Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Volvió a la Casa del Pueblo y el centinela de la puerta le dijo que Negrín acababa otra vez de marcharse, pero que había ido muy cerca, al economato socialista de la calle Gravina. Cuando lo vio por fin Negrín cargaba cajas de cartón llenas de alimentos y bebidas en su automóvil, limpiándose de vez en cuando el sudor con un pañuelo que guardaba luego doblándolo de cualquier manera en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Ayúdeme, Abel, no se quede parado —le dijo sin sorpresa nada más verlo, con un gesto terminante.
Entre los dos llenaron el maletero de latas de conservas, embutidos, sacos de patatas. En los asientos posteriores había cajas de cervezas y damajuanas de vino envueltas en mantas para protegerlas de las sacudidas.
—No piense mal de mí, Ignacio, que no me estoy incautando de todos estos víveres, ni le voy a pagar a los compañeros del economato con vales, como nuestras heroicas patrullas revolucionarias.
El encargado le entregó a Negrín una larga cuenta y él la repasó rápidamente con la punta de un lápiz diminuto entre sus grandes dedos, murmurando cifras y artículos. De una cartera sujeta con gomas sacó un puñado de billetes y le pagó al encargado. Ya se había montado en el automóvil y lo había puesto en marcha, indicándole a Ignacio Abel que lo acompañara, mientras se despedía sumariamente del encargado del economato sacando el brazo con el puño cerrado por la ventanilla, de la misma manera expeditiva con que lo sacaría para indicar una maniobra.
—¿Quiere que lo deje en algún sitio, Abel? Yo voy a la Sierra, a llevarles algo de comer y de beber a los muchachos de la columna donde se ha alistado mi hijo Rómulo. No hay suministros regulares de nada, es una vergüenza. Mandan al frente a esos muchachos valerosos y luego no se acuerdan de llevarles municiones, ni comida, ni mantas para abrigarse por la noche. Si faltan camiones para la comida y la munición, ¿cómo es que no paran de hacerlos destilar por Madrid? —Encajado en el espacio demasiado angosto Negrín conducía gesticulando sobre el volante, con acelerones y frenazos bruscos en las calles estrechas, arrebatado por una mezcla de indignación y entusiasmo—. Así que en vez de desesperarme y de perder el tiempo yo también llamando por teléfono y pidiendo a la autoridad que haga algo he decidido cortar por lo sano y encargarme yo mismo. Poco es, pero menos es nada, y además así me mantengo ocupado. Ahora que lo pienso, ¿y si me ayudara usted con su auto?
—Me lo incautaron, don Juan. Lo dejé en el taller mecánico unos días antes de que empezara esto y no he vuelto a verlo.
—Ha usado usted la palabra exacta: «esto». ¿Qué estamos viviendo? ¿Una guerra, una revolución, un puro disparate, una variante de las tradicionales fiestas españolas de verano? «Esto». Ni siquiera sabemos qué nombre darle. ¿Leyó usted cómo lo ha llamado Juan Ramón Jiménez? Cuando se ha visto bien seguro en América, eso sí. Una «loca fiesta trájica», eso dice Juan Ramón. El gran triunfo del pueblo. Pero él y Zenobia, por si acaso, se han dado prisa en poner tierra de por medio. ¿Sabe que a él estuvieron a punto de darle el paseo, como decimos todos ahora? Pero qué vergüenza, cómo se nos contagian las palabras.
—¿A Juan Ramón Jiménez lo iban a matar? ¿Y él de qué podía ser sospechoso?
—Sospechoso de nada. Se llamaba igual que otro al que iban buscando, o se le parecía. Lo salvó su buena dentadura.
—¿Se defendió a bocados? Con su mal carácter...
