La noche de los tiempos (98 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

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En la oscuridad la voz de Judith ha dicho su nombre tan cerca del oído que ha notado el roce del aliento y de los labios. Pero estaba medio dormido y no ha llegado a entender bien lo que la voz le decía: las tres sílabas de una declaración de amor en español o en inglés o sólo las de su nombre, pronunciadas como la clave de un secreto, con la inflexión de un acento que hace las vocales ligeramente distintas, menos rotundas que en español, con una leve pausa entre ellas, cada una de ellas exigiendo una posición distinta de la lengua y los labios. Por un momento la voz, al mismo tiempo llamada y caricia, ha sido lo único que existía en una oscuridad que él no sabe si estaba en la vigilia o en el sueño, a un lado o al otro del despertar, ni cuándo, ni dónde. En torno a él la noche es una extensión de negrura sin orillas ni puntos de referencia visuales o sonoros, tan sólo la voz en su oído pronunciando el nombre o la frase con las tres sílabas que se acentúan igual en español que en inglés. Quizás acababa de quedarse dormido y ha soñado con exacta dulzura lo mismo que le estaba sucediendo; su conciencia y sus sensaciones —la fatiga sabrosa, el largo cuerpo desnudo y adherido al suyo, húmedo en algunas zonas— son una parte tan ingrávida de la oscuridad como el sonido de la voz, formándose y disolviéndose en ella, ondulaciones lentas en el aire, despojadas de volumen, de la misma naturaleza que el rumor de la lluvia y del viento en el bosque o los silbidos cercanos de una lechuza. La ropa en el suelo, las maletas abiertas, la cartera guardada en un bolsillo de la gabardina, el cuaderno de dibujo, las hojas de bocetos dejadas sobre la mesa, delante de la ventana, el pasaporte con la fotografía de un hombre ya desconocido para él mismo, los recibos de restaurantes, las facturas de los hoteles con sus fechas y sellos y sus columnas manuscritas de números, la postal para sus hijos que olvidó echar en un buzón de la estación de Pennsylvania porque creía que llegaba tarde para tomar el tren, y de la que sigue sin acordarse, aunque la encontrará por sorpresa mañana, cuando palpe los bolsillos de la chaqueta buscando un lápiz: de todo se ha desprendido, transitoriamente, en esta suspensión del tiempo que no va a durar más de unos pocos minutos, absuelto del pasado igual que del porvenir, como un nadador que flotara boca arriba en la superfìcie de un lago, en lo más hondo de una noche sin luces, abrazado a Judith, que lo ha llamado por su nombre para saber si estaba despierto o dormido, o tan sólo para confirmar su presencia, la de él y la de ella misma, el nombre que es una invocación y un reconocimiento, un conjuro, aire saliendo de los labios y flotando y disolviéndose en la negrura, los dos nombres, escritos a mano en un sobre, Ignacio Abel, Judith Biely, mecanografiados en el espacio en blanco, sobre la línea de puntos de un documento oficial, en una copia hecha con papel carbónico, las letras desvaneciéndose poco a poco al paso de los años, según esta noche de finales de octubre de 1936 vaya quedándose en un pasado cada vez más lejano. Pero hace muchas horas que oscureció —declinaba esta tarde la luz y él seguía dibujando junto al gran foso inundado de maleza y de hojas caídas en cuyas paredes eran visibles las estrías verticales de las excavadoras— y aunque ahora tiene bien abiertos los ojos no advierte ningún signo de la cercanía inhóspita del amanecer, y lo que le ha sucedido y le sucede en esta noche tiene una cualidad simultánea de recuerdo y de sueño. Los labios de Judith, que acaban de curvarse para decir su nombre, le rozan ahora la mejilla y el cuello y la mano que había apresado la suya ahora la guía por el vientre abajo, tocando rastros de humedad enfriada, y la deja posada y la aprieta un poco justo cuando entreabre los muslos, el dedo índice de ella sobre su dedo corazón, la yema ahora mojada y hundiéndose con mucho cuidado, con la misma cautela con que la otra mano de ella busca en él, reconoce, casi estrujando, exigiendo de nuevo, haciéndolo revivir a pesar de la extenuación con una intensidad cercana al dolor físico y al desvanecimiento; de nuevo los dos adheridos y estáticos, Judith tan abierta y abrazándolo con las piernas y clavándole los talones en la espalda como si estuviera a punto de descoyuntarse para recibirlo más hondo, tapándole con una mano la boca abierta que gime sobre su cara, diciéndole cosas al oído, dulces palabras obscenas en español y en inglés, las que los dos se enseñaron y sólo ahora vuelven a pronunciar cada uno en el oído del otro, Judith acelerando el tiempo o dilatándolo hasta una extrema lentitud, mientras sus mandíbulas hacen ese sonido peculiar al abrirse cuando toma aire como a golpes secos, su cuerpo tenso y elástico brillando de sudor en la oscuridad, mientras la sombra de él se agiganta sobre ella como una gran joroba, la respiración violenta en las aletas de la nariz, el estertor de animal abatido, derrumbado luego junto a ella, no de golpe, sino despacio, desplomándose, desfallecido y besándole los párpados, las sienes, los pómulos, los labios.

