La noche de los tiempos (93 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—Estaba loco por ti.

—O por alguien que tú te imaginabas y que no era yo. Empecé a pensar leyendo tus cartas que podrían estar igual dirigidas a otra. Me halagaba ser yo quien te inspiraba esas palabras, pero algunas veces no me las creía. Me mirabas y no sabía si era a mí exactamente a quien estabas viendo.

—A quién iba a ver si no.

—A una extranjera, una americana. Como esas mujeres de las películas y de los anuncios que según me contabas te habían gustado siempre. Te gustaba mirarme pero no siempre parecía que te hiciera mucha falta conversar conmigo. Por carta podías ser mucho más expresivo.

—¿Ahora te miro igual que entonces?

—Ahora han cambiado tus ojos. Cuando abriste la puerta no me parecías tú. Ahora vuelvo a reconocerte poco a poco, aunque no del todo. No te veo mirar de soslayo el reloj.

—¿Por qué vas a Nueva York?

—El hombre español, haciendo sus preguntas.

—¿Vas a ver a tu amante?

—No me hables así.

—Me decías que no podías imaginarte acostándote con otro.

—Si yo te recordara todas las cosas que tú me decías.

—Yo no fui quien desapareció. Yo no fui quien prometió ir a una cita y luego no se presentó.

—¿De verdad quieres discutir ahora de eso? No desaparecí. Te dejé una carta explicándote exactamente cómo me sentía, qué pensaba. Por qué no podía volver a verte. No te escondí nada. No te conté ninguna mentira.

—Dejaste la carta sabiendo que yo estaba esperándote en la habitación.

—Eso no importa ahora.

—Podías haberte quedado conmigo al menos esa tarde. Sabías que te estaba esperando y tuviste la frialdad de dejarme solo. Hablarías muy bajo para que yo no te oyera. Seguro que le diste una buena propina a Madame Mathilde para que no me avisara.

—Si entraba en la habitación a lo mejor no tendría fuerzas para irme.

—Si llego a verte esa tarde lo habría dejado todo para irme contigo.

—¿Como en ese poema que no te creías? No me digas cosas que no son verdad. Eso era lo que me ofendía de ti. Que me contaras mentiras. Que me dijeras a algo que sí sabiendo los dos que iba a ser que no. Ya no hay razones para mentir. Estamos solos en esta casa y yo voy a irme dentro de un rato.

—¿Te marchaste de Madrid esa misma noche? Estuviste en casa de Van Doren?

—Me asusté mucho. Me paraban casi en cada esquina para pedirme la documentación y yo no llevaba el pasaporte, cómo iba a llevarlo. No había manera de llegar a la pensión. No sé cómo logré subir a un tranvía, colgada del estribo. Quería irme y quería ir a buscarte para que me protegieras. Mira en lo que habían quedado mi decisión de dejarte y mi vocación de aventura. Llegué a la pensión y quise llamar a Phil o a la embajada pero no funcionaban los teléfonos, o unas veces sí y otras no. Llamé a tu casa varias veces, pero tú nunca contestabas.

—Yo estaba buscándote por todo Madrid.

—Fue mejor para mí que no me encontraras.

—¿De verdad te habrías quedado conmigo?

—Vuelves a ser tú mismo. Quieres que te halague contestando que sí.

—Ahora no me quieres decir a qué vas a Nueva York.

—Me marcho de viaje, fuera de América.

—Vas a encontrarte con otro hombre.

—¿Eso es lo único que puedes imaginar en mi vida? ¿No sientes curiosidad por saber nada más de lo que hay en ella?

—¿Y tu trabajo en la universidad?

—Lo he dejado.

—¿Para irte adónde?

—A España.