—No es broma. Parece que los milicianos sólo estaban seguros de un detalle del hombre al que buscaban: que tenía dentadura postiza. Cuando Juan Ramón les repitió tanto que se equivocaban empezaron a dudar, y a uno de ellos se le ocurrió una forma de comprobar si era verdad lo que decía. Le metió la mano en la boca y le dio un tirón de los dientes. Y ya sabe usted que Juan Ramón tiene la mejor dentadura en este Madrid de bocas tan desastrosas. ¡A don Antonio Machado iba a llevárselo detenido una patrulla porque les pareció que tenía pinta de cura! Pero cuénteme, cuánto hace que detuvieron a su amigo. Será una vergüenza internacional para nosotros si le pasa algo. Otra más.
—No sé por dónde empezar a buscarlo.
—Ni usted ni nadie. Parecía que íbamos a abolir el Estado burgués y por lo pronto en Madrid cada partido y cada sindicato ya tiene su propia cárcel y su propia policía, además de sus propias milicias. Gran adelanto. Supongo que nuestros enemigos están encantados con nosotros. En las milicias anarquistas se somete a votación si conviene o no conviene atacar al enemigo y en las nuestras fusilan por sabotaje a los pocos mandos militares que nos quedan si una ofensiva resulta un desastre. Lo milagroso es que en la Sierra hayamos podido contener a los facciosos y que por el sur no hayan llegado todavía a Madrid. ¿Y qué me dice usted del frente de Aragón? Si las bravas columnas del anarquismo catalán continúan rompiendo arrolladoramente las defensas del enemigo, ¿cómo es que no llegan nunca a Zaragoza? Y si cada d{a estamos a punto de tomar el Alcázar de Toledo, ¿por qué al día siguiente seguimos sin tomarlo? De lo que usted me cuenta deduzco que los que se llevaron a su amigo pueden ser comunistas. Eso quiere decir que no lo habrán matado inmediatamente. Querrán interrogarlo por algo. ¿No estuvo viviendo un tiempo en la Unión Soviética? Vaya a hablar con Bergamín, en la Alianza de Intelectuales. Ya sabe usted que de un modo u otro él siempre está conectado con todo el mundo. Déjeme un recado en casa si se entera de algo. En cuanto vuelva de la Sierra esta noche me pongo a buscar con usted.
—¿Y esa Alianza dónde está?
Negrín soltó una carcajada y dio un volantazo en la esquina de la plaza de Santa Bárbara para girar hacia el oeste por los bulevares.
—Por Dios, Abel, es admirable que usted siga sin enterarse de nada. La crema de la intelectualidad antifascista se ha instalado en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola, que parece ser uno de los mejores de Madrid. Hacen la guerra editando un periodiquillo con poesías revolucionarias y para descansar de sus rigores dan bailes de disfraces usando el vestuario de los marqueses, que no sé si están huidos o difuntos, o los ex marqueses, como hay que decir ahora... Disculpe que no lo lleve, pero me pilla en dirección contraria, y quiero llegar a la Sierra a la hora de comer.
