La noche de los tiempos (40 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Según hablaba, Eutimio se iba excitando, respiraba más hondo, sin mirar a Ignacio Abel, los ojos fijos en la carretera. Este hombre le despertaba una forma de ternura que ya no sentía por nadie: lo devolvía a una región del tiempo y a una parte de sí mismo que sólo eran accesibles para él a través de la presencia de Eutimio. Su oratoria arcaica era la que él había escuchado furtivamente en las reuniones de hombres los sábados por la noche en la salita de la portería, llena de voces y de humo de tabaco. Su padre muerto tantos años atrás cobraba gracias a Eutimio una cercanía tan intensa y tan rara como la que experimentaba las pocas veces que aún lo veía en sueños; todavía su padre y él un niño en el final retardado de una infancia demasiado protegida, a pesar de que ahora él, el hijo, era unos cuantos años mayor de los que tenía su padre al morir. Eutimio pertenecía a aquel tiempo (los madrugones, el cansancio al final del día, la ruda solemnidad de las reuniones socialistas, en las que los hombres vestidos con blusones oscuros se llamaban de usted y levantaban la mano para pedir la palabra), y al revivirlo para él de algún modo trastornaba su sitio en el presente, la vida estable y sólida que parecía inevitable y que sin embargo pudo no haber sucedido, porque no había ningún vínculo entre ella y la que había tenido en aquella época de la que sólo Eutimio era ya un testigo. Nada en aquel entonces presagiaba el ahora. El niño que estudiaba en la mesa camilla a la luz de una lámpara de petróleo cuando las ruedas de un carro se detuvieron junto al ventanuco a la altura del suelo no tenía nada que ver con el hombre de pelo gris y ademanes seguros que ahora mismo conducía un automóvil por los bulevares exteriores de Madrid, en dirección a la calle Santa Engracia y a la glorieta de Cuatro Caminos. Pero Eutimio, a su lado, sabía; era capaz de establecer conexiones, con su memoria tan despejada y su inteligencia tan aguda; podía reconocer en el perfil serio de Ignacio Abel rasgos que venían de su infancia y otros que con los años habían empezado a mostrar como una resonancia en el tiempo las caras de sus padres, de quienes sólo quedaba una foto borrosa y solemne, con pálidos rastros de color, tan primitivos como sus actitudes, o como el cuello bordado y el moño de ella y el pelo aplastado de él, dividido por una raya en el centro, y su bigote de puntas engomadas. «Son vuestros abuelos paternos», les había explicado alguna vez a sus hijos, que miraban la foto con la misma extrañeza que si representara a personas no sólo de otro siglo y de otra clase social, sino de otra especie. Pero no sólo eran recuerdos lo que le traía Eutimio, también sensaciones físicas que invocaban con eficacia inmediata la presencia de su padre: la aspereza de las manos, sus gestos, el olor del pantalón de pana.

—Ya puede dejarme por aquí, don Ignacio. Usted sigue recto para su barrio y yo tomo cualquier tranvía.

—Servicio a domicilio —se encogió de hombros, sonriendo, embargado por una emoción pudorosa que no le explicaría a nadie, ni siquiera a Judith Biely—. A ver si lo corrompo con las comodidades de la vida burguesa.

—Por lo pronto los de la CNT ya me llaman esquirol.

—No será para tanto.

