La noche de los tiempos (97 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tragó saliva otra vez y se acordó de algo, mirando fijamente los ojos muy abiertos de Judith, en los que se reflejaba el brillo del fuego: había una iglesia en el barrio de Salamanca, frente al Retiro, junto a la que él pasaba casi todas las mañanas, le dijo; un ciego con un perro tocaba el violín en la puerta, siempre las mismas melodías tortuosamente reproducidas, el
Ave María
de Schubert o el de Gounod, el
Himno al Sagrado Corazón de Jesús
, una gorra a sus pies en la que las beatas le echaban la limosna, vigilada por el perro, que movía la cola al oír las monedas; cuando en vez de beatas sabía por el taconeo que se acercaban muchachas tocaba aires modernos; un día de finales de julio la iglesia había sido incendiada y sólo quedaban de ella los muros; el ciego desapareció, y él pensó que ya no volvería a verlo; pero una mañana, antes de llegar a las ruinas de la iglesia, escuchó el chirrido piadoso del violín; el ciego tocaba las mismas melodías religiosas, y el perro estaba a sus pies, vigilando la gorra en la que difícilmente caería ya alguna moneda; pero el ciego seguía acudiendo cada mañana a la puerta de la iglesia en ruinas, como si no se hubiera enterado de su destrucción o no le importara; ahora, algunas veces, entre un
Ave María
y otro atacaba
La Internacional,
con la misma mezcla de dulzura y desafinación, o el Himno de Riego,
o Alas barricadas
; un día, mientras él bajaba por la calle, acercándose al ciego por la acera opuesta a la de la iglesia, un automóvil lanzado a toda velocidad lo adelantó: un coche de lujo, anticuado, con la parte del chófer descubierta, con un brillo plateado en los radios de las ruedas, con cabezas y fusiles saliendo por las ventanillas; procuró seguir caminando con naturalidad; la mantuvo incluso cuando el coche dio ruidosamente marcha atrás, los neumáticos chirriando sobre los adoquines, el motor forzado por un conductor inexperto; el cañón de un fusil apuntó hacia donde estaba el ciego; sonó una ráfaga de disparos y de carcajadas, y el perro saltó por los aires convertido en un pingajo de sangre; con el violín en una mano y el arco en la otra el ciego temblaba sin entender nada; se arrodilló a tientas y palpó con los dedos extendidos el charco de sangre, mientras el automóvil giraba con una violencia de película al fondo de la calle. Pero esto no te lo cuento para desanimarte, le dijo. Tú harás lo que tengas que hacer. Te lo cuento para que te hagas una idea de cómo son las cosas. Porque era verdad que ahora no quería disuadirla; lo que más lo excitaba de Judith en este momento era lo que había visto resplandecer en ella y lo había desconcertado tanto y hasta asustado algunas veces cuando empezó a conocerla, la visión de una mujer intensamente deseable que al mismo tiempo parecía dotada de una soberanía de acción y de una forma irónica y aguda de inteligencia más propias de un hombre: como las mujeres solas a las que había visto cruzando las avenidas o sentadas en los cafés de Berlín, con faldas cortas y tacones altos, riendo a carcajadas, fumando cigarrillos, quitándose una hebra de tabaco de los labios pintados de rojo. El brío que la aparta de él es lo que le hace estar más enamorado. Si hubiera venido para quedarse con él probablemente no la querría tanto. Judith habla ahora y por primera vez está sonriendo, con la sonrisa instintiva que provoca un recuerdo y que se forma en las comisuras de los labios cuando quien sonríe no lo sabe.

