miguel Gómez conducía la camioneta dando volantazos, acelerando y frenando, limpiándose el sudor de la frente y de los ojos, los dedos gruesos debajo de los cristales de las gafas. Un carro venía hacia ellos, tirado por un mulo desbocado, un carro campesino del que iban cayendo a los lados maletas y muebles viejos y que nadie guiaba, seguido por una banda de perros furiosos que ladraban, que se enredaban entre las ruedas y entre las patas del mulo. Vamos a volcar y ya no podremos salir de aquí. Entre los árboles se vislumbraban ahora siluetas a caballo, y grupos de milicianos despavoridos corrían delante de ellas. Nadie les manda, nadie les ha enseñado a protegerse ni a retirarse con orden, probablemente muchos de ellos ni siquiera han aprendido a disparar, no hay tiempo para enseñarles, ni armas ni municiones suficientes, tan sólo les han llenado las cabezas de palabras y de himnos y los han metido en un camión y los que no han muerto segados por la metralla o no se han quedado paralizados por el miedo ahora huyen sintiendo a sus espaldas el redoble de los cascos de los caballos, el silbido de los obuses, el vendaval de la metralla que levanta cerca de ellos remolinos de tierra y sacude y hace trizas las ramas tiernas de los árboles. «A la derecha», se oyó a sí mismo gritar, girando el volante de un manotazo, «acelera, no te pares ahora»: al lado derecho de la carretera había una casa incendiada y delante de ella un caballo con el vientre abierto y las vísceras derramadas y un perro atado a un árbol que ladraba tensando la cuerda de cáñamo que lo sujetaba, y un poco más allá, visible un momento y luego borrado por el humo, el arranque de un camino, casi perpendicular a la carretera. La camioneta se inclinó al tomar el desvío y pareció por un momento que se volcaría en la cuneta, pero en seguida recuperó el equilibrio, rodando ahora sin ningún sobresalto, por un terreno deshabitado de nuevo, en el que la guerra se quedaba atrás tan repentinamente como había irrumpido ante ellos. Se amortiguaba el temblor en la tierra, y los silbidos de los obuses sonaban ya débilmente. Sobre la curva de una loma cercana resaltaba una línea de casas de color tierra y la torre de una iglesia. Del morro destartalado de la camioneta había empezado a levantarse una columna de humo.