Subían por la calle de Santa Engracia, junto a la torre magnífica del Depósito de Aguas, que se alzaba en aquellas perspectivas horizontales de Madrid, delante del telón azulado y lejano de la Sierra, como un monumento funerario persa. Ignacio Abel conducía en silencio, escuchando a Eutimio, observando de soslayo el modo en que se modificaba su actitud según iban acercándose a su barrio: erguido incómodamente, las rodillas juntas, no queriendo abandonarse a una confianza que le podría ser retirada igual que se le concedía. Antes de llegar a sus límites Madrid ya se ensanchaba en amplitudes rurales, con hileras de casas bajas delante de las cuales las mujeres cosían al sol sentadas en sillas de anea, con grandes solares cercados por vallas de tablas sobre las que aún quedaban carteles electorales descoloridos. Una luz polvorienta y aldeana flotaba al fondo, sobre la glorieta de Cuatro Caminos: carros de traperos, rebaños de cabras, esquilas y campanillas de tranvías, girando en torno a una fuente sin agua que parecía traída de un lugar mucho más escenográfico, una fuente por algún motivo desahuciada de los paseos burgueses para los que fue construida. Las notas más poderosas de color eran el verde y el rojo de los geranios en los balcones. Un grupo de niños que pateaban una pelota hecha de trapos en medio de la calle interrumpió el juego para correr a los costados del automóvil. Hacían guiños y gestos de burla, casi pegaban las caras a las ventanillas. De cerca se distinguía su penuria: uno corría a la pata coja, apoyándose en una muleta, en la cabeza de otro blanqueaba la tiña.

—Mucho cuidado, don Ignacio, que éstos son capaces de echársele debajo de las ruedas.

Detrás de las rejas, desde los balcones, desde los umbrales de los pequeños talleres y las tabernas, de las tiendas de ultramarinos, miradas recelosas y atentas observaban el paso del coche. Tres hombres vinieron de frente, con camisas blancas y chaquetas viejas, con gorras sobre las caras, con una manera peculiar de caminar, separando mucho las piernas. En el cinturón de uno de ellos era visible la culata negra de una pistola. Se pararon delante del coche, sin hacerle señales para que se detuviera. Estaban inmóviles, en el centro de la calle, mirando a Ignacio Abel, que mantenía el motor encendido pisando suavemente el embrague y había dejado, con cautela instintiva, las dos manos quietas y visibles sobre el volante, los ojos alerta y a la vez eludiendo las miradas de interrogación y desafío.

—No se preocupe, don Ignacio, que éstos son buenos muchachos.

—¿Sabe usted lo que quieren?

—Están de vigilancia.

Eutimio bajó su ventanilla y le hizo una señal a uno de ellos, el que llevaba la pistola, que examinaba muy serio el interior del coche, con un gesto despectivo en la esquina de la boca, en la que ardía un cigarrillo. Contra cada cristal se aplastaba la nariz de un niño, bocas abiertas manchándolo de vaho, pares de grandes ojos asombrados mirando hacia adentro, como si se asomaran al cristal de un acuario.

—El señor es de toda confianza, compañero —dijo Eutimio, eludiendo la mirada del otro, tan próxima, el humo del cigarrillo que le daba en la cara—. Es mi jefe en la obra y yo respondo por él.

Los hombres hablaron brevemente entre sí y los dejaron pasar, agrupándose de nuevo para seguir vigilando el coche, el de la pistola volviendo a guardársela entre el cinturón y la camisa, los niños ahora junto a ellos, con aire de decepción, como quien mira un tren o un barco que se aleja. Atento al espejo retrovisor Ignacio Abel los vio quedarse atrás con un suspiro de alivio menos silencioso de lo que él imaginaba.

—Se ha asustado usted un poco, don Ignacio. Se ha puesto pálido. No era para tanto. Tiene usted que comprender que en este barrio, cuando se ve un coche como el suyo, es que va a pasar algo malo.

—¿Los falangistas?

—O los monárquicos. O los de las Juventudes de Acción Popular. Suben por Santa Engracia a toda velocidad y atropellan al que se ponga delante, y se lían a tiros sin mirar a quién. La semana pasada mataron a una pobre mujer que estaba barriendo la puerta de su casa. La lucha de clases, don Ignacio. Asoman la cabeza por la ventanilla, estiran el brazo y gritan
¡Arriba España!
Luego dan la vuelta en Cuatro Caminos y a ver quién los encuentra.

