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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (42 page)

Dame tiempo. Si tuviera tiempo. Es cuestión de tiempo. Aún estamos a tiempo. Ya no hay tiempo. En el comedor reservado del Ritz, Philip Van Doren los miraba con la altiva magnanimidad de un potentado, un oligarca del tiempo, ofreciéndoles la limosna tentadora y quizás humillante de lo que ellos más anhelaban, tan poderoso que no les pedía nada a cambio, ni siquiera gratitud, tal vez solamente el espectáculo de la penuria que advertía en ellos, del modo sutil en que la pasión sexual clandestina los iba envileciendo, gastando, como personas respetables sometidas a una adicción secreta, la morfina, el alcohol, llegadas a ese punto en el que el deterioro ya se hace visible. Comían en el reservado y ninguno de los tres daba muestras de estar oyendo el tumulto que llegaba amortiguado por los cortinajes y por los árboles del jardín. Necesito tiempo. Cuánto tiempo más quieres que te dé. El tiempo como un bloque sólido en el taco de hojas de un calendario, cada día una lámina imperceptible de papel, un número en rojo o en negro, el nombre de un día de la semana. Judith Biely extranjera y distinguida, inexplicablemente suya, buscando su pie debajo de la mesa mientras sonreía llevándose la copa de vino a los labios,
playing footsie,
le había enseñado a decir. El tiempo lento, fósil, empantanado, solemne, en el reloj de péndulo que hay al fondo del pasillo, el que Ignacio Abel ve brillar mientras aguarda de pie apretando el auricular del teléfono, impaciente y furtivo; el que da las horas con resonancias de bronce en mitad del insomnio, en la amplitud a oscuras de la casa, cuando él creía que había transcurrido una eternidad y cuenta los golpes y sólo son las dos de la madrugada, la cara contra la almohada y el corazón latiendo muy rápido, las oleadas rítmicas de la sangre en las sienes, mientras Adela duerme a su lado o permanece despierta y finge estar dormida igual que él y sabe también que él no duerme, los dos inmóviles, sin rozarse, sin decir nada, las dos conciencias físicamente tan cercanas como los dos cuerpos y sin embargo remotas entre sí, herméticas y sumergidas en una misma agitación, en el suplicio idéntico del tiempo. El tiempo que no pasa, abrumador como un fardo, como un baúl o una losa; el tiempo de una cena en la que los cuatro se han quedado en silencio y sólo oyen el sonido de la cuchara rozando contra la loza del plato de sopa y el que hace Miguel sorbiéndola y los golpes menudos del tacón de su zapato contra el suelo. El tiempo que me queda antes de que se acaben los plazos para solicitar el permiso en la Ciudad Universitaria o tramitar el visado en la embajada americana. El tiempo exquisito que Judith apura corriéndose cuando él ha sabido acariciarla, atento a ella con los cinco sentidos, la boca entreabierta de Judith, los ojos entornados, respirando por la nariz, el largo cuerpo desnudo tensándose, las palmas de las manos sobre los muslos, el sonido seco de las mandíbulas que él ha aprendido a esperar como un signo favorable, un aviso de que el placer de ella se avecina. El tiempo que siempre se acaba, aunque el fervor del encuentro hizo al principio que pareciera ilimitado. El nudo de la corbata delante del espejo, el peine rápido en el pelo, Judith sentada en la cama, subiéndose las medias, observando la prisa de él, el gesto furtivo con que ha consultado el reloj. El tiempo del regreso en el taxi, o en el coche de Ignacio Abel, los dos callados de pronto, lejanos en el silencio, ya replegados en la distancia que todavía no los separa, mirando los relojes iluminados en el cielo nocturno de Madrid, al otro lado de la ventanilla, que señalan una hora siempre demasiado tardía para él (pero no piensa en el otro tiempo que la aguarda a ella cuando entre en su