—Le hablé a mi madre de ti, en el hospital, unos pocos días antes de que perdiera el conocimiento. El dolor algunas veces no era tan fuerte y entonces necesitaba menos morfina, y pasaba horas muy despierta. Ella estaba segura de que en Madrid yo había conocido a alguien. Lo sabía porque le llegaban menos cartas. A mi madre no había manera de engañarla. Me preguntó algo y sin darme cuenta me vi habiéndole de ti. Yo había pensado que si llegaba a enterarse se enfadaría conmigo. No le había gustado nada el que fue mi marido. Se daba cuenta de que yo me había empeñado más en casarme con él precisamente porque ella y mis hermanos y mi padre estaban en contra. La espantaba ver que yo iba hacia el desastre y que ella no podía hacer nada para impedírmelo, y en el fondo temía que mientras estaba en Europa cometiera otro error. Mi madre pensaba que nadie aprende de la experiencia. Que nadie escarmienta. Le habría gustado ese verbo español, que no tiene equivalente en inglés. Así que cuando vio que yo le escribía menos y que mis cartas tenían otro tono comprendió en seguida que algo estaba pasando. Tus cartas se volvieron como guías de viajes, me dijo. Pero esta vez no quería preguntar, no quería dar muestras de que se alarmaba por mí, porque tenía miedo de que al sentir yo alguna clase de censura me volvería de nuevo más insensata. Le hablé de ti y empezó a hacerme preguntas. Hasta le llevé una foto tuya. Se la estaba enseñando y no me creía que yo fuera capaz de hacer eso. Como si acabara de comprometerme, como si me hubieras regalado un anillo. Se puso las gafas para verte mejor en la foto y me dijo:
I'm glad to tell you this one is far more handsome than your former husband.
Le pareciste un caballero. Miraba la foto con sus gafas de leer y le faltaban fuerzas en las manos para sujetarla.
He looks like a true gentleman to me
, me dijo, y yo me sentí orgullosa, y me irrité conmigo misma, y me puse roja cuando se quitó las gafas y me miró para preguntarme lo que yo sabía que me iba a preguntar, lo que ella había adivinado desde el mismo momento en que vio la foto, o mucho antes, cuando empezaron a no llegar las cartas.
Is he married by any chance?
Pero en vez de reñirme o de ponerse seria cuando le dije que sí movió la cabeza y empezó a reírse, pero no podía, le salía tos en vez de risa y se ahogaba, tan pequeña dentro de su camisón, como un pájaro, sólo la piel y los huesos, y las manos que había tenido tan bonitas y de las que había estado tan orgullosa tan secas como las de un cadáver. ¿Cuál es la palabra en español? Como sarmientos. Pero se le notaba mucho que tú le gustabas, y yo pensé que a ti te habría gustado ella.
A good man is hard to find,
me dijo, y yo estaba asombrada de que no se hubiera enfadado conmigo.
A good man is hard to find but it can get even harder once you have found him.
Me preguntó dónde estabas, si pensabas reunirte conmigo en América, si yo pensaba volver a España a pesar de lo que contaban los periódicos y la radio que estaba sucediendo. Yo había tenido tanto miedo de que descubriera tu existencia y ahora ella sólo lamentaba no poder conocerte. Me iba del hospital y volvía a la mañana siguiente y a lo mejor estaba medio dormida y abría los ojos para preguntarme por ti, con esa ironía suya.
Any news from the darkly handsome Spanish gentleman?
Tanto miedo y remordimiento para nada.