Ha contestado tan rápido que se sorprende a sí misma escuchando las palabras que no pensaba decir, que no ha dicho a nadie todavía. El silencio inmediato tiene otra cualidad, de resonancia y espera, de alerta, mientras las miradas se mantienen fijas, trabadas entre sí, cada uno percibiendo los menores gestos en la cara del otro, los dos conscientes por igual del silencio y de los sonidos que hay detrás, el crepitar del fuego en la chimenea, las primeras gotas todavía esporádicas de una lluvia mansa que ha vuelto y que va a durar toda la noche, ya sin los rugidos del viento, las dos respiraciones, cada uno aguardando ese aviso de que el otro va a hablar cuando tome aire, cuando trague saliva. Sin darse cuenta han ido bajando el tono de sus voces, al mismo tiempo que se quedaban inmóviles, Judith ya sin tocar la cena inacabada, irguiéndose con determinación instintiva ahora que ha dicho lo que tal vez hubiera debido callar, lo que es mejor que se sepa cuando la intención se ha cumplido y ya no hay lugar para tentativas de disuasión, Ignacio Abel muy serio, una mano sobre la otra, en el filo de la mesa, las manos huesudas que ya parecen tan poco propicias a la sensualidad como su cuerpo enflaquecido y rígido, como su actitud general de digna capitulación. Un pasajero del tren que oyen pasar ahora interminablemente sin decir nada todavía verá a lo lejos, entre las sombras sucesivas del bosque, una ancha ventana iluminada, pero no llegará a distinguir las dos siluetas en ella.Alguien que se acercara bajo la lluvia menuda que multiplica su rumor en las hojas vería con extrañeza las dos figuras quietas a los dos lados de una gran mesa solemne, un poco inclinadas la una hacia la otra, como a punto de decir o de escuchar un secreto. Entraría en la casa y avanzaría con sigilo por el corredor a oscuras, y aunque llegara muy cerca de la puerta entornada de la biblioteca por la que vienen la claridad y la corriente de aire cálido provocadas por el fuego no lograría escuchar nada, si acaso las voces indistintas, interrumpidas por silencios, superponiéndose luego, palabras aisladas, en español o en inglés, el secreto de las dos vidas y del encuentro con el que ninguno de los dos contaba hace muy poco protegido por los muros de la casa, por la soledad del bosque y la negrura de la noche, la intimidad inviolable en la que sólo hay lugar para los dos amantes y a la que sin saberlo todavía han regresado, aunque no se toquen, aunque al mirarse intuyan cada uno en el brillo de los ojos del otro un hermetismo sin remedio que ni la confesión más impúdica podría quebrar. Se rondan con miradas y palabras, se asedian, se ponen a prueba guardando silencio. Entre el chasquido de los labios al separarse y el sonido de la primera palabra hay un espacio en blanco de expectación. De lo que sea dicho o lo que se quede sin decir dentro de un instante dependerán los próximos pasos de tu vida, tu porvenir entero. Judith ha respirado hondo y ha cerrado un momento los ojos como para darse coraje, para atesorar el aire que le será necesario si quiere que sus palabras suenen tan claras y rápidas como en el interior de su conciencia.

—Tendría que haberlo imaginado.

—No intentes disuadirme. No me digas nada. Cualquier razón que puedas darme para que no vaya ya la he pensado yo misma y la he oído muchas veces. No voy a cambiar de opinión. En cuanto empieces a decirme lo que ya sé que vas a decirme me levantaré de aquí y me iré por donde he venido. Uno ha de vivir de acuerdo con sus principios. Yo no puedo tranquilizar mi conciencia asistiendo de vez en cuando a un acto a favor de la República Española o saliendo a la calle con una hucha para recoger donativos. No quiero pensar de una manera y actuar de otra. No quiero leer el periódico o escuchar la radio o ver las noticias en el cine y morirme de rabia viendo lo que los fascistas están haciendo en España y luego seguir viviendo como si no pasara nada. Es así de simple.

—Y qué vas a hacer tú. Madrid está a punto de caer.

—¿Cómo estás tan seguro? ¿Para sentir menos remordimientos por haberte marchado? La Unión Soviética ha empezado a mandar ayuda. Esta mañana mismo escuché en la radio que los franceses van a abrir la frontera para que pasen armamentos. Hay cosas que los periódicos no publican. Hay miles y miles de voluntarios que están viajando ahora mismo hacia España.

—Y qué van a hacer cuando lleguen. Tú no sabes lo que es aquello. Mi país no es ahora mismo nada más que un manicomio y un gran matadero. No tenemos ejército, ni disciplina. Casi no tenemos gobierno.

—Nunca te había oído usar la primera persona del plural hablando de política...

—No me había dado cuenta. Habré empezado al salir de España.

—No está todo perdido.

—Tú no sabes lo que es una guerra.

—Deja de decirme las cosas que no sé. Voy para averiguarlo.

—¿Piensas unirte a las milicias?

—No me hables en ese tono.

—No sé en qué tono estoy hablándote.

—Como si no entendiera nada. Como si actuara por capricho. Yo sé muy bien lo que voy a hacer.