cuarto de la pensión y mire la máquina en la que hace tanto que no escribe, las cartas de su madre a las que sólo contesta de tarde en tarde, suprimiendo una parte de su vida en Madrid, inventándola, para no contarle que se ha hecho amante de un hombre casado). El tiempo que tarda en aparecer el sereno después de las palmadas resonantes que lo llaman en el silencio nocturno de la calle Príncipe de Vergara, cada vez más angustioso, como una culpa mordiéndole los talones; el que transcurre hasta que llega el ascensor y luego sube muy despacio y él mira de nuevo el reloj y piensa incrédulamente que a esta hora Adela ya se habrá dormido, que no notará el olor a tabaco y al perfume de otra mujer, el crudo olor de las secreciones sexuales; el tiempo de salir al rellano procurando que no suenen demasiado fuertes las pisadas en el mármol del corredor y buscar la llave en el bolsillo y hacerla girar en la cerradura con la esperanza de que no haya ninguna luz encendida en la casa, a no ser la del altar de Nuestro Padre Jesús de Medinaceli con su tejadillo y sus dos diminutos faroles eléctricos. Tiempo al tiempo. El tiempo todo lo cura. Ha llegado el tiempo de salvar a España de sus enemigos ancestrales. Volverán los tiempos de gloria. Si el gobierno se lo propusiera de verdad todavía estaría a tiempo de atajar la conspiración militar. Volverán Banderas Victoriosas. Ojalá no pase el tiempo. El Tiempo de Nuestra Paciencia se ha Agotado. Ya no es Tiempo de Compromisos ni de Medias Tintas con los Enemigos de España. El tiempo que he perdido no haciendo nada, dejando para otro día o para dentro de unas horas decisiones urgentes, imaginando que la pasividad hará que el tiempo resuelva las cosas por sí solas. El tiempo que falta para que Judith decida volverse a América o para que reciba una oferta de trabajo o para que se marche sin más a otra capital de Europa menos provinciana y menos convulsa, en la que no haya tiroteos por las calles, en la que los periódicos no traigan con tanta frecuencia en primera página la noticia de un crimen político. Las semanas, los días que tal vez faltan para que estalle la sublevación militar de la que todo el mundo habla ya abiertamente, con un fatalismo suicida, con la impaciencia de que al fin llegue el desastre, la revolución social, el apocalipsis, lo que sea, cualquier cosa menos este tiempo de espera, de ver pasar entierros con ataúdes cubiertos por banderas, llevados a hombros por camaradas de aire pretoriano, con camisas rojas o camisas azul marino y correajes militares, alzando manos abiertas o puños cerrados, gritando consignas, vivas y mueras, tardando horas en llegar al cementerio (las bocas muy abiertas mostrando malas dentaduras; manchas de sudor en los sobacos de las camisas marciales). El tiempo que tarda una carta recién depositada en un buzón en ser recogida y clasificada, matasellada, entregada en la dirección que se indica en el sobre; el que tarda el ordenanza lentísimo y servil cada mañana en repartir el correo, avanzando con su bandeja en las manos entre las mesas de las mecanógrafas y los delineantes, deteniéndose con galbana inaceptable para charlar con alguien, para aceptar un cigarrillo; el tiempo que tardan los dedos ávidos en rasgar su filo, en extraer las hojas, el que emplean los ojos en moverse velozmente sobre cada línea, de izquierda a derecha, volviendo luego al punto de partida, como el carro de una máquina de escribir, como la lanzadera de un telar, bebiendo cada palabra con la misma rapidez con la que fue escrita, succionando en los

hilos de tinta los rasgos de una caligrafía tan deseada y familiar como las líneas de una cara, como la mano que se deslizó por el papel escribiendo.
No puedes decirme que no. Imagina la casa, y nosotros en ella, no podemos rechazar lo que Phil nos ofrece, tengo derecho a pedírtelo, solo unos pocos días.