Tenía la boca seca de hablar tanto y ha ido a la cocina a buscar un vaso de agua y a dejar la bandeja con los restos de la cena de Judith. Al volver a la biblioteca no la ha encontrado. Los zapatos y los calcetines estaban en el mismo sitio, delante del fuego, pero la maleta, que ella había dejado al entrar de nuevo junto a la puerta entornada, ya no estaba. De la vela quedaba sobre la mesa un cabo mínimo, la mayor parte de la cera derretida desbordando el cazo de la palmatoria. La llama en el interior de la lámpara de petróleo era una débil lengua azul. La música seguía sonando en la radio, pero ahora más lejos, mal sintonizada, con pitidos de interferencias. Si Judith estaba en la planta de arriba ahora iba descalza y no podía escuchar sus pasos. Al apagar la radio oyó el viento en los árboles como una marea nocturna y un poco después el chorro del grifo cayendo en una bañera. El principio de la noche le parecía tan lejano en el pasado como la posibilidad de su final. Los latidos del corazón rebotando en el pecho y en la boca del estómago lo empujaban con más vigor que sus pasos. Ahora ha llegado a la planta de arriba y como ya no escucha el ruido del agua sólo puede orientarse gracias a la raya de luz que ha visto debajo de una puerta, al fondo del corredor en el que está su habitación. La mano derecha tiembla un poco al tantear en las paredes. Las yemas de los dedos se le han quedado frías. Traga un exceso de saliva y un momento después la boca está de nuevo seca, la lengua casi tan áspera como los labios. Cada vez que va a empujar una puerta teme encontrarla cerrada. Entra en el dormitorio del que venía la luz y ve la maleta de Judith abierta en el suelo, junto a la mesa de noche donde hay una lámpara encendida, bajo una corola de cristal azulado. Detrás de la puerta del cuarto de baño escucha el sonido de un cuerpo moviéndose en el agua. La encontrará cerrada si la empuja. Intentará girar el pomo de porcelana y no se moverá. La puerta sólo estaba entornada y nada más empujarla viene de ella un vapor caliente. Con el pelo mojado y pegado hacia atrás la frente de Judith es más grande y altera un poco la forma de la cara. Ve la forma clara del cuerpo sumergido entre el agua y la espuma pero no se atreve a bajar la mirada. Ve sobresalir los hombros, las dos rodillas relucientes y juntas. El pantalón, la camisa, el sujetador, las bragas, están sobre los azulejos húmedos. En el espejo opaco de vapor Ignacio Abel ve de soslayo la sombra de su cara. «Acércame la toalla», dice Judith, y él mira a su alrededor y no comprende. «Está detrás de ti, colgada de la puerta.»

Le ha dicho que le hacía mucha falta un baño. Que estaba sudada, que tenía en los músculos todo el cansancio del viaje. Le ha dicho que la espere. Ha salido del cuarto de baño sin cerrar del todo la puerta y ahora está sentado en la cama, de espaldas a la ventana más allá de la cual oscilan las sombras de los árboles y se ve pasar muy lejos la hilera recta de luces de un tren, que él escucha sin volverse. La ha oído sumergirse del todo en el agua, emerger de nuevo, la espuma desbordando tal vez la bañera, los ojos cerrados, el cuerpo entero chorreando y brillante cuando se haya puesto de pie, tanteando en busca de la toalla. Luego un casi silencio, el roce del tejido espeso contra la piel enrojecida. Ve lo que escucha, los ojos fijos en la puerta del cuarto de baño, en la que de un momento a otro aparecerá Judith. Sigue llevando puestas la chaqueta y la corbata. Podría estar sentado en la cama de la habitación de un hotel, recién llegado de un viaje y todavía aturdido, rígido, acostumbrándose a ese lugar de soledad y de tránsito. De un radiador de hierro con patas labradas viene una calefacción tórrida, pero el frío que antes notaba sólo en las yemas de los dedos ahora se ha extendido a las manos enteras. Casi tirita. Si intentara levantarse le daría vértigo, tendría miedo de desvanecerse, de despertar. La excitación tiene algo de enconado dolor físico, de pánico crudo. Por muy fuerte que quiera respirar el aire no llega a llenar los pulmones. Se oye algo chocar contra el cristal de la repisa, contra la loza del lavabo. Judith ha estado peinándose y luego se ha lavado los dientes. Un grifo se corta en seco. Pero él no escucha abrirse la puerta. Cuando levanta los ojos Judith está delante de él, los hombros desnudos, la toalla anudada bajo las axilas.
