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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (85 page)

—El presidente se marcha —dijo Moreno Villa—. Él dice que contra su voluntad.

—¿Se marcha de Madrid? ¿Tan mal está la situación?

—Parece que el gobierno no quiere correr riesgos. Pero don Manuel es desconfiado y pensará que es una manera de quitárselo de en medio.

—Siempre han dicho que era un hombre miedoso.

—No creo que tenga miedo esta vez. Da la impresión de que está muy cansado. A veces se cruza conmigo y no me ve. No presta atención a lo que se le dice. No porque no le importe el curso de la guerra, sino porque no espera que nadie vaya a decirle la verdad. ¿Conoce usted a su ayudante, el coronel Hernández Sarabia? Un hombre civilizado, bastante leído. Me ha contado que el presidente apenas puede dormir por la noche. Que lo despiertan los tiros de las ejecuciones y los gritos en la Casa de Campo, igual que a mí hasta hace poco en la Residencia. Dice Hernández Sarabia que cuando hay mucho silencio y el viento viene de esa dirección se puede oír hasta la agonía de los que tardan mucho en morir. En el verano dejaban de sonar los tiros y al poco rato empezaban a croar de nuevo las ranas en el lago.

Al fondo de un corredor, perfilada contra los altos cristales de un balcón que daba al oeste, distingo como si yo también la hubiera visto y pudiera recordarla una figura inmóvil, envuelta en la claridad gris de la mañana lluviosa, que se parece tanto a la de una fotografía antigua en blanco y negro. A esa distancia lo primero que Ignacio Abel vio fue el gesto de la mano que sostenía con displicencia un cigarrillo, la otra mientras tanto doblada a la espalda, una mano carnosa contra la tela negra de una chaqueta ligeramente levantada por detrás por unas formas amplias. El presidente de la República había salido de su despacho donde llevaba horas escribiendo bajo la luz artificial que le gustaba tanto para estirar las piernas y fumar un cigarrillo mirando por el ventanal hacia el horizonte de los encinares y de la Sierra de Guadarrama, ahora invisible bajo las nubes, con la misma actitud con que otra vez, hacía no tanto tiempo, había mirado a la muchedumbre que llenaba la plaza de Oriente para vitorearlo coreando las sílabas de su apellido, el día de mayo en que fue elegido para la presidencia. Estaba de pie junto a la barandilla de mármol, asomándose al mar de cabezas y al estruendo de la plaza, y también filmaba un cigarrillo y parecía absorto en la contemplación de la naturaleza, y tenía una expresión entre de lejanía y de pésame. Volvió la cabeza despacio al oír los pasos.

—Venga conmigo a saludar al presidente.

—Déjelo, Moreno, no quiero importunarlo.

—Después me preguntará quién era usted y se molestará si piensa que lo he recibido a sus espaldas, que yo también estoy tramando algo.

Cuando el presidente expulsaba el humo del cigarrillo se hinchó un poco más su cara bulbosa.

—Don Manuel —dijo Moreno—, seguro que se acuerda usted de Ignacio Abel.

—Lo llevé en mi coche una vez a inspeccionar las obras de la Ciudad Universitaria. Y otra vez estuve con usted en el Ritz, en la cena que hubo cuando se inauguró el edificio de Filosofía y Letras.

—Con Negrín, ¿verdad? Entre los dos querían ustedes convencerme de que había valido la pena arrasar aquellos pinares magníficos de la Moncloa.

Los ojos de Azaña tenían un gris pálido y acuoso. Extendió la mano derecha (el cigarrillo todavía en la izquierda) y la mantuvo casi inerte mientras Ignacio Abel la estrechaba. Era una mano blanda, aún más fría que la de Moreno Villa. Visto de cerca estaba más viejo que sólo unos meses atrás y algo descuidado, con motas de caspa y algún pelo blanco en las solapas anchas de una chaqueta funeraria, que tenía el brillo de un uso excesivo. Un aire de sopor y de agotamiento extremo le aflojaba los rasgos, la piel incolora, de una palidez mantecosa.

