Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
El tintineo de la punta del tenedor sobre el cristal tallado de la copa de vino del presidente Almeida lo despertó de su ensimismamiento. Van Doren le hizo un gesto, levantando una ceja, con su cara benévola de asistente a una larga representación teatral, interesado pero siempre al filo del aburrimiento, ahora viene el discurso inevitable, el brindis, dándole ánimos, desde su distancia. Se apagaron poco a poco las voces y los sonidos de los cubiertos y los vasos y por un momento sólo se escuchó el fragor del temporal, el viento en la campana de la chimenea. El presidente había encendido un habano y le dio pensativamente una larga chupada antes de empezar su discurso, la copa de vino en la mano derecha, alzándose hacia Ignacio Abel, hinchado por la seguridad de su supremacía. Tenía el pelo escaso, rubio, casi blanco, muy tenue, la cara de un rojo de manzana, con finas venas rojas visibles en las mejillas y en la punta de la nariz, irradiando un brillo de salud rebosante, de abundancia orgánica cercana a la congestión, como la mesa llena de grandes porciones de comida que nadie había terminado y la casa entera opulenta de muebles coloniales, estanterías con lomos en piel de ediciones valiosas, de cuadros y lámparas y alfombras y fotografías sobre los aparadores y sobre la repisa de la chimenea en las que el presidente Almeida posaba en compañía de eminencias públicas, sonriendo a la cámara mientras les estrechaba la mano (entre ellas, bien visibles, a la primera dama y al presidente Roosevelt, en una de sus visitas, nada inusuales, a Burton College, que estaba tan cerca de su residencia familiar en Hyde Park). Un retrato al óleo del presidente Almeida presidía el comedor. Encima de la repisa de la chimenea había un busto en bronce del presidente Almeida. En el pasillo, entre antiguas vistas al óleo de las orillas del Hudson, había un dibujo que era claramente un boceto del retrato al óleo. Había que escuchar el discurso con la expresión adecuada, de asentimiento, de interés, de complacencia, con la risa dispuesta para las bromas que el presidente intercalaba, y que habría repetido en muchas cenas semejantes, con la seriedad necesaria cuando enunció las perspectivas tan oscuras de Europa y mencionó la tradición de hospitalidad del
college
, idéntica a la del país, tierra de acogida para disidentes desde hacía tres siglos, moldeada por ellos, hecha grande por espíritus a los que se les quedaban pequeñas las fronteras de los viejos países. Miraba a su alrededor, en esta misma mesa —lo hizo, girando despacio la cabeza, sus ojos agrandados tras los cristales de las gafas—, y qué veía, dijo, sino a hijos o nietos o biznietos de emigrantes, con sus apellidos que declaraban orígenes tan diversos, holandeses, escoceses, hugonotes, portugueses, como sus propios antepasados, Almeida. Y españoles, dijo, mirando primero a la doctora Santos, y como llevaba un rato hablando con demasiada seriedad ahora hizo un quiebro de burla educada, esperemos que la doctora Santos no sea descendiente de un Gran Inquisidor, provocando un coro de risas y un rubor incómodo en la aludida. Y por fin, cerrando el círculo de sus miradas y sus alusiones, el presidente Almeida se dirigió a Ignacio Abel, no sin mostrar que sabía cómo se pronunciaba su apellido y en qué sílaba caía el acento: la cara roja, el cigarro entre los dedos gruesos de una mano y la copa de vino levantada un poco más en la otra, el brillo del fuego y el de la gran lámpara de brazos de cristal reflejándose en su piel lisa y rotunda, en la pechera de su camisa estirada por el tamaño de los hombros y la musculatura del pecho. Cree que es inmortal, pensó Abel en una ráfaga furtiva de clarividencia, mientras sonreía y esperaba el final del discurso para dar las gracias y atreverse a decir unas cuantas frases a las que llevaba dando vueltas mucho rato; cree que no envejecerá nunca, que no le sobrevendrá de golpe ninguna desgracia, que su casa no será asaltada nunca ni incendiada, que a él no lo despertarán a medianoche para llevárselo en pijama a un descampado y matarlo delante de unos faros encendidos. Volvió a prestar atención y el presidente Almeida hablaba de él llamándole
our new colleague, distinguished guest, outstanding, leading, accomplished:
pero miraba de soslayo a Van Doren y a Stevens como pidiéndoles confirmación de que eran de fiar los calificativos que ellos habían puesto en su boca, y una de las veces que iba a decir el nombre de Abel tuvo un momento de duda. Después del brindis, del breve aplauso, el invitado se puso en pie, mareado por la bebida, tragando saliva, de nuevo un principiante a sus años, un huésped de crédito más bien dudoso, acordándose de la dulce voz añorada de Judith Biely, su deseo por ella tan inmediato y físico como un dolor en las articulaciones del que fuera consciente mientras se disponía a decir algo, con la boca seca,
stepping on thin ice.