Long time no see:
cuánto hace que no le oía esa expresión, que ella le dedicaba con ironía y dulzura cada vez que se quedaban desnudos el uno delante del otro. Hace un ademán torpe de levantarse pero ella lo disuade, con otro de sus gestos que vuelven. Se arrodilla delante de él y empieza a desatarle los cordones de los zapatos. Es difícil porque los cordones están gastados y los nudos son muy estrechos, y ella no tiene las uñas largas. Le quita un zapato y cuando lo deja caer rebotacontra la tarima del suelo. Él ve a la luz de la lámpara los hombros sólidos y un poco pecosos, la cara inclinada, las clavículas, los pechos ceñidos por la toalla. Le quita el otro zapato dejándolo caer y luego los calcetines. Le acaricia un pie grande y tosco entre las dos manos, y al hacerlo la toalla se desprende. El cuerpo surge delgado y carnal y ella no intenta volver a cubrirse. Vuelve la cara hacia arriba buscando sus ojos y sujetando el pie de él entre las dos manos se lo aprieta contra los pechos, la planta ancha y áspera. Tanto como el roce de la carne acogedora lo conmueve la calidad de la conmemoración. Se incorpora y como él ha abierto la boca para respirar mejor o para decir algo se la tapa con un dedo índice. Bastante hemos hablado. Todo es igual que otras veces y también mucho mejor que en los recuerdos. Quiere empezar a quitarse la ropa pero ella no lo deja. Podría estar recién llegado de su trabajo en la Ciudad Universitaria, impaciente, todavía con la americana y la corbata, con el olor del cansancio y el de la excitación, con los zapatos manchados por el polvo de las obras. Como entonces, ella lo solivianta y a la vez le doma la premura.
There is time, plenty of it. We're not in a hurry, not anymore.
Se acuerda en voz alta:
Time on our hands.
Las manos le desordenan el pelo, aflojan la corbata, la arrancan, desabrochan los botones de la camisa, bajan al cinturón. Un tren pasa con un largo estrépito lejano y él se pregunta nebulosamente cuánto tiempo hace que entró en la casa volviendo de aquella cena académica ahora perdida en el tiempo, desde la tenue borrachera y el mareo en el coche de Stevens y la lluvia azotando la capota y el parabrisas; cuánto desde que oyó los golpes en la puerta y fue hacia ella llevando en la mano la lámpara de petróleo y pensando que era insensata la esperanza de ver a Judith cuando abriera la puerta. El tiempo en nuestras manos: en las suyas rebosan los pechos que conservan todavía el calor húmedo del baño y las de Judith le acarician la cara como para reconocerla y rozan las puntas ásperas de la barba. Pero ahora no tiene miedo ni vértigo y no siente el frío en las manos. Los latidos del corazón son igual de fuertes pero no apresurados. Ella los habrá notado cuando baje la boca besándole el pecho, mordiéndole con los labios, presionando sólo un poco los dientes. Judith abre la cama por el otro lado y se acuesta, la toalla en el suelo, revuelta con la ropa y los zapatos de él, y se queda inmóvil, recta, tapándose hasta la barbilla. Le ha dado frío al entrar en las sábanas. Se tiende de costado junto a ella, sin eludir del todo la vergüenza de su propia desnudez, y un momento antes de abrazarla no sabe recordar ni predecir la sensación de longitud y dulzura del cuerpo desnudó de Judith, revelada simultáneamente, desde el sabor de la boca a la suavidad del vientre y las caderas y de las rodillas y los talones y las puntas de los pies, desde la dureza suave de un pezón al vello escaso y un poco áspero del pubis, áspero sobre todo por el contraste con la piel. Levanta las sábanas para verla bien a la luz de la lámpara. Judith tiene las rodillas y los pies fríos, los ojos cerrados, la boca abierta y jugosa, con el sabor intacto que es tan ella misma como su mirada o su voz. La acoge todavía con torpeza en sus brazos y al cabo de unos minutos ya ha dejado de tiritar, pero sigue apretándose contra él, enredada a sus piernas. Cuando la mano baja hacia el vientre ella junta los muslos y le sujeta la muñeca. No hay prisa, le dice junto al oído, sin separar los muslos, tengo todo el cuerpo entero para que me acaricies.

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