Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Pero extrañamente la lucidez de Negrín ante la magnitud de la catástrofe no lo inducía al desánimo, sino que después de una tregua de abatimiento desataba más aún sus energías eufóricas. Cuando Abel entró en su despacho lo encontró dictando a toda velocidad una carta en francés a una secretaria; de pie, moviéndose de un lado a otro, las manos a la espalda, sacando a veces del bolsillo abultado alguna cosa que se llevaba a la boca, tan rápido que Ignacio Abel no distinguía lo que era, una píldora medicinal o una chocolatina. Se interrumpía para llamar por teléfono; se impacientaba porque tardaban en darle comunicación y aplastaba de golpe el auricular contra la horquilla. «Pero aun así no vamos a rendirnos», dijo, parándose delante de Abel, más alto, más ancho, la cara carnal y la voz ricamente timbrada. «Reconstruiremos de abajo arriba el ejército. Un ejército de verdad, valeroso y bien equipado, con disciplina, con musculatura, un ejército del pueblo y de la República. Hará falta acabar con el delirio en el que hemos vivido hasta ahora pero la realidad es el mejor antídoto contra los desvaríos mentales. Hemos vivido y vivimos en parte todavía en una casa de locos, y no es una metáfora de esas que gustan tanto a nuestros oradores, sino un diagnóstico clínico. En una casa de locos cada uno de ellos vive entregado a su propia forma de irrealidad. Se cruzan hablando a solas y haciendo aspavientos pero nadie oye a nadie y el delirio de cada uno excluye al de los demás. Sabemos por qué lucha el enemigo y por qué se sublevaron los militares, pero lo que no se acaba de saber todavía es por qué luchamos nosotros. O si hay un nosotros en el que quepamos todos los que acabaremos fusilados o desterrados si ganan los otros. Cada loco con su tema. Don Manuel Azaña quiere la Tercera República francesa. Usted y yo y unos cuantos como nosotros nos conformaríamos con una república socialdemócrata como la de Weimar. Pero nuestro correligionario y ahora presidente del gobierno dice que quiere una Unión de Repúblicas Soviéticas Ibéricas, y don Lluís Companys una república catalana, y los anarquistas se olvidan de que estamos en guerra y tenemos enfrente a un enemigo sanguinario para experimentar en todo este desbarajuste con la abolición del Estado. Y para poner en práctica su delirio particular cada partido y cada sindicato lo primero que ha hecho ha sido inventarse su propia policía, sus propias cárceles y sus propios verdugos. Pero me niego a creer que todo esté perdido. Nuestra moneda se ha hundido internacionalmente pero tenemos oro de sobra y podemos comprar al contado las mejores armas. ¿Que las democracias hermanas, como se dice en los discursos, no nos las quieren vender? Se las compramos a los soviéticos, o a los traficantes internacionales, a quien sea.» Sonó el teléfono: la comunicación que había pedido ahora era posible. Pidió algo de manera terminante y con la máxima educación y como la secretaria que había estado mecanografiando la carta tardaba mucho en sacarla de la máquina él la arrancó del rodillo con un ademán certero y revisó la ortografía levantándose las gafas y acercándola mucho a los ojos fatigados. «Por no hablar de otro problema que tenemos, amigo Abel, aparte de esas fotos que nuestros milicianos se hacen vestidos de curas en las ruinas de las iglesias quemadas, y que nos benefician tanto ante la opinión pública internacional cuando las publican los periódicos. Los mismos periódicos que no quieren publicar las fotos que les mandamos nosotros de niños reventados por los bombardeos de los aviones alemanes, porque dicen que son propaganda. ¡No tenemos gente que hable idiomas! Mandamos al extranjero a republicanos y a socialistas leales para que cubran los puestos de los diplomáticos traidores y expliquen nuestra causa y ya me dirá usted cómo van a explicarla o qué clases de negociaciones van a hacer si en el mejor de los casos no pasaron del primer curso de francés en un colegio de curas. Esta chica tan guapa que trabaja conmigo aquí es un tesoro, habla y escribe francés. Pero las cartas en inglés o en alemán las tengo que escribir yo mismo, y si vienen emisarios o periodistas extranjeros que quieren entrevistar a alguien del gobierno yo soy el único que puede hacerles de intérprete.» Un funcionario entró trayendo en una carpeta un documento que presentó con ceremonia a Negrín, llamándole «señor ministro». Negrín lo revisó velozmente antes de firmarlo con una amplia rúbrica y se lo pasó a Ignacio Abel. «Si con esto no le dejan pasar sólo se me ocurre un recurso extremo», dijo, soltando una carcajada: «que lleve usted también por si acaso una pistola y se líe a tiros». Ignacio Abel dobló cuidadosamente el salvoconducto y se lo guardó en un bolsillo interior, asegurándose de que no se arrugaba. Ahora recuerda que en el momento de salir del despacho de Negrín el alivio de saber que se iba era más poderoso que el remordimiento y hasta que la gratitud. En la antesala había