Ahora advertía con mayor perspicacia los gestos y las miradas: también la mezcla de incomodidad y suficiencia que experimentaba Eutimio al ser reconocido en su vecindario. El encierro en el espacio reducido del automóvil había favorecido, con la proximidad física, una soltura en el trato que estaba a punto de ser cancelada, en cuanto Eutimio bajara, haciéndole un gesto de despedida que encubriría el propósito contenido de estrecharle la mano, en vez de dar las gracias inclinando ligeramente la cabeza, de pie en la acera, con la gorra quitada. Una persiana se apartaba en un balcón; una mano de mujer ensanchada y enrojecida por el trabajo estremecía una cortina de tejido barato; unos niños que saltaban al burro interrumpieron el juego, y el que estaba agachado volvió la cabeza para mirar hacia el coche que se detenía, con una expresión de pronto seria y adulta; la cuerda a la que saltaban unas niñas con lazos de colores en el pelo se quedó inmóvil sobre la tierra apisonada; hombres jóvenes en mangas de camisa se asomaron a la puerta de una taberna.

—Lo convido a un vaso de vino, a ver si se le quita el susto del cuerpo, don Ignacio.

—Hombre, Eutimio, tampoco ha sido para tanto —haber mostrado tan visiblemente su alarma ahora avergonzaba a Ignacio Abel: afectuoso, casi paternal, Eutimio se complacía no obstante en la debilidad de un superior, más evidente porque al salir del coche se encontraba sin defensas en un territorio desconocido en el que dependía de él—. Me tomo un vaso si usted me deja que le invite.

Le sobraba tiempo: no estaba citado con Judith Biely y no tenía ganas de volver a casa, en la tarde de mayo que parecía detenida en una luminosidad no amortiguada todavía por el crepúsculo. Cuando volviera se permitiría el alivio de contarle a Adela la verdad —lo cual serenaba mucho su conciencia de embustero reciente, todavía inexperto—, pero ella probablemente pensaría que su rato de conversación con un capataz en una taberna de Cuatro Caminos era una mentira, una de tantas que ya no se molestaba mucho en fingir que creía. Muy distraído, contento, casi virtuoso, como si la verdad de hoy de algún modo compensara el fraude de tantas otras veces, él ni siquiera se daba cuenta de la incredulidad de Adela.

—Por el auto no se preocupe usted, don Ignacio, que aquí estamos en confianza. No tiene usted ni que cerrarlo con llave. Aquí somos pobres pero honrados, como en las zarzuelas.

No sólo miraban el coche, el verde suave de la pintura, la capota de cuero de color manteca, las manivelas niqueladas, como los radios de las ruedas; lo miraban a él, sobre todo, como a un ejemplar de otra especie, sus manos blancas, su traje a medida, el pico del pañuelo en el bolsillo de la americana, el brillo de la corbata de seda, los zapatos de dos colores. Los ojos negros de los niños eran un espejo que le devolvía una versión distorsionada de sí mismo, el hombre alto y extraño que ellos estaban viendo, el que se había bajado del automóvil cerrando con fuerza la puerta y mirando a su alrededor con un gesto de vigilancia instintiva, con algo de dignatario colonial en visita de inspección, tal vez benévolo pero siempre lejano, dotado de una arrogancia que no tenía por qué ser una actitud personal porque estaba inscrita en la naturaleza de su casta. Se acordaba de sus hijos viendo esas caras infantiles de una dignidad resplandeciente a pesar de los signos de la pobreza: las ropas viejas, desiguales, zurcidas; las alpargatas rotas, los pantalones cortos sujetos con cuerdas; las pequeñas muletas de los tullidos, que corrían jovialmente a la pata coja a la zaga de los otros. Desde la distancia en que las miradas lo situaban veía no al hombre que era ahora mismo, sino al niño que tantos años atrás sólo muy de tarde en tarde salía medrosamente a jugar en otra calle muy parecida a ésta, en su barrio del otro extremo de Madrid. Por unos segundos las voces de los niños habían resonado en una especie de cóncava eternidad, en el reino intemporal de los juegos y las canciones de la calle: los que él escuchaba tantas veces en la penumbra de la portería de su madre, viniendo por la ventana que estaba muy alta sobre su cabeza, al nivel de la acera. No había sido uno de ellos, ni siquiera entonces. Un puro instante recobrado de aquel tiempo remoto lo hizo detenerse en la puerta de la taberna, feliz y perdido, con una felicidad que se parecía mucho a la congoja, parpadeando como si al salir del coche lo hubiera deslumbrado la claridad de la tarde.