Desde hacía mucho tiempo no caminaba tanto por Madrid; desde que era muy joven y ahorraba concienzudamente los pocos céntimos del tranvía: tal vez por eso le había venido a la memoria la caminata larguísima desde el límite entonces despoblado de la ciudad donde estaba el cementerio después del entierro de su madre; un paso tras otro, igual que ahora, la cabeza baja, la determinación solitaria de llegar a alguna parte y de llegar a ser algo; la fatiga y también la energía: la euforia maniática del oxígeno bombeado al cerebro por el esfuerzo muscular y el ritmo de los pasos; la sensación de ser un transeúnte despojado de cualquier parentesco con la gente que se cruzaba con él y nunca lo veía, solo ahora en el mundo, al menos tanto como entonces, caminando por una ciudad que era la suya y que también le era extraña, igual que cuando pasaba junto a los escaparates de las tiendas de juguetes o de las librerías o de las tiendas de ropa y miraba cosas deseadas e inaccesibles para él, como los hambrientos miraban los despliegues de comida en los escaparates de los restaurantes o de las tiendas de ultramarinos; como pegaban la cara en los días de invierno a los cristales de los cafés cuyo interior caldeado les estaba prohibido, aunque lo tuvieran tan cerca. De niño él miraba con pánico el mundo próximo y terrible de los muertos de hambre, los dañados físicamente por la miseria, los que iban descalzos en invierno y tenían las cabezas blancas de tiña, los nacidos cojos o jorobados, los que parecían pertenecer a otra especie y sin embargo vivían a unos minutos de distancia de la portería abrigada de su madre, al final de la calle Toledo, donde se terminaba Madrid, más allá de las rondas, en poblados de chozas o cuevas crecidos en los mismos terraplenes a los que se arrojaban las basuras, atravesados por ríos de cloacas. Con una vaga aprensión infantil de remordimiento, pero también de alivio, él era tan consciente de su fragilidad ante aquellos niños de aire salvaje que subían a veces del suburbio como del privilegio que lo salvaba de compartir sus destinos. Pero no se sabía menos lejano de los otros, los que recibían los trenes eléctricos, los regimientos de soldados de plomo con uniformes de colores brillantes, los teatros de juguete y las linternas mágicas: eran los mismos a los que veía jugar, vigilados por doncellas de uniforme, en los jardines del Palacio de Oriente, o dar paseos en un carricoche tirado por una cabra con una jáquima de cascabeles; los que después empezaron a mirarlo con una sonrisa de curiosidad o de desdén cuando compartió con ellos las aulas del colegio de los Escolapios, murmurando a su espalda que era el hijo de una portera. A algunos, con el tiempo, volvió a encontrarlos en la Escuela de Arquitectura, y la sonrisa no había cambiado, o aparecía en seguida cuando alguien repetía al oído de otro la antigua confidencia, la información reveladora sobre su origen, sometida a las modificaciones y los errores de la transmisión oral: su madre había sido portera o algo peor aún, lavandera en el Manzanares (lo había sido de muy joven, mucho antes de que naciera él); su padre un maestro de obras o un albañil o uno de aquellos arrieros que transportaban a los muladares el cascajo de los derribos. Desertor del andamio, le había llamado un pariente de Adela. Desertor ahora no sabía de qué o de quién, en la acera de la glorieta de Bilbao donde lo había dejado Negrín, arrastrado por las circunstancias, como tanta gente en Madrid y en toda España, a un lado y a otro de las desgarraduras de los frentes, tan azarosas como las fracturas de un terremoto, llevado escaleras abajo hacia los túneles del metro por la multitud que se agolpaba junto a las puertas que se abrieron cuando llegó el tren, las caras brillantes de sudor en el aire viciado, bajo las bombillas amarillentas del techo, los cuerpos demasiado próximos que le repelían, amontonados obligatoriamente en un silencio hostil, contaminado de alarma, refractario a los entusiasmos de la propaganda, aún menos verosímiles en este mundo subterráneo que en el aire libre y la claridad de las calles. Era arrastrado por fuerzas ajenas a su control igual que por la gente y por la locomotora del metro y sin