un barullo de funcionarios, de milicianos y de carabineros de uniforme. Los carabineros se pusieron firmes al ver al ministro, que tomó del brazo a Ignacio Abel y lo acompañó hasta la salida, examinando las cosas con aquella vocación instintiva de observar deficiencias y buscar remedios con que en otro tiempo inspeccionaba su laboratorio de la Residencia o las obras ahora paralizadas de la Ciudad Universitaria. «Mire qué oficinas, qué ventanillas, qué funcionarios con manguitos, qué caras. ¡Aquí las máquinas de escribir son todavía una novedad! Tenemos que hacer tantas cosas que no se habían hecho nunca, y las tenemos que hacer en medio de una guerra.» Va a pedirme que no me vaya, pensó Abel, asustado de pronto, culpable, sintiendo en el brazo la presión de la mano enorme de Negrín, va a recordarme que yo sí puedo hablar idiomas extranjeros y que debería ponerme al servicio de la República igual que está haciendo él, que ha sacrificado una carrera mucho más brillante que la mía, que si quisiera conseguiría un nombramiento en cualquier universidad fuera de España, a salvo de este desastre. Pero Negrín no le pidió nada: no hizo caso de la mano extendida de Abel y le dio un abrazo, y le dijo riéndose que no tardara mucho en hacer aquel edificio en América, que haría falta que volviera muy pronto para terminar de una vez la Ciudad Universitaria: tantas ruinas habrá que levantar de nuevo, dijo, que se harán de oro ustedes los arquitectos. Estuvo parado un momento en el umbral de una puerta con dorados barrocos, y luego dio media vuelta y desapareció, camino de sus tareas urgentes, la tela de la americana tensa en la espalda, los bolsillos llenos de cosas, las hombreras abultadas por la musculatura.
Salió del Ministerio y la lluvia y el viento le dieron en la cara cuando abría el paraguas; tendido en la cama revive la sensación de las gotas mínimas y heladas en las mejillas, diminutas aristas de hielo en la mañana de un octubre que parecía diciembre. Recordaba la imagen de Negrín dándose la vuelta para volver a su despacho y pensó de pronto que tal vez también él se estaba contagiando de alguna forma de delirio. La lluvia chorreaba por las altas fachadas grises de la calle de Alcalá empapando la gruesa capa de carteles desgarrados, jirones y pulpa de papel humedecida disgregando las consignas en grandes letras rojas y las figuras de héroes milicianos y de botas que aplastaban esvásticas, mitras de obispos, chisteras de burgueses, pecheras militares con medallas, de obreros que rompían cadenas y avanzaban sobre horizontes fantásticos de chimeneas de fábricas. Con un tesón magnífico el espíritu de los luchadores de la libertad mantiene la campaña en alta tensión y va recobrando trozo a trozo la parte de España que invadieron los fascistas, traidoramente agresores del gobierno legítimo y violadores de la voluntad popular. En la esquina de la calle de Alcalá con la Puerta del Sol una bomba había abierto una zanja enorme en torno a la cual se levantaban rieles retorcidos de tranvías. Con un paraguas en la mano un empleado de la farmacia cercana se asomaba a la zanja tapándose la nariz con un pañuelo, observando el turbión de aguas fecales que brotaba de una tubería rota y había ido formando un estanque de inmundicia. Los obreros tranviarios se aprestan a la defensa de Madrid creando en cada barriada un batallón de acero que sea la catapulta que aplaste definitivamente a la hidra fascista. Los vendedores ambulantes, los limpiabotas y los haraganes habituales de la Puerta del Sol se cobijaban de la lluvia bajo los toldos de las tiendas y en los portales de los edificios. En los balcones de Gobernación las banderas de la República colgaban como viejos trapos empapados. A la entrada de la calle Arenal una gran pancarta llena de exclamaciones y mayúsculas cruzaba de balcón a balcón: ¡NO PASARÁN! ¡MORIR ANTES DE RETROCEDER! La ciudad se había vuelto hosca e invernal; hombres mal vestidos circulaban con las cabezas gachas junto a las paredes; delante de la puerta de una carbonería se había formado una cola de mujeres con tocas sobre las cabezas y capachos de esparto; Madrid olía esa mañana a hollín empapado y a hornillas alimentadas con carbón barato, a guisos de garbanzos con berza y a aire recalentado de los túneles del metro. En un discurso de encendidos tonos y gran republicanismo el alcalde de Madrid don Pedro Rico asegura que el pueblo trabajador de la capital de España sabrá defender la libertad y aplastar al fascismo. Los tranvías daban la vuelta en los ángulos de la plaza con un ruido de artefactos decrépitos, con una vibración de maderas endebles y ventanillas rotas. Con la máxima rapidez han sido provistos los luchadores de la República de los elementos necesarios para resistir convenientemente los rigores de la próxima estación invernal. Se refugió de la lluvia en un café medio vacío, esperando a que amainara detrás de los cristales opacos de vaho. El olor a serrín le hizo acordarse de otro café igual de sombrío a la misma hora