—Nadie lo sabe. En la guerra nadie entiende nada. Los que parecen entender algo son los más farsantes de todos, los más dementes o los más peligrosos. Yo he visto la guerra. Nadie me lo ha contado. La vi en Marruecos cuando era joven y ahora he vuelto a verla en Madrid, y es lo mismo, nada de un ejército y otro y una batalla con avances y retrocesos y luego suena una corneta y se ha acabado todo y hay que recoger a los muertos. En la guerra no sabe nadie lo que está pasando. Los militares profesionales fingen que lo saben pero no es verdad. A lo único que han aprendido en el mejor de los casos es a disimular, o a empujar a otros para que vayan por delante. Estalla una bomba y te matan o te quedas desangrándote y sujetándote los intestinos con las manos, o te quedas ciego, o sin las piernas, o sin la mitad de la cara. Y ni siquiera hace falta que vayas al frente. Vas a un café o a un cine de la Gran Vía y cuando sales cae un obús o una bomba incendiaria y si tienes suerte ni siquiera te das cuenta de que ibas a morir. O alguien te denuncia porque le caes mal o porque cree que te vio una vez saliendo de misa o leyendo el
ABC
y te llevan en un coche a la Casa de Campo y a la mañana siguiente los niños se divierten con tu cadáver poniéndole un cigarro encendido en la boca y llamándole besugo.

Ésa es la guerra. O la revolución, si te parece más apropiada esa palabra. Todo lo demás que te cuenten es mentira. Todos esos desfiles que quedan tan bien en las películas y en las revistas ilustradas, las pancartas, las consignas, No Pasarán. Los valientes y los honrados se montan en una camioneta vieja para ir al frente y los del otro lado los siegan con sus ametralladoras sin darles tiempo ni a apuntar los fusiles, que en la mayor parte de los casos no han aprendido bien a manejar, o tienen poca munición, o no es la munición adecuada. En media hora pueden estar muertos o haber perdido los dos brazos o las dos piernas. Los que parecen más bravos y más revolucionarios se quedan en la retaguardia y usan el fusil y el puño cerrado para no pagar en los bares o en las casas de putas. Los fascistas llevan ametralladoras montadas en sus aviones y se divierten disparándolas contra las columnas de campesinos y de milicianos que huyen hacia Madrid. Los milicianos desperdician la munición disparando contra los aviones porque no saben que aunque tuvieran puntería lo que no tienen es la potencia de tiro suficiente para alcanzarlos. El piloto del avión se pica con ellos y en vez de seguir su camino se da la vuelta y los ametralla a campo descubierto como si fueran hormigas. A la guerra, a los sitios donde de verdad se está expuesto a morir, no van más que los que no tienen más remedio porque los llevan a la fuerza o porque se han creído la propaganda y los han emborrachado con las banderas y los himnos. Todo el que puede se escapa, salvo esos inocentes o esos alucinados que son los primeros en morir o en quedar mutilados o desfigurados. No en el primer día, sino en el primer minuto. A algunos no les da tiempo a enterarse ni de que están en el frente. Algunos no llevan ni armas. Se creen que ir a la guerra es ponerse en fila y marcar el paso siguiendo a una banda de música que toca
La Internacional o A las barricadas.
Ven venir al enemigo y ni siquiera pueden correr porque les tiemblan las piernas y se cagan de miedo. No es una forma de hablar. El miedo extremo da diarrea. Los otros les dan caza sin la menor dificultad. Igual que si cazaran conejos. ¿Sabes lo que les gusta hacer? Se aburren de que sea tan fácil matar tanto y buscan entretenimiento. Alas mujeres ya puedes imaginar qué les hacen. A los hombres muchas veces les cortan la nariz y las orejas y luego les cortan el cuello. Les cortan los testículos y se los embuten en la boca. Clavan una cabeza con las orejas y la nariz cortadas en el palo de una escoba y la pasean en procesión. Pero eso también lo hacen de vez en cuando los nuestros. No me mires así. No es propaganda enemiga. Yo he visto cómo llevaban por Madrid la cabeza cortada del general López Ochoa. En los partidos de izquierda y en los sindicatos había mucho odio contra él porque mandó las tropas en Asturias el año treinta y cuatro. El dieciocho de julio estaba en el hospital militar de Carabanchel porque lo habían operado de algo y a algún valiente se le ocurrió ir a matarlo allí mismo. Lo mataron, arrastraron el cadáver por la calle y le cortaron la cabeza, las orejas y los testículos. Era como una procesión de gigantes y cabezudos, con una nube de niños corriendo detrás. Yo vi lo que llevaban y al principio no sabía lo que era. Los ojos y la boca los tenía llenos de moscas. La boca la tenía muy hinchada porque le habían embutido en ella los testículos. Como una máscara de carnaval, o como una de esas cabezas pintadas de cartón. La sangre chorreaba por el palo y al que lo sostenía le llegaba a los codos. Tenía que defenderse de los que se lo querían quitar para llevarlo ellos. Vas a decirme que los otros son mucho peores. No me cabe la menor duda. También he visto lo que hacen ellos. Ellos se sublevaron y ellos tienen la culpa de que empezara la matanza. Ellos merecen perder pero nosotros hemos cometido tantas barbaridades y tantas estupideces que no nos merecemos ganar.