Se quedará dormido y cuando despierte con la sensación de emerger de un sueño muy profundo —y con un breve sobresalto de frío y de alarma— ya habrá empezado muy débilmente a clarear y Judith no estará a su lado en la cama. Querrá saber la hora, pero anoche, cuando lo desnudaba, Judith le quitó también el reloj de pulsera, y ahora debe de estar caído entre la ropa, en el suelo, probablemente parado. Notará los huesos doloridos, los músculos sin fuerza, el olor enfriado de los dos cuerpos muy poderoso en el aire, en las sábanas. Tendrá miedo de que Judith se haya marchado mientras él dormía, y aguzará en vano el oído, el silencio de la casa agravando la alarma, la lluvia tan asidua en el despertar como cuando se filtraba en el sueño o la oían de fondo anoche mientras conversaban, la lluvia americana caudalosa y sin tregua que alimenta la anchura marítima de estos ríos y hace crecer estos bosques de árboles como catedrales. Por culpa de esa primera luz gris debilitada por una niebla que flota sobre las copas de los árboles la noche que todavía dura en las oquedades de la habitación ya será sin embargo la noche anterior. Se levantará de la cama e irá hacia la ventana con el miedo de no ver el coche de Judith delante de la casa. En el cristal empañado por la temperatura interior algunas gotas aisladas trazan senderos sinuosos. Pero comprobará que el coche sigue allí, negro y compacto, reluciendo bajo la lluvia. Entonces, todavía de pie, desnudo junto a la ventana, tocando el cristal frío, más opaco por el vaho de su aliento, le llegará como una confirmación de que Judith no se ha ido un ruido de platos y tazas en la cocina y olor a café y a pan recién tostado. Amanecer junto a Judith y compartir el desayuno son regalos que ha conocido muy pocas veces; una extensión doméstica del amor que sólo probó aquellos cuatro días en la casa al lado del mar, que empezaron siendo una culminación y en realidad iban a ser un epílogo, la víspera angustiosa del regreso a Madrid, al calor y a la furia de los comienzos del verano, al descubrimiento de los cajones abiertos y las fotografías y las cartas tiradas por el suelo del despacho y los timbrazos vengativos del teléfono. Antes de vestirse y bajar a la cocina se lavará la cara delante del espejo, en el cuarto de baño donde Judith se ha duchado esta mañana sin que él se despierte, tan profundamente se habrá dormido. Debería afeitarse: anoche ella le pasaba las manos por la cara áspera y le decía que tuviera cuidado para no arañarla. Pero sólo se peinará con los dedos y bajará sin detenerse, inseguro siempre de encontrarla, y cuando la vea en la cocina Judith se volverá hacia él sonriendo y ya estará vestida para el viaje, con una expresión descansada y serena y un aire de energía intacta, aunque no habrá dormido nada. Se acordará de respetar la condición que ella le puso anoche para quedarse: no le pediría que no se marchara. Habrá visto 4a maleta preparada en el vestíbulo, junto a la puerta. Pensará, mientras Judith dispone los platos del desayuno y las tazas del café y reparte el pan tostado y los huevos revueltos, que ha necesitado cada uno de los días que lleva conociéndola y todo el tiempo de la separación y el miedo a no verla nunca más y la certeza de que ahora está a punto de irse sin que él pueda hacer nada para apreciar de verdad este simple momento. Todo habrá sido un meticuloso aprendizaje que empezó para él no cuando Moreno Villa los presentó en la Residencia hace no mucho más de un año, sino un poco antes, el día en que la vio de espaldas sentada al piano y luego se volvió a medias hacia él, mostrándole un instante su perfil: la torpe urgencia sexual, la astucia sórdida de fingir y mentir y de inventar pretextos para estar con ella y de seguir inventándolos cuando ya era muy probable que no iba a ser creído, la insoportable añoranza, la sensación de pérdida de todo, los días de vejación y vergüenza, los billetes deslizados en la mano rapaz de Madame Mathilde, la desolación en Nueva York. Con la misma paciencia con que repetía para él palabras íntimas y giros en inglés Judith le había enseñado cómo tenía que besarla en la boca o que acariciarla, llevándole la mano, presionando sobre los dedos, sujetándole las muñecas, mostrándole la precisión necesaria de cada