—¿Cómo sigue su Ciudad Universitaria? ¿Han terminado ustedes por lo menos aquella facultad que inauguramos con tanto bombo hace más de tres años?

—Por ahora todo está en suspenso, me temo, don Manuel.

—Una manera elegante de decirlo. Negrín y el arquitecto López Otero y hasta el ministro de Instrucción Pública se empeñaban en decirme que para octubre de este año me llevarían a inaugurar la obra completa. Pero eso fue antes de la huelga de la construcción y de que empezara todo esto.

—El doctor Negrín ha sido siempre un optimista.

—Me imagino que habrá encontrado ya motivos para dejar de serlo. Aunque yo no podría decirlo. Tampoco él viene nunca a verme. Estará muy ocupado, siendo ministro...

—El señor Abel sale de viaje mañana para los Estados Unidos. Ha venido a despedirse de mí y de paso a presentarles usted sus respetos.

Azaña miraba a Abel con sus ojos claros y acuosos detrás de los cristales de las gafas y en su boca se había formado un gesto sutil de sarcasmo.

—¿En otra de esas misiones oficiales que costeamos para que nuestros intelectuales más insignes puedan irse a toda prisa de España sin perder la vergüenza? En cuanto pasan la frontera y se sienten seguros empiezan a hablar mal de la República.

—Al señor Abel le han encargado un edificio en una universidad de los Estados Unidos —dijo Moreno Villa, como si improvisara una disculpa—. Una gran biblioteca.

Azaña los miraba a los dos pero ya no parecía que los viera, o era que no daba crédito a lo que estaban diciéndole, que no se fiaba. La uña del dedo índice de la mano izquierda estaba amarilla de nicotina; la yema del índice de la derecha tenía una mancha de tinta.

—Si usted cree que yo puedo hacer algo cuando esté allí, por lo menos informar de lo que está pasando en España...

La mirada ahora se mantenía en él, fija pero ausente, bajo los párpados pesados, que acentuaban la expresión de fatiga y de agravio, de incredulidad recelosa.

—Nadie puede hacer nada. Nosotros mismos somos nuestros peores enemigos. Que tenga usted un buen viaje.

Inclinó ligeramente la cabeza y sin estrecharles la mano volvió a su despacho, al cuaderno donde escribía con una letra diminuta y regular a la luz de una lámpara, incluso cuando era de día, en una penumbra artificial en la que le gustaba envolverse como en un refugio.