Se acordará de que a la salida de una curva el parabrisas se quedó despejado unos segundos y los faros iluminaron una casa delante de la cual un árbol recién caído había aplastado un automóvil: un corro de personas miraban con aire atónito, azotadas por el viento, bajo las luces giratorias de una ambulancia. Sin apartar los ojos de la carretera Stevens hablaba animosamente, para no alarmarlo o para quitarse el miedo él mismo: ya había oído al presidente Almeida, tenía que empezar sus clases de inmediato, que ponerse a trabajar cuanto antes en el proyecto de la biblioteca, en unos días estaría lista la casa y tendría una oficina y un estudio, el trabajo era el mejor remedio contra el desaliento. Como se le habla a un enfermo sin comprometerse a darle esperanzas de curación, a asegurarle nada más allá de cierto punto, no vaya a olvidarse de su condición verdadera, de la distancia que lo separa de los sanos, los cuales tienen buen cuidado de no dejar de marcarla (como si ellos nunca fueran a caer enfermos, no estuvieran destinados a morir). Llegaron a la casa de invitados y cuando Ignacio Abel salió del coche lo sorprendió que hubiera cesado tan de repente la lluvia. El viento ahora apaciguado difundía entre las copas de los árboles un rumor como de respiración. Servicial, implacable, gradualmente odioso, Stevens se despidió de él recordándole que a las nueve de la mañana vendría a buscarlo, diligente como un corneta militar,
blowing off my bugle right under your window,
inmune al cansancio y a la previsible resaca.
Se acordará de que al entrar en el vestíbulo el silencio y la oscuridad lo acogieron como las dimensiones de un gran espacio abstracto. Tanteó en busca de la llave de porcelana del interruptor y cuando al fin dio con ella la hizo girar varias veces en vano. El viento que una hora antes arrancaba árboles de raíz habría derribado sin dificultad los postes del tendido eléctrico. La casa era mucho más grande teniendo que moverse a tientas por ella. Como por el piso de Madrid en las noches de los bombardeos. Las manos rozando las paredes, los pasos inciertos, las pupilas acostumbrándose poco a poco, distinguiendo bultos, manchas de claridad. El estado de aguda agitación nerviosa en que se encontraba no le dejaría dormir en toda la noche: los nervios y el peso de la digestión, el efecto del alcohol en la concavidad interior de la nuca. Un tren estaba pasando interminablemente por la orilla del río. Previsor, clarividente, atento a cualquier eventualidad, Stevens le había enseñado la tarde anterior el armario junto a la cocina en el que se guardaban escobas y viejos aparatos domésticos y una lámpara de petróleo, así como una provisión de cerillas y velas. Stevens no parecía tolerar ni un mínimo margen de incertidumbre sobre el inmediato porvenir. Ignacio Abel cruzó rozando las paredes y las estanterías la amplitud desconocida de la biblioteca y al llegar a la cocina hizo memoria para recordar en qué dirección estaba el armario de las escobas. Al terminar la cena — expeditivamente, para su sorpresa, a las nueve en punto, los invitados cancelando las efusiones de la conversación y marchándose tan rápido como si desmontaran los decorados de una función teatral en la que ellos mismos hubieran participado como actores, el presidente Almeida apartando los ojos de él nada más estrecharle la mano— Philip Van Doren le había deseado