Mira el reloj y cae en la cuenta de que ha pasado mucho rato desde la última vez que lo miró, como el fumador que empieza a librarse de su adicción y descubre que ha pasado más tiempo que nunca sin la tentación de encender un cigarrillo: unos minutos después de la salida, cuando el tren acababa de pasar junto al puente George Washington.
Time on our hands.
Ha oído la voz de Judith Biely en el teléfono, reconocido nítidamente esas palabras, su tentación y su promesa, su advertencia,
We're running out of time.
Qué poco tiempo les quedaba, mucho menos de lo que él había imaginado, de lo que el miedo le había inducido a vaticinar: las manos de pronto vacías de tiempo, los dedos estériles curvándose para apresar el aire, intuyendo a veces como un recuerdo táctil del cuerpo que no acarician desde hace ya tres meses enteros, la duración baldía del tiempo sin ella. Corriendo sin sosiego,
running out of time
, dijo ella también, y él no supo comprender la advertencia, no percibió la velocidad del tiempo que ya estaba arrastrándolos. Cuánto tiempo hace que estas manos no tocan a nadie, no se curvan adaptándose a la forma delicada de un pecho de Judith Biely, no tocan el rosa tenue de sus pezones, no estrechan contra él a sus hijos, corriendo para abrazarse a él por el pasillo de la casa de Madrid o por el sendero de grava en el jardín de la Sierra; esta mano derecha que se alzó arrebatada por la ira y descendió como un rayo contra la cara de Miguel (ojalá se hubiera quedado paralizada en el aire, atravesada de dolor; ojalá se hubiera secado antes de causar dolor y vergüenza a su hijo, que tal vez no sabe ahora si su padre está vivo o muerto, que ya habrá empezado a olvidarlo). Las manos de niño que se desollaban tan fácilmente con el tacto áspero de los materiales; las que paralizaba el frío en las madrugadas de invierno y que Eutimio calentaba apretándolas entre las suyas tan ásperas, quemadas por el yeso. «Qué pena daba mirarle a usted las manos, don Ignacio. Yo las frotaba entre las mías para darle calor y eran como dos gorriones muertos.» Con estas manos no habría podido abarcar la pistola que Eutimio le enseñó una mañana de mayo en su oficina: la misma que levantó y puso en el centro del pecho de uno de los hombres que empujaban a Ignacio Abel contra un muro de ladrillo a las espaldas de la Facultad de Filosofía. Recuerda con desagrado el sudor en las palmas, tan infame como la humedad en las ingles. Tiempo en nuestras manos: el tiempo no se va agotando despacio, como un caudal que se vuelve un hilo de agua y un goteo antes de extinguirse. El tiempo se acaba de golpe y de un momento a otro uno está muerto con la cara contra la tierra, y después de un encuentro que no se sabe que es el último alguien dice adiós y no volverás a verlo nunca más. El tiempo de un encuentro que se parecía a cualquier otro concluye y ninguno de los dos amantes sabe ni sospecha que va a ser el último. O uno de los dos sí sabe y calla, ha decidido pero guarda todavía su resolución en secreto y ya calcula las palabras que escribirá en una carta, las que en voz alta no se atreve a decir.

Colgó el teléfono y la expresión que había usado Judith Biely quedó flotando en su conciencia como el metal de la voz que al cabo de unas pocas horas oiría de nuevo, ahora cerca de él, rozándolo con el aliento que daba forma a sus palabras.
Time on our hands,
por una vez no horas contadas, minutos que se deshacían como agua o arena entre los dedos, sino días, cuatro días enteros en los que no habría despedidas ni ansias postergadas, tiempo secreto o robado, ilimitado, desbordándose, recibiéndolos con la clemencia de un país de acogida, cuya frontera se abriría con sólo decir una mentira, un pasaporte falso de validez limitada pero instantánea, una mentira que ni siquiera lo es del todo,
El jueves me voy a la provincia de Cádiz y vuelvo el lunes por ¡a mañana.