Del resto de ese día casi no se acuerda; sólo de la irrealidad en que parecían sumirse todas las cosas ante la cercanía del viaje, todos los gestos que una vez cumplidos ya estaban en el pasado de lo que se hace por última vez. Quisiera no acordarse de la soledad agrandada de la casa en esa noche final, las horas acercándose a la partida, la luz debilitada por las averías sin reparar de un bombardeo reciente, el sabor desagradable del coñac que bebió para tranquilizarse, y que le duraba en la boca cuando se tendió completamente vestido sobre la cama, la maleta ya cerrada en el suelo, los documentos comprobados por última vez, en una carpeta sobre la mesa de noche. Se quitó los zapatos, apagó la luz, cerró los ojos diciéndose que permanecería inmóvil intentando descansar durante unos pocos minutos, no se dio cuenta de que se quedaba dormido. Despertó con la angustia de que era muy tarde y de que el camión se habría ido cuando él llegara a la estación. Pero en el reloj de la mesa de noche vio que habían pasado sólo unos minutos. En la oscuridad una voz repetía su nombre al fondo del pasillo, al otro lado de la puerta cerrada, asegurada por dentro con doble llave y cerrojo. Una mano golpeaba, despacio, para llamarlo a él sin despertar alarma, y alguien decía al mismo tiempo su nombre en voz baja, acercando mucho la boca al intersticio de la puerta y el marco, respirando, pronunciándolo como si su sonido bastara para vencer la resistencia de la plancha de madera, su grosor y su peso de roble, la firmeza del cerrojo de acero y de los pestillos echados. «Ignacio», decía, «Ignacio, ábreme». Esta vez no eran golpes ni pasos violentos en la escalera la razón de que hubiera despertado, no el motor de un automóvil deteniéndose en la acera en el silencio de las cuatro de la madrugada o el brillo de unos faros listando de claridad eléctrica la penumbra del dormitorio a través de los postigos. Era una voz, lenta, reiterada, conocida, identificada muy pronto, en cuanto se disipó el aturdimiento del sueño. Se sentó en el filo de la cama y hubo unos momentos de silencio, como si hubiera soñado la voz. Estuvo un rato así, alerta, la espalda erguida, las manos sobre las rodillas, queriendo creer que no volvería a oír que lo llamaban, que no se repetirían los golpes en la puerta. De no haber sido tan profundo el silencio la voz de Víctor no habría atravesado con tanta nitidez las puertas cerradas y el espacio de las habitaciones vacías. Se levantó procurando no hacer ningún ruido, no encendió ni siquiera la lámpara de la mesa de noche, por miedo a que lo delatara el clic del interruptor. Pisó con cautela, un paso y luego otro, deteniéndose después de cada movimiento, avanzando en la penumbra, de una habitación a otra, vislumbrando las manchas blancas de las sábanas que cubrían los muebles. Antes de llegar al recibidor tan sigilosamente como si se deslizara unos milímetros por encima del suelo se quedó paralizado al oír de nuevo la voz, al identificarla sin la menor incertidumbre, reconociendo en ella la impaciencia, la ira mezclada con el miedo, la aspereza ronca de alguien que lleva mucho tiempo sin hablar alto y tal vez sin beber agua, que tiene fiebre, que está herido. «Ignacio, por lo que más quieras, ábreme, sé que estás ahí y que me estás escuchando, te oigo respirar.» Pero era imposible que