a good night's sleep
alejándose en seguida hacia su automóvil, junto al cual un chófer de uniforme lo estaba esperando. ¿Parecía decepcionado por algo, finalmente aburrido de una representación que ya duraba demasiado? Pero quizás estaba dolido porque Ignacio Abel no le hubiera preguntado más detalles sobre el paradero de Judith, no hubiera dado muestras más visibles de su debilidad, de su no amortiguada dependencia. Durante no sabe cuánto tiempo tendrá que aprender a vivir entre desconocidos cuyos resortes de comportamiento le serán inteligibles sólo de una manera muy imperfecta, como los gestos que hacen y el idioma que hablan, toda la malla de signos que uno interpreta de manera automática cuando está en el mundo donde ha crecido y al que pertenece, con la misma desenvoltura con que habla y escucha su idioma y no se pierde ni un matiz, ni un sobrentendido. Aquí en las cosas más obvias habrá siempre una zona de incertidumbre, de niebla, como en las palabras que de pronto dejan de serlo para convertirse en sonidos sin contorno. Junto al rastro de claridad que entra por un ventanal de la cocina ha encendido casi a tientas la lámpara de petróleo. El temporal se oye ahora tan lejano como las sirenas de los trenes, dispersándose sobre las colinas de los bosques y el río. Al pasar de nuevo por la biblioteca se ve con un sobresalto en el espejo que hay sobre la repisa de la chimenea, un hombre de mediana edad y pelo gris, de rasgos exagerados por los contrastes de la sombra y de la luz aceitosa. El piano de cola, los libros en las estanterías, las sillas plegadas contra la pared, el periódico abandonado desde esa mañana en un brazo del sillón, formulan los términos de una expectativa, tensos en su inmovilidad como la figura masculina sorprendida en el espejo. He venido tan lejos para dar vueltas de noche por una casa tan deshabitada y en tinieblas como la que dejé en Madrid: ahora mismo vacía tal vez, acumulando silenciosamente polvo, abandonada a la misteriosa decrepitud gradual de los lugares donde no habita nadie; o destruida por una bomba, obscenamente revelada a la luz de la calle en el edificio medio en ruinas, mostrando las intimidades que nadie ve, la mitad de un dormitorio, los barrotes retorcidos de una cama; o tal vez saqueada, ocupada por milicianos, o por desplazados de los pueblos cercanos a Madrid, de los barrios obreros en los que se ensañan cada noche los bombardeos, con una letal puntería de clase. Estaba parado una noche en la negrura del pasillo y de pronto sonaron golpes en la puerta. Suenan ahora y él está tan ensimismado, tan perdido en el tiempo, en el túnel cavernoso de sombras que la luz de la lámpara ha abierto en el espejo, que tarda en darse cuenta de que los oye de verdad, no en el pasado, no en Madrid, sino aquí mismo, en la puerta de esta casa, en el silencio casi tangible que el final de la tempestad ha dejado en los bosques, punteado de gotas que el viento suave desprende de los extremos de las hojas, de roces de hojas sobre el suelo esponjoso y fértil en la oscuridad, ahíto de agua. Y con la conciencia de los golpes en la puerta sobresaltándole los latidos del corazón le sobreviene la certeza insensata de que es Judith Biely quien ha venido y lo está llamando, no en un sueño ni en un desvarío del deseo, sino en el vértigo literal de la realidad, del presente, ahora mismo, a la distancia de unos pasos.