de la mañana, varios meses atrás, de Judith Biely que no levantaba la cabeza mientras él se acercaba y no se levantó cuando él estuvo a su lado, su cara deseada convertida de pronto en la de una mujer que no lo conocía. No podía arriesgarse a que se le mojara el salvoconducto recién firmado por Negrín. De una hoja de papel con un membrete oficial y una firma de tinta todavía fresca que puede ser fácilmente desleída por unas gotas de agua depende el porvenir entero de una vida. Pensaba como en un tesoro clandestino en todos los papeles que ya tenía guardados en el cajón de su escritorio, el mismo que cerraba con llave para esconder las cartas de Judith: los que ha traído consigo y ha mostrado tantas veces a lo largo del viaje, conseguidos uno por uno después de trámites extenuadores y esperas que se dilataban como minuciosos tormentos: colas en las puertas de las embajadas, primero la de los Estados Unidos, luego la de Francia, entre gente que contenía mal la impaciencia y no lograba disimular el miedo, que escondía su evidente condición burguesa llevando la ropa más gastada o menos llamativa que podía; interrogatorios, inspecciones muy demoradas de cada documento, de cada sello y rúbrica y de cada carta. Para solicitar el visado de tránsito por Francia había que presentar el visado americano y el pasaje de barco, así como una certificación de solvencia económica. La carta de invitación de Burton College que hacía falta para solicitar el visado americano se retrasó durante meses; pudo haberse perdido en medio del caos de los primeros días en la central de Correos; se quedó sin repartir más tiempo aún porque el cartero se había alistado en una columna de milicianos y no había nadie que lo sustituyera. La mayor parte del personal de las embajadas había salido del país: quedaban pocos funcionarios, irritados, agobiados por las solicitudes, insolentes con la turba cada vez más nutrida de los que se acercaban cada mañana muy temprano y aguardaban durante horas delante de las puertas cerradas, cada uno con su cartera o su carpeta de documentos bien apretada contra el pecho, con su angustia de huir, o incluso, los que tenían más miedo, de encontrar refugio en las embajadas, fingiendo naturalidad, mirando de lado cada vez que pasaba un coche demasiado rápido del que asomaban cañones de fusiles o una camioneta de milicianos. Podía haberle pedido ayuda mucho antes a Negrín pero no se decidía a hacerlo: por pudor, por vergüenza de irse, por no importunarlo ahora que lo habían nombrado ministro. Empezó a reconocer a algunos habituales de las colas, y de las oficinas: en un pasillo del consulado francés se cruzó con un arquitecto al que sabía derechista y ninguno de los dos hizo por saludar al otro; una señora rusa con los zapatos de tacón torcidos le mostraba cada vez que la veía un pasaporte zarista muy deteriorado y un diploma en caracteres cirílicos expedido según ella por el Conservatorio Imperial de Moscú. En Nueva York la esperaba un contrato para dar clases de piano en la Juilliard School. ¿No podría él, siendo como parecía un caballero, ayudarle con una pequeña cantidad, ya que tenía todos los documentos necesarios para la emigración y le faltaba tan sólo completar el importe de un pasaje de tercera clase?
La mano huesuda de Moreno Villa estaba muy fría cuando se la estrechó. Hacía el mismo frío afilado y húmedo que en los corredores y en las capillas lóbregas de El Escorial. «Qué envidia me da usted, Abel, irse ahora a América, desembarcar en Nueva York. Tantos años hace que yo fui y es como si hubiera estado ayer mismo. Cuando me llamó usted para decirme que venía a despedirse me tomé la libertad de traerle un regalo.» Tenía sobre la mesa un libro y antes de dárselo escribió una dedicatoria en la primera página. En alguna parte estará ese ejemplar si no fue destruido, en el anaquel de una biblioteca o de una librería de viejo, el papel quebradizo y con un tacto polvoriento al cabo de tantos años, algo más valioso por estar dedicado, la caligrafía indecisa, como cautelosa, de Moreno Villa, tan parecida a la línea de sus dibujos, debajo de las letras rojas del título,
PRUEBAS DE NEW YORK: para Ignacio Abel, por si le sirve algo de guía en su viaje, octubre, Madrid, ¡936, de su amigo J. Moreno Villa.
«Es uno de esos libros que uno publica para que nadie los lea», dijo, como disculpándose. «La ventaja es que es muy corto. Lo escribí en el viaje de vuelta. Usted puede leerlo en el suyo de ida. No sabe la envidia que me da.» Era posible decir adiós y no volverse a ver nunca más. Se repetía la congoja, el ritual melancólico de las despedidas: como Negrín esa misma mañana, Moreno Villa lo acompañó un rato en dirección a la salida, guiándolo por pasillos desnudos y por salas de opulencia rococó en las que a veces sonaban las campanadas sucesivas de relojes de péndulo. Se cruzaron con varios lacayos de calzón corto y casaca que llevaban cajas de papeles: un momento después con un soldado de uniforme que empujaba un gran baúl con ruedas.