percibiera su presencia, si él mismo apenas notaba el aire silencioso en las aletas de la nariz, si estaba tan quieto que podía sentir los latidos del corazón en las sienes igual que en el pecho. «Ignacio, me buscan, no tengo dónde esconderme, déjame entrar y te prometo que me iré antes que sea de día. Nadie me ha visto entrar. No voy a comprometerte, Ignacio, nadie me verá salir, por lo que más quieras.» Adelantó la mano hasta rozar la puerta. Levantó con extremo cuidado la delgada tapa metálica de la mirilla, que se adhería a las yemas de sus dedos. Se asomó con cuidado, como si el otro pudiera verlo desde fuera. Pero tampoco él vio nada. El rellano estaba a oscuras. La luz del techo se había fundido hacía tiempo y el portero no la había cambiado. Pero en cualquier caso Víctor no se habría atrevido a encenderla. Escuchaba el roce de su cuerpo contra la puerta, adhiriéndose a ella, la respiración agitada, el chasquido de la lengua en la boca escasa de saliva. La palma de la mano daba golpes a la vez asiduos y llenos de cautela. El jadeo se interrumpía cuando la voz iba a repetir el nombre, «Ignacio, Ignacio, por Dios, ábreme, si tú no me escondes vas a matarme, sé que estás ahí, te oigo, aunque tú no quieras, te vi entrar y sé que no has salido». Ahora había cerrado el puño, y golpeaba con los nudillos, y con la otra mano movía el pomo de bronce, como probando la posibilidad de que cediera en su resistencia, de que la puerta se abriera permitiéndole pasar a la seguridad del otro lado con el mismo sigilo con el que pasaba la voz. Dejó de golpear un rato y se quedó en silencio. Aunque no se escucharon pasos podía pensar que se había marchado. Al otro lado de la mirilla no había más que una oscuridad cóncava. Pero seguía allí, sólo que había apoyado la espalda contra la puerta y se había deslizado poco a poco hacia el suelo. Y si no se iba nunca, si perdía el conocimiento, si se quedaba tanto tiempo que cuando Ignacio Abel pudiera salir ya se le había hecho tarde para tomar el camión hacia Valencia. Quizás lo habían herido y estaba desangrándose. Quizás llevaba muchas noches en vela huyendo de un refugio a otro y se quedaba dormido en el suelo, delante de la puerta. Pero la voz volvió a sonar, más cercana todavía, más ronca, los labios pegados a la juntura entre las dos hojas de la puerta. «Ignacio, te juro que no he matado a nadie, que no he hecho daño a ninguno de los tuyos. Ignacio, ábreme. Qué van a pensar tus hijos cuando se enteren, cuando sepan que dejaste que me mataran.» Casi le parecía que le daba el aliento en la cara, que el otro cuerpo estaba pegado al suyo y notaba el olor agrio del miedo en la transpiración, en la ropa que Víctor no debía de haberse cambiado en muchos días. Esperaba pasos y no los oía. En el reloj de pulsera tintineaban los segundos. En alguna parte del edificio una puerta se abrió de golpe y luego se cerró, llaves girando y pestillos después del retumbar de la pesada plancha de madera. Inmóvil, el frío en la cara, en las plantas de los pies, supo que la voz ahora le hablaba desde un poco más lejos, quizás sólo unos centímetros, pero ya en otro mundo, como en el reino de los muertos. «Maldito seas, Ignacio. Maldito seas. Tú no has tenido nunca corazón. Ni para ser rojo, ni para ser hombre. No te creas que no sé que me estás escuchando, Ignacio.»