La verdad y la mentira se decían exactamente con las mismas palabras, eran tan difíciles de separar entre sí como la composición química de un líquido.
Un cliente americano está pensando comprar una casa en la costa y me ha pedido que vaya a verla antes de tomar ¡a decisión.
Era tan fácil y la recompensa tan ilimitada que le producía anticipadamente una sensación de ebriedad, casi de vértigo, a la hora de la cena, en el letargo del comedor familiar, donde el tiempo transcurría tan despacio, tiempo como plomo sobre los hombros, al ritmo funerario del gran reloj vertical, regalo pomposo de don Francisco de Asís y doña Cecilia, con su péndulo de bronce en la caja honda como un ataúd y su leyenda en letra gótica alrededor de la esfera dorada,
Tempus fugit.
«Te estás quejando siempre de que te falta tiempo», dijo Adela, mirándolo apenas, atenta más bien al plato que tenía delante, consciente de la vigilancia ansiosa de Miguel, de la rodilla que estaría moviéndose nerviosa debajo de la mesa, «y ahora vas y te enredas en otro compromiso. Podías haber aprovechado los días de huelga para descansar con nosotros en la Sierra». «No puedo negarme», improvisaba, alentado por la facilidad, no mintiendo del todo, usando hechos comprobables como la materia dócil con que moldeaba la mentira, «es el empresario que me ofreció el encargo en los Estados Unidos». Pero la simulación de un modo u otro lo atrapaba: al oír hablar de los Estados Unidos Miguel y Lita irrumpieron abiertamente en la conversación quitándose la palabra para preguntar si de verdad irían todos a América, cuándo, en cuál de los transatlánticos que aparecían anunciados en el escaparate de la agencia de viajes de la calle de Alcalá y en la de la calle Lista, maquetas detalladas en las que se veían las ventanillas circulares y los botes salvavidas y las pistas de tenis dibujadas en la cubierta, carteles de buques con altas proas afiladas hendiendo las olas, con columnas de humo ascendiendo de las chimeneas pintadas de rojo y de blanco, con hermosos nombres internacionales inscritos en la curvatura negra del casco. Igual que su madre, Miguel advirtió el gesto de contrariedad, casi de angustia, en seguida mezclada con una irritación que no llegaba a mostrarse del todo, el contratiempo de no tener preparada una respuesta, cuando la mentira había fluido hasta entonces tan desahogadamente. Pero Miguel no sabía interpretar los datos incesantes que le suministraba su atención, y que para él se resumían en un confuso estado de alarma, la intuición de unpeligro que estaba cerca pero que él no podía identificar: como en esas películas de aventuras en África que le gustaban tanto, cuando un explorador se despierta de noche y sale de la tienda y sabe que un animal salvaje o un enemigo están rondando el campamento, pero no distingue nada más que los sonidos habituales de la selva, y el leopardo está pisando ya silenciosamente muy cerca, rozando las altas hierbas con su largo cuerpo musculoso, o el guerrero traicionero y pintado se aproxima, levantando una lanza, mientras Miguel tiembla en su asiento, encoge las piernas, casi tirita, se muerde las uñas, aprieta el brazo de Lita hasta hacerle daño, podría gritar si no se controlara, podría orinarse, no de miedo, sino de la pura excitación nerviosa. Observa ese músculo que se mueve en la mandíbula muy afeitada de su padre, como un latido rápido, el que delata que se está irritando, el que temblaba tanto cuando levantó la mano y Miguel sintió el escozor y la humillación de la bofetada antes de que la palma abierta golpeara su mejilla. «Ahora no es momento de que molestéis a papá con esas preguntas. Bastante lío tiene él ya en su trabajo. ¿Irás en el coche? Lo único que te pido es que nos llames cuando llegues. Ya sabes que si estás en la carretera y no me llamas no me puedo dormir.»

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