Read La noche de los tiempos Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (82 page)

Inspecciona la habitación, poco a poco tomando conciencia de ella, mientras en el exterior ya es de noche y a los picotazos del pájaro carpintero se agrega el aullido metódico de un búho. La cama alta, con un cabezal de madera lisa, con almohadas blancas muy mullidas, con un edredón blanco sobre el cual ha dejado la maleta todavía sin abrir, los cantos metálicos maltratados de tanto ir de un sitio a otro, durante tanto tiempo. Probar la blandura del colchón es casi como sumergir la mano en un agua honda y tibia, muy quieta. Recobra el deleite perdido de la ropa blanca bien almidonada, de las sábanas fragantes y el abrigo cálido de las cosas domésticas. Es al rozar la tela del embozo cuando advierte lo sucias que tiene las uñas. Qué rápido se pierde todo, se disgrega, se olvida. Cómo sería tener a Judith Biely con él en esta habitación: Judith que tal vez ahora mismo está en algún lugar de ese continente de bosques oscuros que se ondula más allá de la ventana (volvió por la tarde a Union Square a la hora del mitin; una multitud rodeaba una tribuna sobre la que había colgadas banderas americanas, banderas rojas, banderas de la República; se abrió paso entre la gente, mirando una cara tras otra, escuchando sin comprender demasiado los discursos en los altavoces, el antiguo clamor familiar de los himnos). Cómo habrían explorado la casa sus hijos, Miguel y Lita persiguiéndose por las escaleras, saliendo al bosque para imaginarse que vivían en una novela de Fenimore Cooper, en una película de soldados con casacas y tricornios y pieles rojas con tomahawks y crestas tiesas y caras pintadas. Hay un escritorio ancho y sólido, de madera barnizada, delante de la ventana. Cuando enciende la lámpara de latón dorado y pantalla verde que hay sobre ella la oscuridad del paisaje exterior se convierte en espejo y ve en él su cara inesperada, parcialmente en sombras, contra el fondo anchuroso de la habitación. Quién te ha visto y quién te ve: quién te reconocería si te viera ahora. La cara con una sombra áspera de barba, un filo de mugre en el cuello de la camisa, el nudo de la corbata hecho de cualquier modo. La cara que han visto Van Doren y Stevens, que él ha distinguido en las miradas de ellos, detrás de la cortesía, de la cordialidad algo reverencial y exagerada de Stevens. No se abandona al descanso, ni siquiera abre todavía la maleta, no la alza del suelo. Viene de lejos el sonido de un tren que tarda mucho en pasar: ventanillas iluminadas entre los árboles, reflejándose en la corriente marítima del río. En Madrid se hizo de noche hace varias horas y aún falta mucho para que empiece a amanecer. El temblor de la batalla persiste en la lejanía y en la oscuridad igual que el estrépito del tren.
Rebel Forces Expected to Further Tight their Grip over Loyalist Capital
, decía ayer o anteayer un periódico. De pie ante la ventana Ignacio Abel se vacía los bolsillos de toda la escoria menuda del viaje, y la va dejando sobre la mesa: billetes de tren, facturas de hotel, monedas francesas y españolas, centavos americanos, recibos de restaurantes automáticos de Nueva York, cabos de lápices, el telegrama de Stevens llegado al hotel al cabo de tres días, cuando ya pensaba que lo iban a expulsar por falta de pago, billetes sueltos de un franco, uno muy arrugado de cinco pesetas, los pocos dólares a los que ahora: se reduce todo su capital. Cosas olvidadas, como restos arqueológicos de un tiempo perdido: las llaves de su casa de Madrid, familiares e inútiles, dos entradas para la misma sesión de cine una tarde de principios de junio, la carta que ha decidido varias veces romper y sin embargo ha conservado,
Querido Ignacio, me permitirás que te llame así porque a pesar de todo soy tu mujer y tengo derecho y te sigo queriendo a pesar de todo.