embargo no sentía que tuviera disculpa o que su impotencia le concediera una coartada. Desertor siempre en el fondo de su corazón pero ahora más que nunca: ansioso por recobrar a sus hijos aunque tuviera que cruzar al otro lado de las líneas (sus hijos a los que había abandonado la tarde del 19 de julio); por marcharse de España y escapar del desastre común o al menos del crimen que fulminaba a otros —al profesor Rossman tal vez, si él no lo encontraba antes— como en virtud de una lotería siniestra. Su conciencia giraba sin fruto en un monólogo acelerado por un malestar semejante a la fiebre; se agotaba dando vueltas por Madrid en una búsqueda estéril y regresaba al mismo punto: salió del metro en la esquina del Banco de España por la que había pasado sólo una hora antes, la gran fachada de granito cubierta hasta más arriba de las verjas por una inundación de carteles, ¡ ALISTAOS EN EL GLORIOSO E INVENCIBLE BATALLÓN DEL CAMPESINO Y ÉL OS LLEVARÁ A LA VICTORIA! Siluetas de altos hornos soviéticos, hoces y martillos; un puño aplastando a un avión adornado con una esvástica; un pie calzado con alpargata campesina expulsando del mapa de España a un cura obeso, a un militar con entorchados, a un falangista con la boca de ogro, ¡OBRERO! INGRESANDO EN LA COLUMNA DE HIERRO FORTALECES LA REVOLUCIÓN. Junto a la boca del metro pululaba un remolino de pedigüeños, vendedores de lotería y cigarrillos y piedras de mechero, de cromos revolucionarios mezclados todavía con los antiguos cromos religiosos, de postales y manoseadas novelitas pornográficas, de chicos descalzos que pregonaban los primeros periódicos de la tarde, con la noticia habitual de la toma inminente del Alcázar de Toledo. ¡ATACAR ES VENCER! ¡TODOS AL ATAQUE COMO UN SOLO HOMBRE! ¡CON NUESTRA SANGRE ESCRIBIREMOS LA PÁGINA MÁS SUBLIME DE LA HISTORIA GLORIOSA DE MADRID! Entre el gentío que paseaba a la hora del aperitivo entre los jardines y las mesas de los cafés, bajo las copas de los plátanos, reconoció la espalda erguida y la nuca de su cuñado Víctor. Dejó de verlo un momento; creyó que se había confundido; en vez de cruzar inmediatamente hacia la entrada de la calle donde le había dicho Negrín que estaba la Alianza de Intelectuales apresuró el paso para alcanzar a Víctor, que sin la menor duda había vuelto hacia un lado la cabeza, como si hubiera presentido que alguien lo seguía. De cerca costaba más reconocerlo: muy moreno, con barba de varios días, con una camisa abierta y remangada, con pantalón de pana y alpargatas, con unas gafas de sol.
—Me has dado un susto, cuñado. No te pares. Háblame.
—¿Qué haces tú todavía en Madrid?
—¿Y qué haces tú?
—Busco a un amigo.
—Anda más rápido. ¿No vas a denunciarme?
—Pensaba que te habrías pasado.
—Ya no vale la pena. Los nuestros llegarán muy pronto. Y los que estamos aquí también tenemos mucho que hacer.
—Eres un insensato. Por lo menos podías esconderte.
—Es lo que estoy haciendo ahora mismo, si tú no me lo impides. A plena luz y entre la gente no corro ningún peligro. No querrás que me quede como un conejo en la madriguera, esperando a que vengan a cazarme.
—¿Sabes algo de la familia?
—No te pares, coño, sigue andando. No mires al frente. Hay una patrulla pidiendo papeles en la esquina.
—¿Tú tienes algunos?
—Seguro que tú sí, ahora que mandan los tuyos. Por ahora.
Ignacio Abel vio de soslayo a los milicianos al final del paseo. Darse la vuelta ahora sería muy peligroso para Víctor. Quizás si seguían avanzando y él mostraba sus credenciales no sospecharían de su acompañante. Un barullo de niños rodeaba el carrito de un vendedor de cacahuetes, tirado por un burro diminuto. Una pequeña chimenea de latón difundía el aroma suculento de los cacahuetes recién tostados. El vendedor pregonaba su mercancía cantando rimas estrambóticas mientras removía con una pala el interior del horno portátil o llenaba delgados cucuruchos de papel de estraza. Uno de los milicianos sostenía horizontalmente un fusil. El otro examinaba la documentación de una pareja tomada del brazo. El humo del puesto de cacahuetes le dio a Ignacio Abel en la cara cuando hacía el gesto anticipado de sacar la cartera. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos Víctor ya no caminaba a su lado.