caricia, los ritmos del deseo. Pero también le había enseñado a conversar apasionadamente y a reparar en las cosas, con esa intención estética premeditada y a la vez intuitiva que ella ponía lo mismo en su manera de vestirse, de elegir unos zapatos, un sombrero, una flor para un vestido, que en organizar ahora la mesa para el desayuno, los platos y las tazas simétricos, el cuchillo, el tenedor, la cucharilla del café, los tarros de mermelada que había buscado por las alacenas. Rápida siempre y a la vez concienzuda. Sin prisa, recordaba ella de sus días en Madrid, con su amor por los dichos españoles, sin pausa, con una prisa lenta. A punto de separarse y no sabiendo si se volverán a encontrar no sentirán la tentación de decirse cosas definitivas, de mostrar la congoja que va socavando en silencio el interior de cada uno, según se acerque minuto a minuto la raya en el tiempo, la frontera irreparable de la despedida. Las confesiones habrán quedado en la cámara sellada de la noche anterior, a la luz insomne del fuego, cuando aún no se atrevían a tocarse, ni siquiera a dar un paso más o extender la mano para estar más cerca cada uno del espacio físico de soledad que circundaba al otro. Ahora, mientras desayunen, cruzarán comentarios de una trivialidad casi doméstica, no queriendo rebajar con palabras el recuerdo de lo que les sucedió desde el momento en que se encontraron en el dormitorio, en la penumbra atravesada por la claridad del cuarto de baño, y luego en la oscuridad en la que poco a poco empezó a precisarse el rectángulo de fosforescencia atenuada de la ventana, que apenas les permitía verse, conjurados en la sombra igual que en el silencio, en la repetición al oído de sus dos nombres y de las breves palabras secretas que estimulaban todavía más el deseo. Se preguntarán cómo han dormido, se pedirán el azúcar o la leche, se ofrecerán un poco más de café. Él querrá saber cuánto tardará ella conduciendo hasta Nueva York y a qué hora sale el barco, y en qué puerto de Francia y dentro de cuántos días terminará el viaje. Judith le dirá que mientras él dormía ha visto sus bocetos para la biblioteca, los dibujos que hizo ayer tarde en la ladera sobre el río. El edificio ha de distinguirse de lejos, pero ha de verse de golpe cuando ya se esté muy cerca, le dirá él qué ha pensado: ha de verse desde el río, o desde un tren que pase, pero quien camine hacia él lo perderá de vista al avanzar por un camino de trazo quebrado entre los árboles, no sólo en verano, cuando están llenos de hojas, sino también en invierno, porque los muros exteriores serán de esa piedra local de un color entre de hierro y bronce oxidados, de una tonalidad parecida a la de los troncos desnudos y cubiertos de liquen. Si alguien los oye, si alguien que pasa por el camino los ve por la ventana de la cocina, pensará que han madrugado para disfrutar tranquilamente del desayuno compartido y que les aguarda un largo día de trabajo y un regreso fatigado y grato al anochecer, y que llevarán vividos muchos días iguales a éste que comienza, en esta casa o en otra, habituados a una pasión que el tiempo y la experiencia habrán templado de camaradería pero que sigue uniéndolos en una íntima fiebre sexual, que ellos no muestran a los ojos de nadie pero que se revela en cada gesto que hacen. Conociéndose tanto que no hay parte recóndita del cuerpo de cada uno que el otro no haya explorado y gustado ni apetito que no sepan instantáneamente adivinar; desconociéndose como amantes de una sola noche; notando poco a poco, según aclara el día y pasan los minutos, que aunque no lo quieran la separación ya pesa sobre ellos, como si menguara el suelo bajo sus pies o se volviera más frágil, como si se acentuara la gravedad y les costara más levantar la mano que sostiene un tenedor, llevarse la taza a la boca, dar luego los pocos pasos que faltan, sobre el suelo quebradizo,
stepping on thin ice