La carta de Adela y la de Judith, la cartera hinchada y algo deforme por el uso dentro de la cual están la foto de Judith y la de sus hijos, su carnet del Partido Socialista, el de la Unión General de Trabajadores, su cédula de identidad, su cuaderno de dibujo, en el que ha traído los primeros esbozos para la biblioteca, vanas líneas y manchas a lápiz, conatos inseguros de formas que se vuelven irrelevantes por comparación con el poderío y la escala de este paisaje: qué podrá hacer él que no sea trivial y ridículo con su medrosa imaginación española, anulada aquí, igual que en Nueva York, por una desmedida amplitud que resalta igual en las obras humanas que en la naturaleza, que requiere una energía, un brío, una desmesura para las cuales él no está preparado. Lleva un largo rato solo en la habitación y aún no se acomoda a ella, ni lo serena su anchura ni su silencio. Se percibe a sí mismo como un cuerpo extraño, potencialmente infeccioso, propagando el desorden, los olores que se le han ido pegando a la ropa a lo largo del viaje, la ropa sucia rebosando ahora de la maleta abierta sobre la cama y las cosas de los bolsillos encima de la mesa, el silencio agobiándolo, la oscuridad exterior, agravando las dimensiones de la lejanía.

Un ruido metálico lo despierta, martillazos o golpes de llave inglesa, silbidos de vapor. En fracciones de segundo la conciencia alerta pero todavía aturdida va descartando lugares sucesivos: el dormitorio de Madrid, el camarote diminuto en el barco, en el que eran tan frecuentes las resonancias de metal y los gorgoteos de vapor, la habitación del hotel en Nueva York, la de París. Con sobresaltos de tuberías anticuadas la calefacción se ha puesto en marcha. Recuerda que soñaba con voces pero se disuelven antes de que pueda identificarlas. Alguna de ellas decía su nombre entre el ruido de la gente, lo murmuraba en su oído; alguna otra le pedía auxilio desde el otro lado de una puerta cerrada.
Ignacio, por lo que más quieras, ábreme.
De lo que no tiene recuerdos es de haberse acostado: encima de la colcha, sin quitarse los zapatos, tapándose de cualquier modo con la gabardina, como si se hubiera tendido a dormir en el banco de una sala de espera. Es consciente de su cuerpo pero lo percibe desde fuera. Sabe que si se lo propone puede mover una de las manos apoyadas sobre el pecho o abrir un poco más los párpados o cerrarlos otra vez del todo o contraer una pierna pero no hace nada, y en su inacción hay una forma de desapego o distancia física, como si hubiera suspendido temporalmente las conexiones nerviosas entre el cerebro y los músculos. No es que haya perdido la sensibilidad, como cuando se entumece un miembro por una mala postura. Nota la presión del cuerpo sobre el colchón muy mullido y el calor de las manos una sobre otra, hasta el peso tenue de los párpados sobre los globos oculares. El cuerpo pesa y flota al mismo tiempo, sobre el colchón de plumas, que es a la vez consistente y liviano. Pesa el cuerpo pero no el pensamiento, no el flujo de la conciencia ni la percepción de las cosas. En algún momento mientras él dormía y se adensaba la noche, el pico del pájaro carpintero ha dejado de percutir sobre el tronco, pero el grito o el silbido del búho no ha cesado, aunque regresa idéntico tras intervalos más largos de silencio. ¿Será así estar muerto, cuando ya se ha detenido el corazón pero aún queda según dicen un último destello de lucidez en el cerebro, cuando la bala acaba de desgarrar el pecho y la cabeza seccionada ha caído en el cesto de la guillotina? Si al menos el profesor Rossman hubiera conocido un último momento de piedad como éste, tirado boca arriba en el suelo, el cuerpo desmadejado reposando sobre la gran anchura de la tierra, más allá del miedo y del dolor, bajo un cielo de verano en el que estuviera empezando a clarear, aunque él no lo vería, porque le habían quitado las gafas o las había perdido. Cada pie pesa, dentro de los zapatos, apretado por ellos, hinchado ahora por la inmovilidad y más dolorido, como llevando en sí, en las plantas, la fracción de fatiga de cada paso, los millones de pasos de los itinerarios del viaje, y más allá los de los últimos meses en Madrid, desde que se quedó sin automóvil, las suelas gastadas de tantas caminatas, rozadas por adoquines y aceras, por la tierra de los descampados al final de la ciudad, manchados por el polvo, en alguna ocasión por la sangre de algún cadáver que no se había secado del todo (se sentaba en la cama y Judith arrodillada delante de él le quitaba los zapatos, con deliberación y lentitud, desatando los cordones, uno y luego el otro, quitándole los calcetines, masajeando con sus dedos expertos los pies doloridos). Percibe el aire entrando más rápido por las aletas de la nariz: saliendo un instante después, ahora más cálido, con temperatura de aliento. Con un ritmo distinto al de la respiración pero igual de ajeno a la voluntad se contrae y dilata el corazón en el pecho, sus golpes resonando en la almohada, las olas de sangre en los oídos, la pulsación en las sienes, una presión en los huesos del cráneo que no llega a ser un dolor de cabeza.