—Eso mismo le pasaba a usted de niño —estaba diciéndole Eutimio, su cara cercana y un poco desenfocada—. Se quedaba pensando en sus cosas y su padre que en paz descanse decía, «este chico parece que se me pone sonámbulo».

La taberna, más bien una bodega, era sombría y honda, con olor a serrín y a vino agrio, a barril y a arenques en salmuera. Entrar en ella era seguir avanzando por la penumbra del pasado: a tabernas como ésta lo mandaba de niño su padre a comprar un cuartillo de vino o a llevarle un recado a algunos de los albañiles

o de los artesanos que trabajaban para él en las obras. Pero ahora había carteles de fútbol, de toros y de boxeo pegados a la cal de las paredes, y un gran aparato de radio detrás del mostrador. En la estampa chillona de un almanaque, bajo un letrero que proclamaba «¡Feliz 1936!», la República era una señorita desnuda con un gorro frigio ladeado sobre la cabeza y cubierta apenas con los pliegues de una bandera tricolor que moldeaban sus pechos y descubrían un muslo carnoso de corista o de bailarina de taxi-dancing.

Los hombres que bebían junto al mostrador de zinc y en las mesas saludaban a Eutimio y examinaban a Ignacio Abel de arriba abajo sin disimulo, y también sin simpatía. No eran muchos, pero sus presencias y sus voces llenaban el espacio tan densamente como el humo de sus cigarrillos, y desprendían una sensación muy fuerte de vigor áspero y cansancio del trabajo. Se sentaron en una mesa apartada y el tabernero les trajo una frasca cuadrada de vino tinto y dos vasos chatos de cristal muy grueso, mojados todavía por el agua limpia del fregadero. Al sentarse Eutimio en la silla la pistola le abultaba visiblemente en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Parece mentira, don Ignacio, que estemos usted y yo sentados aquí, en la misma mesa, cuando en el trabajo tengo que quitarme la gorra para hablar con usted, y hasta no está bien que lo mire mucho a los ojos cuando le digo algo.

—No exagere usted, Eutimio. ¿No ha cambiado nada la vida desde los tiempos de mi padre? Y más que va a cambiar desde ahora, con el gobierno del Frente Popular.

—Un gobierno de señoritos burgueses, don Ignacio, que mandan gracias al voto obrero.

—Por culpa de nuestro partido, el de usted y el mío. El que no ha dejado que un socialista sea presidente del gobierno. Costó tanto traer la República y ya no la quieren, no les parece bastante. Ahora quieren una revolución soviética, como en Rusia. ¿No estuvo usted en la manifestación del Primero de Mayo? Desfilaban los socialistas y parecía que estuvieran en la Plaza Roja de Moscú. Banderas rojas con hoces y martillos, retratos de Lenin y de Stalin. Los nuestros sólo se distinguían de los comunistas en que llevaban camisas rojas y no azul celeste como ellos. Ni una sola bandera de la República, Eutimio, la República que pudo llegar porque los socialistas quisimos que viniera, porque los republicanos no eran nada. Pero estos socialistas del Primero de Mayo no daban vivas a la República, sino al Ejército Rojo. Con gran alegría de las derechas, como es de imaginar.

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