, en dirección al vestíbulo, hacia la puerta de madera maciza que costará más abrir, después de descorrer un cerrojo que parece haberse vuelto más pesado de manejar durante la noche. De espaldas a él, muy seria frente al ventanal de la cocina, frente a un jardín descuidado y umbrío en que se levantan despacio jirones de niebla, Judith mirará el progreso de la claridad que ya va revelando colores amortiguados, hojas caídas, rojas, amarillas y ocres, arremolinadas por la tempestad al principio de la noche, brillantes ahora de lluvia, aleros de tablas podridas por la humedad y ramas goteando, rincones de helechos relucientes, una caseta de herramientas con el techo medio hundido, un muro bajo cubierto por las hojas color de vino de una parra virgen. Ignacio Abel la abrazará por detrás y ella se estremecerá por su contacto, porque estaba tan ensimismada que no lo ha sentido acercarse. Le besará la nuca, hundirá la cara en su pelo, le tocará los labios, pero no le pedirá que se quede, ni siquiera unas horas más, ni que le escriba en cuanto llegue a España, mucho antes, que empiece a escribirle durante la travesía, en el papel de cartas con membrete del barco, que le escriba una de esas postales en color que mandan los viajeros desde los transatlánticos, las chimeneas pintadas de blanco y rojo o negro y blanco despidiendo columnas de humo, la proa afilada hendiendo las olas. Si terminara todo antes de que ella llegue; sea la victoria de quien sea, pensará avergonzado de sí mismo, enamorado venal que aceptaría cualquier precio, con tal de que Judith no corra peligro, y vuelva definitivamente serenada, dispuesta a quedarse en un sitio de donde él sepa que no va a moverse, donde haga un trabajo que le guste y que le deje el tiempo y la quietud suficientes para descubrir lo que estaba buscando cuando se marchó a Europa hace casi tres años, la forma de su destino, lo que ha sentido como una inminencia a punto de cumplirse cuando se ha sentado delante de la máquina de escribir y luego se le ha escapado de las manos. Ojalá la detengan los gendarmes franceses cuando vaya a pasar la frontera y la deporten como a tantos otros, en cumplimiento de la consigna democrática de que a los españoles hay que dejarlos solos para que sigan matándose entre sí hasta que queden agotados y ahítos de su propia sangre, derramada con la ayuda experta de los centuriones de Mussolini y de Hitler, de las bombas incendiarias alemanas y las eficaces ametralladoras italianas que ya aniquilaron con tanto éxito a los primitivos de Abisinia y gracias a las cuales hoy mueren en los frentes cercanos a Madrid españoles casi igual de renegridos, con boinas y gorros cuarteleros en vez de collares de cuentas, con fusiles viejos y no lanzas. Procurará ahuyentar esos pensamientos mezquinos, más desleales todavía porque, mientras alberga la esperanza de que por algún motivo Judith no logre su propósito de llegar a España y sumergirse en una guerra que no sabe imaginar, estará abrazándola, y tardará en soltarla cuando ella quiera desprenderse. Aunque no vuelva conmigo, aunque en Nueva York o en el barco o en el viaje clandestino a través de Francia encuentre al otro hombre más joven que yo siempre he estado temiendo que aparezca para arrebatármela. Judith le apartará las manos de la cintura, diciéndole que ya sí que tiene que irse, mirando el reloj, con una naturalidad que a él de pronto lo hiere, como si se marchara sólo para hacer un recado o para pasar el día en Nueva York y regresar a la caída de la tarde. En el vestíbulo tomará la maleta y será él quien haga el esfuerzo de descorrer el cerrojo. Cuando vaya hacia el coche se le mojarán los zapatos en la hierba empapada aunque hará ya rato que dejó de llover, sin que ninguno de los dos cayera en la cuenta del silencio. Ahora será verdad que va a irse. Aún ella no ha subido al coche ni puesto en marcha el motor Ignacio Abel ya está viviendo en el país inhabitable de la luz del día y de las obligaciones en el que Judith no está, en el que probablemente él va a pasar el resto de su vida. Veo con tanta claridad la escena silenciosa, el principio agrisado y húmedo de la mañana, Ignacio Abel —sin afeitar, la camisa blanca, los pies sin calcetines en los zapatos— de pie en el porche de la casa, empequeñecido por la altura de las columnas, y Judith dejando la maleta en el asiento trasero del coche, sin volverse hacia él, consciente de su mirada, abriendo luego la puerta del lado del volante, como a punto de subir y marcharse. Pero la cierra, como quien se da cuenta de que ha olvidado algo en el último momento, y vuelve hacia él, sube mirándolo los peldaños de la entrada, junto a los