Quién te ha visto y quién te ve. Quién eres esta noche, suspendido en la nada de un lugar demasiado extraño y lejano como para haber calado todavía en la conciencia, en esta gran casa vacía, en medio de este océano de silencio, de un bosque oscuro en el que alguien que pase por la carretera distinguirá la luz de esta ventana. Mientras dormía ha escuchado pasar trenes. Así pasaban, filtrándose en el sueño, en las siestas y en las noches de verano en la Sierra, yendo y viniendo de Madrid, los expresos que iban hacia el norte a medianoche y los que se aproximaban a la capital cerca del amanecer después de una noche entera de viaje.Y también los otros, los trenes lentos de corto recorrido que no iban más allá de Segovia y de Ávila, los que tomaban los padres de familia durante los veranos para ir a trabajar a Madrid y regresar a la Sierra el sábado por la tarde, tan reconocibles con sus trajes claros y sus sombreros de paja y sus carteras bajo el brazo entre los viajeros de los pueblos, boinas y fajas, caras oscuras sin afeitar, mujeres con tocas negras y pañuelos en la cabeza, rústicas mercancías de vendedores ambulantes, cántaros de miel que pregonarían por las calles de Madrid, sacos de lona llenos de quesos, jaulas de gallinas y hasta de cochinillos recién destetados. Parecía que todo hubiera durado desde siempre y que sería siempre así, el paso y el silbido de los trenes tan regular como el curso del sol o las campanadas en la iglesia del pueblo: ahora no pasarán trenes cerca de la casa, estremeciendo el pavimento y los cristales cada hora. Ahora los trenes viejos y lentos que tomaban los veraneantes y los campesinos salen de Madrid atestados de milicianos ruidosos, con siglas pintadas a brochazos en los vagones y banderas o pancartas colgando de las locomotoras, y llegan sólo hasta la mitad de su recorrido, hasta las últimas estaciones de este lado de la Sierra, casi en la línea del frente. Sólo es octubre todavía y los milicianos ya tiritan de frío en cuanto cae la noche. No hay mantas suficientes, dijo Negrín, no hay ropa de lana, ni gorros, ni siquiera hay botas, no hay camiones suficientes para mantener la primera línea abastecida de alimentos y de munición, para asegurar los relevos. Dolor invariable de la áspera pobreza española: en las fotos de escenificado heroísmo que publican los periódicos los hombres avanzan o se tiran al suelo vestidos cada uno de cualquier manera, con alpargatas, con gorros o cascos que parecen desechos de diversos ejércitos, con chaquetas viejas. Tiritan de noche refugiados en chozas de pastores, en los huecos entre los grandes riscos graníticos. Cómo será si la guerra no ha terminado cuando de verdad entre el invierno. Ahora mismo, en la Sierra, es la hora de más frío y todavía falta para que amanezca. No encienden hogueras para no delatar sus posiciones al enemigo, que está muy cerca pero al que no ven, sólo algún fogonazo, el reflejo de un arma en las rocas más altas o entre los pinos cuando ha salido el sol. Oyen un ruido cualquiera y empiezan a disparar en la oscuridad, desperdiciando una munición escasa; el tiroteo se extiende sin motivo a lo largo de la línea del frente. Al otro lado lo oirán sus hijos. Pero según los mapas detallados que vienen en los periódicos la casa está demasiado cerca de las líneas: los nombres de la geografía de todos los veranos