—¿Y tú estás por encima de todo?

—Yo estoy donde me han empujado. Podían haberme matado en Madrid y me habrían matado seguro los del otro bando si me hubiera quedado con mis hijos aquel domingo en la Sierra. Yo no soy un hombre valiente. Ni siquiera soy muy apasionado. Casi nunca he tenido emociones muy fuertes, salvo estando contigo, o algunas veces haciendo mi trabajo, imaginándomelo. No soy un revolucionario. No creo que la historia tenga una dirección, ni que se pueda construir el paraíso sobre la tierra. Y aunque se pudiera, si el precio es un gran baño de sangre y una tiranía, no me parece que valga la pena pagarlo. Y si aun así estoy equivocado y para traer la justicia es necesaria la revolución y la matanza yo prefiero apartarme, si tengo la oportunidad, al menos para salvar mi vida. No tengo otra. Ni siquiera soy un hombre de acción, como mi amigo el doctor Negrín. Me he dado cuenta estos meses atrás, pasando tanto tiempo solo. No hablaba casi con nadie y muchas veces no podía dormir y pensaba en las cosas que me gustan de verdad, en lo que yo necesito. Necesito hacer bien algo que tenga alguna utilidad y sea duradero y sólido. La gente dominada por pasiones políticas me da miedo, o me parece ridícula, como los que se ponen rojos gritando en un partido de fútbol, o en el hipódromo o en los toros. Ahora también me da asco. Yo creo que hay muchos más canallas de lo que yo imaginaba. Los viejos intoxican a los jóvenes para vengarse de su juventud mandándolos al matadero. Muchas personas parecen normales y se vuelven salvajes cuando ven la sangre y la huelen. Ven fusilado a un vecino al que hasta ayer mismo le daban los buenos días todas las mañanas y si pueden le roban la cartera o los zapatos. Mi pobre amigo el profesor Rossman era un santo. Jamás tuvo una brusquedad o un mal gesto con nadie. Entraba en el tranvía y se quitaba el sombrero si había delante una señora. Hacía la cama todas las mañanas en su cuarto de la pensión para ahorrarle trabajo a la criada. Había sido una eminencia en Alemania y en España se ganaba malamente la vida vendiendo estilográficas por los cafés pero nunca lo oí quejarse del país ni perder la paciencia. Tú lo conociste. Pues fueron por él y lo mataron como a un animal porque a algún cretino debió de parecerle que era un espía porque hablaba con acento alemán o porque llevaba la cartera llena de recortes de periódico y de mapas del frente.Antes de matarlo le machacaron la cara a golpes. Ya su hija tampoco volví a verla. No sabían nada de ella en la pensión ni en la oficina donde trabajaba. Como si se la hubiera tragado la tierra. No fui capaz de ayudarles a ninguno de los dos. A lo mejor es que no tuve suerte o que me dio miedo insistir demasiado y ponerme yo también enpeligro. Ésa es la verdad. El hermano de mi mujer fue una noche a pedirme que lo escondiera porque estaban buscándolo y no le abrí la puerta. Si lo dejaba entrar igual se complicaban las cosas y yo no podía marcharme, o me veía obligado a retrasar otra vez el viaje, o me encerraban por haberle ayudado. Quizás lo mataron esa misma noche. Era un falangista y además era un tonto, pero nadie se merece ir por ahí escondiéndose por los portales como una alimaña. Y no sólo eso. También quería de verdad a mis hijos y ellos a él, sobre todo el niño. Quería tanto a su tío que a mí me daban celos. Y si a pesar de todo consiguió escapar y pasarse al otro lado ahora tendrá tanto rencor que se habrá convertido en un matarife. Y hasta es posible que vaya a ver a mis hijos y ellos le tengan todavía más admiración viéndolo convertido en un héroe de guerra, y que les cuente que su padre cometió la vileza de no darle refugio, ni siquiera para una sola noche. Podía haberle dicho que se quedara y haberlo denunciado. Habría cumplido con mi deber, porque mi cuñado formaba parte de uno de esos grupos falangistas que disparan desde los tejados contra los milicianos o pasan en un coche a toda velocidad ametrallando a la gente que hace cola para conseguir el pan o el carbón. Un sedicioso. Un saboteador. Pero no es que tuviera compasión de él. Es que no quería que por culpa suya se me estropeara el viaje.

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