cuales Ignacio Abel no se ha movido. Le tomará la cara entre las dos manos que se le han quedado frías y le dará un beso largo hundiéndole la lengua en la boca, buscando golosamente la suya,y cuando se aparte se le habrá corrido un poco el carmín. Él adelanta la mano pero no llega a tocarla. Si lo hiciera no podría evitar el gesto instintivo de retenerla. Verá el coche alejarse por el camino en el bosque. Notará el frío húmedo y hondo que viene de la tierra pero le faltará el coraje para entrar en la casa, para hacer frente a las habitaciones agigantadas por la soledad y a la extrañeza que caerá de nuevo sobre él en cuanto cierre la puerta, trayendo consigo el alud odioso de las obligaciones, la inaceptable normalidad a la que le costará tanto acostumbrarse, aunque poco a poco será abducido por ella, sometido a su halago, habituado a sus dosis diarias de dilación, expectativa y rutina, uno entre tantos profesores desplazados de Europa, hablando inglés con mucho acento, asustadizos y más bien envarados, ceremoniosos en exceso, impacientes por agradar, por obtener una cierta seguridad que les compense por lo que perdieron, vistiéndose con una formalidad impermeable a las desenvolturas indumentarias de América, aguardando cartas de familiares desperdigados por el mundo o desaparecidos sin rastro, fuera del alcance de cualquier indagación. Pero ese momento no ha llegado todavía, pertenece a un tiempo aún inexistente, al futuro de dentro de unas pocas horas. En la oscuridad donde Judith ha acercado los labios a su oído para decir en voz muy baja las sílabas de su nombre Ignacio Abel no sabe calcular qué hora será, cuánto falta para que se acabe la noche. No hay relojes de péndulo dentro de la casa, por mucha atención que ponga no escucha campanadas de iglesias. Soñó con ellas en el silencio inusual del camarote del barco y era que estaba oyendo la campana de una boya de niebla. Cuando era niño se desvelaba en la noche y a cada hora distinguía el metal de campanas distintas en las torres de las iglesias de Madrid, y sabía que se acercaba el amanecer al oír sobre los adoquines el resonar de los cascos de los caballos y los mulos que subían por la calle Toledo tirando de carros cargados de hortalizas. Cobijado bajo las mantas en su cuarto tan diminuto que podía tocar el techo de piedra fría con la mano escuchaba a su padre que se había levantado mucho antes del amanecer para ir a las obras. Embozado en la capa, la gorra hundida sobre la cara, el cigarrillo en la boca, contento de que su hijo pudiera quedarse en la cama al menos hasta que rompiera el día, preparando sus libros y sus cuadernos antes de salir camino de la escuela, vestido y peinado como un señorito, el hijo que no tendría que trabajar tanto como él ni vivir de mayor en los cuartos insanos de una portería. A Miguel, de pequeño, le daba mucho miedo la oscuridad. Le daba tanto miedo que se siguió meando en la cama hasta que tuvo seis o siete años, cuando todavía extendía la mano buscando la de Lita y aferrándose a ella como en los primeros días de su vida. Le subía mucho la fiebre y al encender la luz tenía el pelo escaso pegado a la frente y el pecho se agitaba débil y convulso como el de un pájaro, las costillas marcándose en su pobre carne desvalida, destinada a la flaqueza y tal vez a la enfermedad. Qué lejos todo y qué cerca. Sumergido en la hondura y la amplitud de esta noche pero no borrado por ella, persistiendo como las cosas intactas en el interior de una casa clausurada desde hace tiempo: las cerraduras aseguradas bajo doble llave, los postigos encajados, los muebles y las lámparas embozados en sábanas, los cubiertos ordenados en el interior de los cajones, los trajes colgados en los armarios, cucarachas y hormigas aventurándose sobre las baldosas desde los resquicios más oscuros de la cocina, seguras en una tiniebla que varía muy poco de la mañana a la noche, aunque la noche verdadera sea mucho mejor, si no fuera porque a veces la casa entera es sacudida por la trepidación de las bombas, por el galope de la gente escaleras abajo, camino de los refugios. Cuando él era niño le daba mucho miedo bajar al sótano de techo bajo y abovedado de su casa de vecinos en la calle Toledo. Se abría la puerta y desde el primer escalón de piedra empezaba el