ahora pertenecen a otro país y al vocabulario de la guerra. Sin duda la familia se habrá ido a Segovia: otro país, casi de repente, como una imagen invertida del Madrid bolchevique y libertario que surgió de la noche a la mañana a finales de julio; militares y curas por las calles, procesiones de santos y no desfiles con banderas rojas, manos abiertas de saludo fascista y no puños cerrados, rigores eclesiásticos de provincia española del siglo pasado. Mis hijos en ese mundo, tragados sin remedio por la negrura clerical de la que yo no podré rescatarlos, por el tufo de cirios, novenas, escapularios, sotanas, en el que su familia materna los sumergía en cuanto yo me descuidaba, o en cuanto desistía, demasiado débil de voluntad, falto de la intransigencia necesaria, del grado de intransigencia que habría necesitado para resistir a la de ellos, coaccionado por Adela, por su complacencia obediente hacia todo lo que viniera de los suyos, si no es que en el fondo lo comparte también, que no lo ha mostrado abiertamente para no contrariarme, para no resaltar más aún el abismo que nos ha separado siempre, desde el mismo principio, el malentendido monstruoso al que ninguno de los dos quiso asomarse, dos extraños entre sí que sin embargo engendran hijos y duermen cada noche en la misma cama y podrán pasar la vida entera juntos, sin un solo día en el que no haya algo de suplicio, sin otro lazo en común que una resignación indistinguible del aburrimiento.
Ni te ha importado nunca que yo te quisiera ni has tenido gratitud por el cariño que te daban mis padres y sólo has sentido desprecio hacia ellos
(la carta también ahora sobre la mesa, al alcance de la mano, casi sabida de memoria, oculta en el interior del sobre y destilando tan lejos su queja y su veneno, irradiándolos, como el uranio en el laboratorio de Madame Curie, contaminando las cosas). En Segovia don Francisco de Asís es propietario de una casa con un blasón labrado en piedra sobre el dintel de la puerta de entrada; la llama «el solar de mis antepasados», aunque en realidad no es muy antigua y llegó a sus manos hace muchos años gracias a una subasta, y el blasón de piedra con un escudo coronado por un morrión y una cruz de Santiago lo compró él mismo en un derribo. Te marchas y es inútil, se te gastan las suelas caminando por ciudades y pasas una semana encerrado con náuseas en un camarote estrecho de un buque que atraviesa el Atlántico y es como si te extenuaras caminando sobre uno de esos túneles giratorios de las barracas de feria, el tubo de la risa, nunca llegas a moverte del mismo lugar. Te vas y una parte de ti se queda desgarrada por la distancia y la culpa y la otra sin embargo continúa padeciendo el agobio de no poder irse, la imposibilidad de poner tierra por medio, continentes y océanos que no llegan a aflojar los nudos de un cautiverio sin huida.
Porque has de saber que hagas lo que hagas sigues siendo mi marido y el padre de tus hijos porque esos lazos aunque la gente se empeñe no pueden romperse nunca y ni los animales tienen conciencia para abandonar a sus criaturas.

Other books

A Horse for Mandy by Lurlene McDaniel
Beyond Your Touch by Pat Esden
Everything She Forgot by Lisa Ballantyne
Shadows of the Empire by Steve Perry
Evil Relations by David Smith with Carol Ann Lee
The Expedition to the Baobab Tree by Wilma Stockenstrom