33

Ha salido del Faculty Club después de comer, con el alivio de quedarse solo, sin urgencia de nada, después de pasarse toda la mañana sometido al ritmo enérgico de Stevens, a sus inagotables reservas de entusiasmo práctico, a su disposición casi implacable de amabilidad, que incluye ese punto excesivo de indulgencia con que se dirige uno a un enfermo, con que se sonríe a quien se compadece: preguntándole de manera indirecta sobre su dolencia, como si el solo hecho de mencionarla ya la agravara. A las nueve de la mañana le había dicho Stevens que vendría a buscarlo, y a las nueve menos cinco escuchó el motor del automóvil deteniéndose delante de la casa y el claxon. Estaba esperando, desde hacía rato, ya dispuesto, sentado junto a la ventana, acomodado en el silencio, observando las copas de los árboles que se pierden en la distancia, escuchando los pájaros, los que se movían en el interior del bosque y los que pasaban en altas bandadas triangulares atravesando el cielo muy limpio, con escándalos de graznidos que levantaban ecos en la distancia. Se había despertado temprano, con una conciencia de haber dormido muy profundamente, sin sueños de voces que dijeran su nombre o de timbres de teléfonos. Se había quedado un rato en la cama sin moverse apenas, complacido en la blandura cálida del colchón y la almohada, en la limpieza de las sábanas, de un blanco más puro según se afianzaba en la habitación la primera claridad del día, un poco antes de que saliera el sol por encima de las copas cónicas de los árboles. Veía su gabardina echada de cualquier modo a los pies de la cama, los zapatos y los calcetines en el suelo, los pantalones y la camisa colgados de la silla, como las trazas de la presencia de otro, la ropa deteriorada del que ha estado mucho tiempo de viaje, y en la que se quedó adherido el cansancio, igual que el olor de los restaurantes baratos y los cuartos de hotel. Se dio un baño largo, en el agua muy caliente, casi del todo sumergido en ella, en la bañera que tenía las proporciones anchurosas de todo lo que había en la casa, y al cerrar los ojos y hundir la cabeza bajo el agua conteniendo la respiración sintió que se disolvía en la ingravidez del descanso, protegido y absuelto, la piel luego apaciguada por el tacto del jabón y la esponja, el sexo reavivándose como alguna especie de planta o animal submarino, trayéndole sin ningún esfuerzo de la memoria el recuerdo de la desnudez de Judith, ni siquiera el recuerdo, la sensación física, muy intensa y fugaz, como tenerla cerca en un sueño y perderla según se iba despertando, según empezaba a enfriarse el agua en la bañera, su amante fantasma acompañándolo en lugares donde nunca ha estado con ella. Al limpiar el vaho en el cristal del espejo vio todavía la cara exhausta del viaje, los ojos inquietos de alguien que no ha llegado a su destino. Se enjabonó la cara despacio, haciendo mucha espuma con la brocha de tejón, parte del estuche de piel de cerdo con sus iniciales grabadas, regalo de Adela en el último día de su santo, cuando planeaban todavía el traslado a América de toda la familia. La cuchilla se deslizaba con suavidad y eficacia sobre la piel reblandecida por el calor del baño. Se afeitó tan meticulosamente como en su cuarto de aseo de Madrid, aunque sin la prisa que solía dominarlo entonces, prisa por llegar pronto a la oficina o por encontrarse a primera hora con Judith Biely, la cita clandestina más gustosa aún porque iba a suceder a la hora de más agitación laboral del día. Hoy era temprano y tenía tiempo de todo. El tiempo tenía la misma amplitud del espacio en la casa. La ligera flacidez de la papada hacía más difícil el afeitado. La línea de la mandíbula ya no era tan nítida como no mucho tiempo atrás. La edad, en la que pocas veces había reparado.—por distracción, por soberbia, por el halago del amor de Judith—, empezaba a aflojar los músculos que antes eran firmes, ablandando la cara, borrando casi en la papada la forma de la barbilla. Pero bien afeitado, bien peinado, la raya recta en el centro del pelo, las patillas cortadas limpiamente a la altura adecuada, parecía más joven, y también más respetable, no un refugiado dudoso, un indigente digno, como los que leían las páginas de anuncios del periódico en Nueva York, en las barras de las cafeterías, en los bancos de los parques, o como los que habían empezado a llegar a Madrid desde Alemania unos años atrás, fugitivos de Hitler. Cómo habría agradecido el profesor Rossman una habitación así, la oportunidad de un baño demorado y de la ropa limpia, una placidez que no aliviaba la incertidumbre pero la dejaba en suspenso. Ahora podía por fin ponerse la ropa que había reservado con un cuidado tan extremo para este día: la camisa blanca, con los puños sin roces y el cuello sin cerco de mugre, el traje de repuesto, que había colgado en el armario antes de acostarse, el chaleco, el alfiler en la corbata, los gemelos en los puños. Limpió como pudo los zapatos, aunque no hubo manera de disimular las grietas ni las suelas demasiado gastadas, y uno de los cordones tuvo que atárselo con mucho cuidado porque se estaba deshilachando y en cualquier momento podría romperse. De lo que más aprendo es de fijarme en cómo las cosas de todos los días se gastan, le había dicho el ingeniero Torroja en Madrid: cómo van rozándose, cómo el tiempo y el uso van dándoles su verdadera forma y luego las deshacen. Las suelas de estos zapatos, cortados y cosidos a mano y ahora irreconocibles: los cordones, rozándose con los agujeros, sometidos a una erosión que en la mente científica de Torroja era semejante a la de las cuerdas de un barco o los cables de acero de un puente. Podía echar la ropa sucia en un cesto de mimbre que había en el cuarto de baño, le había indicado el meticuloso Stevens: le dio vergüenza el olor, que sólo ahora advertía, los indicios de la falta de higiene a la que poco a poco había capitulado a lo largo del viaje, en los últimos meses. En el armario había un espejo de cuerpo entero: se examinó en él, cepilló el traje y el sombrero y procuró que el ala tuviera la inclinación adecuada. Demasiado formal, tal vez, pero quizás era el efecto de no haberse arreglado de verdad desde que ir bien vestido por Madrid se había convertido en algo raro y peligroso: ahora veía en el espejo no tanto a quien era en este momento, sino el recuerdo de quien había sido, un año atrás, con este mismo traje, el día de principios de octubre en que se vistió con tanto cuidado para dar su charla en la Residencia de Estudiantes, la primera imagen de él que recordaría Judith Biely, si es que el olvido no lo ha borrado ya por completo, el olvido voluntario de quien es capaz de cancelar o de arrancarse una parte de la vida.

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