descenso a una oscuridad densa y húmeda en la que se oían las pisadas como arañazos de las ratas. En ese mismo sótano que él no ha visitado desde hace más de treinta años esta noche han bajado a refugiarse los habitantes de la casa, y cuando las bombas caían cerca retumbaban el suelo y los muros y la bombilla sucia que colgaba del techo reducía su luz a la forma rojiza del filamento, temblaba como una vela y se apagaba del todo, disolviendo en la oscuridad las siluetas amontonadas como bultos, murmurando cosas, gemidos, como los enfermos que se quejan en sueños cuando se han apagado las luces en el hospital. La noche es un pozo sin fondo en el que todo parece que se pierde y todo sigue habitando y perdura, al menos durante un cierto tiempo, mientras se mantiene clara la memoria y lúcida la conciencia de quien yace con los ojos abiertos, atento a los sonidos que van cobrando forma en lo que parecía silencio, queriendo adivinar por la respiración del otro si está todavía despierto o se ha dejado llevar por la somnolencia del deleite colmado. En la habitación del hospital, junto a la cama de su madre, Judith se adormilaba a pesar de la incomodidad de la butaca y en el mismo momento en que se dormía del todo ya estaba despertándose con un sobresalto, oyendo unas palabras borrosas o una queja causada por el fin gradual del efecto de la morfina, o peor aún, alarmada por el silencio, echando en falta la respiración difícil de su madre, temiendo que se hubiera muerto a solas mientras ella dormía, que la hubiera llamado o se hubiera quejado sin que ella llegara a despertarse. Los muertos aún no han salido de la casa en la que vivieron y su lenta desaparición hacia la oscuridad ya ha comenzado, ya son extraños. Ignacio Abel se acercó al ataúd descubierto en el que yacía su padre y al asomarse a él ya no lo conoció. A la luz de las velas, la cara de su padre estaba amarilla e hinchada, como si le hubieran aplastado ligeramente la boca y la nariz bajo un cristal; las manos que sobresalían de los puños de la camisa y se cruzaban sobre el pecho eran las de otro hombre: exangües, de viejo, las uñas prominentes y los dedos encorvados y flacos, lo contrario de las manos de su padre, anchas, romas, sólidas, morenas, su padre del que casi nunca se acuerda ya y que hace muchos años que no aparece en sus sueños, tan lejos, como los faroles de gas que alumbraban la calle Toledo y como ese Madrid que Ignacio Abel no quiere ahora recordar y que Judith no reconocerá cuando vuelva, al no ver ninguna luz encendida, Madrid entero en la oscuridad y en el silencio como en el fondo del mar, cruzado si acaso por faros veloces y linternas que horadan la negrura espesa como lámparas manejadas por buzos. En la noche de Nueva York flotaban en la oscuridad letreros luminosos, siluetas rosadas o amarillas o azules de tazas humeantes de café o volutas de humo de cigarros o burbujas ascendiendo de copas de champán y esfumándose un segundo más tarde. Entre el sueño y la conciencia las imágenes se disuelven sin llegar a formarse del todo y la frontera entre el recuerdo y la imaginación es tan fluida como la que une y separa los cuerpos cobijados en un abrazo hecho por igual de cansancio y deseo. La voz de Judith que ha dicho tan claramente su nombre al oído podría también haber sonado en el duermevela o en el sueño, en el momento justo en que Ignacio Abel se ha quedado dormido, como flotando en la inmovilidad plácida del tiempo. Es Judith quien permanece despierta, velando por él, que se ha vuelto más atento y más frágil, que estuvo a punto de morir asesinado sin que ella lo supiera; la veo de perfil, más nítida según va amaneciendo, incorporada contra el respaldo de la cama, ahora inquieta, atemorizada, ansiosa, impaciente, resuelta, tan despejada como si no fuera a tener nunca la necesidad de dormir, escuchando los trenes de mercancías, la respiración masculina a su lado, el viento en los árboles, la llamada de un pájaro, descubriendo con su atención insomne los primeros signos todavía inciertos del amanecer, la primera luz gris del primer día de su viaje, de un mañana inmediato que ella no vislumbra y yo no sé ya imaginar, su porvenir ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos.

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