Está parada frente a él, alumbrada por la lámpara que él sostiene en la mano izquierda. Ha usado la derecha para abrir la puerta, y al hacerlo le ha dado en la cara el aire húmedo del bosque y le han herido los ojos los faros del automóvil con el motor en marcha que hay detrás de ella, justo delante de los escalones y las dos columnas de la fachada. Ignacio Abel no ha oído el motor acercándose, ni tampoco los primeros golpes de Judith en la puerta. Ha surgido ante él casi sin aviso, en un fulgor de segundos que cancela de golpe la duración de la ausencia, casi sin dejarle tiempo para la esperanza o el miedo a la decepción: sólo la sorpresa, unos segundos antes, al escuchar los golpes resonando en el interior de la casa, la alarma instintiva, incluso la duda de si abrir o no, la sensación de peligro, agravada por la ligera irrealidad del alcohol. Quién puede haberse acercado en una noche así a una casa tan aislada en medio de un bosque y llamar con esa urgencia (pero ya no estás en Madrid y unos golpes en medio de la noche no tienen por qué ser una amenaza). Ahora la mira y todavía no dice nada, no dicen nada ninguno de los dos, mientras el borboteo del motor continúa y el chasquido de las varillas del limpiaparabrisas, aunque ha dejado de llover. La luz brilla en los ángulos de su cara, en sus ojos, en el pelo húmedo que ahora lleva de otra manera, mucho más corto, y no peinado hacia atrás, sino con raya y un mechón hacia un lado, que se aparta de la cara con un gesto familiar de la mano, instintivo, como para afirmar que es ella misma, Judith Biely, reconocida y a la vez extraña, aparecida de pronto, cambiada en unos pocos meses, no muchos, sólo tres, un poco más, y sin embargo parece que hubieran pasado varias vidas enteras, las vidas hostiles de las que él no sabe nada, las que él ha atravesado solo desde que se despidió de ella en aquel café que en la memoria se ha ido enturbiando con una media luz siniestra, de final de todo, de augurio de desastre. Se miran sin moverse y las manos de los dos permanecen inútiles o torpes, la mano izquierda de él sujetando la lámpara, la derecha todavía en el pomo de la puerta, las manos que en otro tiempo sabían buscar bajo la ropa con tanta destreza, los dedos ahora indecisos de Judith peinando el flequillo, apartándolo, como si acabara de cortarse el pelo y no hubiera acabado de acostumbrarse al nuevo peinado, como mirándose en un espejo para comprobar cómole queda. Él aparta los ojos hacia el automóvil, que sigue con el motor y los faros encendidos y en el que teme instantáneamente que haya alguien, un hombre, que ha venido con ella y que de un momento a otro la reclamará haciendo sonar el claxon. «Pensé que no había nadie», dice Judith. «No veía ninguna luz.» Lo ha dicho en español. Su voz un poco más oscura que en el recuerdo tiene un acento americano más pronunciado.
Pensé que no había nadie:
tanto tiempo añorando esta voz, los labios que forman las palabras, no sabiendo invocarla, creyendo a veces haberla escuchado decir su nombre en el tumulto de una calle, de una estación, murmurándolo muy cerca de su oído, un momento antes de despertar. Da un paso hacia ella, o sólo desprende su mano del pomo de la puerta, y nota que Judith retrocede, un gesto casi invisible. Teme que si se mueve o dice algo va a perderla; teme que vuelva sobre sus pasos y suba de nuevo al automóvil o se desvanezca en medio de la noche y del bosque igual que ha surgido de ellos, en compañía del posible desconocido que observa, detrás del volante, a la luz de los faros. Judith hace un ademán de volverse, pero sigue quieta, mirándolo, una esquina de la boca curvándose en el principio de una sonrisa. A la luz escasa y cercana de la lámpara su cara es menos familiar porque el pelo tan corto exagera sus rasgos: la boca grande, el triángulo de los pómulos y la barbilla, la línea de la mandíbula. Ignacio Abel no mueve la mano que hubiera querido acariciarla pero la mirada les transmite a los dedos la sensación de rozar esa piel. Judith indica el coche con un gesto y cuando vuelve a hablar, ahora en inglés, se da cuenta de que él no la ha entendido.
«You´d better turn'it off.»